Veinte minutos después de que Jack le cerrara la puerta en las narices, Morgan se hallaba delante del espejo antiguo que colgaba en la pared del dormitorio estudiando su imagen. Parecía notablemente serena para ser una mujer cuyas rodillas todavía temblaban por los orgasmos con tal intensidad que un equipo sísmico hubiera notado las réplicas.
Con la cara lavada y el pelo recogido en una trenza austera, no parecía muy sexy, aunque las ceñidas ropas de fulana de cuero color púrpura eran, desafortunadamente, difíciles de ignorar.
Pero no podía coger nada del armario de Jack, era demasiado íntimo. Mordiéndose el labio, Morgan vaciló. No podía permitirse el lujo de andar por ahí con unas ropas que eran como una invitación al sexo. Puede que si ella dejara de emitir esas vibraciones, él pasara de ella. Si no…
Ella se encontraría jodida —literalmente— otra vez.
Y lo que era peor aún, lo más probable es que le gustara tanto como la primera vez.
Suspirando, Morgan se paseó por la estancia. De todas maneras, ¿qué diablos le pasaba a Jack? Acababan de tener una increíble sesión de sexo, y él salía corriendo. Por supuesto, si no lo hubiera hecho él, hubiera sido ella quien se habría apresurado a poner una puerta de por medio entre ellos. Pero, aun así…
Jack la confundía. La desquiciaba. Después de todo, ella tenía a un acosador siguiéndole los pasos. Y acababa de permitir que un hombre dominante la empalara contra una puerta y la condujera a dos vertiginosos orgasmos —sin contar los dos que se había proporcionado ella misma unos instantes antes— en tan sólo quince minutos.
Había deseado rendirse a él, obedecer al murmullo ronco y excitante de su voz en el oído; era tan diferente, pero a la vez tan natural que no había podido resistirse. Había recibido cada orden susurrada como si él hubiera derramado puro deseo líquido sobre su piel hasta filtrarse en su sangre. En aquellos momentos, Jack había conseguido que todo aquello fuera asombroso. Y perfectamente normal. Tan correcto que le había dolido. A pesar de no acabar de aceptar lo que era, lo necesitaba. La sensación de conexión con Jack la había privado del sentido común, y la había hecho pegarse a él como si fuera un salvavidas en un huracán.
Apenas había podido mantenerse intacta mientras el placer que Jack le proporcionaba rompía todas sus barreras físicas. Parecía como si él le exigiera algo más que la rendición de su cuerpo. Aunque no se lo había dado, había logrado mantener sus defensas con uñas y dientes por muy poco. La había dejado temblorosa y atontada. Pero no la había subyugado.
Después, Jack había huido de ella, arrancándola bruscamente de su mundo de ensueño. Estaba en medio de quién-sabe-donde con un hombre que conocía hacía sólo dos días, con ropa prestada y metida de lleno en una pesadilla sin fin. Pero era él quien salía corriendo. Caramba, quizás hacer el amor con una cliente estaba prohibido para los guardaespaldas.
Con un suspiro de impaciencia, le dio la espalda al espejo. El señor Macho Cajún lo tenía claro si pensaba que volverían a tener relaciones sexuales. Puede que sus caricias hicieran que le corriera el deseo por las venas, que la embriagaran como el vino más potente, pero ella no iba a arriesgarse a convertirse en una adicta al sexo repitiendo la función.
Aunque sólo con pensar en ello, su cuerpo suplicaba por repetir, se suavizaba y se empapaba ante la perspectiva de experimentar de nuevo el ardor sexual de Jack y su poder controlador.
¡Qué estupidez! No era sólo que Jack buscara relaciones temporales, sino que además lo único que sabía de él lo definía como un auténtico chico malo.
Sinceramente, ¡no necesitaba eso!
Morgan oyó en el pasillo el clic de la cerradura de una puerta al abrirse. Por las fuertes pisadas, supo que Jack había salido de la habitación. Puede que fuera una reacción infantil, pero no estaba de humor para enfrentarse a él en ese momento. No ahora. Todavía no. No quería que supiera cómo le afectaba su rechazo. Se metió en la cama y fingió dormir mientras Jack recorría el pasillo. Se detuvo ante la puerta del dormitorio, pero Morgan no abrió los ojos. Ver en ese momento esa cara sensual, burlándose de ella con el conocimiento carnal de su cuerpo o su irritación —o ambas cosas a la vez— no iba a ponerla de mejor humor. Dejaría que Romeo desayunara solo. Pensar ahora en comer le atraía tanto como la comida de perro.
Tras un largo momento, continuó el sonido de los pasos de Jack por el pasillo. Oyó una serie de pitidos electrónicos, y una señal de llamada. Un teléfono con manos libres. ¿A quién estaría llamando a las siete y media de la mañana?
Se levantó y cruzó el dormitorio de puntillas para echar un vistazo. Jack estaba allí, con una taza de café en una mano y una tostada en la otra. Y contemplaba el teléfono con una expresión irritada.
—¡Jesús, Jack! —exclamó una voz ronca masculina—. ¿Dormir va en contra de tu religión o es que piensas que si tú estás despierto lo estará también todo el mundo?
Morgan no pudo evitar oírlos hablar. No era como si Jack estuviera tratando de mantener esa conversación en privado. ¿Con quién demonios estaba hablando Jack y por qué? El hombre del teléfono tenía razón: ¿por qué lo había llamado tan temprano?
—No he pegado ojo en toda la noche, Deke. Así que de cualquier manera tú has dormido más que yo. Deja de protestar.
—¿Ahora haces turnos de vampiro?
—¿Quieres abrirte las muñecas y hacer una donación para comprobarlo?
—Qué gracioso. Si que estás de mal humor por las mañanas. ¿Poco sexo últimamente… o quizá demasiado?
Morgan sintió que un rubor avergonzado le inundaba la piel. «Por favor, que Jack no haya llamado a algún amigote para jactarse de mí». Ése sería el golpe final a sus fantasías, al sentido común que se había evaporado con la neblina del deseo, dejándola desnuda y mojada mientras era usada contra la puerta por un total desconocido.
