Lei se levantó. Daine había estado dormitando, pero el movimiento repentino lo devolvió a la conciencia.

—¡Lei! Lei. ¿Estás bien? —Extendió el brazo y le tomó la mano.

Lei miró a un lado y a otro. Daine estaba sentado junto a ella, y Través estaba a su izquierda. La visión de Través le extrajo un involuntario gemido de la garganta. Su impasible cara de metal devolvía la imagen de su sueño y el dolor cegador de su ojo.

—¿Puedes hablar, mi señora? —dijo Través con la voz profunda y tranquila.

—Sí. —Todavía le dolían las costillas, era un dolor mudo y palpitante, pero estaba recuperando la energía. Alzó el brazo y se tocó la frente y las mejillas—. ¿Dónde estamos?

Parecía una habitación en una taberna pequeña y cómoda, un gran paso adelante con respecto a la Mantícora. Había una almohada bajo su cabeza, y aunque el jergón en el que estaba tumbada no era nada del otro mundo, era la cosa más blanda en la que había dormido desde hacía por lo menos tres años.

—Es una casa Jorasco —dijo Daine. Los medianos Jorasco eran maestros de las artes sanadoras, y cada ciudad grande contaba por lo menos con un enclave Jorasco—. No podíamos despertarte y todavía nos queda un poco de dinero del último avance de Alina.

Aunque todavía le dolían las costillas, una vez hubo acabado de despertarse, Lei se dio cuenta de que tenía las piernas bien. Apartó las mantas. No había siquiera una marca en el lugar en el que Daine la había acuchillado.

—Quería…, quería encargarme de eso rápidamente —dijo Daine, un tanto avergonzado—. No quería que cojearas por mi culpa.

La idea del tacto sanador de los Jorasco la llevó a otros recuerdos.

—¿Jode?

—Se ha ido, Lei. No fue un sueño. No va a volver.

Lei asintió. Su cabeza se estaba aclarando rápidamente, pero se sentía vacía en su interior. ¿Qué había sido un sueño? Miró a Través y alargó el brazo para tocarlo, pero en el último momento retiró la mano.

—¿Estás bien?

—Estoy totalmente recuperado —dijo Través—. Te doy las gracias por lo que hiciste. Cualquiera que fuera el riesgo, no quería ser responsable de la muerte de un amigo.

«Creía que iba a matarte», pensó ella, pero no lo dijo en voz alta.

—De todos modos, me siento… distinto —prosiguió Través—. No puedo explicarlo con exactitud. Mis sentidos parecen más perceptivos, mis movimientos más precisos. ¿Puedo preguntarte qué hiciste cuando me detuviste?

—No lo sé, Través. Sólo metí la mano en tu interior con la esperanza de encontrar alguna manera de detenerte. Todavía no estoy segura de qué estaba haciendo el desollador de mentes antes de que yo escapara. Me vi expuesta a muchas substancias alquímicas distintas, y mis recuerdos no son claros.

Través asintió.

—Parece que funcionó, y además ha resultado ser una experiencia interesante.

—¿Qué hay de Chyrassk?

—Herí a esa criatura ya en nuestro primer encuentro —dijo Través—. Y le clavé al menos seis flechas en el segundo encuentro. Creo que estaba muerto cuando cayó.

—De no ser así, supongo que la caída acabó de hacer el trabajo, o ese líquido en el que cayó —dijo Daine—. Tardamos unos cuantos minutos en cortar las cadenas que sostenían esas cámaras de incubación. Chyrassk no volvió a la superficie y no sentí su presencia en mi mente. Creo que acabamos con él.

—¿Qué más?

Daine frunció el entrecejo.

—Bueno, rompimos los tanques y destruimos todo lo que pudimos. Nadie va a hacer más monstruos ahí pronto. Pero todavía me preocupa lo que Teral dijo. Si realmente llegó a Sharn con un centenar de seguidores, por no mencionar a los creados por Chyrassk en los dos últimos meses, eso significa que hay docenas que no hemos visto. Se lo comenté a Greykell, pero la mayor parte de los injertos parecían ser fáciles de ocultar. Y ni siquiera sabemos eso de los seguidores de Teral que viven en Altos muros.

