La sala común de la Mantícora estaba casi vacía. Dassi, la tabernera, había dado a Daine, Través y Lei una maltrecha baraja de cartas y habían estado jugando a las tres piedras durante una campana.
—Llega una hora tarde —dijo Lei dejando el Rey del Fuego sobre el alquimista.
—¿Y? —dijo Daine. Después de pensar un momento, recogió el Alquimista de Fuego y lo sustituyó por una de las cartas de agua—. Jode ha tratado con darguuls, guerreros valenar, agentes de la Ciudadela. ¿De qué tienes miedo?
—Para empezar, la mayor parte de basiliscos tienen dos ojos. ¿Quién tiene el otro?
—Eso es cierto.
—¿Adónde ha ido?
—Debe haber sido algo que dijo Alina. Recuerdo que en un momento puso una cara rara… ¡Por la sangre de Aureon! No recuerdo qué fue.
—¿Quizá volvió a verla? —Lei sacó una carta.
—Es improbable —dijo Través—. He podido seguirle un rato y se ha encaminado directamente a un ascensor. Se ha puesto en marcha antes de que yo llegara, y cuando ha regresado ya me ha sido imposible seguirle el rastro. —A Daine le pareció que Través estaba ligeramente distante desde que se habían reunido en la Mantícora, pero siempre era difícil interpretar el humor de los forjados.
—¿Crees que volvió aquí? —preguntó Lei.
—No hay modo de saberlo, señora.
—Ya no soy una Cannith, Través —dijo Lei—. Ya no tengo ningún título.
—Tú siempre serás mi señora —dijo el forjado.
Lei sonrió.
—Al menos todavía tengo eso. —Miró sus cartas y después alzó la mirada—. ¿Sabes, Través? Nunca te he preguntado dónde te construyeron.
—Soy parte de la segunda legión, señora, forjado el año del reino 968.
—¡Yo nací ese año! —dijo ella—. La segunda legión… El mismísimo Aaren d’Cannith debió trabajar contigo.
—Nunca he sabido los nombres de mis creadores —dijo Través—. ¿Tiene esto algún interés?
—No lo sé. La esfinge te lo preguntó, ¿verdad? Quizá se refería a eso cuando te preguntó por tus padres.
—Es posible. Y tú ¿has tenido alguna idea sobre tus hermanos?
—No, eso sigue sin tener sentido.
—Y yo todavía no he perdido nada —señaló Daine—. Quizá sólo estaba jugando.
—Es muy posible —dijo Lei—. Pero ¿con qué fin? ¿Contra quién juega?
—A las tres piedras normalmente se juega por dinero —dijo Través—. Y sin embargo estamos jugando sin monedas. ¿No es la satisfacción de la victoria una recompensa suficiente? —Sacó una carta y después inició una cascada, cubriendo la mesa de cartas de agua. Los otros suspiraron y tiraron sus cartas.
Greykell llegó en el mismo momento en que sonaba la quinta campana.
—¡Qué placer veros de nuevo, amigos! —dijo ella, casi asfixiando a Daine con un fortísimo abrazo. Dio la vuelta a la mesa abrazando a cada uno de ellos—. ¿Habéis tenido un día productivo?
—Nadie ha intentado matarnos desde hace una hora —dijo Daine—. ¿Hay noticias de Hugal?
—¿Te refieres a Monan? No, todavía no. Ésa es la razón por la que me he pasado por aquí. Sigo con mis rondas, y aún tengo algunos lugares más que visitar. Me vendría muy bien vuestra ayuda, pero también he pensado que sería una oportunidad para que conocierais a más de nuestra gente.
Daine frunció el entrecejo y dejó las cartas.
—¿Por qué no? La única razón por la que Través no me ha ganado todo mi dinero es porque no tengo dinero.
—Venid a la tienda de la milicia mañana por la noche —dijo Greykell, dándole una palmada en el hombro a Través—. Siempre nos hacen falta buenos jugadores, y te aseguro que mi dinero imaginario es tan bueno como el de Daine.
—Yo creo que me quedaré aquí —dijo Lei—. Estoy tratando de perfeccionar una fórmula alquímica y quiero echarle otro vistazo a la información que tenemos sobre las piedras robadas.
—Oh, venga —dijo Greykell, empujando a la menuda mujer de la silla—. ¡El esplendor de Altas Murallas te espera!
Después de unas palabras más de ánimo, Lei aceptó unirse a la expedición. Través también lo hizo y tomó su inmensa ballesta.
