Capítulo 9

Entrar corriendo en el dormitorio sería una idea estúpida para alguien que intentaba evitar por todos los medios la tortuosa necesidad de hacer el amor con el hombre que la perseguía.

Conteniendo un gemido de frustración, Morgan pensó a toda velocidad. ¿Dónde diablos podía esconderse en esa cabaña de tres al cuarto? El pantano no era lugar para una chica de ciudad, en especial de noche. No le hacían demasiada gracia ni los caimanes ni las ranas ni cualquier otra cosa que tuviera enormes dientes.

La puerta, la que estaba al final del pasillo. Antes había estado cerrada con llave, pero no recordaba que Jack hubiera echado el cerrojo después de que se marchara Deke. Quizá si conseguía llegar hasta ella, podría encerrarse en la habitación y librarse de Jack. Lo dejaría fuera un buen rato a ver cómo le sentaba. Que se conformara con mirar la cama que casi había ardido en llamas con el calor abrasador de sus cuerpos.

Girándose, Morgan corrió por el pasillo a toda velocidad.

Dios mío, no se podía creer que estuviera huyendo de él, ya se insultaría a sí misma por esa estupidez más tarde. Por el momento, no se le ocurría ninguna otra manera de librarse de la húmeda y cálida seducción de su voz tentándola hasta hacerle perder el juicio. Quería someterla y jugaría duro con ella hasta que le entregara cada gramo de su alma y de su control.

De ninguna manera pensaba darle el gusto.

Con pasos estrepitosos, Morgan logró llegar a la puerta con Jack pisándole los talones. Sus dedos calientes y temblorosos agarraron el frío latón del picaporte, pero él la alcanzó, atrapándola contra la puerta. Su mano se cerró sobre la de ella antes de que pudiera girar el picaporte.

—¿Estás segura de que quieres entrar ahí? —dijo jadeante contra su cuello.

«¡Sí! La puerta tiene cerrojo». Si pudiera entrar y poner esa puerta de por medio…

Pero mientras luchaba contra los escalofríos provocados por su cálido aliento y su cercanía, Morgan se percató de repente de que él tenía las llaves para abrir la puerta. ¡Maldita sea!

—No creo que quieras —continuó Jack.

—¿Es ahí donde guardas los cadáveres? —se burló ella, esperando cabrearle.

Pero él simplemente se rió, con una risa ronca que vibró a través del cuerpo de Morgan. Incluso ahora, él desafiaba su comprensión de los hombres en general y de él en particular. Por el amor de Dios, era capaz de enfurecerla e intrigarla a la vez.

—Es muy probable que los prefirieras a la verdad —la advirtió con una suave sonrisa en su voz—. Pero adelante, mira.

Él se estaba burlando de ella. Eso era todo. Intentaba asustarla y ella no estaba dispuesta a permitírselo ni un minuto más.

Usando todo su peso, Morgan se echó hacia atrás, esperando quitárselo de encima para poder abrir la maldita puerta y pasar al otro lado.

Con la risa retumbando en su pecho, Jack sólo retrocedió un paso.

—Entra. Pero no digas que no te lo advertí.

Morgan vaciló. ¿Y si en realidad no estaba jugando con ella? ¿Qué diablos podía esconder allí? ¿Y si su intención era que profundizara en sí misma más de lo que había hecho ya?

Sacudiendo la cabeza, Morgan decidió que él sólo trataba de desalentarla. Había corrido tras ella demasiado rápido para detenerla e impedir que entrara en la habitación.

—Que te den —siseó—. Apártate.

Jack sólo sonrió como si no tuviera preocupaciones en el mundo e hizo un ademán para que entrara. Negándose a sentir temor por lo que pudiera encontrar allí, Morgan giró bruscamente el picaporte y abrió la puerta.

Frunció el ceño mientras entraba en la estancia, de alguna manera aliviada y totalmente decepcionada a la vez.

—¿Esto es todo?

Encogiéndose de hombros, Jack compuso una expresión inocente. Pero Morgan no era tonta. Jack era tan inocente como Lucifer y mucho más hedonista.

—Es sólo una pequeña oficina con un ordenador, donde hago todo el papeleo.

Ella se volvió hacia él.

—¿Entonces por qué mantienes cerrada esta maldita puerta? No veo ningún cadáver por aquí. ¿O es que no quieres que vea las fotos porno que tienes en el ordenador?

—¿Y por qué iba a perder el tiempo viendo fotos de otras personas follando cuando puedo hacerlo yo… —Se acercó a ella, le deslizó un dedo ligeramente calloso por la curva de la mejilla, y luego lo movió para rozarle el labio inferior—… contigo?

Morgan contuvo el aliento, incapaz de apartar la vista del abrasador calor que apareció en los oscuros ojos color chocolate que rezumaban pecado. No quería sentirse temblorosa. No quería que sus palabras crearan un nudo de necesidad en su vientre que se hacía más grande a cada segundo que pasaba. ¡Maldita sea, no! No iba a sucumbir ante un hombre que quería subyugarla, controlarla con órdenes y ataduras, y someterla por completo a su voluntad.

No era la depravada que Andrew había dicho que era. Ella siempre se había comportado como una buena chica, tal y como su madre le había enseñado.

—Si crees que voy a convertirme en tu muñequita hinchable, maldito arrogante, estás equivocado. —La voz le tembló al escupir las palabras.

—Estoy decidido —la corrigió él—. Todo ese reticente deseo y ese sensible rubor que te iluminan el cuerpo te hacen deliciosa. Y aunque luches contra ello, cher, acabarás por ceder. Eres como la miel. Dulce, espesa y caliente. Esos pequeños gemidos que salen de tu garganta, esa hermosa manera en que te ciñes a mi miembro cuando estás al borde del orgasmo…, sólo de pensarlo me arden los testículos.

—No sabes cuándo cerrar el pico, ¿verdad?

—Por supuesto que sí. Cuando estés llena con mi pene y corriéndote con tanta fuerza, que hasta los cristales se romperían con tus gritos. —Jack sonrió, una sonrisa maliciosa y burlona que convirtió sus piernas en gelatina.

Morgan respiró hondo para tranquilizarse, decidida a encontrar una manera —Dios la ayudara— de ignorarle. Aunque la humedad que rezumaba de ella le tensaba la vagina y le mojaba el tanga.

—Sigue soñando, cariño. Eso no va a ocurrir.

