El sol se puso en Sharn, pero las torres estaban vivas de luz. Lei miró por la ventana y se quedó asombrada por la vista. Las agujas de las torres más altas eran el patio de recreo de los más ricos. Edificios de cristal y oro brillaban a la luz del fuego mágico. Veía un gran estanque sobre una torre y un bosquecillo de árboles ancianos en la cima de otra, pedazos de naturaleza ocultos en medio de la ciudad. Mirando más abajo, la torre era una lección de estilo arquitectónico. Cada pocos cientos de pies las estructuras y los materiales cambiaban, pues cada torre y sala reflejaban las tradiciones de una era o una cultura diferentes.
No había escasez de luz en la cubierta del Orgullo de La Tormenta. Las barandas del barco estaban cubiertas de pedazos de cristal cargados con fuego frío. Pero esas pequeñas antorchas empalidecían ante el enorme anillo de fuego elemental que envolvía la cintura del barco; la luz de este cinturón de llamas era casi un igual del mismísimo sol. Había docenas de sirvientas de Lyrandar esparcidas por la cubierta, puliendo las barandas y haciendo varias actividades de mantenimiento. Pero también había unos cuantos invitados, y después de agarrar el macuto de Lei, el sirviente principal llevó a Lei y Través al pequeño grupo de invitados —uno de los cuales era una inmensa lechuza—, que estaban en mitad del barco bajo el arco flamígero.
—¿Maestro Calis? —dijo el sirviente—. Tu invitada ha llegado.
Lailin Calis era un hombre enorme, al menos en contorno. Llevaba una larga barba teñida de distintas tonalidades de azul, a juego con los dibujos arremolinados de su amplia túnica.
—¡Lei! —rugió, echándose hacia delante y abrazándola. El pequeño grupo de gente vio cómo se iba con aspecto de tibia diversión—. Qué maravillosa sorpresa.
—¿Sorpresa? —dijo Lei, soltándose y jadeando en busca de aire—. A juzgar por tu nota, parecía que no tenía otra opción.
El rostro de Lailin esbozó una inmensa sonrisa.
—Sí, bueno, eso es porque no has visto la nota que te dejé anoche o esta tarde.
—¿Qué quieres decir?
—Un amigo me dijo que estabas en la ciudad y que irías a visitarme, pero yo no sabía cuándo llegarías. Te he dejado una nota cada vez que he salido de casa.
Lei sonrió.
—¿Y mi compañero?
—¡Cómo ibas a viajar sola, querida! —Lailin escudriñó a Través con una mirada curiosa—. Aunque debo reconocer que esperaba más bien que estuvieras en compañía de un joven guapo. Sin ofender.
—No te preocupes —dijo secamente Través.
—Y yo creyendo que finalmente habías resuelto los secretos de las estrellas y las lunas, Lailin. En cualquier caso, gracias por hacerme sentir bienvenida. Después de todo lo que hemos pasado recientemente, es maravilloso tener la posibilidad de conocer gente.
—¡Y a gente como ésta! —dijo mientras llevaba a Lei y Través hasta el interior del grupo. Hizo una breve ronda de presentaciones de varios mercaderes y finalmente llegó a la lechuza.
—Permitidme que os presente a mi compañero del momento. El Maestro Hu’ur’hn vive en el bazar de Dura Medio. Sin duda, es uno de los pájaros más inteligentes con que me he cruzado jamás.
—Eres demasiado amable, Lailin —dijo Hu’ur’hn. Desde sus talones hasta sus copetudos cuernos mediría al menos nueve pies, y sin duda era la lechuza más grande que Leí había visto jamás. Estaba cubierta de plumas grises y negras. Contempló a Lei con los ojos amarillos del tamaño de platos pequeños—. Lei, ¿verdad? ¿Y no serás de la casa Cannith, mi señora? —Su voz era rara e inhumana: profunda, como una flauta, haciendo sonidos que se retorcían para crear palabras.
Lailin llamó la atención de Lei y habló antes de que pudiera responder.