—Todavía hay muchos peligros en esta zona —dijo—. Creo que lo mejor será que sigamos juntos.
—¡Ése es el espíritu! —dijo Greykell. Estudió las marcas que había en el torso de Través—. Segunda legión, ¿eh? «Espada y Acero. Unidos como uno solo».
—Ése era el lema de la legión, sí. La mayor parte de la legión estaba dispersa entre unidades humanas. Yo casi nunca luché junto a los míos.
Greykell sonrió y se encogió de hombros.
—Bueno, pues unido como uno solo con los humanos. —Se dio la vuelta hacia los demás—. Y ahora vamos a buscar a ese malvado gemelo.
Aunque los refugiados cyr conformaban la mayor parte de la población de Altos muros, había llegado al distrito gente de muy distintas nacionalidades. Durante el momento álgido de la guerra, Altos muros había servido oficiosamente como cárcel, un lugar en el que gente de lealtad cuestionable podía ser concentrada. Mientras vagaban por el laberinto de callejones que rodeaba el distrito, Greykell se detuvo con frecuencia para visitar a varias familias o clanes que vivían en decrépitos edificios antiguos. Un patriarca lhazaar insistió en que probaran su estofado frío de pescado, y el que fuera ingeniero de asedios de Karrnath comentó vivamente la ciencia de las fortificaciones con Lei. Greykell parecía conocer a todo el mundo en el distrito, y todo el mundo con quien topaban parecía querer hablar. El tiempo pasó en un borrón de historias de guerra, chismes locales y problemas de salud. Greykell celebró los triunfos y mostró solidaridad con las desgracias. Con frecuencia podía solucionar los problemas de los más miserables. Un hombre sabía que una de las fundiciones de debajo de la ciudad estaban buscando mano de obra. Otro había perdido su trabajo por culpa de un capataz brelish fanático. Pronto quedó claro por qué Greykell le había pedido a Lei que los acompañara. Había aprovechado el talento de Lei como artificiera para convencerla de que arreglara herramientas y muebles estropeados. Tejió una red de conexiones por toda la comunidad, y Daine se quedó impresionado por su conocimiento y su carisma.
Pero no había ni rastro de Hugal.
—¿Esperabas encontrar a Hugal aquí? —dijo Daine. Acababan de salir de una casa habitada por una familia mixta de orcos y humanos de la Marisma de la bruma.
—No —admitió Greykell alegremente—. Pero nunca se sabe con los conversores, ¿verdad? Estoy siguiendo mi camino habitual. Creo que el lugar más probable en el que encontrar a vuestro amigo es arriba.
—¿Haces esto cada día? —preguntó Lei.
—Más o menos. Cuando llegué, había mucha tensión en Altos muros. Los karrn odiaban a los thrane, ambos odiaban a los cyr y todo el mundo odiaba a los Ihazaritas. Eso sigue así, pero la mayor parte de la gente me lo oculta para ser educada. La gente no cambia en un día, pero estamos haciendo progresos. La guerra ha terminado. Y lo que es más importante, ya no somos karrns. Si vamos a quedarnos aquí, tenemos que empezar a pensar en nosotros como gente de Sharn.
—No veo que los brelanders os estén dando la bienvenida con los brazos abiertos.
—No he dicho ciudadanos de Breland. He dicho gente de Sharn. No estoy pidiéndote que te olvides de Cyre, Daine. Sólo quiero que pongas el bienestar de tus vecinos por encima de una nación que no volverás a ver.
Daine frunció el entrecejo. Lo que decía tenía cierto sentido, pero se había pasado los últimos diez años luchando contra brelanders y karrns, y era difícil lograr que esa ira desapareciera en un día. Y a pesar de los meses pasados en las tierras Enlutadas, era difícil aceptar que Cyre hubiera desaparecido para siempre.
—¿Qué piensa el consejero Teral de esto? —preguntó.
—Teral y yo no siempre vemos las cosas del mismo modo, pero ha hecho mucho para mantener unida la comunidad. Trajo a un gran número de supervivientes de las tierras Enlutadas, y fue su oro el que pagó muchas tiendas de la plaza. A mi modo de ver, no nos hace ningún bien simular que Cyre volverá. Pero el embajador Jairen está de acuerdo con Teral. —Se encogió de hombros.
—¿Jairen? ¿Quieres decir que todavía tenemos un embajador?
Greykell asintió.