—¿Te refieres a que no va a ocurrir de nuevo? —aclaró él cruzando los brazos sobre el pecho.

Morgan se dio cuenta que Jack estaba bloqueando la salida. Y por su expresión sabía que no la dejaría ir a ninguna parte hasta que no aclararan las cosas. ¡Maldito hombre!

—Bien. Ya has demostrado que eres un asno dispuesto a sacarme de quicio y que guardas el ordenador bajo llave por alguna misteriosa razón. Ahora muévete y déjame salir de aquí.

—En realidad, creo que ya he dejado bien claro que soy un Amo decidido a que cierta sumisa admita que le gusta estar atada para ser tomada hasta que se quede ciega de placer. Y en lo que a este lugar se refiere…

Jack lanzó una mirada al otro lado de la habitación. Fue entonces cuando Morgan advirtió una puerta en la esquina, oculta en las sombras.

—Ah, veo otra puerta. Parece que hay algo más en esta habitación.

Él no dio explicaciones y Morgan supo que era deliberado. Estaba poniéndola a prueba. Intentaba despertar su curiosidad con la misma facilidad que despertaba su cuerpo. Y si bien admitía que tenía éxito con lo primero, que la condenaran si esperaba que admitiera lo segundo.

—¿Así que los cadáveres están ahí dentro? —le preguntó con acritud y con una valentía que no sentía.

—Es algo más pecaminoso. —Jack se acercó más, con la intención de poseerla y hacerla arder, reflejada en sus ojos.

Ella tragó saliva.

—¡Quédate donde estás! ¡No te acerques!

Como era típico en Jack, siguió yendo hacia ella. No se detuvo hasta que posó las manos en las caderas de Morgan, dobló las rodillas, y atrajo su húmedo y dolorido sexo contra la protuberancia de su erección.

—Hum. Tu sexo es como el verano en Lousiana, cher. Caliente, intrigante, invita a pasar el día descubriendo su interior.

Morgan forcejeó para apartarlo antes de que el hambre que la recorría anulara su sentido común. Las cosas que le había hecho en la cama ya eran suficiente obsesión. No se atrevía a ceder otra vez, lo único que conseguiría sería que separarse de él cuando llegara la hora, fuera más difícil todavía. No era tan ingenua como para creer que estar con Jack a su manera la libraría de esos deseos nocturnos prohibidos que la hacían sudar. Por el contrario, sabía que sus anhelos se volverían más agudos y atrevidos. Más insistentes.

—Vete y déjame sola.

Jack se tomó su tiempo para responder, deslizando la enorme palma de su mano sobre el trasero de Morgan, levantándole el muslo hasta su cadera para frotar su miembro contra el dolorido clítoris. Entonces, lentamente, la soltó y se apartó.

Aunque para entonces, el cuerpo de Morgan ya gritaba de necesidad y el deseo que la devoraba la hacía sentirse tan pesada como el metal. Se apretó las manos para que dejaran de temblar.

—No eres tú quien da las órdenes, cher. Las doy yo, en especial si te tengo tendida en mi cama.

Metiendo la mano en el bolsillo de los vaqueros, Jack sacó unas llaves, atravesó la habitación y abrió la puerta. Dio un paso en su interior y encendió la luz.

Morgan intentó mirar con discreción, pero la luz interior era tenue y roja, y las paredes negras. No podía ver demasiado, sólo luces y sombras. El vientre se le contrajo por la aprensión con una curiosidad devastadora.

—Detrás de esta puerta está mi cuarto de juegos. Ahí dentro tengo todo lo que puedas imaginar, cualquier cosa que sirva para atarte, para excitarte, cada juguete existente con el que poseerte. Echa una mirada si quieres, cher, así podrás describirlo luego en tu programa. Volveré dentro de quince minutos. Si todavía estás aquí… —sonrió y cambió el peso de pie, exhibiendo con toda claridad la enorme protuberancia que presionaba contra la bragueta de los vaqueros—. Digamos que te haré una demostración íntima y personal.

Jack se giró para salir.

—¿Y si para cuando vuelvas no estoy? —farfulló.

Él se detuvo. La mirada que le echó por encima del hombro podría haber derretido el acero.

—Sólo retrasarás lo inevitable, cher. Y acabarás pagándolo.

Morgan se quedó inmóvil, temblando. La puerta de la habitación privada de Jack no estaba abierta del todo y sentía curiosidad por ver qué había allí dentro. Bien lo sabía Dios.

Pero vaciló.

¿Quería conocer esos secretos? ¿De verdad quería saberlos? Tener ese conocimiento la obsesionaría, la cambiaría. ¿Saber exactamente lo que Jack hacía entre esas cuatro paredes no haría que tuviera más objeciones sobre su sexualidad? ¿O, por el contrario, se sentiría más tentada y excitada?

Apartó esos pensamientos a un lado. Morgan sabía que estaba perdiendo el tiempo. Jack volvería en menos de quince minutos. Y si para entonces ella seguía en su guarida, lo tomaría como un inequívoco sí para hacer cualquier cosa que se le antojara. Los únicos límites que habría entre ellos serían los de la imaginación de Jack.

En otras palabras, no habría límites.

Morgan tragó saliva sintiendo que se ruborizaba. A pesar de que esa habitación y su contenido la asustaban, tenía que echarle un vistazo, y no sólo por curiosidad. Había algo más que un mero interés periodístico o femenino.

Morgan tenía que ver la habitación porque así sabría qué era lo que la atraía como un imán al misterioso enigma que era Jack.

Suspirando, dio un paso hacia la luz roja de la esquina que la llamaba como un canto de sirena.

«Un pie. Sí. Luego el otro. Otro paso más».

Fueron los nervios los que la impulsaron a moverse, a dar un paso tras otro. Al fin, estuvo de pie ante la puerta y abrió los ojos. Ni siquiera se había dado cuenta de que los había cerrado.

Soltó el aire de golpe, quedándose boquiabierta. Paralizada, miró fijamente los artilugios que había en la habitación.

La pregunta no era qué hacía Jack allí dentro. La pregunta era qué no hacía. Desde la puerta vio algo que se parecía a un toallero de pie, con dos barras horizontales de unos sesenta centímetros, con esposas para muñecas y tobillos en cada una de ellas. Las esposas de la barra inferior estaban un poco más separadas entre sí. Morgan sabía por qué. Si él había llevado a una mujer a ese lugar, la habría atado con las piernas abiertas… Imaginarlo le molestó mucho más de lo que quería admitir.

