EN EL GRANERO
Los gemelos salieron de la casa de campo y condujeron a los dos muchachos, dando la vuelta al establo, hasta llevarlos a un enorme granero. Uno de ellos abrió la gran puerta.
—¡Caramba! —dijo Julián, mirando el granero en penumbra—. No he visto en toda mi vida un granero tan hermoso. Es tan viejo como las montañas. Mira esas vigas que sostienen el tejado: me recuerdan en cierto modo a una catedral. Me pregunto por qué pusieron el techo tan alto. ¿Qué almacenáis aquí, gemelos?
—Sacos de harina —dijeron los Enriques al unísono, abriendo y cerrando sus bocas simultáneamente. Los dos muchachos vieron un par de camas de campaña en un rincón del granero.
—Mirad —dijo Julián—, si realmente preferís dormir aquí solos, nosotros dormiremos en la habitacioncita junto al establo de la que habló vuestra madre.
Antes de que los gemelos pudiesen contestar, llegó un agudo ladrido desde las camas, y los muchachos vieron un diminuto perro de aguas negro que estaba allí en pie temblándole todos los pelos.
—¡Qué cosita más graciosa! —dijo Julián—. ¿Es vuestro, gemelos? ¿Cómo se llama?
—Retaco —fue la respuesta de ambos a la vez—. ¡Ven aquí, Retaco!
Inmediatamente el diminuto perrillo de aguas se separó de las camas y corrió hacia ellos. Dio vueltas alrededor de todos, ladrando alegremente, lamiendo por turnos a cada uno. Dick lo cogió en brazos, pero los gemelos inmediatamente le arracaron a Retaco.
—¡Es nuestro perro! —dijeron, tan indignadamente, que Dick retrocedió.
—Está bien, está bien, quedaos con él. Pero tened cuidado de que no lo devore Tim —dijo Dick.
En las caras de los Enriques se pintó una expresión de temor, y se volvieron uno hacia otro angustiadamente.
—No pasa nada —se apresuró a decir Julián—. Tim es cariñoso con los animalitos. No necesitáis preocuparos. Lo que yo digo es: ¿por qué tenéis que ser tan ariscos? Realmente no os perjudicaría nada mostraros un poco más amables. Y podéis seguir durmiendo en vuestro sitio; a nosotros realmente no nos importa.
Los gemelos volvieron a mirarse como si cada uno quisiera leer los pensamientos del otro, y luego se volvieron gravemente hacia los muchachos con un aire que ya no era tan adusto.
—Dormiremos todos aquí —dijeron—. Vamos a buscar los otros catres.
Y se marcharon con Retaco corriendo excitadamente tras sus talones.
Julián se rascó la cabeza.
—Estos gemelos me hacen sentirme raro —dijo—. En cierto modo me parece que no son completamente reales. La manera como se mueven y hablan juntos me los hace ver como muñecos o algo por el estilo.
—Lo que pasa es que son terriblemente huraños y desconfiados —dijo Dick con rudeza—. Bueno, no tendrán mucho trato con nosotros. Propongo que exploremos la granja mañana. Parece que es bastante grande; por todas partes llega hasta las faldas de las colinas. Me pregunto si podríamos darnos un paseíto en tractor.
En aquel momento el tañido de una campana llegó desde la dirección de la casa.
—¿Para qué será eso? —dijo Dick—. Espero que sea para el té.
Los gemelos regresaron en aquel instante con dos catres más que procedieron a colocar lo más lejos posible de los suyos. Dick se acercó para echar una mano, pero ellos lo rechazaron con un ademán y montaron las camas muy eficaz y rápidamente.
—El té está dispuesto —dijeron, enderezándose cuando las camas estuvieron terminadas y puestas las sábanas y almohadas—. Os indicaremos donde podéis lavaros.
—Gracias —dijeron Dick y Julián simultáneamente, y luego se sonrieron uno a otro.
—Será mejor que tengamos cuidado —dijo Julián—, o se nos pegará su costumbre de hablar exactamente en el mismo momento. Fíjate lo divertido que es el perrillo; mira cómo persigue a esa urraca.