—Con tantos refugiados en la ciudad, el alcalde decidió permitir que la embajada siguiera abierta. No tiene ningún poder real, pero han ayudado a la gente a encontrar trabajo, buscar a miembros de su familia…, esa clase de cosas. Más o menos lo que yo hago cada día. Sólo que ellos tratan con Karrnath en lugar de las familias de veteranos karrn.
—Mmm.
Greykell se detuvo por un momento.
—Muy bien, ésta es nuestra última parada. Cuidado donde pisáis.
Estaban junto a un viejo edificio de viviendas. La puerta había sido arrancada de las bisagras y no se veía a nadie. Casi todas las ventanas estaban cubiertas con tablones.
—¿Crees que aquí encontraremos a Hugal? —dijo Daine, llevándose la mano a la espada.
Greykell le sujetó la mano y volvió envainar la espada.
—Quizá. Pero lo que he dicho es «cuidado donde pisáis». Los suelos de los pisos superiores han cedido alguna vez. ¿Qué tal tus conocimientos de ingeniería de estructuras, Lei?
Lei se encogió de hombros.
—Llaman a este lugar Puerta de Dolurrh —dijo Greykell, guiándolos por el maltrecho dintel—. Es uno de los enclaves cyr más viejos del distrito. Una tienda en la plaza sería más segura, pero la gente tiene aquí su propia idea de lo que es una comunidad. Ya veréis.
El pasillo apestaba a sudor y orina. Había una anciana demacrada vestida con una túnica en estado de putrefacción en el suelo del atrio, y por un momento Daine pensó que estaba muerta. Cuando la mujer se giró para mirarles, sus ojos estaban vidriosos y contemplativos.
—Sueñolirio —susurró Greykell—. Sólo Aureon sabe cómo se lo permite la gente aquí. —Se encaminó hacia la anciana y la ayudó a levantarse—. Syllia, ¿por qué no vuelves con tu familia?
La anciana se quedó mirando a Greykell sin reconocerla.
—Estoy bien —dijo con la voz quebrada y dubitativa—. Nada me toca aquí.
Daine miró de soslayo a Lei, que se encogió de hombros. Se preguntó si Jode podría hacer algo por la mujer. Lo dudaba. El poder de la Marca de dragón de Jode tenía poco efecto en las enfermedades mentales.
—Ven, Syllia —dijo Greykell tomándola del brazo—. Te llevaremos a casa.
—Siempre dispuesta a echar una mano, ¿eh?
Daine se volvió hacia la nueva voz. Tres personas acababan de entrar de la calle. El que hablaba era un hombre inmenso, casi tan alto como Través. Daine supuso que tenía algo de sangre orca en las venas. Los tres iban vestidos con ropa andrajosa y manchada, y el líder llevaba una porra de madera pulida.
—Sabemos cuidar de nosotros mismos —dijo, y su voz grave pareció bullir de ira.
Hizo un gesto y uno de sus acompañantes dio un paso hacia delante; era un tramoyista, tenía la piel purulenta y parcheada y sus colmilllos tenían signos de podredumbre. Arrancó a Syllia de manos de Greykell y la arrastró pasillo abajo.
—¡Doras! —dijo. Greykell alegremente—. Justo la persona que quería ver. —Caminó hacia el hombre enfadado como si fuera a darle un abrazo, pero Doras movió la porra ante sí.
—Te he dicho ya —dijo— que no te quiero aquí. —Miró de soslayo a Daine y escupió a sus pies—. Ni tampoco a tus patéticos perritos falderos.
Daine dio un paso hacia delante, pero Greykel lo detuvo.
—¿Hay algún problema? —espetó Daine.
Doras empujó a Greykell hacia un lado y dio un paso en dirección a Daine. Era al menos cuatro pulgadas más alto que Daine y estaba muy musculado. El desdén lo rodeaba como una nube.
—Sí, hay un problema. Nuestra patria ha sido destruida. Nuestro mundo podría estar llegando a su fin. Y tú, soldado, tú que fracasaste en tu obligación prometida de proteger a nuestra gente, ¿te atreves a entrar en mi casa y creer que puedes ayudarnos? —Miró a Greykell—. Tú y los tuyos tuvisteis la oportunidad de proteger a la gente. En lugar de eso, vuestra guerra destruyó nuestra tierra. ¿Y crees que puedes arreglarlo ayudando a un hombre a conseguir un trabajo haciendo espadas para los soldados brelish? Me das asco.