Se imaginó a sí misma en esa posición e, instantáneamente, sintió una nueva humedad en su sexo.

Con sinceridad, ¿le gustaba pensar en estar atada y que jugaran con ella? ¿En estar encerrada en ese lugar, sin poder hacer nada salvo recibir el placer o el dolor que Jack quisiera darle?

«Sí».

—No —murmuró, cerrando los ojos con fuerza para luchar contra el deseo que la invadió.

Pero ya era demasiado tarde.

Girándose, Morgan observó una mesa estrecha situada en medio de la estancia. Era lo suficientemente larga para acomodar a alguien en posición supina, y tenía esposas metálicas soldadas en la parte superior, en los laterales y en la parte inferior. También había otro juego de esposas en las patas de la mesa, cerca del suelo. No hacía falta ser una experta en ergonomía para saber que esa mesa estaba diseñada con el propósito de acostar allí a una mujer y dejarla inmovilizada con las piernas abiertas. O colocarla de rodillas con las piernas y las manos esposadas. Lo más probable es que se pudieran adoptar más posiciones, pero eso era lo más lejos que llegaba su imaginación.

No importaba. Podía imaginar a Jack acostándola desnuda sobre la mesa, sintiendo el calor de su ancho pecho mientras le cerraba las esposas sobre las muñecas. Luego se inclinaría para asegurarle los tobillos, dejando un reguero de besos sobre sus muslos mientras se erguía de nuevo para situar su erección contra su sexo vacío y húmedo.

Mordiéndose los labios, Morgan suspiró en silencio. El latido entre sus muslos amenazaba con hacerse con el control y consumirla. Sin lugar a dudas se había imaginado otra fantasía que jamás disfrutaría en la vida real.

Apartando la imagen de su mente, se acercó con rapidez a los estantes llenos de cajas de plástico. Vibradores y consoladores hechos de caucho, de plástico, de cristal; algunos eran gruesos, otros delgados, algunos cortos, y otros pensados exclusivamente para dilatar y profundizar el pasaje de una mujer. Jack sabría qué hacer con cada uno de ellos. El pensamiento la sobrecogió, haciéndola sentir anhelante y excitada.

En el estante superior, había otra hilera de cajas que contenían artilugios que supuso que serían para el placer anal. Eran más cortos, con resaltes y abalorios, y bases más anchas. Incluso había uno que parecía poderse inflar con una pequeña bomba de mano.

Totalmente sonrojada, Morgan recordó a Jack penetrándola con uno de ellos. Uno delgado y con resaltes y que vibraba, empujándola más allá de sus límites, algo con lo que siempre había soñado.

Luego la había abandonado para que se ocupara ella sola de su vergüenza e inseguridad. La misma vergüenza e inseguridad que aún le retorcía las entrañas.

Morgan se giró. Los estantes que tenía delante de ella, contenían todo tipo de vendas para los ojos, de lociones, de esposas, y de pinzas; todo diseñado para intensificar las sensaciones.

Un gel con sabor a canela y menta llamó su atención. Quería olerlos y saborearlos, imaginarse lo que Jack haría con ellos. No se atrevió. Acarició con un dedo la pluma que había junto a un suntuoso antifaz. Era tan suave como la crema, como tocar una nube. Morgan se estremeció al imaginarla sobre su piel.

Al menos hasta que un par de pinzas captaron su atención. Las puntas estaban revestidas de terciopelo y unidas por una cadena corta; sólo podían servir para los pezones de una mujer. Sus pezones se endurecieron al pensar en ellas pellizcando esos brotes indefensos y sensibles.

Con vacilación, extendió la mano para deslizar los dedos por la cadena y se dio cuenta de que las pinzas aún estaban en su envoltorio original, con el precinto intacto.

Sintió un alocado deseo de cogerlas —pues era de lo único que tenía la certeza de que él jamás lo había usado con otra mujer— y ponérselas, de mostrárselas a Jack. Él lo aprobaría… y le enseñaría otras maneras de usarlas que ella ni podía imaginar. Le picaron los dedos por llevárselos a los pechos y aliviar el pesado dolor que latía en sus pezones. Estaban duros y empujaban contra el sujetador de encaje.

«Sólo una vez», murmuró una vocecita en su interior. «Sólo esta vez…».

«¡Es repugnante! —La voz de Andrew invadió su cabeza, haciéndole revivir la última conversación que habían tenido—. Morgan, eres demasiado inteligente y educada para desear que algún… cavernícola te mangonee y te ate. Es sórdido y pervertido. ¿No podemos mantener relaciones sexuales como personas normales? ¿Eres tan depravada que necesitas sentir dolor o que alguien te controle para excitarte?».

—Tres minutos —la avisó Jack desde el pasillo.

Sobresalta, Morgan apartó la mano de las pinzas.

¿Qué estaba haciendo allí? Peor aún, ¿cómo podía estar pensando en usar un artilugio diseñado para pellizcar una parte tan sensible de su cuerpo?

Pasmada ante sus propios pensamientos, Morgan sacudió la cabeza. Podía mantener relaciones sexuales como una persona normal, maldita sea. Pero tener cerca a Jack le nublaba el juicio. Tenía que salir de allí, ya.

Se dio la vuelta y trastabillando salió por la puerta, dejando atrás la nebulosa luz roja y pasando junto a la silla de la oficina a toda velocidad.

Jack bloqueaba la puerta del pasillo, con los brazos cruzados sobre el pecho y pareciendo tan inamovible como una montaña.

—¿Te vas?

Su rostro inescrutable no mostraba ninguna emoción. El tono de su voz, tampoco. Pero Morgan podía sentir su frustración y decepción. La reacción de Jack colisionó con su miedo, con el deseo que la invadía y que tan desesperadamente quería ignorar, con las calumnias de Andrew que aún resonaban en su mente.

Todos esos sentimientos estrujaron su corazón, haciéndola soltar un grito desgarrador.

—Déjame salir.

Jack tensó sus bíceps llenos de músculos y venas. Apretó con fuerza la mandíbula y la miró fijamente. Morgan no sabía qué hacer o decir. En los ojos de Jack apareció un indicio de dolor, luego desapareció.

Finalmente, él se apartó a un lado.