Una urraca negra, cuyo cogote aparecía gris mientras corría frente a Retaco, había emprendido el vuelo desde algún sitio del techo del granero. Mientras Retaco se afanaba en perseguirla, ella se ocultaba tras los sacos, se escabullía por los rincones y hacía bailar tanto al perrito, que los dos muchachos estallaron en carcajadas. Incluso los gemelos sonrieron.
—¡Chack! —graznó la urraca, y se elevó por el aire. Se posó limpiamente en la espalda del perrillo, y Retaco se volvió loco de furia y se puso a correr por el granero a una velocidad frenética.
—¡Revuélcate, Retaco! —gritaron los Enriques, y Retaco inmediatamente se tumbó boca arriba, pero la urraca, con un triunfante «chack», se levantó por el aire y vino a posarse en la cabeza de uno de los gemelos.
—Pero… ¿está domesticada? —preguntó Dick—. ¿Cómo se llama?
—Nariguda. Es nuestra. Se cayó por una chimenea y se rompió un ala —dijeron los gemelos—. La cuidamos hasta que se puso bien, y ahora ya no quiere dejarnos.
—¡Cielos! —dijo Dick, mirándolos boquiabierto—. ¿De verdad habéis hecho vosotros todo eso o ha sido la urraca? Al fin y al cabo, sabéis hablar como Dios manda.
Nariguda dio un picotazo en la oreja del gemelo que tenía a su lado, y el gemelo lanzó un grito.
—¡Estáte quieta, Nariguda!
La urraca se levantó por el aire con un «chack-chack-chack» que sonaba casi lo mismo que una carcajada, y desapareció en algún sitio del techo.
En aquel momento las dos niñas vinieron para buscar a los muchachos en el granero, enviadas por la señora Philpot, que estaba segura de que no habían oído la campana. Naturalmente Tim venía con ellas, husmeando todos los rincones, disfrutando por doquier con los olores propios de una granja. Llegaron al granero y entraron.
—¡Ah, estáis aquí! —exclamó Ana—. La señora Philpot dijo que viniéramos…
Tim empezó a ladrar y Ana se interrumpió. El perro había visto a Retaco husmeando entre los sacos, buscando todavía a la revoltosa urraca. Tim se detuvo y se quedó mirando. ¿Qué podía ser aquel divertido animalito negro? Lanzó otro ruidoso ladrido y se precipitó hacia el perrito de aguas, que exhaló un gemido de terror y corrió a refugiarse en los brazos de uno de los gemelos.
—Llevaos vuestro perro —dijeron ambos gemelos impetuosamente, mirando a los cuatro.
—No pasa nada, no va a hacerle daño al perrito —dijo Jorge, avanzando hacia Tim y agarrándolo por el collar—. De verdad que no le hará nada.
—¡LLEVAOS VUESTRO PERRO! —gritaron los gemelos, y desde alguna parte del techo la urraca lanzó con el mismo ímpetu:
—¡CHACK, CHACK, CHACK!
—Está bien, está bien —dijo Jorge con miradas tan llameantes e irritadas como las de los gemelos—. Vente, Tim. Ese perrillo de aguas no sería para ti más que un bocado.
Regresaron todos a la casa de campo en silencio. Retaco se quedó en uno de los catres de los gemelos. Se alegraron al entrar en la inmensa y fresca cocina. El té estaba ya servido en la mesa de la casa de campo, una mesa grande y sólida de viejo y lustroso roble. Alrededor de la misma estaban colocadas las sillas, y todo tenía un aspecto muy hogareño.
—Pastelillos calientes —dijo Jorge, levantando la tapadera de una fuente—. Nunca creí que pudieran gustarme pastelillos calientes en un día de verano, pero éstos parecen maravillosos. Están chorreando mantequilla. Justamente como a mí me gustan.
Los cuatro se quedaron mirando los pastelillos de fabricación casera, los bizcochos y la gran tarta de fruta. Miraron los platos de mermelada casera y la gran fuente de ciruelas maduras. Luego miraron a la señora Philpot, que estaba sentada detrás de una grandísima tetera e iba llenando las tazas de té.
