—¿Vas a alguna parte?

Las costillas de Lei eran un solo inmenso dolor. Había gastado hasta la última onza de energía. Incluso abrir los ojos parecía no merecer tanto esfuerzo. Estaba tendida sobre una fría placa de mármol, pero estaba tan cansada que la incomodidad parecía mínima.

Pero había algo…, algo importante. La voz. Conocía esa voz.

Se obligó a abrir los ojos. Su padre estaba junto a ella, inclinado, contemplando y mirando fijamente un pergamino, como si comparara lo que veía con notas en un esquema.

—¿Has vuelto? Bien.

Tomó una nota en el pergamino. Su expresión y su tono eran completamente neutrales, como la última vez que lo había visto. Pero había algo distinto. El pelo. Su color era más rico y profundo que nunca, el color del cobre al recibir la luz para arder con un fuego interior. Y su piel…, no tenía arrugas.

Lei trató de hablar, pero ni siquiera tenía energía para abrir la boca. Su padre pareció advertir su malestar.

—No te esfuerces. Todavía hay trabajo que hacer.

Una joven entró en su campo visual.

—¿Cómo está?

—Se pondrá bien, Aleisa. Diría que no le hicieron daños permanentes.

¿Aleisa? ¿Su madre? Pero si esa mujer parecía más joven que Lei.

—¿Y los otros? —La pareja le dio la espalda a Lei. Esta vio que en la habitación había otras planchas de mármol. Encima de cada plancha había, tendido, un forjado, todo ellos distintos entre sí. Sus padres estaban estudiando la figura que estaba sobre la tabla de al lado, a menos de tres pies. No importaba lo mucho que lo intentara, Lei no podía moverse, pero desde el lugar en el que estaba podía verlo. Era Través.

—El trabajo avanza rápido —dijo su padre—. Fue una experiencia traumática para ambos, pero las protecciones han servido a su fin. En cualquier caso, esto quizá haya servido para preparar a éste para la tarea que le espera.

—Bien —dijo la mujer. Se dio la vuelta y contempló a Lei mientras pasaba la mano por su mejilla—. No te preocupes —dijo suavemente—. Estás bien. Estás haciendo todo lo que tienes que hacer.

—Me temo que serán necesarios algunos ajustes —dijo su padre. Había sacado algunas herramientas exóticas; una hoja negra y estrecha con piedras de dragón incrustadas y un par de delicadas tenazas de plata—. Supongo que le harán daño.

La mujer acarició de nuevo la mejilla de Lei, mirándola a los ojos, después se incorporó y le dio la espalda a su bija.

—Haz lo que tengas que hacer —dijo con la voz fría—. Tengo que ir a ver a los demás.

Aleisa salió del campo visual de Lei. Su padre entró en él. Alzando las tenazas y la afiladísima hoja, llevó sus puntas a la altura del ojo derecho de Lei.

Y después empujó.