Morgan se acercó con pasos vacilantes. Cuando estuvo de pie ante él, sintió que le clavaba la mirada, exigiendo en silencio que se quedara. Ella levantó la mirada hacia la de él; los abrasadores ojos oscuros estaban llenos de cólera, de decepción, de deseo y de alguna otra cosa que ella no pudo identificar. Contuvo el aliento. El vientre se le contrajo con fuerza. El peso de sus senos y los pezones tan duros que le dolían, la impelían a quedarse. Dios mío, él la estaba destrozando. La hacía querer desear lo imposible, algo por lo que la despreciaría la sociedad, su madre, sus amigos. Algo con lo que no estaba segura de poder vivir.

—Adelante, huye, Morgan —le dijo él con una voz engañosamente suave—. Por ahora.

Pero la aterradora verdad flotó entre ellos: no pasaría mucho tiempo antes de que no pudiera huir más.

¿Qué diablos le había poseído para perseguir a una mujer tan decidida a huir de él?

Jack gruñó mirando fijamente al falso techo de madera brillante mientras esperaba que amaneciera. Poseído no era la palabra adecuada. Lo más probable era que estuviera perdiendo el juicio por perseguir a Morgan. Ya había logrado su venganza, y ella le había dejado claro en pocas palabras, antes de salir del cuarto de juegos como alma que lleva el diablo, que no quería pasar ni una noche más en su cama ni bajo su dominio.

Pero Jack sabía en el fondo de su ser que Morgan no sólo le mentía sino que se mentía a sí misma. Ella había disfrutado de la sumisión y había respondido de una manera maravillosa… salvo por esa parte que había seguido reteniendo. Y aunque aquello debía haber abierto una brecha en su relación con Brandon, sabía que eso no había ocurrido. Quizá debería abandonar la venganza y centrarse en conseguir a Morgan para sí mismo.

Sin embargo, ella había engañado al hombre con el que estaba a punto de casarse —con cada grito de pasión, con cada aceptación de sus demandas— y se preguntó si alguna vez podría llegar a pertenecerle a él.

Pero aparte de Brandon, había alguna razón por la que Morgan no se había rendido completamente a él. No sabía qué era. Y eso le molestaba muchísimo.

¿Por qué no podía, sencillamente, aceptar las decisiones de Morgan? Había engañado a su novio, y él ya se había vengado de Brandon enviándole un vídeo en el que se tiraba a su prometida. ¿Por qué no podía alejarse de ella y dejar que su relación con Brandon terminara por sí sola? ¿Por qué enredarse con una mujer renuente a someterse de verdad, una mujer con la que estaba dispuesto a romper sus propias reglas?

Soltando una maldición, se pasó una mano por la cara. La verdad era que deseaba a Morgan a pesar de todo. Estaba determinado a conseguir su completa rendición, lo que lo convertía en un estúpido. Y con cada minuto que pasaba, temía que su anhelo por poseerla tuviera más que ver con ese extraño instinto que le urgía a reclamarla para él solo, no por cuestiones de venganza o sumisión, sino por otra clase de emociones a las que no quería dar nombre. Eso lo hacía más estúpido todavía.

Apretó los puños, frustrado. Era una locura, pero la necesitaba más de lo que quería romper su compromiso, más de lo que deseaba arruinarla para las almibaradas caricias de Brandon. No iba a quedar satisfecho hasta que lo llamara señor con toda naturalidad, y hubiera reclamado y dado placer a su cuerpo de todas las maneras posibles. No iba a negarlo ni a engañarse a sí mismo.

Quería oírla decir que sólo él podía darle placer.

Jack se frotó los ojos irritados mientras una suave luz grisácea iluminaba tenuemente la cabaña, anunciando el amanecer. Incorporándose, se sentó en el duro sofá lleno de bultos en el que había pasado la noche, la mayor parte despierto, y frunció el ceño. No estaba seguro de quién parecía más viejo esa mañana, si el sofá o él, pero no importaba. Sin lugar a dudas los dos aparentaban la edad que tenían. Ciertamente, él sentía el peso de la suya.

Salvo cuando tenía a Morgan cerca. Entonces se ponía más duro que un adolescente ante su primera mujer desnuda.

Había poseído a docenas de mujeres, la mayoría de ellas sumisas. Caramba, podría reunirse con una de ellas en una hora si quisiera. ¿Por qué se esforzaba tanto en reclamar a una mujer que aseguraba no estar interesada?

Suspirando, Jack se levantó. Se dirigió sin prisas hacia la cocina e hizo café. Una mirada por encima del hombro le confirmó que la puerta del dormitorio seguía cerrada. No le sorprendía. Lo único que le sorprendía era lo mucho que deseaba que Morgan abriera la puerta y lo invitara a entrar.

Quería creer que era el reto que ella representaba lo que lo inducía a perseguirla. Una afrenta para su orgullo masculino y todo eso. Pero ya había sido rechazado antes y lo había aceptado sin ningún problema. Había seguido adelante.

Eso no parecía posible con ella. La noche anterior su miembro se había alzado cuando el perfume a frambuesas de Morgan había inundado sus sentidos y puesto a prueba su autocontrol. Si ella no hubiera estado profundamente dormida y sus negativas no hubieran seguido rondándole en la cabeza, Jack no estaba seguro de qué habría hecho.

En lo que Morgan concernía, se había comportado como un tonto durante la visita de Deke. No había necesidad alguna de repetir esa estupidez. Tenía que recuperar el control de sí mismo antes de acercarse a ella de nuevo.

Con la taza de café en una mano, Jack salió al exterior, al porche de la cabaña. Los rayos dorados del sol se filtraban entre los oscuros cipreses y el musgo. Se sentó en la silla de la esquina y aspiró el denso olor de la vegetación, de la tierra, del agua y la fauna salvaje. Y de algo picante que era típico de Lousiana. Por eso le encantaba estar allí, por eso se había quedado con ese viejo lugar cuando su abuelo había sido demasiado mayor para encargarse de cuidarlo; además de que estaba demasiado lejos del hospital. Sabía que su abuelo echaba de menos, entre otras cosas, el amanecer del pantano y los beignets.

Ese anciano era todo un carácter lleno de historias coloristas, entre las que se incluía, por supuesto, la leyenda familiar.

Jack bufó. Según su grand-pére, los varones de la rama materna de la familia soñaban con la mujer de su vida antes de conocerla. Al parecer uno de sus antepasados había cometido el error de casarse con la mujer equivocada y haber conocido el amor verdadero demasiado tarde. Según la leyenda, el hombre había pagado a una sacerdotisa vudú para «maldecir» a sus descendientes masculinos.