Jack gruñó.
—Deja de comportarte como un estúpido y sé un buen compañero. Estoy en la cabaña del pantano. Con una mujer que está siendo acosada por un pirado. Necesito que hagas algunas investigaciones.
Morgan soltó un suspiro de alivio.
—No fastidies. ¿Una mujer acosada por un pirado? —repitió el hombre que Jack había llamado Deke—. ¿Cuándo te contrató?
—Ayer, cuando el acosador la tiroteó a plena luz del día en medio de la multitud. Yo estaba sentado a menos de dos metros de ella.
—Santo Dios… Cuéntame lo que sabes.
Con rapidez, Jack le proporcionó la información que Morgan le había dado a él al amanecer. Toda la información salvo los detalles de su vida sexual, que gracias a Dios se guardó para sí mismo. A pesar de ese pequeño respiro, se sintió invadida por la mortificación y por una furia incontenible. Caramba, ya que estaba, podía anunciarlo en una de esas vallas publicitarias de la autopista para asegurarse de que todo el mundo supiera las cosas salvajes que había hecho en el pasado.
Y para colmo, Jack había pasado a formar parte de la larga lista. ¿Qué demonios había hecho?
Tras ofrecerse a enviar por fax las últimas fotos que tomó el acosador, Jack colgó el teléfono. Se paseó por la estrecha habitación de un lado a otro, luego se volvió hacia el pasillo, su cara, apenas visible por el hueco de la puerta, revelaba sus propósitos.
Morgan regresó de un salto a la cama y volvió a fingir que dormía mientras oía el ruido de sus pasos acercándose.
—Merde —gruñó él, luego se dio la vuelta.
Morgan no sabía demasiado francés, pero sí el suficiente para saber que él había dicho algo por lo que su madre estaría encantada de lavarle la boca con jabón.
Unos momentos después, oyó otra vez el tono de marcado y la señal de llamada. ¿A quién estaría llamando ahora? ¿Acaso esperaba que todo el mundo estuviera levantado a esa hora?
—¿Oui?
—Buenos días, grand-pére.
—Hola jovencito. ¿Cómo está ta jolie fille?
—Se llama Morgan —dijo, obligándose a mostrarse paciente—. Ya te lo he dicho antes, y no es mía.
—Tal vez sí, tal vez no. El tiempo lo dirá, ¿verdad? ¿Tiene el pelo rojo bajo la peluca?
Jack vaciló. Brice explotaría el tema del pelo si se lo contaba. Aunque eso no significara nada.
«¿Y tampoco significa nada la conexión que has sentido con ella cuando estabas sepultado hasta la empuñadura en su cálido y resbaladizo interior? ¿O la sensación de querer permanecer allí dentro hasta poseerla por completo?».
¿Era sólo buen sexo o la razón por la que estaba tan determinado a volver a poseerla era que ella hubiera contenido una parte de sí misma? Tenía que ser eso o que había perdido la cabeza.
—No te he llamado para hablar sobre el pelo de Morgan.
—¿Lo tiene o no lo tiene? —se jactó el anciano para después estallar en carcajadas.
—Grand-pére…
—Te lo dije. Te lo dije ayer mismo. Esos sueños significan algo.
El anciano no iba a parar hasta que lo admitiera.
—Vale, sí. Tiene el pelo rojo. ¿Ya estás contento?
—Trés bon —dijo Brice con aire satisfecho—. ¿Ya está mejor vestida, ta jolie fille?
—Bueno, por eso te he llamado en realidad. ¿Podrías comprar algo de ropa de la talla treinta y ocho y traérmela a la cabaña?
—De acuerdo. Iré después de comer con tu tía Cheré.
—Vale. Ropa práctica y de abrigo, grand-pére. Nada de sorpresas.
—¿Por qué te preocupan tanto las sorpresas? Te llevaré lo que necesitas.
El tiempo transcurrió lentamente. Morgan se saltó el desayuno y se bañó de nuevo.
Jack permaneció encerrado en la habitación del final del pasillo, recorriendo la estancia con fuertes zancadas que Morgan no pudo evitar escuchar.
¿Qué era lo que le preocupaba tanto? El acosador no había dado señales de vida, y Jack ya había obtenido lo que quería. Desde su punto de vista, parecía una situación sumamente ventajosa por ambas partes.
Morgan no había sido tan afortunada. Había logrado mantener una parte de sí misma fuera del alcance de Jack —o eso pensaba—, pero según transcurría el tiempo no podía evitar el anhelo, cada vez más profundo y creciente, que le instaba a tocarle. Morgan temía haberle entregado a Jack un pedazo de su alma. Y eso, no pintaba nada bien.
Al mediodía, se hizo un sandwich. Las únicas bebidas que encontró en la nevera de Jack eran botellas de agua y cerveza. En un día normal, Morgan se hubiera inclinado por el agua. Pero ese día escogió agradecida la cerveza y volvió de nuevo al dormitorio, para tumbarse lánguidamente en la cama. Se pasaba las horas intentando no pensar en Jack, en la forma en que la había tocado, con su voz resonando en su cabeza y su cuerpo, que parecía tener ideas propias, ansiando que la poseyera. Olvidar el ardiente placer parecía resultarle imposible, sobre todo cuando ni siquiera podía cerrar los ojos sin sentir la boca de Jack en sus pezones y su miembro penetrándola. No cuando no podía olvidar su exigente e irresistible voz, ni esos seductores ojos oscuros.
Esos pensamientos la llenaban de un renovado deseo. Un deseo espeso y burbujeante, que se arremolinaba en su interior hasta formar un insistente latido. Le dolía el clítoris, y no se podía creer cuan mojados e inflamados tenía los pliegues de su carne. Nunca se había sentido controlada por las hormonas, ¿por qué ahora sí?