—Hu’ur’hnn era una corredora en los acontecimientos deportivos de Dura. Me he olvidado. ¿Ganaste alguna vez una carrera, vieja lechuza?
La lechuza giró la cabeza para mirar a Lailin, un movimiento un tanto desconcertante.
—Ciertamente, es bien sabido. No es fácil para una lechuza batir a un pegaso, pero tampoco imposible con buenos planes y acuerdos. Mi gente admira ese esfuerzo.
—¿Tu gente? —dijo Lei—. ¿Tantas lechuzas hay en Sharn?
—Menos de doce. Mi gente es la gente del bazar, mercaderes y otros que conocen el valor de la palabra y el ingenio. Hizo falta diplomacia para vencer al grifo y al hipogrifo. Ahora esos mismo talentos son utilizados al servicio de Dura. Pero por lo que a ti…
—Probablemente debería presentar a Lei a nuestro anfitrión, Hu’ur’hnn. Es su primera vez abordo del Orgullo.
—Muy bien. —La lechuza inclinó la cabeza—. Quizá podamos hablar más tarde, señora.
Lailin tomó a Lei por el brazo y la llevó hasta una escalera. Través les siguió.
—Un tipo fascinante, Hu’ur’hnn, pero es un cazador por naturaleza. No creía que advirtiera tu casa tan de prisa.
—¿Qué sabes de mi situación, Lailin? ¿Y quién te dijo que estaba en Sharn?
—Llamaviento.
—¿La esfinge? —Lei trató de imaginar a Lailin peleando contra un minotauro totalmente desarmado y no lo logró.
—Sí, ella. Pasa un cierto tiempo en la Universidad de Morgrave.
Eso era lo que Lei había oído en las primeras historias sobre la esfinge.
—Hablando de Xen’drik.
—Sí.
Lei se preguntó por qué Llamaviento tendría dos casas. El templo de la Puerta de Malleon era un escenario muy elaborado, si se la podía encontrar fácilmente en la biblioteca de Morgrave. Pero muchos poderes místicos están vinculados a lugares específicos. Si Llamaviento era un verdadero oráculo, quizá canalizaba algún poder oculto en el templo para obtener el conocimiento del futuro y del pasado.
—¿Qué te dijo?
—Que estabas en Sharn, que ya no formabas parte de la casa Cannith y que me visitarías en el futuro. Nunca me había hablado antes. La había visto, por supuesto, pero nunca habíamos hablado. He oído decir que se come a la gente que le hace preguntas estúpidas, y nunca he querido arriesgarme.
—Comida por pensar.
—Exactamente.
Descendieron una larga escalera de caracol y legaron a una elaborada sala de baile. Tanto la escalera como la sala eran inmensas, y Lei imaginó que habían sido diseñadas para acomodar a invitados corpulentos como Hu’ur’hnn o un sirviente ogro. Los techos eran de al menos veinte pies de altura, y Lei se preguntó si la sala ocupaba dos cubiertas. La luz caía de los refulgentes candelabros, cada pedazo de cristal encantado con su propio ensalmo de luz. Lei estaba impresionada, Toda magia tenía su precio, y claramente el dispendio no era una preocupación para los herederos de Lyrandar.
—Gracias por no mencionarle mi desgracia a la lechuza —dijo Lei. Vio una larga mesa llena de comida y se encaminó hacia ella.
—Bueno, si es como creo, no puedes mentir al respecto. Pero si quieres…, bueno, un amigo que no ha oído las noticias y no cuenta las cosas como son, eso no es un crimen. Si quieres ser una dama esta noche, yo cumplidamente te ayudaré.
—Eres amable, Lailin. Pero sabes…, estoy lista. Quizá tengo curiosidad por ver qué pasará. Déjame comer algo antes de empezar con las presentaciones. Si van a tirarme del barco, al menos que sea con el estómago lleno.