Jack frunció el ceño. Siempre había estado seguro de que Brice había inventado ese cuento para explicar por qué a los veinticuatro años se había fugado con una chica de dieciséis. Ahora ya no sabía qué pensar. Su abuelo lo creía. Cuando Brice se había enterado de que Jack no había soñado con Kayla antes de casarse con ella, no la había aceptado. Caramba, ni siquiera había asistido a la boda de su único nieto. Jack sabía que ésa había sido su forma de reprochárselo. Pero qué diantres, Brice había tenido razón. Kayla y él no se habían compenetrado en lo más mínimo.

Sin embargo, Brice parecía demasiado ansioso por lanzar a Morgan a sus brazos…

Suspirando, Jack apartó a un lado esos pensamientos. No tenía importancia. La leyenda era una ridiculez. No era más que una sandez sin lógica alguna. No podía darle crédito.

Por otra parte… eso explicaría por qué deseaba tanto a Morgan. Un ruido a su izquierda le advirtió de que ya no estaba sólo. Morgan abrió la puerta mosquitera para salir a la neblinosa mañana. La luz dorada del sol atravesó la niebla mientras ella daba la bienvenida a la brisa matutina. Los rayos prístinos incidían oblicuamente sobre la superficie del pantano y Morgan, que se dirigió hasta la barandilla de hierro del otro extremo, claramente ignorante de que él la observaba.

La suave luz del sol iluminó sus cabellos de fuego y su espalda cuando se inclinó sobre la barandilla. Llevaba puesta una camisa color café. Su camisa.

Jack frunció el ceño. Había visto antes esa escena. Le resultaba extrañamente familiar, ¿pero por qué? Sus recuerdos eran vagos, como si la hubiera visto hacía mucho tiempo o en un sueño…

Eso era, y no había sido simplemente un sueño cualquiera. Era el sueño. El mismo que había tenido casi todas las noches durante los últimos seis meses.

Santo Cielo.

Contuvo el aliento atontado y sintió que lo atravesaba una corriente eléctrica. El tiempo se detuvo mientras esperaba.

Morgan inclinó la cabeza y miró el pantano, como en la visión de su sueño.

Sintió una profunda lujuria, un vuelco en el corazón, una pura aprensión y una necesidad que no pudo explicar. Todo ello lo atravesó, sacudiéndolo hasta las puntas de los pies. ¿Qué diablos le sucedía?

Morgan curvó la comisura de la boca en algo parecido a una sonrisa. Desde donde Jack estaba, podía ver su expresión de felicidad, y al verla así, tan completamente feliz, se quedó impactado.

Maldición. Los sentimientos de Morgan no deberían importarle en absoluto. En unos días, una semana a lo sumo, Deke y él habrían resuelto el caso y ella se iría. Si Jack hacía bien las cosas, el compromiso de Brandon y Morgan también se acabaría.

Pero eso no haría que Morgan fuera suya.

Jack apretó los dientes mientras observaba cómo Morgan se apoyaba en la barandilla.

El velo de misterio que siempre había cubierto a la mujer de sus sueños se desprendió de repente. Conocía su cara, su genio, la pasión que intentaba ocultar bajo una incongruente modestia, su audacia y su lengua afilada. Pero aún necesitaba verla.

«Date la vuelta», exigió en silencio.

Como si estuviese tan compenetrada con él que lo hubiera oído, ella comenzó a girarse lentamente. Una oreja delicada, un cuello grácil, el terco gesto de la mandíbula, la exuberante boca torcida por el esfuerzo de contener las lágrimas que empapaban sus tempestuosos ojos azules.

Y en ese momento, Jack supo que quería a Morgan más que cualquier otra cosa en el mundo; más que la venganza, que la riqueza, que el poder. Esa mujer había pasado a ocupar de alguna manera el primer lugar de su lista.

Morgan contuvo la respiración cuando lo vio.

—No… no te había visto —dijo soltando el aire—. Lo siento.

Ella se giró y se dirigió rápidamente hacia la cabaña.

Jack saltó de la silla, la rodeó con los brazos, y la obligó a girarse hacia él.

«¡Mía!».

En el mismo momento en que la tocó, ese sentimiento rugió en su sangre y le penetró en los huesos.

Por el momento, no podía luchar contra ello ni quería intentarlo.

«¡Mía!».

Todo su cuerpo le decía que no la dejara marchar.

Nunca.

Cuando ella enterró el rostro en su pecho, él le puso un dedo bajo la barbilla y alzó su cara hacia la de él. El dolor que encontró allí le retorció las entrañas.

Cher —murmuró—. Mon douce amour.

¿Mi dulce amor? Dios, hasta dónde había llegado.

Morgan apretó los labios, parpadeando con valentía para detener las lágrimas.

—No tengo ni idea de qué estás diciendo. Probablemente, que soy una idiota. —Dio rienda suelta a una risa llorosa—. Tienes razón. Soy una idiota.

—No. Idiota en francés no suena muy diferente de en nuestro idioma. Lo captarías enseguida.

—Es bueno saberlo. —Se interrumpió intentando escapar—. Tengo que… Suéltame.

Jack presentía que eso sería lo peor que podría hacer. Así que hizo caso a su instinto.

Jamáis.

Jamás. La palabra resonó en la cabeza de Jack.

Tenía que estar perdiendo la cabeza, porque él nunca había reaccionado de esa manera con una mujer. Nunca había intentado mantener a ninguna a su lado…, bueno, al menos para siempre. Pero ahora no podía detenerse a analizar ese sentimiento, no cuando ella aún estaba intentando huir; algo que era impensable.

Agarró a Morgan por la nuca y la atrajo hacia él.

—No eres idiota. Eres un reto. Tienes una boca provocativa que me saca de quicio. No me decido entre zurrarte, echarme a reír, o ponerte debajo de mí hasta que todo ese fuego se consuma mientras me hundo profundamente en tu cuerpo.

—Jack. —La voz femenina tenía una nota suplicante—. No puedo. No me va eso que hay detrás de esa puerta cerrada. Simplemente, no puedo…

La balbuciente incertidumbre de Morgan hizo pedazos la compostura y la determinación de Jack. La manera en que la había presionado sexualmente la había confundido, había cambiado lo que pensaba de sí misma. Y aún trataba de asimilarlo. No debería presionarla más. No en ese momento. O se arriesgaría a perderla.

