—¡Abátele! —le gritó Daine a Través, pero el forjado no alzó la ballesta. De hecho, se quedó inmóvil.
—Me temo que esto es entre tú y yo, Daine —dijo el gemelo al tiempo que se levantaba y se encaminaba hacia él—. Tus amigos no pueden ayudarte.
Volviéndose hacia Lei, Daine vio que su cuerpo estaba completamente rígido y su cara carente de expresión.
—¿Qué les has hecho? —dijo, poniéndose en guardia.
—En realidad, soy Monan. Anoche te mentí. Greykell tenía razón. Nos gusta hacerlo sólo para confundir a la gente.
Parecía ajeno a las relucientes armas de Daine. Y con razón. A medida que Monan se acercaba, Daine hizo una arremetida con su espada. El golpe debería haberse clavado en el corazón de Monan, pero el gemelo se movió con una asombrosa velocidad y apartó la hoja con la palma de su mano izquierda. Antes de que Daine pudiera reaccionar, Monan sujetó la hoja con la mano izquierda y golpeó la empuñadura con la derecha, obligándole a Daine a soltarla.
Aunque le sorprendió la velocidad del conversor, los reflejos de Daine estaban afilados después de toda una vida de entrenamiento. Sin la espada, Daine atacó con la daga. Monan golpeó la punta de la daga con la palma de la mano, y la hoja —que podía cortar acero con la misma facilidad que queso— se detuvo de repente.
—Todavía no lo entiendes, ¿verdad? —dijo Monan. Daine logró dar un paso hacia atrás antes de que el conversor pudiera arrebatarle la daga—. Nada de esto está sucediendo en realidad. Físicamente.
—¿De qué estás hablando?
Monan esbozó una sonrisa, la sonrisa sádica de un depredador que juega con su presa.
—Cuando derrotaste a mis aliados anoche, introduje mi espíritu en tu mente. Esto —señaló cuanto les rodeaba— es sueño y memoria. Ahora mismo, estás babeando sobre los adoquines. Dentro de un rato, habré acabado contigo de una vez por todas. Utilizaré tu cuerpo para cuanto satisfaga mis intereses, y después de dejaré pudrir en algún manicomio.
—Estás mintiendo.
—¿Sí? —Monan se llevó la mano a la espalda y cuando Daine volvió a vérsela había una espada en ella, una espada que Daine reconoció al instante—. Mira qué he encontrado aquí. ¿Te acuerdas de esto, Daine? Un regalo de tu abuelo. Y mira qué hiciste con ella.
Hacía mucho tiempo que Daine no se paraba a contemplar la espada de su abuelo, los desperfectos en la hoja y la empuñadura, tanto intencionados como accidentales. Miró la hoja y en ese momento todo cambió. Estaba en el patio de la finca familiar de Metrol. Por un momento, pareció que era de nuevo un niño; las paredes y las puertas se alzaban altísimas ante él. Después se dio cuenta de que él no había cambiado. Pero los edificios sí habían crecido, aumentado de acuerdo con las percepciones de un niño. Su abuelo era muchísimo más alto que él y tenía la maltrecha espada en la mano.
—Mira qué has hecho —dijo él con la voz llena de decepción—. Creía en ti. Sabía que mantendrías el legado y el honor de mi sangre. Y mira lo que has hecho con todo eso.
—Listo —dijo Daine—. Pero ya me he enfrentado a seres como tú antes.
Hizo una rápida arremetida, eludiendo el esperado rechazo y embistiendo, tratando de cerrar la distancia entre ellos. Pero mientras avanzaba, su enemigo retrocedió. Era como tratar de golpear a un fantasma. La criatura que llevaba el rostro de su abuelo se rió y alzó la espada de su familia.
—Me he pasado todo el día en tus recuerdos, Daine —dijo el conversor—. Sé cómo peleas. Pero eso apenas importa. No puedes matarme con la idea de una espada. Como mucho, puedes hacerme retroceder en las sombras unas cuantas horas más.
Era el turno de Monan de atacar, e incluso sus movimientos eran los del abuelo de Daine, que le había enseñado a éste los principios fundamentales de la defensa. Pero eso fue un error. Dailan había sido un maestro en el uso de la espada, uno de los mejores en Khorvaire. Daine recordaba esas sesiones de entrenamiento tan vividamente como su última conversación con su padre. Combinando sus recuerdos del pasado con las habilidades que había adquirido en los años posteriores, era simple cuestión de bloquear cada golpe.
—Es posible que puedas defenderte de mí, Monan, pero no puedes derrotarme con mis propios recuerdos —dijo Daine.
