Rhazala no hablaba mientras corría entre las sombras. Rechazaba toda pregunta con un gesto de la mano.
—Callaos y corred —decía—. Hay enemigos por todas partes.
Aunque Daine no confiaba en la duendecilla, la noche anterior había demostrado que había peligro acechando en las calles de Altos muros. Desenvainó su daga y ocultó la hoja oscura bajo su antebrazo. Través sacó la ballesta de la bolsa de Lei y puso una flecha en la cuerda. Lei sacó el bastón de maderaoscura de las profundidades de su morral.
Rhazala los guió por un tortuoso laberinto de callejones. Las calles se hacían cada vez más estrechas y había cada vez menos transeúntes a la vista. Finalmente el callejón llegó a un punto ciego. En la puerta del muro había una puerta metálica, pero en ella no había ningún pomo. Un sello arcano, pensó Daine. Ningún simple ladrón podía abrir esa puerta, pues no había cerradura que forzar. La puerta estaba sellada con energía mágica pura. Antes de que Daine dijera nada, Rhazala ladró una breve frase en un idioma estridente y áspero y trazó un complejo dibujo sobre la puerta. Una luz chispeante siguió a su dedo y un momento después la puerta se abrió.
Daine intercambió una mirada con Lei. Rhazala ya había demostrado ser una talentosa ladrona. Parecía tener además Un don para la hechicería. Se preguntó qué edad tendría en realidad la chica y cómo había desarrollado ese talento.
La puerta daba a una pequeña cámara vacía. Lo único llamativo era una escotilla en el suelo. Rhazala la levantó y dejó a la vista un largo túnel que descendía en completa oscuridad. En la pared de piedra había escalones y era imposible ver hasta dónde llevaba.
—¡Abajo! —dijo Rhazala.
—Espera —dijo Daine—. Que tú puedas ver en la oscuridad no significa que los demás podamos. Lei, ¿un poco de luz?
Lei se frotó los dedos en la armadura y los tachones se encendieron con una luz dorada.
—Capitán —dijo Través contemplando el túnel—. Seré incapaz de moverme en ese túnel. Mi presencia podría ser un estorbo.
Tenía razón. A Daine no le resultaría fácil introducirse en el túnel, pero para Través sería imposible.
—Si necesitáis que vaya con vosotros, podría…
—No, está bien —dijo Daine—. Quédate aquí. Espera hasta la novena campana, si puedes oírla desde aquí. Si no hemos regresado entonces, vuelve a la Mantícora.
Través asintió y salió de nuevo al callejón con una flecha en la ballesta y una segunda entre los dedos. Contempló impasible el callejón y esperó que apareciera algún enemigo.
—¡Rápido! —dijo Rhazala entre dientes. Ya había empezado a bajar por el túnel.
Daine miró a Lei y después el túnel. Envainó la daga, se metió en el túnel y empezó el descenso. Lei metió el bastón en uno de los bolsillos sobrenaturalmente grandes y lo siguió de cerca.
El túnel parecía no acabar nunca.
—¿Adónde estamos yendo, Rhazala? —preguntó Daine.
—Abajo.
—Eso ya lo he notado.
—Maquinarias. Alcantarillas. La ciudad que hay debajo de Sharn.
—Ah. —Por fin daban con algo. Las Maquinarias le habían sido mencionadas con frecuencia durante sus anteriores viajes con Greykell. Muchas de las más grandes y menos atractivas industrias de Sharn estaban situadas bajo la ciudad. En las Maquinarias subterráneas se hallaban los talleres, las curtidurías y las fundiciones. Las alcantarillas estaban incluso más abajo, y algunos decían que había ruinas antiguas ocultas todavía más abajo de las cloacas.
—Muchos pasajes a las profundidades fueron construidos hace mucho tiempo. Ahora se han olvidado, pero la gente silenciosa recuerda.
—¿Y te importaría decirme qué vamos a hacer allí abajo?
—Tenéis que verlo,
—¿Qué debemos ver? —dijo Lei.
—Ya lo veréis.
—Ya veo.
—No, lo verás —la corrigió Daine.
—Silencio —dijo Rhazala—. Hay muchos peligros merodeando aquí abajo. No hay tiempo para risas.
Prosiguieron su descenso en silencio.
