JUNIOR
Entró en la cocina un hombre corpulento que se parecía mucho a los dos gemelos. Iba un poco encorvado y tenía aire de cansancio. No sonrió; se limitó a saludar con una inclinación de cabeza.
—Trevor, aquí están los visitantes de que te hablé —dijo la señora Philpot—. Mira, éste es Julián y…
—¿Más visitantes? —dijo Trevor con un gruñido—. ¡Cielo santo, qué cantidad de chiquillos! ¿Dónde está ese niño americano? Tengo que darle un buen tirón de orejas. Esta mañana trató de poner en marcha el tractor por su cuenta y…
—¡Oh, Trevor, no te preocupes ahora de eso! Lávate las manos y toma tu té —dijo la señora Philpot—. Te he guardado algunos de tus pastelillos preferidos.
—No quiero té ninguno —dijo su marido—. No puedo quedarme sino para tomar una taza, y la tomaré en el establo. He de ir a ver cómo ordeñan. Bob no está hoy.
—¡Nosotros ayudaremos, papá! —dijeron los gemelos, hablando juntos, como de costumbre, y se levantaron inmediatamente de la mesa.
—No, vosotros os sentáis —dijo su madre—. Estáis en pie desde las siete de la mañana. Sentaos y acabad vuestro té con tranquilidad.
—Me vendría bien vuestra ayuda, gemelos —dijo su padre mientras se encaminaba hacia la puerta para ir al establo—, pero ahora vuestra madre tiene tanta faena, que os necesitará más que yo.
—Señora Philpot, deje usted que los gemelos vayan, si quieren —dijo Julián inmediatamente—. Nosotros podemos ayudar; ya sabe usted que estamos acostumbrados a ayudar en casa.
—Y, lo que es más, nos gusta hacerlo —dijo Ana—. Déjenos usted, señora Philpot; nos sentiremos entonces mucho más como en casa. ¿No podríamos quitar la mesa, fregar los platos y todo lo demás mientras los gemelos ayudan a ordeñar?
—¡DEBES DEJARLAS QUE AYUDEN! —gritó de pronto el abuelo desde su rincón, haciendo que Tim y Retaco se pusieran en pie, sobresaltados—. ¿PARA QUÉ VAN A SERVIR LOS NIÑOS DE HOY DÍA, SI SE LO ENCUENTRAN TODO HECHO?
—Vamos, vamos, abuelo —dijo la pobre señora Philpot—. No empiece a preocuparse. Nos podremos arreglar muy bien.
El anciano soltó un ruidoso bufido y dio un palmetazo con la mano sobre el brazo del sillón.
—LO QUE YO DIGO ES ESTO…
Pero no siguió hablando, porque en el vestíbulo se pudo oír el sonido de pasos que se dirigían hacia la cocina, y ruidosas voces norteamericanas se acercaban más y más.
—Mira, papá, tengo que ir contigo. Éste es un sitio aburridísimo. Debes llevarme a Londres contigo. Tienes que hacerlo, papá.
—¿Son esos los americanos? —preguntó Dick volviéndose hacia los gemelos.
Las caras de éstos se habían ensombrecido como la tempestad. Asintieron. Entró un hombre corpulento que causaba un efecto raro con su elegante traje de ciudad, y un niño gordo de unos once años. El padre se detuvo a la puerta y miró en torno frotándose las manos.
—¡Hola, gente! Hemos estado en el viejo poblacho y hemos comprado unos recuerdos estupendos, tan baratos como si fueran basura. ¿Llegamos tarde al té? ¡Vaya!, ¿quiénes son todos estos críos?
Dirigió una sonrisa circular a Julián y a los otros. Julián se puso en pie cortésmente.
—Somos cuatro primos —dijo—. Hemos venido a residir aquí.
—¿A residir aquí? ¿Y dónde vais a dormir entonces? —preguntó el niño, empujando una silla hacia la mesa—. Aquí no hay nada de nada, ¿verdad, papá?, ni piscina, ni…
—Cállate —dijeron los gemelos al mismo tiempo, y le lanzaron una mirada tan llameante, que Ana se quedó atónita.
