Capítulo II

GRANJA FINNISTON

Los cuatro niños, con Tim trotando junto a ellos, bajaron por la tórrida y polvorienta calle del pueblo hasta que llegaron al final, y entonces vieron el camino que torcía a la derecha, tal como les había dicho la niñita.

—Esperad un momento —dijo Ana, deteniéndose frente a una rara tiendecita al final de la calle del pueblo—. Mirad qué tienda tan curiosa: vende antigüedades. Mirad esas viejas herraduras de bronce; me gustaría tener una o dos. Y ved qué grabados tan bonitos y tan antiguos.

—¡Oh, no, no ahora, Ana! —dijo Julián con un gruñido—. Esta repentina y desagradable manía tuya por los baratillos lleva durando ya demasiado tiempo. Herraduras. Ya tienes montones. Si te crees que vamos a entrar en ese oscuro y maloliente tenducho y…

—No digo que vaya a entrar ahora —interrumpió Ana presurosamente—. Pero parece muy excitante. Ya bajaré yo algún día sola y curiosearé. —Miró el nombre que figuraba en el letrero de la tienda—. William Finniston. ¡Qué divertido tener el mismo nombre que el pueblo! Me pregunto si…

—¡Oh, vamos ya, Ana! —dijo Jorge impacientemente, y Tim le tiró de la falda. Ana lanzó una última mirada al fascinante escaparate de la tiendecita, y corrió tras los demás, formándose el propósito de escabullirse algún día ella sola a la tienda.

Subieron el serpenteante sendero en cuyos bordes rojas amapolas se balanceaban a la brisa, y al cabo de un rato avistaron la casa de campo. Era una casa grande, de tres pisos, con las paredes encaladas, y las ventanas, más bien pequeñas, correspondían a la época en que fue construida. Rosas rojas y blancas pasadas de moda se desplegaban en el porche, y la vieja puerta de madera estaba abierta de par en par.

Los Cinco se detuvieron ante la gastada losa del umbral y miraron hacia el vestíbulo en penumbra. Había allí una vieja cómoda de madera y una silla tallada. Una alfombra más bien deshilachada yacía sobre el suelo de piedra, y un reloj de pared lanzaba su tictac lento y ruidoso.

En algún sitio ladró un perro, y Tim contestó inmediatamente al ladrido.

—¡Guau, guau!

—Cállate, Tim —dijo Jorge secamente, temerosa de que pudiera echárseles encima una horda de perros guardianes. Buscó con la vista un timbre o un llamador, pero no pudo ver ni uno ni otro.

Entonces Dick descubrió una manija de hierro hermosamente forjada que colgaba del techo del porche. ¿Podría ser una campana?

Tiró de ella e inmediatamente una campana sonó muy ruidosa en alguna parte de las profundidades de la casa de campo. Todos se sobresaltaron. Permanecieron en silencio aguardando que acudiera alguien. Luego oyeron pasos y dos niños aparecieron en el vestíbulo.

¡Eran exactamente iguales! «Los gemelos más gemelos que he visto nunca», pensó Ana, estupefacta. Julián sonrió con su más amistosa sonrisa.

—Buenas tardes; somos los Kirrins; espero que… bueno, que ustedes nos estarán esperando.

Los gemelos se quedaron mirándolo sin sonreír. Asintieron al mismo tiempo.

—Vengan por este camino —dijeron los dos, y volvieron a internarse en el vestíbulo. Los otros cuatro se miraron unos a otros sorprendidos.

—¿Por qué son tan envarados y altivos? —susurró Dick, poniendo una cara parecida a la de los gemelos.

Ana soltó una risita. Siguieron a los gemelos, que iban vestidos exactamente iguales con pantalones cortos y camisas de marinero. Atravesaron el largo vestíbulo, pasaron junto a una escalera, doblaron por un oscuro rincón y entraron en una enorme cocina que indudablemente se utilizaba también como sala de estar.

—¡Los Kirrins, mamá! —dijeron los gemelos al mismo tiempo, e inmediatamente desaparecieron por otra puerta, hombro con hombro.

Los niños se encontraron frente a una mujer de aspecto agradable, de pie junto a una mesa, con las manos blancas de harina. Sonrió y luego soltó una risita.