El hedor era insoportable. Un torrente de aguas residuales manaba por el centro del túnel y las paredes estaban cubiertas de moho y suciedad. La armadura de Lei era la única fuente de luz y enjambres de insectos y alimañas revoloteaban alrededor del círculo de luz.
—Interesante —dijo Lei examinando el diseño del techo—. Había oído hablar de este diseño. Sharn es la ciudad más grande de Khorvaire, y las torres hacen que los sistemas de fontanería tradicionales sean difíciles de implementar.
—Y el agua se sirve en tazas de arcilla olorosa —dijo Daine.
—Silencio —dijo Rhazala—. Casi estamos, pero es muy peligroso.
—¿Todos los duendes se preocupan tanto? —dijo Daine—. No se ve a nadie.
Un chorro gris emanó del agua, delante de él.
Las aguas residuales goteaban de la criatura mientras ésta saltaba hacia Daine. Era larga y estrecha, una tira de anodino protoplasma gris de casi diez pies de altura. Impacto contra Daine y éste retrocedió dando traspiés hasta la pared. Se echó a un lado justo a tiempo de evitar quedar atrapado en la espiral del monstruo.
La criatura volvió a golpearle, pero esta vez estaba preparado. Esquivando rápidamente a la bestia, clavó su espada en la delgada masa. Sintió como si estuviera apuñalando una bolsa llena de barro, pero la criatura retrocedió.
—¡Doraashka! —gritó la duendecilla—. ¡Comedor gris! ¡Mira tu espada! ¡Arde!
Daine bajó la mirada a su espada y maldijo. La hoja estaba chamuscada y picada, como si hubiera sido expuesta a un poderoso ácido. Una hoja más pequeña habría sido destruida con un solo golpe. Era poco probable que su espada pudiera resistir otro ataque.
Daine vio que Lei iba a golpear el chorro con su bastón.
—¡Lei, no!
Se detuvo confusa y la criatura golpeó a Daine y le mandó al otro lado del pasadizo. Le dolía el hombro izquierdo y el ácido empezó a comerse la capa y la armadura.
—¡Está cubierto de ácido! ¡No podemos golpearle! —Daine se arrastró hacia delante y bajó la cabeza ante el siguiente golpe; después, se puso en pie en un movimiento fluido. Trató de no pensar en las aguas residuales que empapaban su ropa.
—¿Qué hacemos? —gritó Lei.
Recordó la varita mágica que le había agarrado a Dasei d’Cannith. Todavía la tenía metida en el cinturón. La heredera Cannith debía haberse olvidado de ella en la confusión.
—¡Lei, atrápala! —gritó al tiempo que le lanzaba a Lei la varita de madera con piedras incrustadas.
Lei atrapó la varita, pero al hacerlo el chorro alcanzó a Daine. El tentáculo gris le rodeó el torso y apretó con una terrible fuerza. Daine gritó de dolor mientras las gotas de ácido se filtraban hacia el interior de su armadura.
Daine no vio lo que Lei hizo, pero se produjo una brillante llamarada. La criatura tuvo un espasmo, apretó más fuerte. El ácido le estaba quemando los brazos y el pecho.
—Lei… —jadeó.
Se produjo otra llamarada de luz y la presión desapareció. El chorro se desmoronó, se disolvió y se confundió con el agua. Daine se cayó al suelo, jadeando. Su traje de malla estaba hecho trizas y su capa prácticamente se había deshecho. «Supongo que después de todo tendré que comprarme ropa nueva», pensó, haciendo muecas de dolor por las quemaduras del ácido.
—Quédate aquí sentado. Sacó un pedazo de piedra de sangre de su bolsa y le susurró para tejer un ensalmo para neutralizar el ácido y curar las heridas. No era tan rápido ni eficiente como el tacto sanador de Jode, pero Daine soltó un suspiro de alivio cuando una insensibilidad relajante fue recorriendo su pecho.
—¡Has destruido a un comedor gris! —dijo Rhazala, y por un instante fue una niña de nuevo—. Sólo había visto algo así una vez.
—¿Qué era eso? —dijo Daine, poniéndose lentamente en pie y examinando su espada.
—Parte del sistema de cloacas, creo —dijo Lei—. Te dije que era fascinante. Un sistema vivo para disolver y eliminar la basura que es mandada aquí.