Morgan pensó en masturbarse otra vez, pero se contuvo. No quería que la volviera a pillar. La mortificación casi la había matado una vez, pero dos veces y en el mismo día… hizo una mueca. Aun así, quizás mereciera la pena arriesgarse si con ello lograba extinguir el fuego que la embargaba.
Pero mucho se temía que ese fuego sólo podría apagarlo Jack.
Un golpe en la puerta de la cabaña la sobresaltó. Miró con rapidez el reloj de la mesilla de noche. Eran casi las cuatro y media de la tarde.
Jack abrió la puerta de su escondrijo y recorrió con rapidez el pasillo. Al pasar por la puerta de su dormitorio se detuvo y le lanzó una mirada ardiente, una mirada que le decía que recordaba cada beso, cada caricia… y que en lo que a él concernía no había sido suficiente. Morgan echó una rápida mirada a su musculoso pecho cubierto por una ceñida camiseta negra, y más abajo y… Oh, caramba. Estaba duro. Ese bulto no dejaba lugar a dudas.
El deseo se estrelló en su vientre. Levantó la mirada hacia la de él.
—Hablaremos después.
Sobre el sexo. No lo dijo, pero las palabras flotaron en el aire.
—No tenemos nada de que hablar —protestó ella automáticamente.
Hablar de sexo sólo conseguiría que deseara tenerlo con Jack otra vez. Una mala idea. Aun así, estaba más obsesionada con él de lo que lo había estado jamás por un hombre… incluso más que con el que había pretendido casarse una vez. Tenía que deshacerse de ese acosador, averiguar quien era y regresar a su trabajo y a su vida en L. A.
—Tenemos mucho de que hablar. Ahora ven a conocer a mi abuelo.
Morgan se cruzó de brazos, negándose a dar un paso.
Cualquier satisfacción que hubiera sentido al ver que Jack rechinaba los dientes, desapareció cuando él cruzó la estancia con la intención de agarrarla y arrastrarla a la puerta reflejada en su cara. Si la tocaba, sólo querría que siguiera haciéndolo. El deseo que hervía en su interior ya era demasiado ardiente y peligroso. Y eso la hizo sentir tan furiosa que podría echar fuego por la boca.
—No me toques. —Se apartó de él—. Puedo ir yo sola.
—Entonces mueve ese precioso trasero antes de que te lo caliente.
Morgan entrecerró los ojos.
—No lo harás.
Él bufó.
—¿Quieres ponerme a prueba?
No. Mejor no. Podía ver la intención de levantarle la minifalda púrpura para calentarle el trasero escrita en esos ojos oscuros y desafiantes y en su postura agresiva.
Pensar que se atrevería a hacerlo la escandalizó. Por desgracia, también la excitó. Y más deseo líquido mojó el diminuto tanga que llevaba puesto, recubriendo a fondo su sexo con cada paso que daba. Rezó para que él no se diera cuenta.
—Eres un bastardo —mascullo al pasar junto a Jack para dirigirse a la sala de la cabaña.
—Si esperabas al Príncipe Azul, lo siento. Está con su novio —dijo Jack con sarcasmo mientras la seguía para abrir la puerta principal.
Al otro lado había un anciano con dos bolsas en las manos. Al instante, Morgan vio cómo sería Jack dentro de cincuenta años. Delgado, con el espeso pelo plateado y chispeantes ojos oscuros, el hombre entró en la cabaña con una sonrisa cosquilleándole en los labios.
—Jack —lo saludó—. Tu tía Cheré te manda un beso y una barra de pan casero.
Metió la mano en una de las bolsas y sacó un envase de plástico. Morgan olió la levadura del pan que se mezclaba con el aroma de la vegetación del pantano en ese templado día de febrero. Era diferente a todo lo que había olido. Inundaba sus sentidos. Nada con Jack se parecía a algo que hubiera experimentado antes.
Antes de poder digerir el pensamiento, el anciano se acercó a ella con una sonrisa traviesa.
—Morgan, soy Brice Boudreaux, el grand-pére materno de Jack.
Le tendió la mano y ella extendió la suya para estrecharla. Pero en vez de eso, el abuelo de Jack se llevó su mano a los labios y le dio un beso. A pesar de la incomodidad de conocer a un anciano vestida con prendas de cuero púrpura que apenas la cubrían, Morgan no pudo evitar devolverle la sonrisa. Hubiera apostado lo que fuera a que en su día había tenido un montón de suerte con todo aquello que llevara faldas.
—Morgan O’Malley.
La afilada mirada color café se clavó en los cabellos de Morgan.
—Una hermosa muchacha irlandesa con cabellos fogosos. A Jack le encanta el pelo rojo, ¿te lo ha dicho?
Ella no se atrevió a mirar a Jack, no al sentir que se le ruborizaban las mejillas. ¿Le pasaría algo con las pelirrojas? Eso explicaría la extraña conversación que había oído antes sin querer.
—Grand-pére —advirtió jack—. Deja de meter cizaña y dale la bolsa.
Morgan miró la bolsa y supo que la ropa que había en su interior era para ella. Deseaba ponérsela ya, no vestir más ese atavío que alentaba su imprudencia y la hacía ser más consciente de su sexualidad que otras prendas de vestir.
Brice no tenía prisa por darle la bolsa.
—Todo a su tiempo. ¿Acaso no puede un anciano sentarse un minuto y conversar con una chica bonita?
Le dirigió a Jack una mirada desafiante, luego arrastró los pies hacia el sofá, dejando caer lentamente sus viejos huesos sobre un cojín. Después colocó la bolsa entre sus pies y palmeó el asiento a su lado.
—Ven —le dijo a Morgan—. Siéntate con este anciano, sí, y déjale recordar los días en que le podía pedir un baile a una jolie fille.
Morgan le dirigió una mirada a Jack para que le tradujera, arqueando una ceja interrogativamente.
—Chica bonita —soltó con un suspiro de resignación—. Y no te dejes engañar por esa parodia de anciano. Es listo como una ardilla.
Brice pareció enfurruñado.