—Una mujer exactamente como yo —dijo Lailin tomando un plato—. El halcóndragón con especias es excelente, pero tienes que probar el pescado. Nunca comerás un pescado tan fresco como en una fiesta de Lyrandar. Creo que la trucha fue traída del mar del Trueno hace unas horas. —Se sirvió una generosa porción de trucha junto a ensalada de berros y otra de verduras de las Marismas.
Una vez Lei hubo llenado su plato, Lailin la guió hacia otra mesa, donde había otros invitados sentados.
—Señor Alais, ¿te importa si nos unimos a ti?
—En absoluto. —Era un hombre de edad mediana, pero esbelto y guapo. Se levantó y le apartó una silla a Lei—. ¿Y quién es tu encantadora acompañante, Lailin?
—Me llamo Lei, mi señor —respondió—. Antes heredera de la casa de los hacedores, ahora buscando un lugar en el mundo.
Fue interesante ver la reacción del hombre. Había docenas de rasgos físicos que distinguían los linajes con la Marca de dragón: una cierta tonalidad en los ojos o en el pelo, la curva de la mejilla, el sesgo de la nariz. Cada casa tenía miles de miembros y estos rasgos eran muchos y variados. Pero Lei había prestado mucha atención a ese asunto durante su educación, y estaba casi segura de que ese hombre no era un heredero. Ésa era la razón por la que le había elegido como sujeto de prueba. Por un momento, sus ojos se agrandaron de sorpresa, después se estrecharon y Lei se dio cuenta de que su interés aumentaba. Le tomó la mano que ella le ofrecía y le frotó los dedos con los labios secos mientras la miraba a los ojos.
—Yo soy Alais’ir’Lantar —dijo— y tengo el honor de ser uno de los embajadores de la nación de Aundair. Espero que no consideres la cuestión descortés, pero ¿eres portadora de la Marca de los hacedores?
Lei pensó un momento pero no vio ningún peligro en la pregunta.
—Fascinante —dijo Alais—. Y ¿qué te trae a Sharn?
Lei se frotó los dedos en la armadura.
—Aprendí formas del artificio y el encantamiento de niña…
—Y sin duda eres una de las más encantadoras dotadas que he visto jamás, con magia o sin ella.
Lei quería dejar los ojos en blanco, pero reprimió la necesidad. Había estado tanto tiempo en el campo de batalla que casi había olvidado las formas de la corte, el constante intercambio de halagos tontos.
—Como muchos miembros de mi casa, serví en los cuerpos de ayuda durante la guerra. Mi casa estaba en Metrol, y…
—Lo comprendo —dijo Alais, poniendo su mano sobre la de ella—. Realmente, la destrucción de Cyre es una tragedia que nos ha afectado profundamente. En Arcanix, tenemos las mayores mentes místicas de nuestro tiempo estudiando el desastre, tratando de revelar sus secretos y asegurar que no sucederá de nuevo. ¿Quizá estarías interesada en un escaño en el Congreso Arcano?
La oferta pilló a Lei por sorpresa, pero al momento comprendió la esencia de lo que estaba sucediendo.
—Señor, te agradezco tu gran generosidad, pero no sabía que Aundair estaba dando asilo a los refugiados de la guerra.
—Somos un país pequeño, y no tenemos los recursos de Breland. De no ser así, puedo asegurarte que haríamos todo lo que pudiéramos para ayudar al pueblo de Cyre. Pero no tengo ninguna duda de que la reina haría una excepción especial en tu caso, a la luz de las muchas dificultades que has soportado, por no mencionar tu pérdida de estatus en el seno de tu casa.
—De veras, tu oferta es muy amable. —Lei tenía curiosidad por ver hasta dónde llegaría aquello—. Pero con la destrucción de mi casa, no tengo medios para viajar. Incluso hallar refugio me ha resultado difícil.
Alais abrió la boca pero se distrajo con la llegada de una sirviente. Una joven le habló al oído y él suspiró.
—Me temo que tengo que irme, mi señora —dijo, apartando su silla y poniéndose en pie—. Pero ¿por qué no te pasas por la embajada de Aundair en las Torres del dragón? Estoy seguro de que encontraremos el modo de aliviar tus dificultades.