—Siempre es una carrera encontrar los verdaderos tesoros antes de que llegue un doraashka —dijo Rhazala—. Espero que no lleguemos demasiado tarde. Vamos, rápido.
Corrió túnel ahajo y ellos la siguieron tan rápidamente como pudieron.
Unos minutos más tarde llegaron al muladar.
Era una cámara cavernosa. Los muros y el techo arqueado quedaban fuera del círculo de tenue luz de la armadura de Lei. Agua sucia manaba alrededor de sus pies, portando desperdicios del pasadizo del que procedían. Encima de ellos estaba el miuladar.
Daine nunca había visto tanta basura en un lugar. Era una montaña de porquería y material en putrefacción, mezclado con chatarra y mercancías estropeadas. Mientras caminaban, urna cascada de verdura putrefacta cayó del techo. Daine no veía dónde estaba, pero parecía que una serie de toboganes canalizaban hasta ahí la basura de la ciudad.
El muladar estaba repleto de ratas e insectos, pero todos esos bichos tenían rivales. Duendes. Al menos una docena se arrastraban por la basura, rebuscando en ella y buscando cualquier cosa de valor. Daine vio a unos cuantos duendes muís junto a las entradas de la cámara, armados con porras improvisadas y lanzas. Imaginó que eran vigilantes en busca de «comedores grises» u otros peligros.
Rhazala se acercó a uno de los visitantes. Hablando en la lengua gutural de los duendes, dijo:
—¿Están seguros?
El hombre asintió.
—Págale —le dijo Rhazala a Daine.
—¿Qué?
—Que le pagues. Buscan en la basura para sobrevivir. Tiene algo que tenéis que ver. Págale.
—Mira —dijo Daine—. Te agradezco que trates de ayudarnos. Pero no tenemos dinero. Todo lo que tenía me fue robado por una duendecilla que se parecía mucho a ti. De modo que si quieres que le pague con mis monedas, me temo que las tienes tú.
Rhazala contempló detenidamente a Daine y después metió la mano entre sus ropas. Cuando la sacó, tenía en ella una doble corona. Se la dio al centinela sin decir una palabra y los guió hacia el interior de la cámara.
A medida que avanzaban hacia el centro de la sala, la profundidad del agua aumentó hasta las caderas de los pequeños duendes. Lentamente, se abrieron paso entre el inmenso montón de basura.
Y fue entonces cuando vieron los cuerpos.
Había cuatro cadáveres alineados junto al muladar. Estaban hinchados a causa del agua y en distintos estados de descomposición. El primero era un enano al que Daine no reconoció. El segundo era Jode.
Lei gritó y corrió chapoteando por el agua. Daine no supo qué hacer. Por un momento no pudo moverse, no pudo pensar. Había perdido soldados antes, incluso amigos, pero aquél era Jode. No podía imaginar el mundo sin él.
Lei se arrodilló junto al cadáver y jadeó. Daine hizo que sus piernas se movieran y avanzó trabajosamente. Jode tenía un agujero en el cráneo. Quedaba poco de la parte posterior de su cabeza.
—¿Quién…? —dijo Lei con la voz en sordina. Se giró para mirar a Daine—. ¿Por qué?
Daine seguía estupefacto.
—Se lo dije —dijo, más para sí mismo que a Lei—. Le dije que no fuera.
—¡Anoche le querían vivo! —gritó Lei—. ¿Quién pudo hacer eso?
Daine se volvió. No podía seguir mirando el cadáver.
—¿Cuándo fue encontrado? —dijo.
—Alrededor de la sexta campana —dijo Rhazala, mirando de soslayo al vigilante en busca de una confirmación. Él asintió—. Encontraron a los cuatro juntos. Es raro que la carne escape de la atención del doraashka, de modo que no llevarían mucho en el agua. He pensado que debíais saberlo. Me gustaba ese pequeño.
¿Los cuatro? ¿Fue Jode a reunirse con esa gente? Daine caminó hacia los cuerpos. Lei estaba limpiando la inmundicia de la piel y la ropa de Jode. Daine no podía soportar la visión de la cara de su mejor amigo, de modo que se puso a examinar los otros dos cadáveres.
Una vez más, se quedó sin habla.
Conocía a ambos. Uno era Korlan, el semiorco que había conocido en compañía de Bal Tarkanan, y el otro era Rasial Tann.