Través recorrió las calles de Altos muros. Había perdido a Jode en el ascensor. Tenía la esperanza de recobrar el rastro del mediano en los distritos inferiores, pero su talento para rastrear en las llanuras había demostrado tener poca utilidad en la ciudad. Siguiendo las órdenes del capitán, estaba regresando a la Mantícora, y después de la pelea de la noche anterior, lo consideraba el distrito territorio hostil. Cada sombra era una emboscada potencial, cada transeúnte un posible enemigo. En cierto sentido, aquello le parecía un ejercicio relajante. La batalla que habían librado la noche anterior había sido una liberación, una oportunidad de servir a su verdadero propósito. Pero al mismo tiempo, había sido profundamente inquietante. La gente con la que habían luchado eran cyr, la gente que se había pasado la vida defendiendo. Los viejos aliados eran ahora enemigos, los viejos amigos les habían traicionado…, nada tenía ya sentido. Echaba de menos la guerra, cuando la vida era clara: defender a los amigos, matar al enemigo y tratar de no morir. Preguntas fáciles. Respuestas claras. Ya no era así.

Hasta el momento había permanecido junto al capitán. Pues todo su fin era defender Cyre. Través no tenía el mismo nacionalismo que había visto en muchos de sus camaradas soldados. La mayor parte de ellos procedían de familias que habían vivido en Cyre durante generaciones. Muchos habían perdido a seres amados o parientes en las centurias de guerra. Peleaban con un ardiente deseo de venganza contra Breland o Karrnath, querían cobrarse sus pérdidas con sangre. Pero Través no tenía historia familiar. En realidad, no tenía ni sangre. Las fronteras en un mapa, el concepto de nación…, esas cosas no significaban nada para él. Lo que importaba era la forma de un rostro, el sonido distintivo del acento cyrano. Y lo que más importaba eran sus camaradas soldados, los pocos que habían sobrevivido. Cyre podía haber sido destruida, pero Daine, Lei, Jode…, ellos eran su nación, su país. Pero ¿de qué utilidad iba a serles si la guerra había realmente terminado?

Aunque esas preocupaciones atribulaban su espíritu, Través nunca permitía que su concentración descendiera. Una figura enfundada en una túnica había estado siguiendo a Través durante un trecho. El desconocido se esforzaba por no ser visto, se deslizaba por los portales de las casas y las sombras. Con miradas de soslayo, Través no había visto ningún arma, pero no podía arriesgarse. Una sensación de tranquilidad se asentó en su interior, y las dudas de hacía un momento se habían evaporado. Las dudas entre la guerra y la paz ya no eran relevantes. Las líneas de la batalla se habían trazado, y era el momento de la acción.

Través estaba sosteniendo su ballesta y disparó una flecha mientras caminaba, calculando que podía fallar aproximadamente cuatro disparos antes de que el perseguidor se acercara. Pero aquello era la calle de una ciudad, no una zona de guerra a pesar de los acontecimientos de la noche anterior. Había otros transeúntes, la mayoría refugiados cyr. No podía arriesgarse a herir a alguien con una flecha perdida. Través disminuyó la tensión de la ballesta y se deslizó en el siguiente callejón y para desaparecer en un charco de sombras.

Un momento después apareció el desconocido con el rostro oculto tras una maltrecha túnica de piel aceitada. La figura encapuchada entró en el callejón, mirando precavidamente a ambos lados. Se movía con la elegancia de un depredador, pero incluso un depredador puede caer presa por un cazador más grande.

Través surgió de las sombras tras su perseguidor. Había dejado su ballesta y sacado su mayal, y con un diestro movimiento envolvió el cuello del desconocido con la cadena. Tenía una mano en el mango cubierto de hierro del arma y el otro en la cadena, cerca de la bola con púas.

—Si presentas la menor amenaza, te partiré el cuello —dijo Través—. ¿De acuerdo?

—No tengo necesidad de respirar, hermano. —La voz era grave y femenina…, y claramente de un forjado—. Y si hubiera sido mi intención ser una amenaza, no estaríamos manteniendo esta conversación.

Tras pensarlo un momento, Través soltó a su perseguidora. Disminuyó la presión de la cadena y apartó el arma de su cuello, pero dejó suelta la cadena, lista para atacar. Ella giró la cara hacia él con las manos bien a la vista.

