Una ligera neblina empañaba el aire y empapaba las calles mientras Daine y Lei bajaban por las calles de Altos muros.
—¿Estás seguro de que Través estará bien? —dijo Daine.
—Hemos hecho esto antes, Daine. Sabe lo que tiene que hacer. —Lei suspiró—. ¿Crees que deberíamos hablar con Greykell de esto?
—Vayamos a buscar a Olalia. Con Greykell y Teral, ya veremos qué hacemos según las circunstancias.
—Muy bien.
La décima campana de la mañana había sonado y la plaza de Togran estaba raramente silenciosa. Los refugiados con trabajo ya se habían ido a sus talleres y fundiciones, y la mayor parte de los que quedaban allí estaban durmiendo o reunidos en las cocinas colectivas, preparando el almuerzo. Daine había perdido su capa en las alcantarillas, pero su camisa de malla y la espada en el cinto todavía llamaban la atención. En la Mantícora, Daine había pedido a Dassi la tabernera betún para tapar el símbolo de Deneith de su espada. Estaba cansado de llamar la atención de los demás por el emblema de la casa con la Marca de dragón.
Daine y Lei se abrieron paso por el laberinto de tiendas hasta llegar al gran dosel negro del centro. El guardián enano estaba ante la portezuela.
—¿Qué queréis? —preguntó.
—Estamos buscando a Olalia —dijo Daine.
—El consejero Teral no tiene costumbre de recibir a invitados a esta hora —dijo el enano—. Más tarde hará la ronda. Vedle entonces.
—No estamos buscando al consejero Teral. Queremos ver a Olalia, su sirviente.
Si queréis ver a la sirviente del consejero tenéis que ver antes al consejero.
—¿No puedes preguntar…? —empezó a decir Lei.
—Conozco cuáles son mis obligaciones —dijo el enano.
—Yo también —dijo Daine.
Toda la ira y la frustración que había ido acumulando desde la muerte de Jode estallaron. Daine golpeó con el hombro derecho la nariz del enano, obligándole a entrar en la tienda. Daine entró después de él. El enano se puso a golpear como un loco, pero una patada circular de Daine lo tumbó en el suelo. Al cabo de un momento, Daine tenía una rodilla sobre el pecho del guardia y apretó una y otra vez hasta que dejó de moverse.
Lei corrió tras él.
—¿Cómo vas a explicarle esto a Teral? —dijo mirando al maltrecho guardia.
Daine apartó la mirada, avergonzado por el momento de descontrol.
—Si nos exponemos a una conspiración de monstruos en esta comunidad, espero que no tenga en cuenta unos cuantos moratones.
Estaban en la entrada, donde habían cenado con Teral. Pero ahora había jergones extendidos en el suelo. Allí habían dormido seis personas, pero ya no estaban allí. Daine arrastró al enano hasta uno de los camastros.
Se oyó un crujido de tela y la puerta interior de la tienda se abrió. Daine se tensó y se preparó para la acción, pero era Olalia. Sus ojos se abrieron como platos cuando vio a Daine y al guardia en el suelo.
Daine se puso en pie y extendió sus manos en un gesto de paz, después le hizo un gesto con la cabeza a Lei.
—Olalia, no pasa nada —dijo—. No estamos aquí para hacerte daño.
Tras él, Lei empezó a hacer gestos místicos ante un pedazo de cristal, tejiendo un pequeño ensalmo en el interior de la gema.
Daine se acercó lentamente a Olalia.
—Sólo queremos hablar. Todo se arreglará ahora mismo.
La chica observó a Daine con miedo, sus dientes de piedra brillaban entre los labios ligeramente separados. No corrió, pero no había rastro de comprensión en sus ojos.
—Tranquilízate —dijo Daine suavemente—. Nadie te hará daño. Sólo espera. Lei va a ayudarte a hablar con nosotros.
—Estoy lista, Daine —dijo Lei. El cristal de su mano resplandecía levemente.
—Olalia —dijo Daine—. ¿Has visto a nuestro amigo Jode, el mediano —hizo un gesto con la mano para indicar el pequeño tamaño de Jode— recientemente? —Contempló la cara inexpresiva de Olalia y después miró de soslayo a Lei—. ¿Nada?
—No creo que pueda entenderte —dijo Lei—. Tiene miedo. ¡Espera! Te recuerda de la cena, y también a Jode. Creo que tiene miedo de que lo que le pasó a Jode te pase a ti.
Daine se volvió hacia la chica.
—¿Qué pasó, Olalia? ¿Quién le hizo daño a nuestro amigo?
—¿Daine? —El consejero Teral entró en la sala apoyado en un bastón y sosteniendo una taza de tal en la mano—. ¿Qué estáis haciendo aquí? ¿Lei, verdad? ¿Sucede algo?