—Te lo agradezco, señor Alais. Tal vez lo haga.
Alais se inclinó y se marchó, y Lailin la miró con una ceja alzada.
—No confío en él, mi señora —dijo Través, que bahía seguido la conversación de pie tras la silla de Lei. Sus ojos siguieron al embajador.
—Tampoco yo, Través.
—¿Te gustaría tener un escaño en el Congreso Arcano, Lei? —dijo Lailin—. Después de nuestro tiempo en Arcanix, podrías sentirte como en casa.
—Es una bonita oferta. ¿Pero quién sabe cómo sería en realidad cuando llegara a Aundair? No se me ha ocurrido al principio, pero… soy heredera de la Marca de los hacedores, tengo el conocimiento de las técnicas de la casa Cannith. Pero ya no estoy protegida por mi casa. No me sorprendería que el señor Alais esté soñando en un nuevo linaje aundairiano con la Marca de los hacedores…, que yo iniciaría.
—Eso parece un poco exagerado —dijo Lailin—. Si fuera así de sencillo, ¿por qué no ha sucedido antes?
—No he dicho que sea sencillo, ni siquiera que sea posible, sólo que creo que es lo que el embajador tenía en mente. La gente raramente es expulsada de su casa, y siempre hay la esperanza de que te readmitan. Mi tío Jura es el único expulsado que he conocido jamás, y sé que tiene la esperanza de volver con la familia. De modo que la lealtad es importante. Y todavía más lo es que… no creo que los barones lo permitieran.
—¿Qué quieres decir?
—Sólo eso. Si la casa creyera que un expulsado podría presentar una amenaza a la pureza del legado… He conocido a algunos puristas que hacen lo que consideran necesario para impedirlo, y eso puede llevar a medios radicales.
—¿Tu vida está en peligro? —preguntó Lailin.
—No si respeto las reglas. Estoy segura que el señor Alais estaría dispuesto a protegerme; a cambio de mi cooperación, por supuesto. Pero… no sé por qué he sido expulsada ni si tengo alguna opción de regresar. Y, aunque me gustaría aplastarles la cabeza a los barones, todavía creo en los ideales de mi familia. Esperaré a ver qué sucede. —Se detuvo pensativamente—. Por supuesto, estoy sentada a la mesa con un talentoso augur. ¿Quizá podrías darme algún consejo?
Lailin se mesó la barba azul.
—Bueno… No tengo que ser augur para ver una ruina económica en mi futuro si empiezo a dar consejos gratis a mis amigos.
—Oh, por favor —dijo ella juguetonamente—. Al menos dime si debo seguir ese asunto con Alais. Si me convierto en una rica dama de Arcanix, te prometo que te encontraré un lugar allí.
Él puso los ojos en blanco.
—Está bien. —Metió la mano en un monedero de piel y sacó un juego de piedras azules planas. Las esparció sobre la superficie de la mesa. Cada piedra era de un color ligeramente distinto, y formaban un mosaico hipnótico—. ¿Qué sucederá si aceptas la invitación de Alais?
Se quedó mirando las piedras, repiqueteando los dedos en la mesa y canturreando entre dientes. Cada adivino tenía su propio método para ver entre las brumas del tiempo.
Al cabo de un minuto se detuvo, la miró y negó con la cabeza.
—Creo que tienes razón. No veo si la amenaza procede de Aundair o de tu casa, pero sin duda sufrirías infortunios.
—Supongo que no vamos a dar clases juntos en Arcanix, entonces.
—Así es. Todavía tengo mis esperanzas en la Universidad de Morgrave. Me veo dando clases en algún momento del futuro, aunque a juzgar por la imagen que veo en las piedras, antes tengo que perder un poco de peso.
Lei le dio otro bocado a la exquisita trucha.
—En ese caso, asistir a estas fiestas no te está ayudando demasiado.