Las forjadas eran una rareza. Los forjados eran esencialmente inorgánicos, y si bien los diseños variaban ligeramente dependiendo de la función del forjado, la funcionalidad era el primer objetivo. Través nunca había conocido a un forjado de apariencia femenina, pero había conocido a otros forjados con voz y personalidad femeninas. Quizá los magos-creadores que construían los forjados consideraban que era una apariencia mejor para su especialidad militar, o quizá era sólo una rareza de una artificiera que quería dejar su inarca en el forjado que había creado. Aquella forjada era más pequeña que Través y de complexión ligera. En ciertos aspectos, a Través le recordaba a Lei. Había hecho un excelente trabajo ocultando su armadura bajo la suelta ropa de la túnica. Una capucha y un pañuelo de lana ocultaban su cara, e incluso Través la había tomado por un refugiado abrigado contra la frecuente lluvia. Pero no era posible confundir el tacto de metal y madera con que había rozado la cadena de su mayal al rodear el cuello.

—¿Qué quieres? —dijo, dejando que la cadena de su mayal girara lentamente—. ¿Por qué me llamas «hermano»?

La voz de la forjada era tan fría e impávida como la de Través. Si se sintió amenazada por el mayal, no lo mostró.

—Tenemos los mismos padres. Nacimos en el mismo útero. ¿No nos convierte eso en hermanos?

—No somos criaturas de carne y hueso. Dos espadas hechas por el mismo herrero nos son hermanas.

—Si pudieran hablar, tal vez no dijeran lo mismo.

Se quitó el pañuelo de la cara, dejando a la vista rasgos de mitral cubiertos de esmalte azul. La lámina de su cara era el modelo estándar utilizado para los forjados cyr, pero en proporción a su cuerpo más pequeño. Aparte del color, era totalmente como la cara de Través.

—Puedes creer lo que quieras —dijo—. Mi arma nunca me ha hablado. ¿Qué quieres?

—La pregunta es qué quieres tú. ¿Por qué sigues entre esas criaturas de carne?

—Fui construido para defender a los cyr, y eso sigo haciendo. —Algo en la desconocida hacía sentir incómodo a Través. La voz femenina era rara, y a pesar de que no iba armada, Través no podía reprimir la sensación de que era peligrosa.

—Fuiste construido para servir. Eres una espada, te compraron y pagaron por ti. Pero a diferencia de una espada, tienes voz. Puede escoger tu destino, y ahora ha llegado el momento de escoger. La guerra se está acabando. Embajadores y príncipes firman tratados. Una vez resuelvan sus diferencias, ¿qué crees que harán con nosotros? ¿Quién quiere mirar una espada mientras trata de celebrar la paz?

Través recordó las palabras de la esfinge, la mención a su familia. ¿Era a eso a lo que se refería?

—¿Sabes quién me creó? —preguntó.

—Un humano u otro. ¿Importa eso? ¿Con quién tiene más que ver una espada, con otra espada o con el herrero que la forjó?

—Quizá no sea el metal, sino el fin —dijo—. Un herrero no puede pasar su sangre a sus creaciones, pero les da forma con sus sueños.

—¿Has tenido alguna vez un sueño? —La forjada dio un paso hacia delante y Través retrocedió para mantener la distancia entre ellos—. Para una criatura de carne, un sueño es algo trivial, una fantasía ociosa que llega de noche. Nosotros no dormimos nunca. Pero algunos de nosotros compartimos un sueño, un sueño forjado en el coraje y el deseo. Únete a nosotros. Ayúdanos a forjar un nuevo futuro, un lugar para nuestra gente.

—Yo tengo un lugar —dijo Través. Deslizó el mayal en la funda de su espalda y recogió su ballesta.

La forjada inclinó la cabeza.

—Muy bien. Pero ten en cuenta mis palabras, y te sugiero que las recuerdes. Cuando la paz finalmente se imponga, ¿será la espada la amiga de alguien? —Se subió el pañuelo para cubrirse la cara—. Volveremos a vernos. La forjada dio un paso hacia atrás y al cabo de un instante había desaparecido. Su agilidad era impresionante. Sin duda había querido que Través la viera cuando le seguía, y él se preguntó si le habría espiado en otras ocasiones.

Mientras caminaba hacia la Mantícora, pensó en lo que había dicho. ¿Tenía razón? ¿Era aquélla la familia de la que Llamaviento había hablado? ¿O la esfinge tenía en mente algo más específico, el fin de dos espadas forjadas por la misma mano y no solamente por la misma forja?

Pero esos pensamientos no le preocuparon mucho tiempo. Era un forjado. Sus compañeros le necesitaban. Escudriñando la multitud en busca de Jode, siguió recorriendo las calles de Altos muros.