Daine miró a los ojos a Lei y después de soslayo a Olalia. Lei parpadeó una vez.
Daine se encaminó hacia Feral.
—Consejero, anoche mi amigo Jode fue asesinado y creo que Olalia sabe quién fue.
Feral agitó la mano en un gesto desdeñoso.
—Ridículo. Olalia no le haría daño a nadie. Ella… —Se interrumpió al ver al guardia inconsciente—. ¿Qué es esto?
—Tenemos que acabar de hablar con ella, consejero. Este misterio nos amenaza a todos, incluido tú.
El anciano miró fijamente a Daine.
—Te atreves a demasiado, capitán. Pegar e interrogar a mis sirvientes. Márchate ahora.
—Teral, tienes que escucharme. Algo terrible se oculta en Altos muros. Hugal y Monan no son lo que parecen.
—¡Es suficiente, capitán!
Olalia gimió. Lei había estado ocultando el cristal reluciente en la mano. Lo arrojó con toda la fuerza que pudo.
—Lei, ¿qué…?
—Daine, es él.
Daine miró a Teral. El consejero se rió.
—Ya veo. Estabas viendo los pensamientos de Olalia mientras hablabas conmigo. Oh, muy bien.
Daine tuvo la espada en la mano en un instante, con la punta hacia la garganta de Teral.
—¿De qué estás hablando?
Lei hizo una mueca y se aferró la cabeza, como si las visiones que había obtenido de la mente de Olalia le estuvieran causando un gran daño.
—Dentro…, está dentro.
—Espero que no te importe, Daine —dijo Teral, con su voz cada vez más fría—. Pero he invitado a unos amigos para que se unan a nosotros.
Hugal surgió de la parte posterior de la tienda. Dos personas más entraron por la portezuela, un niño con una expresión salvaje y un hombre de mediana edad con el brazo izquierdo cortado a la altura del codo.
—Si se acercan más, estás muerto —advirtió Daine. Apretó la punta de su espada contra la garganta del anciano, y de ella salió un punto de sangre. En el otro lado de la sala, Lei desenvainó su espada y apoyó la espalda contra la pared de la tienda. Su cara se retorcía en un rictus de dolor, pero fuera lo que fuese lo que la estaba atormentando, parecía estar enfrentándose a ello y ganando.
—Creo que no —dijo Teral.
Se produjo un estallido de movimiento seguido por un frío dolor en la garganta de Daine. Cayó al suelo, todos sus músculos se negaban a responder. El consejero le dio una patada a su espada, que salió volando.
—Me alegro de que no te trajeras a tu forjado —dijo Teral, retrayendo su larga lengua con pinchos—. Habría sido más difícil enfrentarse a él. —Mientras hablaba, Daine vio que la cicatriz arrugada de su garganta se estaba abriendo. Una capa de músculos salió de la herida y se deslizó sobre la carne de Teral como una segunda piel. En cuestión de segundos, Teral parecía haber doblado su masa corporal. Tiró el bastón y se volvió hacia ella mirándola con sus ojos, que ahora parecían hundidos en sus profundas y carnosas cuencas.
—¿Y ahora qué hacemos contigo?
—No me das miedo, monstruo —dijo Lei. Su voz era tranquila y tenía la daga preparada para lanzarla en cualquier momento.
El niño silbó y, en el instante en que Lei lo miró, Teral se puso en movimiento. Su brazo izquierdo golpeó como si fuera un látigo y un largo tentáculo de carne surgió de su manga, sujetó la muñeca de Lei y le obligó a soltar la daga. Un segundo más tarde, tenía la mano derecha alrededor de su garganta.
—Lei… —dijo Teral mientras ella jadeaba. Estudió el color de su pelo y su piel—. Una artificiera, parece. Y de Cyre. —Después advirtió el círculo desnudo en su dedo en el que antes estaba el sello de su casa—. ¿Puede ser? —Olisqueó el aire a su alrededor como un perro de presa en busca de un rastro. Finalmente, la levantó del suelo con una mano, le dio la vuelta y con la otra mano le apartó el pelo hasta revelas la punta de la Marca de los Hacedores en su cuello.
Daine estaba encolerizado, pero no podía moverse. Observó impotente cómo Teral golpeaba a Lei con su lengua viperina y la dejó caer al cuelo.
—La fortuna nos sonría de nuevo, hermanos —dijo Teral, levantando por encima de la cabeza los brazos ensangrentados que no dejaban de latir—. Otra verdadera marca está ahí para nosotros. Nuestra llamada a surtido efecto. El maestro espera. Hugal, llévala abajo.
—¿Y éste? —Unas largas garras habían surgido de la mano derecha del niño, que las estaba pasando por la garganta de Daine.
—Bájalo también. ¿Por qué malgastar sangre y cerebro? De un modo y otro, servirá a nuestro maestro.