Un mediano adulto y corpulento entró en la sala con la insignia del grifo de Jorasco en el pecho de su túnica marrón. Llevaba una pequeña bandeja con un bol de caldo claro y una jarra de acre tal miliano.

—Ah, estás despierta. Perfecto.

Dejó la bandeja junto a la cama y se subió a un taburete para examinarla. La Marca de curación le sobresalía por el cuello de la túnica, y de nuevo los pensamientos de Lei regresaron a Jode. El sanador le tocó la frente con un dedo y ella sintió un pequeño pinchazo.

—Te vas a poner bien —dijo el hombrecillo. Le puso el tal en la mano—. Y ahora, bebe. —Se volvió para mirar a Daine—. No puedo decirte exactamente qué le ha pasado, pero se está recuperando muy bien. Con unos pocos días más de descanso, recuperará totalmente la salud.

—Gracias, Suold.

—Es un placer. Supongo que ya es seguro que salga. Si queréis quedaros aquí unos días más, podéis hacérselo saber a Asdren. —El mediano inclinó la cabeza y se encaminó hacia la puerta.

—Estoy bien, Daine —dijo Lei—. De modo que no me digas que me tengo que quedar en la cama.

—Bébete el tal —dijo Daine—. Creo que el descanso te haría bien, pero si no quieres quedarte, no voy a ordenártelo, tú decides. —Se puso en pie—. Pero ahora que estás consciente, tengo que hacer nuestra entrega a Alina antes de que crea que fracasamos.

Lei vació la jarra de amargo tal y salió de la cama. Tenía las piernas un poco rígidas y se sintió, por un momento, levemente mareada, pero aquello pasó en seguida.

—Voy contigo.

—¿Qué? —dijo Daine—. ¿Por qué? Si yo pudiera elegir, te aseguro que no iría a ver a Alina.

—No puedo quedarme aquí. Especialmente aquí. Después de lo que le pasó a Jode. El sanador dice que estoy sana.

—También dice que necesitas unos días más de descanso.

Ella lo miró.

—¿Tú te quedarías aquí bebiendo caldo si estuvieras en mi lugar? —Dio algunos pasos, al principio con cautela—. ¿Dónde están mis cosas?

Daine sacó su morral de debajo de la silla y ella se puso a rebuscar en él. Sacó su jergón de cuero. No se había dado cuenta en la batalla, pero el baño alquímico se había comido la parte superior de la espalda. Suspiró. Podría repararlo, pero llevaría su tiempo. Sacó el bastón de maderaoscura y frunció el entrecejo.

—¿Hiciste tú esto?

La última vez que lo vio, el bastón tenía por lo menos media docena de cortes y grietas. En algunos lugares, la daga de Daine casi había partido en dos el mango. Pero ahora las marcas habían desaparecido. Estaba en perfecto estado, incluso el barniz.

Daine negó con la cabeza.

—No lo he tocado, sólo lo metí en la bolsa. —Se encogió de hombros—. Ese calamar debió utilizarlo para meterse en mi cabeza. Te diré una cosa: no me gusta ese bastón, Lei. Hay muchas cosas en él que no sabemos. Qué puede hacer, por qué la esfinge quería que lo tuvieras…, quizá debieras deshacerte de él.

Lei recostó su peso sobre el bastón. Quizá fueran imaginaciones suyas, pero de repente se encontró mejor, un poco más fuerte, un poco más alerta.

—No seas tonto —dijo—. Sin el bastón no habríamos estado vivos cuando llegó Través para acabar con Chyrassk. Cuando tengamos un poco más de tiempo, me sentaré y lo estudiaré a fondo. Estoy segura de que podré extraerle sus secretos.

—De acuerdo. —Daine se encogió de hombros—. Ven si quieres, pero acabemos con esto de una vez.

Una vez Daine hubo saldado sus deudas con los Jorasco, se encaminaron hacia el ascensor en silencio. Mientras ascendían hacia el cielo, Daine se volvió hacia Lei.

—Por lo que respecta allí ahajo, Lei…

—No eras consciente de lo que hacías. Como tampoco Través.

