Daine se despertó encadenado. Tenía los brazos dolorosamente estirados por encima de la cabeza, sostenidos por esposas metálicas y suspendidos de un gancho en la pared de dura piedra. Tenía las piernas libres, pero sus pies apenas tocaban el suelo. El aire estaba lleno de un ruido líquido, una hipnótica mezcla de burbujeos y sonidos de fluidos. Pero el hedor echaba por tierra cualquier efecto tranquilizador que pudieran tener los sonidos. Azufre, carne quemada y especias exóticas mezcladas para formar un olor horrible y abrumador.

Daine abrió los ojos, lo justo para echar un vistazo a lo que le rodeaba. La sala era oscura y sus ojos tardaron un momento en acostumbrarse a la oscuridad. Era una cámara grande, de piedra, con techos arqueados que desaparecían en las sombras. No había ventanas y Daine supuso que estaban bajo tierra. Más allá del olor empalagoso, el aire tenía el mismo hedor rancio de las cloacas de Sharn. Aquello debía ser la Puerta de Khyber, pensó.

Al final la imagen de la sala se centró y pudo ver tanques y herramientas colgados de las paredes a su izquierda y su derecha. Extraños objetos flotaban en tinajas luminiscentes, pero estaba demasiado lejos para ver los detalles. Advirtió el morral de Lei en el suelo, a unos pocos pies de él, pero no había rastro de su espada.

Después vio a Lei. En el centro de la sala había una mesa. Bajo aquella luz tenue, no la había visto al principio. Su superficie era curva y estaba cubierta de esmalte opalescente y la luz reflejada del líquido brillante refulgía en la superficie negra. Lei estaba tendida con los brazos y las piernas en cruz, sostenidos por pesadas esposas. A su alrededor había varios objetos esparcidos: frascos de fluido, cuchillos de varias formas y tamaños y… un puñado de cristales. «¿Serán ésas las piedras de Alina?», se preguntó Daine.

—No tiene sentido simular estar inconsciente, capitán Daine. He oído cómo ha cambiado tu respiración.

La voz de Teral procedía de algún lugar entre sombras a la derecha de Daine. Envuelto en su armadura de carne, la voz de Teral era más grave, horriblemente áspera y húmeda. Teral dio un paso hacia la luz. Se había puesto una capa suelta y se quedó mirando a Daine fijamente, con una terrible sonrisa en su cara salvaje y ensangrentada.

Daine levantó la cabeza y miró a Teral a los ojos. Veía a Hugal y otras formas entre sombras merodeando en la oscuridad. Hugal llevaba la espada de Daine. Advirtió la mirada de Daine y se rió.

—¿Qué te ha pasado, Teral? ¿Qué has hecho?

Teral se movió con una velocidad asombrosa. Daine no vio la bofetada que mandó su cabeza contra la pared.

—Cuida tu tono, Daine, o tendré que arrancarte la lengua…, o algo peor. He llevado a Olalia tan lejos como he podido. Quizá tú deberías ser mi siguiente juguete.

Daine miró a Teral. Sentía un rastro de sangre en el lugar en el que su mejilla derecha había impactado contra la pared.

—No se trata de qué hice, Daine. Se trata de lo que me hicieron. Me salvaron. Tú vagaste por las tierras Enlutadas durante meses. En ese tiempo, ¿encontraste a algún superviviente?

—No encontramos nada que pudiera salvarse.

—Yo llegué a Sharn con otro centenar. —Levantó la mirada hacia Daine con los ojos enloquecidos tras su horrible máscara de carne—. Estuve allí la noche del Luto, Daine. Vi la bruma con mis ojos. Nunca podría explicártelo. Era…, belleza pura, trascendente, la tierra y la vida adquiriendo una nueva forma sin atender a la piedad ni a la razón. Terminó en un momento. Yo seguía vivo, pero no podía moverme. Sólo podía quedarme tendido, sintiendo cómo mi cuerpo cambiaba de la vida a la muerte. Ningún señor soberano vino a defenderme. Ninguna Llama de plata dio cobijo a mi alma. Pero en el último momento, cuando la luz había desaparecido de mis ojos, ellos me encontraron. Ellos me arrancaron de la muerte y me llenaron —se pasó una mano por la horrenda capa de músculo que cubría su piel— con nueva vida. Juntos encontramos a otros. Su mortalidad salió de ellos en forma de llamas a causa del Luto, eran recipientes esperando ser llenados con el poder que procede de abajo.

Daine miró a Lei con la esperanza de que se moviera. Tenía que comprar tiempo.

—Veo que los poderes de abajo te compraron una bonita casa aquí en las cloacas.