—No debe usted mimarnos, señora Philpot —dijo Julián, pensando que realmente su anfitriona estaba excediéndose—. Por favor, no permita que la hagamos trabajar demasiado.
Una voz ruidosa y dominante hizo que todos se sobresaltaran. Sentado en un gran sillón de madera cerca de la ventana había alguien a quien no habían visto: un corpulento anciano con una melena de cabello blanco como la nieve y una poblada barba blanca que le caía casi hasta la cintura. Sus ojos resultaban sorprendentemente brillantes al mirar enfadado a los jóvenes.
—¡DEMASIADO TRABAJO! ¿Qué estáis diciendo? ¿DEMASIADO TRABAJO? Ja, ja, hoy día la gente no sabe lo que es trabajar, no lo sabe. No hace más que criticar, criticar, CRITICAR, pidiendo esto y esperando aquello. Una vergüenza, digo yo.
—Vamos, vamos, abuelo —dijo la señora Philpot cariñosamente—. Usted tómese su té y descanse. Ha estado trabajando todo el día en la granja y eso es demasiado para su edad.
El anciano volvió a sulfurarse ante aquellas palabras.
—¡DEMASIADO TRABAJO! Permitidme que os diga algo. Cuando yo era un muchacho, recuerdo… ¡caramba!, ¿quién es éste?
Era Tim. Sorprendido por el repentino bocinazo del anciano, se había erguido sobre sus cuatro patas, reprimiendo un sordo gruñido en la garganta. Y luego había ocurrido una cosa muy curiosa.
Tim caminó lentamente hacia el terrible anciano, se quedó en pie junto a él y puso la cabeza suavemente sobre su rodilla. Todo el mundo se quedó mirando atónito, y Jorge apenas podía creer lo que veía.
Al principio el anciano no echó cuenta. Se limitó a dejar que Tim estuviese allí y continuó vociferando.
—Hoy día nadie sabe nada. No saben distinguir una buena oveja, un buen toro o un buen perro. Lo único que saben…
Tim movió un poco la cabeza, y el anciano se interrumpió de nuevo. Bajó la mirada hasta Tim y le dio unas palmaditas en la cabeza.
—Porque éste sí que es un perro, un perro de verdad. Un perro que podría ser el mejor amigo que tuviese hombre alguno. ¡Ah, me recuerda a mi viejo Fiel, me lo recuerda!
Jorge miraba a Tim estupefacta.
—Es una cosa que no ha hecho nunca —dijo.
—Todos los perros se comportan así con abuelito —dijo la señora Philpot dulcemente—. No os preocupéis por sus voces. Es su manera de hablar. Ahora vuestro perro está echado junto al abuelo y los dos se sienten felices. El abuelo tomará su té y se quedará callado y tranquilo. No le hagáis caso ahora.
Todavía atónitos, los niños tomaron un té maravilloso, y pronto estaban hablando animadamente con la señora Philpot, haciéndole preguntas sobre la granja.
—Sí, desde luego, podréis ir en el tractor. Y tenemos también un viejo «Land-Rover»; podréis dar una vuelta en él por la granja, si os apetece. Esperad hasta que venga mi marido; él os dirá lo que tenéis que hacer.
Nadie vio cómo una sombrita negra se asomaba a la puerta y se deslizaba quedamente hasta el abuelo. Era Retaco, el perrillo de aguas. Había abandonado el granero y venía a la cocina que tanto le gustaba. Sólo cuando la señora Philpot se volvió para preguntarle al anciano si quería otra taza de té, vio un espectáculo realmente muy extraño. Dio con el codo a los gemelos y éstos se volvieron a mirar.
Vieron a Tim tendido apaciblemente sobre los grandes pies del abuelo, y a Retaco, el perrito, tendido entre las grandes patas delanteras de Tim. Desde luego era un espectáculo asombroso.
—El abuelo se siente ahora feliz —dijo la señora Philpot—. Dos perros a sus pies. ¡Ah, ya está aquí mi marido! Entra, Trevor; estamos todos aquí, y también los perros.