—Lo sé, pero parecía tan real… Era como si fueran mis pensamientos. No puedo evitar preguntarme si algo en mí habría sabido resistirse, habría sabido qué sucedía.

Lei le puso una mano en el brazo.

—Daine, no es culpa tuya. De no ser por el bastón, habríamos sido totalmente vulnerables. No fuiste tú.

Él cerró los ojos un momento y después volvió a mirarla.

—No era sólo el bastón, Lei. —Suspiró—. Hace años que me conoces, pero hay muchas cosas que tú no sabes. Lo que hice antes de unirme a la Guardia de Cyre, cómo es que conozco a Alina. Siempre he mantenido una cierta distancia entre nosotros, y espero que cuanto te explique por qué, lo entiendas.

Ella lo contempló en silencio.

—Pero ahora…, ahora tenemos que decidir qué vamos a hacer. Si Alina nos paga…

—¿Lo dudas?

—No —dijo Daine—. Pero con Alina no se puede estar seguro de nada. La cuestión es: ¿qué hacemos con el oro? ¿Adónde vamos?

La pregunta quedó suspendida en el aire. Lei había sido expulsada de su casa, su prometido estaba muerto. Través había sido construido para la batalla, para librar una guerra que había terminado. Y todo aquello por lo que Daine había luchado había terminado el Día del luto.

Daine se volvió para mirar a sus dos camaradas.

—Si Alina nos paga, podemos ir a cualquier parte. Pero ¿adónde queremos ir? Lei, si quieres irte de aquí, lo entiendo.

Lei negó con la cabeza.

—No. Si ese Merrix tiene algún problema conmigo, es su problema. Prefiero la idea de vivir la gran vida delante de sus narices. Demostrarle que no voy a esconderme debajo de una piedra y morirme por el solo hecho de que me ha proscrito.

Daine asintió.

—Través, ¿qué hay de ti?

—Yo necesito pocas cosas en el mundo, capitán. No tengo ningún interés en el oro, pero quiero quedarme con vosotros dos. Por esa razón, espero que sigáis juntos.

—Lo que me lleva de nuevo a mi pasado. Antes de unirme a la guardia, yo…

—De todos los ascensores de Sharn, tiene que subirse en el mío.

A aquellas alturas, la voz áspera del sargento Lorrak se había convertido en un sonido familiar. Daine se dio la vuelta. El guardia enano estaba junto a la puerta con un par de alabarderos.

—Veo que la caída no te hizo entrar en razón —dijo Lorrak.

Daine se encaminó hacia el enano. Los alabarderos alzaron sus armas, pero Lorrak los detuvo con un gesto.

—¿Y sabes qué? No tengo adonde ir. Mi patria lúe destruida. Tu rey invitó a mi gente a venir y aquí estoy.

Lorrak se lo quedó mirando sin decir nada.

—Ya no estamos en guerra, sargento. No voy a ir a ninguna parte. De hecho, imagino que subiré a este ascensor habitualmente. Si quieres, podemos turnarnos tirando al otro por encima de la baranda. Creo que es tu turno. Pero supongo que esos amuletos pluma son un buen redondeo para el salario de un guardia. Sin duda lo son para un refugiado.

Lorrak permaneció en silencio, pero tenía una comisura del labio fruncida.

—No quería tirarte del ascensor la primera vez que nos vimos —prosiguió Daine—. Me atacaste. Y, ¿sabes qué? Tenías razón. Esa chica me robó. Espero que sólo estuvieras tratando de asustarla. No me gusta la idea de que los guardias asesinen a nadie, sea un criminal o no. Pero te debo una disculpa, sargento. ¿Podemos empezar de nuevo, como dos soldados?

El enano se lo quedó mirando un buen rato. Finalmente, asintió.

—De acuerdo, llor…, Daine. —No sonrió—. Ambos hemos caído por encima de esa baranda. Tú te metes en tus asuntos y yo te dejaré en paz. Pero no quiero ver problemas en mi zona. Interfiere de nuevo en mi trabajo y te corto la cabeza, maldito sea Grazen.

—Me parece justo. —Daine regresó con sus amigos. Un instante después, el ascensor llegó a Den’iyas.