Teral silbó y su lengua cubierta de pinchos revoloteó un momento fuera de su boca.

—Hay fuerzas en la más profunda oscuridad que no puedes siquiera empezar a comprender. El mundo podría haber sido suyo en el pasado, y lo será en el futuro. El Luto fue la primera señal de su regreso. Por medio de nuestra guerra, destruimos nuestra nación. A través de nuestra magia, quebrantamos el mundo mismo. Ahora los hijos de la locura están regresando, y esta vez todos caeremos ante ellos.

—Claro —dijo Daine—. Me hago una idea. Sois cien, ¿verdad? Aparte de los que nosotros matamos, por supuesto. Es un ejército imparable, sin duda.

Una segunda bofetada hizo impactar su cabeza contra la pared.

—Esto es sólo el principio —dijo Teral—. Cada día somos más. Nuestro maestro puede dar una nueva forma al cuerpo y la mente, añadir dones o eliminarlos para siempre.

Daine recordó a la anciana con el ojo de basilisco, que había sido totalmente humana pocas semanas antes. Vio un movimiento en las tinajas con líquido y se preguntó qué contendrían y cuánto tiempo podría él evitar averiguarlo.

—Verás —dijo Teral sujetando la barbilla de Daine con una mano húmeda y mirándole a los ojos—. Tú eres fuerte. Sí. Creo que servirás a mi lado una vez tu mente haya sido… ajustada adecuadamente.

Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Daine, pero habló de todos modos.

—¿De modo que durante el día avivas la ira de los refugiados cyr y por la noche los conviertes en monstruos?

—Mi maestro nos da el poder de actuar a partir de nuestra ira, Daine. Nos permite tomar el lugar que merecemos en la nueva era que tenemos ante nosotros.

—¿Y Jode?

—Los poderes de tu compañero nos serán muy útiles, como lo serán los de la joven dama —dijo Teral, volviendo la mirada hacia Lei, que estaba inconsciente—. Toda la carne es arcilla en las manos de mi maestro. Arranca los poderes de las bestias de la tierra y del aire e introduce esos poderes en nuestra carne. Ahora, por fin, los dones de los dragones están al alcance de nuestra mano. —Señaló el otro extremo de la sala, donde Daine apenas pudo ver una estantería con tinajas y pequeños frascos de arcilla—. Con el poder de las piedras que unen, la Marca de dragón puede ser arrancada de esta débil carne humana. Una vez ha sido concentrada en su forma más pura, es sólo cuestión de tiempo hasta que el poder sea mío.

«Tiempo», pensó Daine frunciendo el entrecejo. ¿Tiempo para qué?

—Se acerca —susurró Teral.

Lei oyó voces, pero no logró comprender las palabras. No podía moverse, ni siquiera abrir los ojos.

¿Dónde estaba?

Tumbada, de eso al menos se daba cuenta. El sonido de agua la rodeaba, y había un olor horrible, pero que parecía raramente conocido.

«Qué rápidamente olvidamos», pensó. ¿Lo pensó? ¿Por qué iba ella a pensar algo así?

Tenía el cuerpo inclinado, la cabeza más baja que los pies, y la sangre le latía en la frente. La superficie que había bajo su cuerpo era fría y suave. Podía ver vagas, llameantes iluminaciones a ambos lados, como si la luz brillara tras una capa de agua. Casi podía oír una voz en la distancia, llamando su nombre…, ¿o eso era otro pensamiento perdido?

Una figura se movió bajo la luz, borrosa e indistinguible.

—Muy bien, querida —dijo la figura. Era Hadran. Le tocó la frente con la mano y le apartó el pelo de la cara. Su visión todavía era borrosa, pero ahora lo veía en su mente, orgulloso e imponente en sus ropajes azules y oro. Llevaba el bigote gris cuidadosamente encerado, y se llevó la mano a él al mismo tiempo que le sonreía.

—Hay mucho que hacer, pero ahora estás a buen seguro.

Hadran cogió una urna alta y delgada y vertió su contenido al lado de ella. Debido a la superficie curva y la inclinación de la mesa, el fluido se acumuló debajo de su cabeza y la parte alta de su espalda. Era frío, y una sensación de hormigueo le recorrió la piel.

Trató de hablar, pero su boca no se movió. ¿Cómo podía ser eso?

—Hay muchos misterios en el mundo —dijo Hadran, dándole un apretón tranquilizador en el hombro. Vertió el contenido de un segundo tarro en la mesa y el hormigueo se convirtió en una serie de aguijonazos—. Sólo los locos pueden entenderlos todos, pues ya están más allá de toda comprensión. Relájate, amor mío.