—¡Oh, queridos míos! No os esperaba tan pronto. Perdonad que no pueda daros la mano, pero precisamente estaba haciendo pastelillos para vuestro té. Me alegro mucho de veros. ¿Habéis tenido un buen viaje?

Resultaba agradable oír su voz acogedora y ver su amplia sonrisa. Los Cinco le tomaron simpatía en seguida. Julián soltó la maleta que llevaba y lanzó una mirada circular por la estancia.

—¡Qué sitio más antiguo y más bonito! —dijo—. Usted siga con sus pastelillos, señora Philpot; nosotros ya nos arreglaremos. Simplemente díganos adónde tenemos que ir. Es usted muy amable teniéndonos aquí.

—Es cosa que me alegra mucho —dijo la señora Philpot—. Espero que tu tía te diría que la granja no va muy bien y por eso ella amablemente os ha enviado aquí para pasar dos semanas. Tengo también otros huéspedes: un americano y su hijo, así es que estoy bastante ocupada.

—Bueno, no necesita usted preocuparse mucho por nosotros —dijo Dick—. En realidad, podríamos acampar afuera, en un pajar, si usted quiere, o en un granero. Estamos acostumbrados a cosas peores.

—Bueno, eso podría ser una solución —dijo la señora Philpot, que siguió amasando—. Tengo un dormitorio que estará muy bien para las niñas, pero me temo que vosotros, los muchachos, tendréis que compartir la habitación con el muchacho americano… y… bueno, puede que no os resulte simpático.

—¡Oh, espero que nos arreglaremos perfectamente! —dijo Julián—. Pero mi hermano y yo desde luego preferiríamos estar solos, señora Philpot. ¿Qué le parece poner unos catres o algo por el estilo en un granero? A nosotros nos gustaría mucho.

Ana miró el rostro amable y cansado de la señora Philpot y de pronto sintió lástima de ella. ¡Qué espantoso que el hogar propio tenga que ser invadido por personas extrañas, sean simpáticas o no! Se acercó a ella.

—Usted nos dice a Jorgina y a mí en qué podríamos ayudarla —dijo—. Usted ya sabe: hacer las camas, limpiar el polvo y cosas como esas. Estamos acostumbradas a hacer cosas en casa, y…

—Voy a disfrutar mucho teniéndoos aquí —dijo la señora Philpot mirándolos a todos—. Y no necesitaréis ayudar mucho. Los gemelos trabajan bastante, demasiado quizá, Dios los bendiga, porque ayudan también en la granja. Bueno, ahora subid la escalera hasta la parte más alta de la casa, y allí veréis dos dormitorios, uno a cada lado del rellano; el de la mano izquierda es para vosotras, niñas; el otro es donde duerme el muchacho americano. En cuanto a vosotros, muchachos, podéis echar una ojeada al granero y ver si os gustaría que os pusiesen allí dos catres. Diré a los gemelos que os acompañen.

En aquel momento regresaron los gemelos y se quedaron silenciosamente hombro con hombro, tan idénticos como guisantes. Jorge los miró.

—¿Cómo te llamas? —preguntó a uno de los gemelos.

—Enrique —fue la respuesta.

Se volvió hacia el otro.

—¿Y tú?

—Enrique.

—Pero seguramente no tendréis los dos el mismo nombre —exclamó Jorge.

—Bueno, hay que explicarlo —dijo su madre—. Cuando nacieron llamamos al varón Enriquito, y se convirtió en Enrique, naturalmente, y a la hembra la llamamos Enriqueta, y ella se hace llamar Enrique para abreviar; así es que todo el mundo les dice los dos Enriques.

—¡Pensé que los dos eran niños! —dijo Dick, atónito—. ¡Yo no podría distinguir quién es quién!

—Bueno, ellos tienen el deseo de ser iguales —dijo la señora Philpot—, y como Enriquito no puede tener cabello largo como una muchacha, Enriqueta tiene que tener el cabello corto para ser como Enrique. Muchas veces ni yo misma los distingo.

Dick soltó una risita.

—Es curioso cómo algunas niñas quieren ser niños —dijo mirando intencionadamente a Jorge, quien a su vez le lanzó una mirada furiosa.

—Gemelos, id y enseñadles a los Kirrins los dormitorios de arriba —dijo la señora Philpot—, y luego llevad a los muchachos al granero grande. Pueden quedarse con los catres viejos si les gusta el aspecto del granero.