Se estaba poniendo receloso. Monan parecía sorprendentemente dispuesto a hablar de la situación. El conversor podía estar diciendo la verdad, pero también podía estar mintiendo, tratando de desmoralizar a su enemigo.
—Quizá no necesito ganar —dijo Monan—. Quizá sólo tengo que esperar. Con cada minuto que pases atrapado, mi poder crece. Pronto me marcharé, y me llevaré tu cuerpo conmigo. Pero no te preocupes, tendrás todos tus recuerdos para que te hagan compañía. Pronto, tú mismo no serás más que un recuerdo.
Quizá Monan estaba diciendo la verdad, o quizá no, pero esos ataques le estaban pasando factura a Daine. A cada momento, se sentía más indiferente, más distante. Se le estaba haciendo difícil pensar, pero tenía que intentarlo. Lanzó una serie de ataques rápidos como la luz contra el conversor, pero su enemigo no se defendió. Solamente los evitó. Cada guerrero conocía el estilo de lucha del otro a la perfección.
Y entonces Daine tuvo una idea.
Estaba enfrentándose a un oponente mortífero, de gran talento. Sólo le quedaba un arma, que era al mismo tiempo su última defensa y su única oportunidad contra su enemigo. Cada lección que había aprendido, cada instinto que tenía, le decían que su daga era su última esperanza.
La tiró.
Monan estaba preparándose para dar otro paso cuando Daine arrojó la daga. El abuelo real de Daine podría haber sido capaz de bloquear su hoja, pero Daine nunca había tirado un arma en sus sesiones de entrenamiento, y nunca la habría tirado en la vida real. En todos los recuerdos de Daine —los recuerdos que Monan estaba utilizando contra él— no había ningún precedente de ese acto.
La hoja se clavó en el centro de la garganta de Monan. Cayó al suelo de espaldas y la máscara del abuelo de Daine desapareció, dejando a la vista el rostro sin apenas rasgos del conversor. Su espada cayó al suelo y desapareció en el mismo momento que alzó los brazos, tratando de asir la empuñadura de la daga adamantina. Pero no tenía la energía y sus manos volvieron a caer sobre el suelo.
—Sólo… temporalmente… —susurró mirando a los ojos, a Daine.
Monan se desvaneció y el mundo con él.
Daine se despertó en uno de los camastros de su habitación en la Mantícora. Lei estaba sentada a su lado sosteniendo un refulgente cristal en la mano.
—¿Lei? —susurró él.
Ella lo miró y una sonrisa se esbozó en su cara.
—¡Daine! ¡Gracias a los Soberanos!
—Ellos no tuvieron nada que ver —susurró—. ¿Qué… pasó? Tenía la cabeza borrosa y tenía que forzar los pensamientos por entre la bruma.
La voz de Través sonó en algún lugar a su espalda y por encima de él.
—Te desmayaste justo a la entrada de la Mantícora. Te metimos dentro.
—Estaba buscando influencias externas —explicó Lei, señalando el cristal que tenía en la mano—. Pero no percibo nada. ¿Recuerdas lo que sucedió?
—Es Monan. Está en el interior de mi mente. Tengo que encontrar la manera de expulsarlo rápidamente. Si lo que dice es verdad, es solo cuestión de tiempo antes de que recupere su poder y lo intente de nuevo.
Lei frunció el entrecejo.
—¿Un sacerdote? Dicen que los adeptos a la Llama de plata son maestros del exorcismo.
—¡No! —Daine negó con la cabeza—. Sacerdotes, no. Además, esto no es un demonio ni el maligno. Es…, no lo sé. Sus recuerdos…, pensamientos. Pero no estoy hablando con un sacerdote de la Llama.
Lei se encogió de hombres.
—Está bien. ¿Tienes tú alguna idea?
Daine pensó un momento. Después se puso en pie y recogió la vaina de su espada.
—Quizá sí. —Se abrochó el cinturón y agarró su camisa de malla—. ¿Dónde está Jode?
—Todavía no ha llegado —dijo Través.
Eso le detuvo un momento.
—¿Qué hora es?
—Acaba de sonar la séptima campana —respondió Lei.
—Estará de vuelta a la décima.
—¿Adónde vas?
—A seguir una corazonada.
—¿Y qué pasa si te desmayas?
—Entonces supongo que Jode no será el único que haya desaparecido.
Lei le bloqueó el paso.
—Daine, tú fuiste quien nos exigió que nos mantuviéramos unidos.
—Esto es algo que tengo que hacer solo. Créeme. Volveré pronto. La apartó hacia un lado y dio un tirón a su capa mientras salía por la puerta.