¡OTRA VEZ ESTÁN JUNTOS LOS CINCO!
—¡Uf! —dijo Julián, secándose la mojada frente—. ¡Qué día! Si nos fuéramos a vivir al Ecuador, estaríamos más frescos que aquí.
Estaba de pie, apoyado en su bicicleta, sin aliento después de haber pedaleado por la empinada cuesta de una colina. Dick le sonrió burlonamente.
—Estás desentrenado, Julián —dijo—. Sentémonos un poco y miremos el paisaje. Estamos a bastante altura.
Apoyaron sus bicicletas en un vallado próximo y se sentaron, con las espaldas descansando sobre las barras más bajas. Por debajo de ellos se extendía la campiña de Dorset, centelleando al sol, la distancia casi perdida en una neblina azul. Una ligera brisa vagaba en torno, y Julián suspiró con alivio.
—Nunca habría hecho este viaje en «bici» si hubiera sabido que iba a hacer tanto calor —dijo—. Menos mal que no ha venido Ana; se habría dado por vencida el primer día.
—A Jorge no le habría importado —dijo Dick—. Es lo bastante animosa para hacer lo que quiera que sea.
—Formidable Jorgina —dijo Julián, frotándose los ojos—. Me alegrará ver de nuevo a las chicas. También resulta divertido estar los dos solos, desde luego, pero da la impresión de que únicamente pasan cosas cuando estamos los cuatro juntos.
—Cinco, querrás decir —dijo Dick, echándose el sombrero sobre los ojos—. No te olvides del viejo Tim. ¡Qué perro! Nunca he visto otro tan listo. Sí, será divertido encontrarlos a todos. Ten en cuenta que nos queda poco tiempo, Julián. ¡Despierta, muchacho! Si nos echamos ahora a dormir, no llegaremos al pueblo antes que el autobús donde vienen las chicas.
Julián estaba casi dormido. Dick lo miró y se echó a reír. Luego vio la hora en su reloj e hizo unos cálculos.
«Veamos: Ana y Jorge vendrán en el autobús que para en la iglesia de Finniston a las tres y cinco —pensó—. Finniston está a menos de dos kilómetros, al pie de esta colina. Le concederé a Julián quince minutos para que descabece un sueñecito, y espero, ¡por Dios!, no quedarme dormido yo también».
Al cabo de un minuto sintió que los ojos se le cerraban y se levantó inmediatamente y se puso a andar de un lado para otro. Tenían la obligación de encontrar a las dos muchachas y a Tim, porque traerían maletas que ellos pensaban transportar en sus bicicletas.
Los cinco iban a residir en un lugar llamado Granja Finniston, situado en una colina próxima al pueblecito de Finniston. Ninguno de ellos había estado allí antes y ni siquiera habían oído hablar de aquel pueblo. Todo había ocurrido porque una vieja amiga de la madre de Jorge, que había sido compañera suya de colegio, le había dicho que estaba tomando huéspedes en su casa de campo y le había pedido que hiciera propaganda entre sus amistades. Jorge había dicho inmediatamente que le gustaría pasar allí las vacaciones del verano con sus primos.
«Espero que sea un sitio que esté bien —pensó Dick mientras bajaba la mirada hasta el valle donde los trigales ondeaban a impulsos de la leve brisa—. De cualquier modo, sólo estaremos ahí dos semanas, y será divertido estar juntos otra vez».
Miró su reloj. Era hora de marcharse. Zarandeó a Julián.
—¡Eh, tú, despierta!
—Otros diez minutos —balbuceó Julián, tratando de volverse como si estuviera en la cama. Resbaló sobre las barras del vallado y se cayó sobre la dura tierra seca que había debajo. Se incorporó lleno de sorpresa.
—¡Caramba, creí que estaba en la cama! —exclamó—. Palabra: podría seguir durmiendo durante horas.
—Bueno, hay que ir a esperar el autobús —dijo Dick—. He tenido que estar andando todo el tiempo que has estado durmiendo, porque temía quedarme amodorrado yo también. ¡Vamos, Julián, tenemos que irnos!