—Cierto. En todo caso, ya que tengo las piedras esparcidas, aprovecharé para utilizarlas. ¿Puedo hacer algo más por ti?
—Bueno, de hecho…, estoy buscando a un amigo, un mediano llamado Jode. ¿Puedes decirme dónde encontrarle?
Través habló a su espalda.
—No quisiera entrometerme, mi señora, pero si tienes confianza en el talento del maestro Lailin, ¿no deberíamos preguntarle por Rasial Tann?
—Sí, buena idea. También estamos buscando a un hombre llamado Rasial Tann. Para una amiga.
—Bien —dijo Lailin—. Eso es un asunto más complicado. Pero déjame ver qué puedo hacer. ¿Dónde están Jode y Rasial, y dónde puedo encontrarles? —Fijó su mirada en las piedras y volvió a tamborilear los dedos. Esta vez el proceso duró más, y casi al final cerró los ojos durante casi un minuto.
Finalmente, dejó de canturrear y tamborilear y soltó un suspiro.
—Es difícil verlo —dijo—. Pero creo que Jode y Rasial están juntos en este momento. Y os reuniréis esta noche.
—Bueno, bien por Jode —susurró Lei—. Supongo que tenía una buena corazonada, después de todo.
—Eso parece —dijo Través—. Si podernos confiar en este augurio.
—Disculpa a mi compañero, Lailin. Nunca ha tenido mucha fe en esta clase de cosas.
—No te preocupes. —Lailin recogió las piedras—. ¿Vamos a ver qué nos ofrece Lyrandar de postre?
Mientras se ponía en pie, Lei advirtió a un grupo de gente que caminaba hacia ellos. El hombre que iba delante vestía a la manera marcial, cuatro rayos plateados adornaban su jergón de cuero negro y una capa azul cubría sus hombros. Su puro cabello blanco y sus orejas ligeramente puntiagudas sugerían sangre semielfa. Pese a ser nueva en Sharn, a Lei no le costó demasiado adivinar de quién se trataba.
Lei hizo una elegante reverencia cuando se acercó. Través se movió para quedar a su lado.
—Señor Dantian, agradezco tu hospitalidad. —Eligió cuidadosamente sus palabras. No le gustaba su porte, de modo que recordarle que era una invitada era una decisión acertada.
—¿Eres Lei, antes miembro de la casa Cannith? —El tono de Dantian era frío, sus ojos azul verdoso eran impenetrables.
—Tengo ese honor.
—Me temo que debo pedirte que abandones mi barco.
Lei vio a Dasei d’Cannith en el otro extremo de la sala y la situación quedó
—Mi señor, lamento oír esto. La hospitalidad de la casa Lyrandar es legendaria. Después de mi largo viaje, tenía la esperanza de descubrir qué había de cierto en las leyendas. Pero —suspiró— supongo que me marcharé.
Dantian se tensó pero no rectificó.
—Tu presencia está incomodando a mis otros invitados, y temo que debo poner las necesidades del grupo por encima de las de un solo invitado, especialmente en estas desagradables circunstancias. —Hizo un gesto y dos hombres armados con la librea de Lyrandar dieron un paso hacia delante—. Mis guardias os escoltarán a la cubierta. Kadran se asegurará de que os devuelven vuestras pertenencias y tenéis un medio de transporte a… —Alzó una ceja—. Altos muros, ¿verdad?
Una pequeña muchedumbre se había reunido para contemplar la escena y una risa sofocada recorrió el grupo al decir Dantian esto.
—Eres muy amable, señor Dantian —respondió Lei—. Es bueno saber que la casa Lyrandar lleva a sus invitados a casa cuando les echa.
Lailin se levantó para unirse a ella, pero ella lo retuvo.
—No es necesario que te impliques en esto —dijo ella en voz baja—. Gracias por tu ayuda. Través, vámonos.