—Bueno, yo puedo decir lo que me parezca, ¿no? —replicó el niño—. ¿No dicen que éste es un país libre? Me río yo. ¡Tendríais que ver América! Eso sí que es algo. Señora Philpot, déme un pedazo de esa tarta, me parece que no está mal.
—¿NO PUEDE USTED DECIR POR FAVOR? —tronó una voz desde la esquina. Naturalmente, era el abuelo. Pero el niño no hizo caso y se limitó a alargar su plato mientras la señora Philpot le cortaba una enorme tajada de tarta.
—Yo tomaré lo mismo que Junior, señora Philpot —dijo el americano, sentándose a la mesa. Alargó su plato también.
—Tendrán ustedes que ver las cosas que hemos comprado. Hemos tenido un buen día, ¿verdad, Junior?
—Formidable, papá —dijo Junior—. Oiga, ¿no podríamos tomar algo helado? ¿A quién se le ocurre tomar té caliente en un día como éste?
—Te traeré una naranjada fría —dijo la señora Philpot levantándose.
—¡DÉJALO QUE VAYA ÉL! ¡DESVERGONZADO!
Naturalmente, era otra vez el abuelo. Pero los gemelos ya se habían puesto en pie y habían ido a buscar la naranjada. Jorge les miró las caras cuando pasaron a su lado, y se estremeció de sorpresa. ¡Cielo santo, qué antipatía tan grande le tenían los gemelos a aquel chiquillo!
—Este abuelo de ustedes debe de ser una molestia para todos, ¿verdad? —dijo el americano en voz baja a la señora Philpot—. Siempre metiendo la pata, ¿verdad? Un viejo muy gruñón.
—¡NO SE PONGA USTED AHORA A CUCHICHEAR! —gritó el abuelo—. ¡NO SE ME ESCAPA NI UNA SOLA PALABRA!
—Vamos, vamos, abuelo, no se enfade —dijo la pobre señora Philpot—. Siéntese cómodo ahí y duerma un poco.
—No, me voy otra vez —dijo el abuelo levantándose—. Hay cierta gente que me pone enfermo.
Y se marchó, apoyándose en su bastón; una figura magnífica con su cabeza cubierta de cabello blanco como la nieve y su larga barba.
—Como alguien del Antiguo Testamento —dijo Ana a Dick.
Tim se incorporó y siguió al anciano hasta la puerta, con Retaco oliéndole la cola. Junior vio a Tim inmediatamente.
—¡Caramba, vaya un perrazo! —dijo—. ¿Quién es? No lo he visto antes. ¡Eh, tú, ven aquí y toma un bocado!
Tim no le hizo el menor caso. Jorge se dirigió a Junior con una voz helada:
—Ése es mi perro Timoteo. No permito que nadie le dé nada de comer si no soy yo.
—¡Pamplinas! —dijo Junior, y arrojó el trozo de tarta al suelo, que fue a caer entre los pies de Tim—. ¡Eso es para ti, perro!
Tim se quedó mirando la tarta y permaneció perfectamente quieto. Luego miró a Jorge.
—¡Ven aquí, Tim! —dijo Jorge, y el animal se acercó a ella. El pedazo de tarta se quedó en el suelo hecho migajas.
—Mi perro no va a comer eso —dijo Jorge—. Mejor es que lo recojas, tú que lo has tirado. Has dejado el suelo hecho una porquería.
—Recógelo tú —dijo Junior, sirviéndose otro pedazo—. ¡Cáspita, qué mirada me has echado! ¡Tendré que ponerme las gafas de sol!
Le asestó a Jorge un inesperado codazo en las costillas, y la niña se quedó jadeando. Al momento, Tim estaba al lado de su dueña, gruñendo tan profundamente, que Junior se levantó de su silla todo alarmado.
—¡Ay, papá, este perro está rabioso! —dijo—. ¡Ha querido morderme!
—Eso no es verdad —dijo Jorge—. Pero podría morderte si no haces lo que te he dicho: recoger ese trozo de tarta.
—Vamos, vamos —dijo la señora Philpot, verdaderamente acongojada—. Dejemos eso; ya se barrerá después. ¿Quiere usted otro trozo de tarta, señor Henning?