—Nosotros dormimos allí —dijeron los Enriques a coro, y se enfurruñaron exactamente igual que Jorge.

—Bueno, no debéis hacerlo —dijo su madre—. Ya os dije que llevarais vuestros colchones a la habitacioncita junto al establo.

—Allí hace demasiado calor —dijeron los gemelos.

—Mirad, nosotros no queremos molestaros —dijo Julián, comprendiendo que los gemelos estaban de muy mal humor—. ¿No podríamos dormir nosotros en la habitacioncita del establo?

—De ninguna manera —dijo la señora Philpot, quien lanzó a los Enriques una mirada de advertencia—. Hay sitio para todos vosotros en el granero grande. Vamos, gemelos, haced lo que os digo, llevad a los cuatro a los dormitorios de arriba, con las maletas, y luego al granero.

Los gemelos fueron a agarrar las maletas, todavía con expresión enfurruñada. Dick se interpuso entre ellos y el equipaje.

—Nosotros las llevaremos —dijo secamente—. No queremos molestaros más de lo que sea indispensable.

Y él y Julián agarraron una maleta cada uno y caminaron en pos de los Enriques, que repentinamente parecían haberse quedado sorprendidos. Jorge siguió con Tim, más divertida que enfadada. Ana se acercó a recoger una cuchara que se le había caído a la señora Philpot.

—Gracias, querida —dijo la señora Philpot—. Mira, no os enfadéis con las cosas de los gemelos. Son una pareja rara, pero de buen corazón. Sencillamente es que no les gusta ver a extraños en su casa, eso es todo. Habéis de prometerme que no les haréis caso. Quiero que seáis felices aquí.

Ana miró el rostro amable y cansado de la mujer que estaba junto a ella y sonrió.

—Le prometemos no preocuparnos de los gemelos si usted promete no preocuparse de nosotros —dijo—. Estamos acostumbrados a componérnoslas, mire usted, sinceramente, estamos más que acostumbrados. Y, por favor, díganos en cualquier momento lo que quiera que le hagamos.

Salió de la cocina y empezó a subir por la escalera. Los otros estaban ya en uno de los dos dormitorios en la parte alta de la casa. Era una habitación bastante grande, encalada, con una ventanita demasiado pequeña y el suelo de madera. Julián se quedó mirando los listones sobre los cuales estaba de pie.

—¡Qué estupendo! ¡Mirad la madera de que está hecho este suelo: roble viejo y sólido, enblanquecido por el paso de los años! Estoy seguro de que esta casa de campo debe de ser muy antigua. Y mirad las vigas que sobresalen de las paredes y sostienen el tejado. ¡Vaya, gemelos, es una hermosa y vieja casa la vuestra!

Los gemelos inclinaron la cabeza para asentir los dos al mismo tiempo.

—Parece como si os hubieran dado cuerda a los dos: decís las mismas palabras al mismo tiempo, andáis cogiéndoos el paso, inclináis las cabezas simultáneamente —dijo Dick—. Pero, digo yo, ¿sonreís alguna vez?

Los gemelos lo miraron con disgusto. Ana le dio con el codo a Dick.

—¡Ya está bien, Dick! No los molestes. Quizás ahora quieran enseñaros el granero. Mientras tanto, nosotras desempaquetaremos algunas prendas limpias que os hemos traído en nuestras maletas y bajaremos a llevároslas cuando hayamos terminado.

—Está bien —dijo Dick, y él y Julián salieron de la habitación.

Enfrente, con la puerta abierta, estaba la otra habitación que servía de dormitorio al muchacho norteamericano. Estaba tan desordenada, que Dick no tuvo más remedio que exclamar:

—¡Uf, no sé cómo puede poner tanto desorden en su cuarto!

Él y Julián empezaron a bajar por la escalera, y Dick se volvió para ver si los Enriques los seguían. Los vio parados en el rellano, cada uno de ellos dirigiendo el puño cerrado, en señal de furia, hacia la puerta de la habitación del muchacho americano. ¡Y qué expresión tan furiosa había también en sus rostros!

«¡Vaya! —pensó Dick—. Los Enriques miran con antipatía a alguien; esperemos que no la tomen también con nosotros».

—Bueno, vamos al granero —dijo en voz alta—. No te apresures tanto, Ju. Espera a los gemelos; están discutiendo si deben guiarnos o no.