—A este jovencito se le suele olvidar que tengo ya ochenta y dos años.
—Y a grand-pére se le suele olvidar que yo no soy idiota —dijo Jack con una sonrisa cariñosa.
Morgan observó ese intercambio de palabras, consciente del amor y el afecto que sentían el uno por el otro, con un poco de envidia. Su padre biológico jamás había querido saber nada de ella, así que suponía que sus abuelos paternos no sabían ni que existía. Y sus abuelos maternos habían repudiado a su madre al quedarse embarazada sin estar casada. Habían muerto poco antes de que Morgan cumpliera diez años, sin que se hubieran reconciliado. Nunca había tenido un abuelo, y menos uno como Brice.
El anciano palmeó el sofá de nuevo y le lanzó una mirada esperanzada. Incapaz de resistirse, Morgan sucumbió a su encanto.
Jack gimió.
—Es un pescador experto. Acaba de ponerte un cebo, y ya te ha atrapado.
«Debe de ser un rasgo familiar», pensó ella para sus adentros.
—Tal vez la he atrapado para ti, jovencito —respondió Brice—. Por culpa del ejército, esos buenos modales que tu maman te enseñó no son lo que solían ser. Sin mi ayuda, no creo que Morgan deje que te acerques a ella.
Morgan se quedó paralizada, luego soltó lentamente el aire para relajarse. El anciano no podía saber lo que había sucedido entre Jack y ella esa misma mañana. Gracias a Dios…
Pero una simple mirada en dirección a Jack, y Morgan supo que estaba metida en problemas. Él le dirigía una mirada dura y caliente que la obligaba a recordar y que prometía más, bastante más, hasta que ella se ahogara en el placer. Un ansia voraz resonó en su vientre, haciendo eco entre sus piernas, y sintió que de nuevo se le hinchaban los pezones.
Morgan se mordió los labios para no gemir. Ya era demasiado malo no poder contener el rubor que le inundó las mejillas.
Brice pasó la mirada de Jack a ella. Una nueva sonrisa bailoteó en sus labios, haciendo que se le moviera el canoso bigote. Parecía muy complacido.
—¿Eres católica, Morgan?
La pregunta la tomó por sorpresa.
—Me… me considero creyente. Sí.
Jack gimió.
—Grand-pére, la religión que profese Morgan no es de tu incumbencia.
—Con el tiempo podría serlo. —Se palmeó la rodilla y se puso en pie con una maniobra sorprendentemente ágil para darle la bolsa mientras esbozaba una sonrisa ladina.
—Sácale partido. —Brice señaló la bolsa con la cabeza y le guiñó un ojo.
Luego le dio a Jack una palmadita en el hombro y prácticamente corrió hacia la puerta.
«Sácale partido», había dicho el abuelo de Jack. Pasando la yema del dedo por el suave bustier con ribetes de encaje dorado y el tanga a juego, Morgan se hizo una idea aproximada de qué partido había pensado Brice que podría sacarle. Algo que probablemente implicaría algunos actos lascivos con Jack… actos que ella se podía imaginar vagamente.
Mascullando por lo bajo, Morgan permanecía en el dormitorio de Jack aún vestida con las prendas de cuero púrpura que Alyssa le había dejado, mientras intentaba decidir qué ponerse. Brice le había llevado tres juegos de ropa interior, a cada cual más sexy. Y nada más.
—¡Maldita sea, Morgan! —gritó Jack a través de la puerta—. Te he llamado para cenar hace diez minutos. ¿Cuánto tiempo tardas en vestirte?
—Pues no es tiempo suficiente para resolver cómo vestirme adecuadamente con los artículos que me trajo tu abuelo.
—¿Qué diablos? —Jack abrió la puerta de golpe y entró en la habitación.
Cuando vio las prendas que había sobre la cama, se quedó paralizado mientras su mirada vagaba sobre el bustier con ribetes dorados, el corsé negro con ligueros y medias hasta el muslo y el sujetador color burdeos con un ribete dorado y tan recortado que apenas podría contener los pezones. Todos con su correspondiente tanga de encaje.
—¿Es todo lo que ha traído?
—Tu sabrás.
—Qué hijo de perra. —La expresión de Jack se debatía entre la molestia y la diversión.
—No son ni cómodos ni prácticos —señaló ella, compartiendo su molestia pero no su diversión.
Jack giró la cabeza y clavó la mirada en ella. Oh, Santo Cielo… El calor ardía en las profundidades oscuras de esos ojos del color del chocolate derretido, del mismo color que la cálida tierra. Supo en ese momento que él estaba imaginándola con cada uno de esos juegos de ropa interior.
Y lo que era peor aún, ella se imaginaba poniéndoselos para Jack. Imaginaba su reacción. Si la enorme erección que presionaba contra la bragueta de los vaqueros era una indicación, él estaba más que interesado. Pensarlo la excitó más de lo que debería. Su vagina se contrajo de deseo y necesidad. Por debajo del cuero, los pezones de Morgan presionaron contra el sujetador.
—Definitivamente no son cómodos —convino él—. Prácticos… bueno, eso depende del propósito.
—Como no estoy aquí para rodar una peli porno, evidentemente no son nada prácticos. ¿Es una broma o un error?
—Ninguna de las dos cosas.
—Quiere que nosotros… —Los ojos de Morgan se agrandaron cuando la verdad le subió la tensión.
—¿Follemos como conejos? Seguro. Está a favor de cualquier cosa que me persuada de volver a casarme.
¿Volver a casarse? Su primer pensamiento fue que, a pesar de que sólo conocía a Jack hacía veinticuatro horas, no le había parecido de los que se casaban. El segundo fue que jamás habría imaginado que ya había estado casado.
—¿Estuviste casado?
A su lado, él se enderezó y se puso tenso.
—Por muy poco tiempo. Me divorcié hace tres años. Fin de la conversación.