—¡Gracias a Dios: hay un sitio donde venden cerveza de jengibre y helados! —dijo Dick, viendo una tiendecita con un cartelón en la ventana—. Me siento capaz de llevar la lengua colgando como hace Tim. ¡Tengo tanta sed!
—Busquemos primero la iglesia y la parada del autobús —dijo Julián—. Vi un campanario cuando bajábamos por la colina, pero desapareció cuando llegamos al fondo.
—¡Ahí viene el autobús! —dijo Dick al oír el ronquido de un motor a cierta distancia—. ¡Sí, ahí viene! ¡Sigámoslo!
—¡Van en él Ana… y Jorge, mira! —gritó Julián—. Hemos llegado en el momento justo. ¡Hurra, Jorge!
El autobús se detuvo en la parada junto a la vieja iglesia, y se apearon Ana y Jorge, cada una con una maleta. También salió el viejo Tim, con la lengua fuera, muy contento por poder librarse del armatoste caluroso, traqueteante y polvoriento.
—¡Ahí están los chicos! —gritó Jorge, y agitó los brazos frenéticamente cuando el autobús se puso de nuevo en marcha—. ¡Julián! ¡Dick! ¡Qué bien que hayáis venido a esperarnos!
Los dos muchachos siguieron avanzando y se bajaron de sus bicicletas mientras Tim saltaba en torno de ellos, ladrando como un loco. Dieron unas palmaditas en las espaldas a las muchachas y les sonrieron.
—¡Las mismas de siempre! —dijo Dick—. Tienes una mancha en la barbilla, Jorge, y, ¿por qué se te ha ocurrido peinarte con cola de caballo, Ana?
—No eres nada cortés, Dick —dijo Jorge, dándole un empujón con la maleta—. Todavía no me explico por qué Ana y yo teníamos tantos deseos de veros de nuevo. Anda, coge mi maleta, ¿o es que no tienes modales?
—Muchísimos —dijo Dick, y agarró la maleta—. No puedo soportar el nuevo peinado de Ana. No me gusta, Ana. ¿Te gusta a ti, Ju? ¡Cola de caballo! Una cola de burro te sentaría mejor, Ana.
—Está bien, está bien… ¡Es que tenía tanto calor en la nuca…! —dijo Ana, soltándose el cabello a toda prisa. Le molestaba que sus hermanos encontrasen en ella alguna falta. Julián le dio un suave pellizco en el brazo.
—Es estupendo veros de nuevo —dijo—. ¿Qué os parecería una cerveza de jengibre y unos helados? Aquí cerca hay una tienda donde los venden. Y de pronto me han entrado unas ganas locas de ciruelas jugosas.
—Todavía no le habéis dicho una sola palabra a Tim —dijo Jorge, casi ofendida—. Lleva todo el tiempo dándoos saltos y lamiéndoos las manos y ¡tiene tanto calor y tanta sed…!
—Choca la pata, Tim —dijo Dick, y Timoteo levantó educadamente la pata derecha delantera. Cambió también un apretón de manos con Julián y seguidamente se volvió loco, dando carreras y casi derribando a un niño que iba en bicicleta.
—Vamos, Tim, ¿quieres un helado? —preguntó Dick poniendo la mano sobre la gran cabeza del perro—. Me da pena verlo cómo jadea, Jorge. Me apuesto algo a que le gustaría correrse la cremallera de su abrigo de pieles y quitárselo. ¿No es verdad, Tim?
—¡Guau! —dijo Tim, y con la cola fustigó las desnudas piernas de Dick.
Entraron en tropel en la heladería. Era también lechería y panadería. Una niña de unos diez años acudió a servirles.
—Mamá está durmiendo la siesta —dijo—. ¿Qué queréis? Supongo que helados, ¿verdad? Eso es lo que hoy quiere todo el mundo.
—Pues has acertado —dijo Julián—. Uno grande para cada uno, por favor, cinco en total, y cuatro botellas de cerveza de jengibre también.
—¿Cinco helados? ¿Es que queréis también uno para el perro? —preguntó la niña, sorprendida, mirando a Tim.