Y no perderla era más importante que respirar. Y, definitivamente, más importante que vengarse.

—Shhh, no vamos a hablar ahora del cuarto de juegos. Sólo quiero darte un beso, cher. He echado de menos abrazarte esta noche.

Las lágrimas cayeron de los ojos de Morgan, resbalando por sus mejillas. A Jack se le encogió el estómago al verlas, y se las enjugó con los pulgares.

—No digas eso.

—Es la verdad —susurró contra su boca—. ¿Me has echado tú de menos también?

—No tiene sentido —confesó inclinando la cabeza, luego se mordió los labios como para contener sus sentimientos—. No puedo hacerlo, no puedo ser lo que tú quieres que sea.

Jack no estaba de acuerdo. Estaba seguro de lo contrario. Y se lo demostraría.

—Ni siquiera sé para qué sirven la mitad de las cosas de ese cuarto —añadió Morgan.

—Y eso, además de echarme de menos, ha hecho que te sientas como una idiota. —Sonrió con ternura, intentando tranquilizarla. La inocente respuesta de Morgan lo había complacido sobremanera—. Pues yo soy mucho más idiota que tú. No es sólo que te echara de menos, deseaba abrazarte. Ardía en deseos de tocarte, de cualquier manera que quisieras. Con o sin juguetes.

Y esa necesidad iba en aumento, ahogando por completo todo lo demás, incluyendo el sentido común. Tensó la mano en su nuca, metiendo los dedos en su pelo. Por lo general, el autocontrol de Jack era algo conocido y legendario. Con Morgan, resistirse a una mujer que deseaba tan ardientemente, no sólo parecía un auténtico sinsentido, sino que era absolutamente imposible.

Inclinando la boca sobre los suaves labios de Morgan, el instinto se hizo cargo de la situación. Con una pasión apenas contenida, Jack alternó entre exigir y complacer, intentando persuadirla para que abriera la boca. Se sintió aliviado y excitado cuando ella le dejó entrar y se tragó tanto sus objeciones como su aliento.

Jack la reclamó, dejando que la necesidad ardiera en su vientre y poniendo toda su alma en el beso. Morgan era como una droga. Ahuecando la cara de la mujer entre sus manos, Jack se sintió nuevamente asombrado por la sedosa calidez de su piel. El perfume a frambuesas de Morgan casi le hacía perder la cabeza.

El dulce sabor del beso lo dejó sin fuerzas. Una mezcla de azúcar y canela, sedosa calidez y deseo femenino. Jack se hundió en su boca, en su ser. Con cada aliento, saboreó la confusa pasión de Morgan y su renuente necesidad. Penetró aún más en su húmeda cavidad, determinado a absorber todas las dudas e incertidumbres de Morgan, y devolverle a cambio tranquilidad y plena dedicación. Con ese propósito le arrasó la boca, mordisqueándole suavemente el labio inferior, alimentándola con el sabor de la ávida lujuria masculina, y declarando su determinación de hacerla suya para nunca dejarla ir.

Ella jadeó y lo abrazó estrechamente, presionando los pechos contra él. Las lágrimas que empapaban sus mejillas mojaron la cara de Jack, haciendo palpitar su corazón una vez más.

Jack le pasó los dedos por los sedosos cabellos de fuego y fue dejando un cálido reguero de besos sobre la mandíbula de Morgan, dirigiéndose hacia la oreja.

—¡Oh, Jack!, no puedo ser lo que tú quieres que sea.

—Ya lo eres. —Le mordisqueó el lóbulo de la oreja. Bajo la acometida de sus labios, la respiración de Morgan se aceleró. El pulso le latía desenfrenado en la base del cuello mientras palpitaba de deseo. Jack cubrió ese lugar con su boca, lamiéndolo con la lengua. Ella le recompensó con un gemido, arqueando la garganta en una muda invitación.

Jack podía oler ahora el deseo de ella, sabía que estaba mojada. Eso lo puso condenadamente duro. Tanto, que era como si no se hubiera desahogado en las profundidades femeninas desde hacía semanas o meses.

Era una completa y absoluta locura.

Jack gimió apretándola contra el acero inquebrantable de su erección. Había tenido intención de esperar, de cortejarla, de seducirla. Pero no podía. Tenía que entrar en ella ya. Cualquier otra cosa era inaceptable. Necesitaba sentir la cálida estrechez de su dulce sexo cerrándose alrededor de su miembro mientras él se tragaba sus gritos con la boca. Tenía que ver cómo se sometía ese cuerpo suave, esa mirada, la húmeda invitación de su vagina.

De un tirón, le desgarró la camisa hasta el estómago. ¡Vaya premio! Esos pechos firmes, bañados por los dorados rayos del sol, lo llamaban. Jack no se lo pensó dos veces. Se inclinó y capturó un pezón arrugado con la boca para comenzar a chuparlo con fuerza y dureza.

Morgan jadeó, y se arqueó hacia él, alentándolo en silencio. Metió los dedos entre los cabellos de Jack para atraerlo más hacia ella. No era necesario; él no pensaba ir a ningún sitio por el momento. Con la mano libre, Jack apretó la dura cima del otro pecho, retorciendo el pezón y tirando de él.

—¡Sí!

A Jack le encantó ese grito, pero le pellizcó con los dientes la sensible carne para recordarle su error.

—Sí, señor —se corrigió ella.

Parfait —dijo él, recompensándola con el roce de su lengua sobre el duro pico inflamado—. Perfecto.

Jack movió los dedos sobre los pequeños pezones turgentes. Mierda, ya estaba deseando saborearlos de nuevo. Pero el hombre dominante que había en él deseaba también otras cosas. Ella olía a cielo, se había humedecido por él en un instante. Hubiera apostado lo que fuera a que ella sabía a puro pecado.

—Morgan, siéntate en la barandilla.

Un poco renuente, ella se subió a la barandilla de madera del porche. La lógica le decía a Jack que no la presionara. Pero la necesidad que sentía no le daba otra opción.

Le dio una ligera palmada en el trasero.

—¿A quién debes obedecer?

La confusión y la sorpresa asomaron en los ojos azules y llenos de lágrimas de Morgan. Se esforzaba en conciliar las necesidades de su cuerpo con su vena independiente. Siempre pensaba demasiado, pero así era ella.