Los guardias los guiaron por las escaleras hasta la cubierta principal. Los invitados que habían estado hablando bajo los anillos se habían marchado y la cubierta estaba desierta. Lei levantó la mirada hacia los anillos de fuego y nubes, y por un momento sus pensamientos se perdieron en el vapor que se arremolinaba.
—¡Cuidado! —La voz de Través la sacó de su ensueño.
El aviso llegó en el momento preciso, y Lei se tiró hacia delante cuando sintió la punta de la espada en su espalda. Dándose la vuelta, vio a Través enfrentándose a los dos guardias, que habían desenvainado sus espadas.
El guardia más bajo llevaba dos dagas. Era el que había tratado de matarla y había fallado.
—¡Encárgate del forjado! Yo acabaré con ella.
Través dio un paso hacia adelante, un borrón en movimiento. Sujetó al hombre más pequeño por el brazo en un agarre metálico. Pero antes de que pudiera aplastar a su enemigo, el segundo guardia se acercó a él. Aquel hombre era alto y delgado. Tenía una espada corta en la mano derecha, pero fue la izquierda la que alzó hasta la espalda de Través. El forjado se quedó rígido, soltó a su víctima y retrocedió un paso o dos, presa de un gran dolor. Pero le había dado a Lei algo de tiempo, y ella lo había aprovechado. Ambos guardias llevaban armaduras de malla y, mientras peleaban con Través, Lei había susurrado al metal de su armadura y sus espadas, recordando el calor de la forja. Mientras el hombre de la daga se giraba hacia ella, los eslabones de su malla empezaron a arder. Gritó agónicamente cuando el creciente calor de sus dagas le levantó ampollas en las manos. Soltando las armas, se puso a tirar de su armadura tratando de liberarse antes de que su ropa ardiera en llamas.
El otro guardia había escapado de los efectos del encantamiento, pero también tenía sus propios problemas. Través volvía a estar de pie, y a pesar de estar desarmado sus puños eran piedra y acero. Aunque el hombre alto lanzó un rápido ataque contra él, Través bloqueó el arma y le dio un fuerte puñetazo en la mandíbula. La sangre salpicó toda la cubierta y el hombre retrocedió dando traspiés.
Lei corrió a unirse a Través, lista para atacar. Pero cuando su oponente se levantó, se dio la vuelta y corrió hacia la barandilla. Través corrió tras él, pero era demasiado tarde. El guardia larguirucho subió a la barandilla de un solo salto y se precipitó al vacío.
Mientras Través miraba desde la barandilla, aparecieron más guardias de Lyrandar que corrieron hacia ellos. En pocos segundos, media docena de espadachines y un par de ballesteros les había rodeada.
—¡No os mováis! —gritó el sargento con el rostro lívido.
Lei se quedó inmóvil con las manos alzadas mientras el sirviente principal se encaminaba hacia ellos corriendo. El olor de carne quemada llenaba el aire. El guardia de la daga había sucumbido al terrible calor y estaba inconsciente o muerto.
—¿Qué está pasando? —gritó el sirviente en jefe.
—Eso es lo que yo quisiera saber —dijo Lei fríamente—. Este hombre y su compañero han tratado de matarme. Si eso es lo que tenéis planeado para mí, entonces acabemos de una vez por todas.
El hombre quemado estaba tendido boca abajo, y el sirviente en jefe le dio la vuelta al cuerpo. Lei se sorprendió. Sus rasgos no eran los del hombre que la había atacado. El sirviente observó el cadáver un momento.
—Sargento, ¿conoces a este hombre?
—No. Nunca le había visto antes.
El sirviente en jefe miró a Lei con una expresión adusta.
—Acepta las disculpas de la casa, mi señora. Te aseguro que llegaremos al fondo de este asunto inmediatamente.
—Si queréis mi ayuda, yo…
—Tú y tu sirviente debéis marcharos inmediatamente. Un aerocarro espera junto a la cubierta con vuestras pertenencias.
—Pero…
—Esto es un asunto de la casa. Debéis marcharos. Ahora.
Los guardias volvieron a alzar sus armas, listos para atacar si así se les ordenaba. Estaba claro que Lei no tenía amigos allí.