—¡Guau! —dijo el perro inmediatamente.
—¿Lo estás viendo? —dijo Dick—. Ha dicho que sí.
A los pocos momentos, los Cinco estaban tomando sus helados, Timoteo lamiéndolo sobre un platillo. Había dado pocos chupetones cuando el helado se le escapó del platillo y Tim fue persiguiéndolo por toda la tienda a medida que se iba alejando con sus vigorosos lametones. La niña lo miraba, fascinada.
—Tengo que presentar disculpas por sus maneras —dijo Julián solemnemente—. No lo han educado muy bien.
Jorge le lanzó una mirada llameante. Julián le sonrió burlonamente y abrió su botella de cerveza de jengibre.
—Fuerte y fresca —dijo—. ¡Porque pasemos aquí una feliz quincena! —Bebió la mitad del vaso a una velocidad máxima y lo soltó con un gran suspiro—. ¡Dios bendiga a la persona que inventó los helados, la cerveza de jengibre y todo lo demás! —dijo—. Por mi parte, algún día inventaré cosas como éstas y no bombas y cohetes. ¡Uf, me siento mucho mejor ahora! ¿Y vosotras, qué decís? ¿Os sentís con fuerzas para ir a buscar la granja?
—¿La granja de quién? —preguntó la niña, al mismo tiempo que salía desde detrás del mostrador para recoger el platillo de Tim. El perro le dio un lametón amplio, húmedo y cariñoso cuando ella se agachó.
—¡Oh! —dijo la niña, rechazando al perro—. Me ha lamido toda la cara.
—Probablemente ha creído que eras un helado —dijo Julián alargándole la servilleta para que se secara la mejilla—. La granja adonde queremos ir se llama Granja Finniston, ¿la conoces?
—¡Oh, sí! —dijo la niña—. Bajáis por la calle del pueblo rectos hasta el final y torcéis a la derecha en el caminito que hay allí. La casa de la granja está al final del camino. ¿Vais a quedaros con los Philpots?
—Sí. ¿Los conoces? —preguntó Julián, sacando algún dinero para pagar la cuenta.
—Conozco a los gemelos —dijo la niña—. Los dos Enriques. Claro que no los conozco muy bien, nadie los conoce. Están tan unidos, que no se hacen de amigos. Habréis de tener cuidado con su abuelo; es un hombre terrible. Una vez estuvo peleando con un toro furioso y lo tumbó. Y tiene una voz que se oye a varios kilómetros. A mí me daba miedo de ir cerca de la granja cuando era más pequeña. Pero la señora Philpot es muy buena. También el padre de los gemelos es muy buena persona; sus hijos le ayudan a trabajar en el campo durante las vacaciones. No podréis distinguir al uno del otro. ¡Se parecen tanto!
—¿Por qué los llamas los dos Enriques? —preguntó Ana con curiosidad.
—¡Oh, porque los dos…! —empezó a decir la niña, y se interrumpió cuando una mujer regordeta entró presurosa en la tienda.
—Juanita, vete a cuidar de la niña. Yo me encargaré de la tienda. Date prisa.
La niña echó a correr y cruzó la puerta.
—¡Es más habladora…! —dijo su madre—. ¿Quieren ustedes algo más?
—No, gracias —dijo Julián, poniéndose en pie—. Tenemos que irnos. Como nos vamos a quedar en la Granja Philpot, ya vendremos por aquí alguna que otra vez. Nos han gustado los helados.
—¡Ah!, ¿conque van ustedes allí? —dijo la mujer regordeta—. A ver qué tal se llevan con los Enriques. Y tengan cuidado con el abuelo: tiene más de ochenta años, pero todavía puede dar un buen mamporro a cualquiera que lo moleste.
Los Cinco salieron de nuevo a la luz abrasadora del sol. Julián dirigió una sonrisa a los demás.
—Bueno, vamos a conocer a la buena señora Philpot, a los huraños Enriques, quienesquiera que sean, y al temible abuelito. Parece una casa interesante, ¿verdad?