Con la otra mano, le zurró la otra nalga.

—A ti, señor.

Al menos no lo había negado. Si lo hubiera hecho… Jack supuso que podría haberse contenido. En cualquier caso, su control peligraba ante la determinación de llevar a Morgan a un sudoroso y estridente orgasmo.

Con un gruñido, desgarró el resto de la camisa de Morgan, exponiendo cada curva delicada y pálida de su cuerpo. Excelente, no llevaba bragas. Los húmedos pliegues rosados de su sexo estaban sólo cubiertos por el vello rojizo. Pero él quería ver más, necesitaba ver más.

Sujetándola por la espalda con una mano, Jack le abrió las piernas con la otra. Con una mirada vio cuan mojada estaba. ¡Sí! Los resbaladizos pliegues de su carne se hinchaban y empapaba más a cada momento que pasaba. Delicioso.

«¡Mía!», exclamó instintivamente la bestia que habitaba en su interior.

—Sujétate —le ordenó, colocándole las manos en el borde de la barandilla al lado de su caderas.

—¿Señor?

—Sin peros, Morgan —gruñó él—. Toma lo que te dé. Haz lo que te digo. Córrete cuando te dé permiso.

—Estamos al aire libre. Si pasa un bote nos verán. —Cerró las piernas.

—Estamos en medio de la nada, así que no importa. Deja que sea yo quien me preocupe por tu bienestar. Yo te cuidaré. Confíame tu cuerpo. ¿Lo harás?

Morgan quería hacerlo. Jack podía ver cómo la turbulenta necesidad luchaba contra la modestia en esa ansiosa mirada. No desconfiaba de él, sino de sí misma.

—Todo irá bien —la tranquilizó—. Deja que me encargue de todo.

Con un entrecortado suspiro y tras una larga pausa, asintió vacilante con la cabeza.

Jack contuvo a duras pena un grito de alegría y la necesidad de devorarla en el acto. Le había dicho que sí a él, no porque se lo exigiera o la provocara para hacerlo, sino porque había querido.

—Bien. Sujétate. Abre bien las piernas.

Con manos temblorosas, Morgan accedió a sus demandas apoyando las manos en la barandilla. Lentamente, casi con demasiada lentitud, separó de nuevo los muslos.

Era absolutamente bella y perfecta.

«¡Mía!».

Jack se arrodilló y le besó el interior de los muslos. Ella contuvo el aliento y tensó el cuerpo. Le acarició suavemente los muslos, y le apretó las caderas contra la barandilla para mantenerla quieta. Luego, simplemente la miró fijamente, aspirando el dulce perfume almizclado del deseo de Morgan. Ella estaba sonrojada, húmeda y temblorosa.

Le costó cada pizca de autocontrol no sumergirse en ese delicioso buffet. Quería saborearla por todas partes: los pliegues brillantes que escondían sus más profundos secretos, el clítoris que se ocultaba bajo un delicado capuchón o dentro del cálido canal tenso que contenía sus jugos.

—Dime dónde te gusta que te lama. Indícame justo el punto —le exigió, sabiendo que pensaba dejar ese destino para el final.

—No lo sé. En cualquier parte.

—Nadie te ha llevado al orgasmo lamiéndote aquí. —Jack no lo preguntó. Estaba seguro de la respuesta.

Morgan negó con la cabeza.

Asombroso. Otro acto íntimo en que él sería el primero. Tan estimulante pensamiento envió una flecha de fuego a su miembro. ¿Es que Morgan sólo había salido con eunucos? A él le encantaba ese sabor íntimo. Ese toque perfecto que tanto excitaba a una mujer. No había manera más rápida de que se rindiera, de hacerla implorar.

De hacerla suya.

Jack bajó la mirada al sexo hinchado. Tal vez… tal vez podría conseguir que Morgan asociara el placer del sexo con él. No sería suficiente para retenerla, pero sí un principio. El resto se resolvería hora a hora, día a día, hasta que ella no recordara quién era Brandon.

—Te vas a correr, Morgan. Pero no hasta que yo te lo diga. ¿Entendido?

—Sí, señor.

La perfecta y susurrante respuesta provocó que su miembro se endureciera hasta el punto de correrse. Pronto…

Ma belle, si douce —murmuró él sobre el clítoris—. Dulce y hermosa mujer.

El corazón de Morgan latió a toda prisa mientras miraba fijamente su cuerpo casi desnudo, y a Jack arrodillado entre sus muslos temblorosos. El deseo la atravesaba. Sentía los miembros laxos y la cabeza en una nube. Se le tensó el sexo, dolorido. Había algo diferente en las caricias de Jack; algo diferente entre ellos dos. Dios, ¿qué le estaba ocurriendo? Tragó para ahogar un gemido de necesidad.

Él le agarró los muslos, abriéndoselos y exponiéndola aún más. Luego, con los pulgares, le abrió el sexo bajo su atenta mirada.

Morgan tembló; no se había sentido jamás tan vulnerable, ni más excitada. Estaba empapada. Se arqueó contra él y esperó conteniendo el aliento. A Jack no le cabría duda de que respondía a sus demandas, a la manera en que le separaba las piernas con fuerza, y clavaba los ojos en su sexo como si tuviera intención de comerla como un melocotón maduro.

Y su cordura… ¿dónde estaba? Se suponía que estaba comprometida, por amor de Dios. Se suponía que no le gustaba la ruda dominación de Jack. No era la mujer depravada que Andrew le había acusado de ser. No entendía por qué una parte de ella respondía excitada a las órdenes de Jack.

La brisa fría de la mañana le atravesó la piel, pero en vez de hacerla temblar de frío, el aire fresco sobre su cuerpo caliente la excitaba.

—Me encanta ver cómo te mojas por mí. Siento cómo te tiemblan los muslos. Veo cómo se hinchan todos los pliegues de tu sexo, cher.

Ella apretó los ojos cerrados, incapaz de dejarse llevar y disfrutar.

—No.

Como respuesta, Jack simplemente le deslizó el pulgar sobre el clítoris. Se le endureció en un nudo que latía de pura necesidad.

Podría haber pronunciado una nueva negativa, pero su cuerpo la traicionó. Una vez más. Jamás le había respondido a nadie de la manera en que le respondía a Jack, ardiente, dolorida, dispuesta a hacer cualquier cosa que él quisiera. Temblaba de necesidad sólo con pensar en lo que había en el cuarto de juegos, artículos de los que había oído hablar vagamente y que sólo había usado en su imaginación. Todo eso estaba allí, al final del pasillo, al alcance de un hombre que seguramente sabía utilizar cada objeto con devastadora habilidad.