A pesar del dolor de su cuello, las palabras de Hadran eran tranquilizadoras y Lei empezó a dormirse. Pero entonces la imagen del consejero feral destelló en su mente, su húmeda y sanguinolenta armadura sin piel.

«No recibo órdenes de expulsados. No tienes ningún lugar aquí». Ésas habían sido las palabras de Domo. Domo el forjado. El forjado de Hadran.

El pensamiento le devolvió la conciencia, pero seguía sin poder abrir los labios o mover las extremidades.

Hadran todavía tenía una mano en su hombro. Estaba extendiendo un objeto sobre su pecho. ¿Joyas? ¿Un collar?

—Relájate —dijo en tono tranquilizador—. Todo está olvidado. Todo está perdonado. Al fin estás en casa, y nada más importa.

Alguien la estaba peinando, alisándole el pelo y tirándole de él con una docena de pequeños cepillos.

El dolor en su espalda se estaba volviendo más específico, se estaba concentrando en determinados puntos, como si una docena de pequeñas agujas estuvieran pinchándole lentamente la carne. La luz que tenía ante los ojos se fue desvaneciendo hasta convertirse en el parpadeo menor de la luz de una llama.

La imagen de la llama le llevó a nuevos pensamientos. Llama… Llamaviento, la esfinge, y sus palabras…

«Tú le mataste, Lei. Los que te observan tienen planes para ti, y una vida con Hadran no es lo que ellos deseaban».

Una ola de ira recorrió su interior y consiguió darle algo de vida. ¡Aquello no podía ser real! ¡Hadran estaba muerto!

—¡Lei! ¡Lei! —Era Daine. Le aferró la cabeza con las manos y la empujó hacia el frío, hacia las agujas. Sobre la superficie de la mesa habían esparcido pequeñas piedras, ¿o era sobre su piel? Era difícil de decir. Los dedos de Daine siguieron acariciando suavemente su frente, alejando el dolor.

—Todo ha terminado, Lei —dijo, masajeando su cuero cabelludo—. Olvida tus miedos. Estamos juntos…

—¡Lei! ¡Despierta, Lei, ahora! —Era de nuevo la voz de Daine, pero más alta y más urgente. Por un momento se halló en el campo de batalla, en Cyre, con sangre y hierro a su alrededor, y en ese momento siguió la orden sin pensarlo. Abrió los ojos.

No era una mano lo que le acariciaba la trente. Era un tentáculo. Su primera visión fue una piel suave, morada, una boca redonda con dientes como agujas, ojos negros profundos y pupilas doradas brillantes. Cuatro tentáculos rodeaban la boca viciosa de la criatura que se inclinaba sobre ella, y estaban sosteniendo cuidadosamente su cabeza en su lugar. Vio una lengua con pinchos, afilada, emergiendo de la boca, descendiendo hacia su frente, y con cada onza de fuerza que poseía echó la cabeza a un lado.

Se liberó de los tentáculos que la sostenían. La afilada lengua rasgó de nuevo un lado de su cabeza pero no logró penetrar en el cráneo. Siseando, la figura retrocedió.

Al principio, Lei creyó que todavía estaba soñando. Silueteado contra la luz, su enemigo parecía ser un hombre; alto, delgado y regio. Llevaba una túnica azul con ricos bordados cubierta de hebras de oro que se arremolinaban y cruzaban. Pero su cabeza era una pesadilla violeta, poderosos tentáculos retorciéndose alrededor de una boca de lamprea.

«Pensamientos punzantes darán al traste con tu trabajo…», pensó Lei.

No, esa cosa lo pensó. Era casi imposible separar los pensamientos de esa cosa de los suyos. Percibía su irritación por el retraso en su trabajo.

«La tranquilidad forzada anula las derivaciones de las sombras. Libera tus miedos. Abraza tu destino».

Su cabeza estaba empezando a aclararse y sentía de nuevo sus extremidades. Sentía también como si el líquido helado se hubiera comido la parte posterior de su ropa y en su piel se hubieran formado pequeños cristales. Levantó la cabeza y miró a los inhumanos ojos a la criatura.

«Vete a Dolurrh», pensó.

«Xoriat», volvió, nombrando la Llanura de Locura. «Debemos cabalgar la mente imperfecta».

Se introdujo, inclinándose sobre ella, sus esposas metálicas la fijaron en su sitio. Los cuatro tentáculos de la bestia se pegaron en los lados de su cabeza. Ahora era imposible liberarse.

«Libera tus pensamientos. Abraza la eternidad en mí».

La afilada lengua se clavó.