Realmente fue una merienda embarazosa, y Ana deseaba que hubiera terminado ya. Junior se tranquilizó considerablemente cuando vio que Tim se quedaba pacíficamente tendido entre su silla y la de Jorge, pero su padre no paró de hablar sobre las cosas estupendas que había comprado aquel día. Todo el mundo estaba terriblemente aburrido. Los gemelos regresaron con un jarro de naranjada que colocaron, con dos vasos, sobre la mesa, por si el señor Henning quería tomar también. Luego desaparecieron.
—¿Adónde han ido? —preguntó Junior, después de servirse un vaso de naranjada que bebió ávidamente haciendo un ruido muy curioso con la garganta—. Esto sí que está bueno.
—Creo que los gemelos habrán ido a ayudar a ordeñar —dijo la señora Philpot con una repentina expresión de gran cansancio.
Julián la miró. Pensó que ella debía encontrar aquellas comidas muy molestas, teniendo que compartirlas con tanta gente. En seguida Junior alzó su voz chillona:
—Ahora mismo voy y ayudo a ordeñar —dijo, levantándose de su silla.
—Preferiría que no lo hicieras, Junior —dijo la señora Philpot—. Ya sabes que la última vez pusiste muy soliviantadas a las vacas.
—Pero eso es porque todavía no las conocía —dijo Junior.
Julián miró al señor Henning, esperando que éste le prohibiese a Junior ir, pero el americano no dijo nada. Encendió un cigarrillo y tiró la cerilla al suelo.
Jorge frunció el ceño cuando vio que Junior se dirigía a la puerta. ¿Cómo se atrevía a ir al ordeño contra los deseos de su patrona? Se agachó, le murmuró unas cuantas palabras a Tim, y el perro se levantó inmediatamente y corrió hasta la puerta, bloqueándola contra Junior.
—¡Quítate de en medio, perro! —dijo Junior, deteniéndose. Tim gruñó—. ¡Dile que se vaya! —pidió Junior, dando media vuelta.
Nadie dijo nada. La señora Philpot se levantó y empezó a recoger la vajilla. A Jorge le pareció que tenía lágrimas en los ojos. No era de extrañar, si cosas como éstas pasaban todos los días.
Como Tim permanecía igual que una estatua a la puerta, lanzando pequeños y amenazadores gruñidos de vez en cuando, Junior decidió renunciar. Le habría gustado asestarle una patada al perro, pero no se atrevía. Regresó junto a su padre.
—Bueno, papá, ¿y si diéramos un paseo? —propuso—. Salgamos de aquí.
Sin pronunciar una palabra, padre e hijo salieron por la otra puerta. Todo el mundo lanzó un suspiro de alivio.
—Usted ahora se sienta y descansa un poco, señora Philpot —dijo Aña—. Nosotras haremos el fregado. Nos encanta.
—Bueno, sois muy amables —dijo la señora Philpot—. He estado trajinando todo el día, y veinte minutos de descanso me vendrán muy bien. Temo que Junior me ataca los nervios. Espero que Tim no lo morderá.
—Probablemente le dará un susto antes de que pase mucho tiempo —dijo Jorge alegremente, mientras recogía con Ana las tazas y los platos—. ¿Vosotros qué vais a hacer, muchachos? ¿Vais a ir a ordeñar?
—Sí. Hemos ordeñado vacas un montón de veces —repuso Dick—. Es un trabajo bonito. Me gusta el olor de las vacas. Nos veremos más tarde, niñas, y si ese mocoso trata de molestaros, no tenéis más que llamarnos. Me gustaría frotarle la cara sobre esa porquería que ha dejado en el suelo.
—Ahora voy a fregarlo —dijo Ana—. Nos veremos a la hora de la cena.
Los muchachos salieron, silbando. La señora Philpot había desaparecido. Sólo se quedaron Jorge, Ana y Tim, pues Retaco se había marchado con los Enriques.
—Preferiría que no hubiésemos venido —dijo Jorge, mientras llevaba una bandeja a la alacena—. Es un trabajo enorme para la señora Philpot. Claro que si necesita el dinero…
—Bueno, nosotras podemos ayudar y estaremos fuera la mayor parte del día —dijo Ana—. No veremos mucho a Junior, ese mal educado.
Estás equivocada, Ana. Lo veréis demasiado. Es una cosa buena que esté Tim aquí; es el único que sabe manejar a gente como Junior.