Morgan frunció el ceño. Podía ser el fin de la conversación, pero no el fin de las emociones de Jack. Estaba claro que su divorcio aún tenía el poder de hacerle daño o de disgustarle. Pero sabiamente, lo dejó pasar. La vida de Jack no era asunto suyo. Ahondar en el pasado de ese hombre sólo serviría para que sintiera más curiosidad por él. Aunque no podía evitar preguntarse qué había sucedido.
—Escoge uno —le espetó, señalando la lencería de la cama—. Te prestaré mi bata y un par de calcetines, luego ven a cenar. La comida se enfría.
Morgan quiso decirle que se quedaría vestida tal y como estaba, pero ya se había puesto el sol y tenía frío. Y la ropa que vestía no era la más apropiada para mantener las distancias con Jack. Eso sin mencionar que el tanga que llevaba puesto estaba demasiado mojado y se adhería a sus pliegues carnosos… un recordatorio constante del deseo que la embargaba.
—Gracias —murmuró.
Él gruñó mientras buscaba la bata y unos calcetines en el armario, se los tiró y se marchó.
Morgan cogió los artículos que parecían menos provocativos. Cruzó el pasillo y entró en el baño con el tanga y el bustier dorados en la mano para cambiarse.
El nuevo tanga era diminuto. Una tira le rodeaba la cadera, y la otra le dividía las nalgas hasta unirse con el minúsculo trozo de encaje que le cubría escasamente el sexo. El espejo del baño le mostraba de manera explícita que esa prenda tan escandalosamente femenina sólo servía para enmarcar los rizos rojos de su pubis, del mismo color fogoso de su pelo. Estaba diseñado para atraer de inmediato los ojos de un hombre hacía el montículo de una mujer. Los ojos de Jack.
Una mezcla de miedo y deseo colisionaron en su vientre.
«No, eso no está bien».
Mortificada, Morgan se quitó el sujetador que Alyssa le había dejado. El bustier cubría todavía menos que el sujetador, si es que eso era posible. También con un ribete dorado, era muy escotado, quedándole sólo un centímetro por encima de los pezones. Tenía aros que ofrecían un suave soporte bajo los senos, y realzaba su escote. Un delicado ribete de encaje decoraba el borde superior e inferior de la prenda, y acababa recogido en forma de lazo entre los pechos, acentuando los tensos pezones contra la fina tela.
Morgan estaba segura de que jamás había vestido nada tan sexy en su vida. La seguridad de que Jack podría provocarle múltiples orgasmos la hacía sentir muy consciente de sí misma como mujer. E imaginar su reacción ante esa ropa… la excitaba sobremanera.
Su imaginación tenía que tomarse un descanso.
Sin embargo, por mucho que odiara admitirlo, era algo más que los orgasmos. Con Jack, había sentido una delirante libertad diferente a cualquier cosa que hubiera tenido con otro amante. La libertad de tener todo lo que ella deseara. La aceptación absoluta de sus deseos. A pesar de que su cabeza le decía que esas necesidades no eran correctas, le dolía todo el cuerpo. Podía no comprender totalmente lo que deseaba con tanta desesperación, pero Jack sí lo sabía. Ese conocimiento se reflejaba en el fuego de los ojos masculinos, y en las cosas que le decía. Jack podría darle todo aquello con lo que ella había fantaseado. Además de la seguridad que sentía aquí con él, como si el acosador estuviera a un millón de kilómetros, animándola a explorar ese lado oscuro con su enigmático y enfurecido protector.
Tenía que controlarse. Las fantasías sólo eran fantasías, y en realidad ella no quería realizar todos esos actos que surgían en lo más profundo de su imaginación. De veras que no.
Con manos temblorosas, Morgan se envolvió en la bata de Jack. Se anudó el cinturón, y se puso los enormes calcetines antes de dirigirse a la cocina para cenar, esperando parecer muy poco deseable.
Al llegar a la cocina, vio que Jack había preparado una espesa sopa con arroz y trozos de carne, y había dispuesto además el pan casero de su tía y un plato con mantequilla. Había ensalada en otra fuente. Y un gran vaso de agua helada al lado de su plato.
Jack, por otro lado, agarraba una botella de whisky y la miraba como si fuera algo tentador, incapaz de ocultarle por completo el hambre feroz que brillaba en sus ojos y que le decía que quería desnudarla, enterrarse en ella hasta hacerla gritar. Al parecer, la bata le parecía de lo más atractiva.
—He hecho pollo con gumbo —dijo con voz ronca mientras deslizaba la mirada por su cara hasta el cuello y la escasa piel visible del escote. Jack se acomodó en su silla—. ¿Has probado el gumbo alguna vez?
Ella negó con la cabeza, preguntándose —aunque no quería hacerlo—, si él estaría tan increíble y apetitosamente duro.
—Es espeso y picante.
Como el aire que había entre ellos. Como la carne con que la había llenado esa misma mañana.
Temblando, Morgan apartó la mirada y se concentró en el gumbo. Tenía que dejar de pensar en ese tipo de cosas. Pero no podía comer, era demasiado consciente de la mirada de Jack mientras seguía sujetando la botella de whisky en la mano.
Morgan tragó y sintió que se le aceleraba el pulso.
—Me estás mirando fijamente.
Él asintió con la cabeza.
—Así es, cher.
—Pues lo único que vas a ver es esta enorme bata.
Jack dejó el whisky a un lado. De repente, ella sintió que Jack arrastraba su silla sobre el suelo de madera para acercarla a él. Bajó la vista y vio que él había enganchado el pie en la pata de la silla para atraerla a su lado e inundarla con ese olor cálido y picante.
—Bueno, claro que te miro fijamente. En primer lugar, soy un hombre, y tú eres una mujer muy hermosa. En segundo lugar, no hago más que preguntarme cuál de esas prendas tan sexys llevas puesta debajo de la bata. Y en tercer y último lugar, sé con exactitud qué se siente cuando te corres en torno a mi polla.
Morgan contuvo el aire mientras el deseo se estrellaba contra ella, dejándola sin aliento. Estaba claro que si alguien tenía que conservar el control aquí tendría que ser ella.