—Muy bien.
El cochero era un gnomo raramente adusto que no estaba interesado en la conversación. Permaneció en completo silencio con una mano sobre el timón mientras descendían por el aire nocturno hacia las brillantes agujas de más abajo.
Eso le dio a Lei tiempo de concentrarse en Través. Colocando las manos sobre su armadura, miró en su interior y repasó la red mágica que le daba vida. La red estaba dañada, y en ciertos lugares había sido arrancada por entero. Físicamente, Través parecía gozar de una perfecta salud, pero a ojos de la artificiera estaba claro de lo poco que había faltado para que lo destruyeran. Sacando la energía de su propio espíritu, Lei rehízo el entramado y tejió el que había sido cortado.
—No me gusta esto —dijo—. Sólo otro artificiero podría haberte hecho tanto daño. Y también resistió a mi ensalmo de calor.
—Pero soltó la espada después de mi primer ataque, mi señora —dijo Través—. Quizá el poder había sido colocado en su interior por otro y él sólo estaba liberando lo que le habían introducido.
—Lo único que sabemos es que no sabemos nada. El hombre que fue a por mí tenía un ensalmo que ocultaba sus rasgos, de modo que podemos asumir que el señor Dantian no sabía nada de ello. Pero no era un conversor, y nada en él indicaba ninguna relación con nuestros amigos de Altos muros. Por lo que respecta al otro…, dadas mis recientes experiencias con Daine, aunque es posible que prefiriera la muerte a enfrentarse a ti, supongo que tenía un ensalmo de pluma.
—¿Podría haber sido esto organizado por miembros de tu casa, mi señora? Tu prima Dasei…
—No tiene ni el talento ni el coraje para hacer esto sola. No lo sé. Tenemos que andarnos con cuidado, Través.
—Altos muros, señora. La Mantícora. —La voz del gnomo era una mezcla de aburrimiento y desdén. Detuvo el coche junto a la taberna y ellos salieron. En el instante en que bajaron del bote, éste volvió a alzarse en el aire.
—Tenía prisa, supongo —dijo Lei.
—¡Través! ¡Lei!
Era Daine. Bajó corriendo por la calle hacia ellos, y antes de que pudieran responder le dio un fuerte abrazo a Lei.
—¿Daine? —Dijo ella.
Al instante, él la soltó y dio un paso atrás. Incluso con poca luz, vio que tenía las mejillas coloradas.
—Lo siento —dijo—. Ha sido…, bueno, han sido unas horas muy raras. ¿Qué era ese aerocarro? ¿Dónde habéis estado?
—Es una larga historia —dijo ella.
—Entonces me la podéis contar dentro. No sé vosotros, pero yo todavía no he cenado. Veamos qué maravillas nos ofrece Dassi.
La sala común estaba llena del olor de la cena, y Lei agradeció a los soberanos haber podido cenar en la barca de los Lyrandar. Dassi estaba sirviendo un escuálido estofado con carne fibrosa que Lei supuso que sería lagarto; no muy fresco además, a juzgar por su olor. Mirando a su alrededor, Lei no vio a Jode. Pero otra pequeña figura situada en un oscuro rincón le llamó la atención.
—¿Rhazala? —Dijo Daine siguiendo la mirada de Lei,
—Ahí estás —dijo la duendecilla—. Creí que quizá había oído mal el nombre cuando lo habéis dicho esta mañana. —Aunque le resultaba difícil evitar ser adorable, tenía la voz seca y adusta—. Tenéis que venir conmigo. Ahora.
—¿Por qué? —Obviamente Daine no creía que debiera confiar en una chica que le había robado el dinero hacía sólo dos días.
—Tenéis que venir y ver —dijo Rhazala—. Se trata de vuestro amigo. El pequeño.
—¿Qué? —terció Lei—. ¿Dónde está?
—Venid a ver —dijo Rhazala. Salió corriendo por la puerta de la taberna y ellos la siguieron.