—¿Y dónde estabas tú cuando mis hombres morían en la frontera brelish? —dijo Daine. Greykell mantuvo la mano en su antebrazo, reteniéndole.
—Estaba cultivando los campos que daban de comer a tus hombres. Y nunca incumplí mi obligación. ¿Puedes decir tú lo mismo?
El tercer hombre —un esbelto semielfo con unas terribles quemaduras en la piel— dio un paso hacia delante.
—Confiábamos en ti, soldado —dijo—. Y esto…, esto es lo que hiciste por mí. Se acerca el fin. Y vosotros, idiotas sedientos de sangre, abristeis la puerta.
Greykell se colocó ante Daine y alzó las manos.
—De acuerdo, Tenéis razón. Deberíamos haber ganado la guerra. ¿Pero adónde te lleva esa ira, Doras? ¿De qué te sirve?
Por un momento, Daine creyó que Doras iba a golpearla; sus nudillos se volvieron blancos alrededor de la porra. Finalmente, relajó la mano.
—¿Qué quieres? Te dije que no quería volver a verte por aquí.
—Estoy buscando a una persona —dijo Greykell—. Estoy segura de que te acuerdas de Hugal. O de Monan. Cualquiera de los dos me sirve.
—No les he visto desde hace más de un día —dijo Doras con los ojos entrecerrados—. ¿Por qué? ¿Les has encontrado trabajo como actores de calle?
—Te sorprendería —dijo Greykell—. Creo que tienen talento para eso. Pero me preguntaba…, ¿tenían amigos? ¿Otra gente con la que fueran vistos hace poco?
—No. Aquí no hay amigos. Sólo supervivientes.
Greykel puso los ojos en blanco.
—La vida es dura y desesperante. Lo habéis perdido todo. Lo sé. ¿Y sabes qué? También yo lo he perdido todo. Pero creas lo que creas, esto no es el fin del mundo. Sólo tenemos que deshacernos del pasado y abrazar el futuro. Empezar de nuevo.
—Muy inspirador. Pero ¿has estado en las ruinas de Cyre? ¿Has visto lo que ha dejado la guerra? Si hubieras visto lo que yo vi, lo entenderías. Hemos visto el fin, y esto acaba de empezar.
—Bueno, siempre es un placer verte, Doras. Si no quieres vernos aquí, será mejor que nos vayamos. Sólo una cosa más. ¿Conoces a Hila, la costurera? ¿Ha estado por aquí?
Los ojos de Doras eran fríos como piedras.
—No.
—¡Genial! —Greykell tomó a Daine del brazo y tiró de él hacia la calle—. Y por favor, haz algo por Syllia, ¿quieres? No puede seguir así.
Doras no dijo nada.
—¿Qué te parece?
Se había hecho de noche y Greykell los llevaba de vuelta a la Mantícora.
—¿Crees que ese hombre, Doras, trabaja con Hugal? —preguntó Lei.
—Es posible que Doras sea Hugal —dijo Greykell—. Son conversores, ¿lo recuerdas? Pero la verdad, no sé qué pensar.
Conozco a Doras desde hace meses. Es gritón, y la gente de la Puerta de Dolurrh le adora…, pero no lo sé. Le gusta provocar, pero nunca le he visto dar el primer puñetazo en una pelea. Y parecía tener dos buenas manos.
—Ojalá Jode hubiera estado allí —dijo Daine—. Tiene un increíble don con la gente.
Greykell se encogió de hombros.
—Bueno, sin duda parecía sospechar. No me ha parecido que insistir fuera a sernos de ayuda. Mejor volveré en algún momento en el que él no esté, cuando podamos llevarnos a Jode con nosotros.
Daine asintió.
—Esta noche ceno con los Soras en la plaza —dijo Greykell—. Uno de los beneficios de ser una entrometida profesional. Siempre hay alguien celebrando una cena en alguna parte. La Mantícora está a la vuelta de la esquina. ¡Nos veremos mañana! —Abrazó a cada uno de ellos y después desapareció por una de las oscuras calles laterales.
El grupo dobló la esquina y la Mantícora apareció ante ellos. Una figura familiar estaba sentada en el peldaño de la entrada: Hugal o Monan, Daine no lo supo, pero era uno de ellos sin duda. En un instante, Daine tenía sus armas en las manos. Sus compañeros se detuvieron, curiosos, pero no desenvainaron sus armas.
—Hola, Daine —dijo el gemelo—. Parece que tenemos un asunto que resolver.