No eran buenas noticias, ya que no tenía demasiado.
Él se inclinó y le acarició con la nariz la sensible piel del oído. Morgan temblaba cuando él le dijo:
—Te sentí húmeda y estrecha, cher. Fue un polvo espectacular. Te doblegaste a mis órdenes como si hubieras nacido para someterte. Con naturalidad. No he pensado más que en atarte y en pasarme la mañana, la tarde y la noche buscando maneras de hacer que te corras hasta que tengas la garganta en carne viva por los gritos, y a pesar de ello sigas pidiéndome más.
Directo. Gráfico. Escandaloso. Sus palabras deberían de haberla repugnado. La feminista que había dentro de ella debería sentirse ofendida de que la considerara un objeto sexual. Pero no fue tan afortunada.
Jack era una tortura para su mente; arrogante, exigente, difícil. Pero también encarnaba todas sus fantasías; caliente, indomable, decidido a tenerla y a obligarla a experimentar cada fantasía picante que su mente febril había conjurado.
Una nueva humedad le empapó el tanga, y el clítoris comenzó a dolerle de nuevo.
Morgan cerró los ojos. Esto tenía que parar o si no acabaría cediendo. Y no estaba segura de poder vivir con las consecuencias —o consigo misma— si lo hacía.
—Jack, sólo quiero entrevistarte para un programa de televisión sobre el estilo de vida que llevas, no invitarte a que me cuentes cada uno de esos pensamientos que acechan en los oscuros recovecos de tu mente. Si no puedes guardártelos para ti mismo, deberías llevarme hasta mi coche. Yo… regresaré a Houston y…
—¿A esperar que te encuentre el acosador? ¿A esperar que te viole? ¿Qué te dispare? ¿Qué te mate? Ya hemos discutido esto antes. Estás mucho más segura aquí, en medio del pantano, rodeada de sofisticados sistemas de seguridad y con un guardaespaldas personal, mientras mi amigo Deke realiza un perfil sobre él. En cuanto sepamos algo, podremos resolver quién es ese psicópata e ir a por él. Hasta entonces, creo que lo más inteligente será que te quedes aquí. A no ser, claro está, que estés más asustada del sexo que del acosador.
Maldita sea, había escogido el peor momento posible para ser razonable y lógico.
—Claro que no. Es que me haces sentir incómoda.
—La verdad es la que te hace sentir incómoda, yo sólo te la digo. Te deseo. Tú me deseas. Es así de simple.
—Lo simplificas demasiado, grandullón.
Él agarró la botella de whisky y tomó otro largo trago. Morgan observó con fascinación el movimiento oscilante de su nuez al tragar.
Cuando se acabó la botella, la dejó sobre la mesa.
—No puedes mentir, cher. Tus ojos me dicen que quieres ser atada y poseída a menudo. Y que quieres que sea yo el que lo haga.
Intentando apartar la mente del deseo que le ardía en el cerebro, Morgan negó con la cabeza.
—Mira, los dos teníamos necesidades esta mañana y lo solucionamos. Después, echaste a correr como si tuviera la lepra. Parecía que no eras capaz de poner la suficiente distancia entre los dos. Si no lo has conseguido, yo lo haré. Hemos terminado.
—¿En serio lo crees, nena? Lo hicimos, cierto, y fue impresionante —le dijo, taladrándola con esa oscura mirada y obligándola a escuchar y a que comprendiera—. Si no me hubiera ido, te habría llevado a la cama, te habría atado y no te habría soltado hasta que te hubiera tomado por todos lados y haber descubierto cada uno de tus sensibles lugares secretos, y la forma de hacerte perder la cabeza.
Morgan se quedó sin aliento. Eso no debería excitarla. La idea de él tocándola por todas partes, exigiéndole una mamada y, si lo había entendido bien, sexo anal, no debería hacerla temblar de excitación. La curiosidad y las fantasías calientes eran una cosa, la realidad… otra muy diferente.
Pero no podía negar el deseo que la asaltaba con la fuerza de un invasor, haciendo que su clítoris latiera con una necesidad ardiente, provocando que le dolieran los pezones.
Igual que no podía negar que si intentaba marcharse de allí y volver a Houston, el psicópata que la perseguía podría intentar matarla otra vez. Y esa vez, podría tener éxito.
Soltó un suspiro tembloroso. Era un infierno, estaba atrapada con un hombre capaz de proporcionarle un placer asombroso y de someterla a cada uno de los deseos prohibidos que se había negado hasta ese momento. Maldita sea, ella se había estado negando esas necesidades desde que Andrew la rechazara, había luchado contra ese lado oscuro hasta que le dolió. Pero simplemente no podía pasar de todo y abrirse de piernas ante el primer desconocido, sin importar qué nuevas sensaciones despertara éste en su cuerpo.
—No niego que estoy mucho más segura aquí que en Houston o en Los Angeles. No soy estúpida, y sé que no puedo luchar contra un hombre que no he visto y no comprendo.
—¿Pero?
—Quiero que las cosas se queden en un nivel platónico. Se supone que tengo que entrevistarte. Y tú protegerme. No quiero más cosas de ésas que dijiste antes. Nos pasamos de la raya esta mañana.
Jack se acercó más, hasta que ella sintió su aliento en la boca. Tenía un débil olor a whisky y a especias.
—¿Nivel platónico?
—Ya sabes. Algo educado y amistoso. —Morgan intentó apartar la silla. Él no se lo permitió—. Nada de sexo.
—Sé lo que quieres decir, Morgan. ¿Por qué crees que deberíamos negarnos a tener el mejor sexo del mundo?
—No quiero lo mismo que tú. No me va… no me va tu rollo.
Morgan centró la atención en su comida. Las cosas serían más fáciles si ella pudiera decirle que sus deseos eran retorcidos y depravados. Si lo hería, quizás consiguiera alejarlo de ella con mayor rapidez. Pero tras haber sufrido ese tipo de comentarios en su propia carne, no podía hacerle lo mismo a él.