—¿No qué? —se burló él—. ¿No, que no te gusta? ¿No, que no te folle de todas las manera posibles hasta que te hayas corrido tantas veces que tu cuerpo caiga rendido de placer? ¿A qué dices que no?

Esas palabras y las imágenes electrizantes y sexuales que evocaron bombardearon su cerebro y mellaron su resistencia como la capota de un coche bajo una granizada cruel. Pero Morgan sabía que si se dejaba llevar, Jack sólo la haría desear unas caricias más ardientes, nuevas y asombrosas sensaciones que añadir a sus vergonzosas fantasías nocturnas después de que los dos siguieran caminos diferentes.

—¿O te dices que no a ti misma? —murmuró él, rozándole con la lengua la parte superior de su hendidura, provocándole un placer tan agudo que pareció apretar su sexo en un puño.

—¿Quieres negar lo bien que te haría sentir mi lengua hundida en la humedad de tus pliegues?

«¡Sí! ¡No!». Maldita sea, debía de ser tan transparente como un envoltorio de plástico para que leyera en ella con tanta facilidad. Forzándose a abrir los ojos, bajó la vista hacia él justo a tiempo de ver cómo hundía la lengua entre sus pliegues. La visión de esas manos callosas acunando la delicada carne en la unión de sus muslos, con esa piel mucho más oscura que la de ella, la sacudió con un deseo tan puro que crepitó de arriba abajo por su espalda y le estalló en el vientre.

«¡Dios mío, ayúdame!».

Mientras pensaba eso, la cubrió el húmedo calor de la boca masculina. El placer ardió dentro de ella mientras él lamía toda la hendidura hacia el clítoris y luego acariciaba éste como si estuviera intentando saciar su sed con los jugos de Morgan.

Cher, qué bien sabes.

Su voz sonaba áspera y ronca, mitad gruñido y mitad gemido y minó las defensas de Morgan, destruyendo la poca resistencia que le quedaba.

La lamió de la misma manera otra vez, sólo que con más avidez. Ahora no era una caricia exploradora de la lengua, era una demanda voraz. Con un gruñido, atrapó el clítoris entre los labios y lo chupó.

Ella se quedó sin aliento, una vez, dos veces… cada vez que él chupaba el sensible brote. Las protestas que cruzaban por su mente se ahogaron frente a las demandas de su cuerpo. La tortura exquisita de la boca de Jack la conducía más allá de su innato decoro. Desesperada porque profundizara aún más, se arqueó contra él, agarrándose con fuerza a la barandilla, implorándole en silencio mientras abría aún más las piernas.

—Muy bonito —la elogió él, con voz ronca y cruda—. Y tan dulce.

Le invadió el canal con la lengua mientras le oprimía el clítoris con el pulgar. El placer se fundió dura y rápidamente entre sus piernas, de una manera casi dolorosa. Morgan sintió cómo sus pliegues se hinchaban de necesidad, y que su carne sensible se tensaba con cada estocada de su lengua. El azote de la brisa de febrero sobre sus pezones duros como diamantes no hacía nada para enfriarla.

Jack continuó con su fiesta, y sus gemidos de aprecio resonaron en los oídos de Morgan. Cuando más comía de ella, más mojada estaba.

Luego él se detuvo.

—Si quieres que siga, invítame a saborearte más. —Le mordió el muslo—. Dime que quieres correrte en mi lengua.

Morgan apretó los labios para no decir las palabras. Pero sentía un dolor entre las piernas que palpitaba con cada desbocado latir de su corazón. Cada molécula de su cuerpo deseaba lo que Jack quería darle. ¿Por qué demonios se resistía a tan asombroso placer? Una reputación mancillada o el riesgo a la humillación parecía un pequeño precio a pagar por esas sensaciones maravillosas.

La expresión cálida y ansiosa de la cara de Jack la incitaba a ceder. No había ternura en ese rostro. Jack no estaba interesado en corazones y flores. La apasionada intensidad de esa mirada oscura contra la luz dorada de la mañana le decía que él quería más. Que deseaba poseerla. En su cara se reflejaba un agudo deseo de iniciarla en cada lujuriosa sensación que alguna vez había imaginado y obligarla a reservar sus reacciones exclusivamente para él.

La escandalosa certeza de pertenecerle, de ofrecerle su cuerpo sólo a él y dejarle hacer cualquier cosa que él quisiera —que ambos quisieran— la llevó más allá de sus límites.

Aunque una parte de su mente la instaba a decir que no, el resto de su ser suplicaba dolorosamente que dijera sí.

—Saboréame —cada sílaba sonó como un susurro tembloroso—, señor.

Morgan sabía que había dado un paso gigantesco y que no había marcha atrás. Quería cometer todos esos pecados que la obsesionaban. Jack había reemplazado sus escrúpulos con una necesidad pura y candente que ya no podía negar. La había tentado con la idea de someterse a él.

Una salvaje expresión de victoria apareció en el rostro masculino.

—¿Y…?

—Quiero… —Morgan tragó, jadeó, buscando el coraje y el aire necesarios para continuar.

Jack le rodeó con un dedo la pequeña abertura de su sexo, recogiendo gotas de su jugo, que extendió sobre su clítoris. Una flecha de fuego cruzó el cuerpo de Morgan y explotó en su vientre.

Dios mío, no podría soportar más estímulo. Al borde de la locura y a punto de perder el control de su cuerpo, Morgan jadeó. La necesidad tiraba de ella, le hervía la sangre. No podía pensar.

Jack la había reducido a un estado puramente primitivo. Morgan siempre se había imaginado que llegar a tal estado era imposible. Pero no, eso había sido antes de que sucumbiera ante ese hombre sexy que a pesar de ser un desconocido, conocía cada uno de sus deseos ocultos, cada uno de sus pecaminosos pensamientos. No sólo los comprendía, sino que se los concedía, y al mismo tiempo que la hacía sentirse perfectamente maravillosa.

—Quiero correrme en tu lengua —farfulló ella.

—Perfecto, cher. —La recompensó bebiendo de su clítoris—. Eres una buena chica, y sabes muy bien. Voy a darte lo que quieres.