«Tampoco tienes demasiado talento para mentir», le susurró una vocecita en su cabeza. Morgan cerró los ojos para no oírla.
—Y… —continuó ella—, a pesar de lo que ocurrió esta mañana, no soy una persona a la que le vaya el sexo indiscriminado.
Jack no abrió la boca durante un largo minuto. Sólo la miró fijamente, como intentando descifrar cada uno de los pensamientos de Morgan. No la tocó. Sólo la miró… una mirada dura, ardiente, como si estuviera recopilando y procesando cada una de las fantasías que ella había tenido. El deseo que se reflejaba en su cara derribaba las defensas de Morgan, despertando su rebelde imaginación, su clítoris, que aún palpitaba en silencio, y la inexplicable atracción que su alma sentía por él.
Maldita sea, tenía que apartarse de él ya. Morgan se cerró las solapas de la bata con intención de levantarse.
Jack le puso la mano en el brazo, manteniéndola en el lugar.
—¿Son ésas las únicas razones? ¿Qué no te gusta el sexo indiscriminado y que vas a mentirte a ti misma hasta convencerte que no te gusta la manera en que te follo?
—Quiero que dejes de decir esas cosas escandalosas y que recuerdes nuestra relación profesional.
—¿Quieres decir que quieres que te prometa que no te voy a tocar? —Su presa se hizo más fuerte.
—Sí, eso es lo que quiero decir.
Alzando la barbilla y con la determinación asomando a sus ojos, Morgan esperó resultar convincente. Esperaba que Jack no tuviera ni idea de que el corazón amenazaba con salírsele del pecho. Su cercanía, su olor y sus caricias le recordaban el placer y la euforia que había sentido cuando lo había tenido profundamente enterrado en su interior.
—Sí, claro, eso es lo que tú dices, pero, simplemente, no me lo creo. —Jack se rió, fue una risa irónica que se completó con una sonrisa burlona—. ¿Qué te da miedo, cher? Si no te excito, entonces, cuando te toque, di que no. Si no te interesa no te resultará demasiado difícil negarte.
—¡No tengo por qué hacerlo! —le espetó Morgan—. No me gustas. ¿No puedes comportarte como un caballero y aceptarlo?
—Con una química como la que hay entre nosotros, no. Incluso aunque quisiera mantener las manos apartadas de ti, algo que no quiero, sólo sería cuestión de tiempo que acabara penetrándote profundamente con mi polla, una y otra vez.
—¡Para ya, maldita sea! Eso no es cierto. No voy acostándome con cualquier hombre que se me ponga por delante.
Él le deslizó la mano por el brazo, hasta el hombro, luego se movió hacia el pecho. El pulgar de Jack encontró un pezón duro y le dio un ligero toquecito, como para apostillar algo. Ella se quedó sin aliento, luego se mordió los labios como si acabara de darse cuenta de su enorme error. Jack le dirigió una sonrisa pícara, la clase de sonrisa que sólo la mojaba aún más. Entre eso y su caricia, él la había excitado con la misma facilidad que si hubiera encendido la luz. El duro latido entre los muslos era algo que ella no podía ignorar.
—Claro que no. Pero todas las cosas se pueden ver desde dos puntos de vista diferentes —le dijo—. Tal y como yo lo veo, mi trabajo consiste en protegerte. Pero también voy a demostrarte lo que tu cuerpo desea tan ardientemente y ayudarte a ser honesta contigo misma. Eso —le acarició otra vez el duro centro de su seno— será todo un placer para mi.
Luego la soltó y se levantó, con el plato de gumbo en la mano.
—Tal vez te estés engañando sobre lo que quiero —barbotó mientras él se alejaba—. ¿Lo has pensado? Tal vez estés completamente equivocado.
Jack se detuvo, se giró y la inmovilizó con una mirada tan afilada que le detuvo el corazón.
—Si ése fuera el caso, tu no estarías tan mojada por mí, y yo no sabría que ya has mojado dos tangas en veinticuatro horas.
Era una mañana neblinosa. Los rayos del sol atravesaban el pantano con una luz difusa que iluminaba el porche y a la pequeña figura femenina de cabellos fogosos que había en él, vestida con una oscura camisa de hombre. Su camisa.
Sentía satisfacción y anhelo. Esperanza y deseo. Y lujuria. Todo eso lo provocaba ella con sólo inclinar la cabeza. Ella curvó la boca en una sonrisa feliz. Y él quería verla así, feliz y protegida.
Jamás había amado tanto a nadie en su vida.
Esa mujer misteriosa era suya. Jack lo sabía tan bien como conocía su propio nombre.
Sólo por una vez quería verle la cara. Después de seis meses de sueños fútiles y de despertarse duro y dolorido, de sentir ese anhelo por una mujer que jamás había visto, necesitaba saber quién era.
«Date la vuelta», exigió en silencio.
Lentamente, casi con demasiada lentitud, ella se volvió hacia él. Una delicada oreja, un cuello grácil, una mandíbula terca, una piel blanca como la porcelana. Era más de lo que había visto nunca de esa mujer, pero aún no estaba satisfecho. Quería verla entera. Ella siguió girándose lentamente. Una mejilla sonrojada…
Jack se despertó de golpe. ¡Maldita sea! Esa vez había estado tan cerca. Tan cerca…, pero aún no le había visto la cara.
Se revolvió en el sofá y abrió los ojos para echarle un vistazo al reloj de pulsera. Poco más de medianoche. ¿Y ahora qué?
Estaba tumbado en el sofá, jadeando, rechinando los dientes ante la acerada erección que siempre seguía a ese sueño. La maldita cosa lo atormentaba con frecuencia esos días, casi todas las noches durante las últimas dos semanas. ¿Por qué?
No cabía duda de que su abuelo y sus locas teorías sobre amantes destinados a estar juntos para siempre eran una sandez. Tenían que serlo. Si hubiera una mujer destinada para él, no se torturaría con sueños. Sencillamente la buscaría y la reclamaría. Y probaría que ella no era más que otra mujer a la que dejar al final. Fin de la historia.
Jack era perfectamente feliz con esa explicación, pero… ¿por qué si el sueño era irrelevante la mujer tenía el pelo igual que Morgan? ¿Por qué sentía que Morgan era algo más que un medio para vengarse?
Dejando de lado esos pensamientos, Jack parpadeó, intentando despejarse. La noche anterior no había dormido ni siquiera un par de horas. Esa noche no sería diferente. Tener esos sueños y a Morgan bajo su techo no le ayudaría a mantenerse descansado.
Y a juzgar por la erección que pulsaba dentro de sus boxers como si fuera un insistente dolor de muelas —sin olvidar su desvelo—, no iba a dormir mucho más esa noche.
Levantándose y desperezándose, Jack suspiró y se puso los vaqueros con una mueca de disgusto. De inmediato, pensó en Morgan.
¿Por qué no la podía dejar en paz? Ya había conseguido llevar a cabo una gran parte de la venganza, y le había enviado el correo a Brandon Ross con la prueba de que había estado tan adentro de la mujer de su enemigo como un hombre podía llegar a estarlo. Su venganza sería completa tan pronto como Morgan le dijera a ese bastardo desleal que no pensaba casarse con él.
Pero ¿y si no lo hacía? Había montones de mujeres que darían cualquier cosa por casarse con uno de los estimados hijos del senador Ross. Brandon tenía dinero, poder, buena apariencia y contactos, pero jamás tendría una carrera política. Jack se iba a asegurar de que así fuera.
Sin embargo, eso no resolvía sus problemas. Si Morgan y Brandon no se distanciaban, la venganza quedaría incompleta. Debía de ser por eso por lo que ahora no se sentía demasiado victorioso.
Jack se paseó de arriba abajo, mientras se mesaba el pelo corto y despeinado, con frustración.
Tal vez estaba enfocando las cosas de manera equivocada. Brandon sólo tendría que echarle un vistazo al vídeo que le había enviado esa mañana, para que los celos comenzaran a corroerle. No tenía dudas. Cuando un hombre salía con una mujer como Morgan, quería tenerla para él solo y la idea de que disfrutara del sexo con otro hombre jamás se le pasaría por la cabeza. Una vez que Brandon tuviera tiempo para atormentarse con la prueba visual de la infidelidad de Morgan —con él, además—, su estúpido orgullo le exigiría que la dejara.
Frunciendo el ceño, Jack se dio cuenta del error táctico del plan. Si era Brandon quien la abandonaba, Morgan podría salir herida. Sólo con pensar en la angustia que eso le provocaría, le hacía querer desollarse a sí mismo con un látigo.
Que Brandon dejara a Morgan no sólo le haría daño a ella, sino que no satisfaría el odio que sentía por Brandon. Para que Jack tuviera éxito, Morgan debía darse cuenta de que se merecía a alguien mejor, alguien que la comprendiera, un hombre que pudiera darle lo que su mente y su cuerpo deseaban tan ardientemente. Tendría que admitir que Brandon no podía satisfacerla. Y Jack creía que debía ser él quien tuviera que demostrárselo.
¿Cómo podía convencerla de que dejara a Brandon?
Saliendo de la sala en dirección al único dormitorio de la cabaña, Jack abrió la puerta.
Maldición. Morgan había apartado inconscientemente las sábanas, y dormía destapada. Jack deseó que estuviera desnuda. Y aunque no lo estaba, no le faltaba mucho. Sólo tenía puesto el bustier y el tanga dorado a juego. La luz de la luna, que iluminaba la habitación, le bañaba los dulces pezones suavemente rosados y el fogoso vello rojizo de su sexo con su suave luz plateada. Resaltaba las cosas que más le gustaban de su cuerpo y que le hacían querer aullar a la luna.
Se moría por meterse en esa cama, en ese cuerpo, otra vez, era algo que necesitaba tanto como respirar. Centró la vista en esas partes que se moría por tocar.
Pero su deseo no se detenía ahí. Y temía que comenzara a tratarse de algo más que una venganza.
Su miembro estaba deseoso de volver a poseer a Morgan, de cualquier manera en que los hiciera gritar a los dos de placer… El deseo era como una explosión candente que atravesaba su erección y su mente. Era realmente extraño. No debía obsesionarse con ello. Una mujer dispuesta era una buena manera de pasar un buen rato.
Esto… era algo más.
Perdía el control de su cuerpo al pensar en instruir a Morgan sobre su sexualidad, sobre los deseos que la invadían hasta hacerla sudar y gemir de placer. Deseaba mostrarle cómo aceptar cualquier cosa que a él se le antojara, que compartiera el placer físico y mental.
Las probabilidades de que eso ocurriera… Jack negó con la cabeza. Morgan no se rendiría fácilmente sin luchar, y él no estaba dispuesto a obligarla. Sencillamente quería mostrarle la satisfacción que encontraría en la sumisión.
Entrando en el dormitorio, Jack encendió algunas velas, luego se dejó caer en la silla de la esquina y la miró fijamente, acomodando distraídamente la longitud inquebrantable de su miembro en los vaqueros.
¿Cómo podría tentarla para que probara el lado salvaje con él y enseñarle de esa manera, que podría sentirse libre y sumisa tal como ella quería y al mismo tiempo sentirse bien consigo misma? ¿Cómo podría convencerla de que dejara a Brandon y así poder lograr la venganza que llevaba planeando tres malditos años? ¿Cómo obligarla a darle esa parte de sí misma que había reprimido antes, la parte que —estaba seguro— no le había dado nunca a ningún hombre?
Una sonrisa traviesa curvó sus labios cuando se le ocurrió una idea. Simple, directa y efectiva. Ansioso por llevarla a la práctica, se dirigió a su estudio y cogió un par de suaves cintas de terciopelo.
Había llegado el momento de jugar…