—Bueno, sin duda esto lo ha aclarado todo —dijo Daine, dándole una patada a una piedra. Cuando salieron del templo, la ogra no estaba en ninguna parte. Los habitantes de la Puerta de Malleon estaban empezando a despertarse. Grupos de duendes se encaminaban hacia los talleres, y calle arriba unos cuantos chinches peleaban en un pórtico—. Se supone que Lei y Través van a mantener una reunión familiar, deberíais empezar a buscar cómo llegar allí, y yo tengo que repararme para sufrir una gran pérdida. Y tenemos tres días para aclarar todo esto antes de que nos encontremos de patitas en la calle.

—No sé —dijo Jode—. Diría que ha valido la pena. ¿Cuándo viste una esfinge por última vez? Me pregunto si participa en las carreras.

Lei había agarrado el bastón de maderaoscura de manos de Través, y ambos estaban caminando en silencio. Ella volvió a hablar aunque sus pensamientos parecían distantes.

—No lo creo. Cuando yo estudiaba en Sharn, recuerdo que oí una historia acerca de una expedición a Morgrave que trajo una esfinge a la ciudad.

—¿De dónde procedía? —preguntó Jode—. ¿Droaam?

—Creo que de Xen’drik.

Xen’drik era un continente del sur, una tierra de secretos y misterios. Daine nunca había estado allí, pero sabía que se decía que era la patria de los elfos y la sede de una antigua civilización de gigantes que había sido destruida milenios antes del auge de la humanidad.

—Un grupo de exploradores la encontró en la jungla —prosiguió Lei—, o ella los encontró a ellos, depende de cómo lo mires. Según oí, la esfinge dijo que esperaba a los exploradores y que regresaría a Sharn con ellos. Ellos se la llevaron porque uno no se encuentra con una esfinge cada día. Se supone que la tenían escondida en la universidad, hablando con sabios sobre Xen’drik. Nadie dijo nunca nada acerca de un templo en la Puerta de Malleon. Eso seguro.

—De modo que crees que deberíamos darle cierta importancia —dijo Daine.

—No lo sé. Sabía que estamos aquí. Sabía quiénes somos. Y el tío Jura parecía tomársela en serio, por la razón que fuera.

—La ogra no estaba allí cuando nos fuimos —dijo Jode.

—Sí, creo que todos nos dimos cuenta de eso —dijo Daine.

—Sólo me preguntaba si habíais visto a un minotauro hembra antes. ¿Es fácil distinguir los dos sexos?

—No lo sé. ¿Por qué?

—No importa. Estoy seguro de que no es nada.

Daine empezó a protestar, después miró calle abajo y las palabras murieron en su garganta. Tres guerreros trasgos estaban dispuestos en la calle, todos con la armadura de piel tachonada propia de Darguun. Mirando de soslayo por encima del hombro, vio a un chinche y dos trasgos más entrando en la calle a su espalda.

—Esperad —dijo en voz baja. Sus compañeros se detuvieron en mitad de la marcha y formaron un círculo para protegerse las espaldas—. ¡Tsash Ghaal’dar! —gritó Daine a modo de saludo en lengua duende—. Fuerza a vuestros brazos.

Los trasgos parecieron un tanto sorprendidos de oír su lengua. Uno de los guerreros que estaba al frente dio un paso hacia delante. Los trasgos estaban entre los pequeños duendes y los inmensos chinches en altura y fortaleza. Aunque carecían de la fuerza inhumana de los chinches, los trasgos eran duros y rápidos. Aquél no era uno de los trasgos más grandes con los que Daine se había enfrentado, pero se movía con una elegancia siniestra. Había decorado su armadura negra con bandas moradas. Un raro diseño, pero no era aquello lo que inquietaba a Daine. El trasgo llevaba una pesada cadena tachonada con pinchos. Un maestro cadenero. Daine maldijo entre dientes. Había luchado contra maestros cadeneros darguul antes, y no era un recuerdo agradable.

—¿Qué os trae por aquí, extranjeros? —dijo el trasgo.

—Yo podría preguntar lo mismo, maestro cadenero —dijo Daine, aún en la lengua duende. Había servido con darguuls antes y después de unirse al ejército de Cyre, y sabía que esos cinco estaban buscando pelea. Pero tenía muchas maneras de ponérselo difícil—. Ésta no es la tierra de Ghaal’dar. ¿Qué os trae a una ciudad de hombres?

—Vuestro fracaso, desterrados. Con vuestra tierra destruida, los otros humanos han declarado un alto el fuego. No hay guerra en el norte, de modo que hemos venido aquí. Quizá podáis pagar por los errores de vuestro país.

Daine sintió que su ira crecía.

—¿Quién fracasó primero? Nuestro mayor error fue confiar en el honor de Ghaal dar. Vuestros ancestros fueron pagados para proteger la nación de Cyre, y os volvisteis contra quien confiaba en vosotros.

El trasgo mostró sus dientes y puso a girar el extremo de su cadena. Pero como esperaba Daine, los otros guerreros permanecieron más atrás. Daine había convertido aquello en una discusión entre los dos, un duelo de honor. De un modo u otro, el líder tenía que enfrentarse a Daine antes de que los demás lo apoyaran.

—Siempre fue nuestra tierra —dijo el maestro cadenero—. Los vuestros nos la robaron hace mucho tiempo. ¡Nuestro rey ha reclamado lo que era nuestro por derecho!

Los otros guerreros asintieron, pero Daine había previsto esa respuesta.

—Mis ancestros reclamaron esta tierra con el fuego y la espada, y los ghaal’dar huyeron de ellos. ¿Es la traición la única forma en que podéis recuperarla?

El trasgo siseó y lanzó la cadena hacia delante, pero Daine estaba preparado. Con un movimiento, dio un salto por encima de la cadena y embistió contra el trasgo con su espada y su daga en las manos. Retrocediendo para mantener a Daine a distancia, el trasgo se cambió de mano la cadena y ésta salió disparada de nuevo, golpeando la espada de Daine y arrojándola al aire. Pero Daine se había enfrentado a maestros cadeneros antes, y esperaba ese movimiento. Había perdido la espada, pero atacó con la daga y la hoja adamantina cortó los eslabones de acero como si fueran tela. Un segundo corte dejó el suelo de la calle cubierto de eslabones con pinchos y el guerrero quedó sosteniendo un pequeño pedazo inofensivo de cadena.

Daine alzó la punta de la daga y la mantuvo ante el trasgo mientras se agachaba para recoger su espada y liberarla de la cadena en la que estaba enrollada.

—Espero que esta vez tengas el honor de admitir tu derrota —dijo Daine sonriendo.

Quizá fuera la sonrisa. Quizá había sobrestimado el honor de los trasgos de Ghaal’dar. Comoquiera que fuese, Daine se dio cuenta de que había llevado las cosas demasiado lejos. El trasgo lanzó los restos de su maltrecha cadena y Daine se apartó, dando un paso al lado, y su oponente desenvainó una espada dentada.

¡Shaarat’kor! —gritó. Aquello hizo que sus compañeros entraran en acción. Los guerreros rodearon a Daine y sus aliados en busca de una apertura.

—¡Alerta! —dijo Daine, poniéndose en guardia y esperando la carga.

Pero el ataque nunca tuvo lugar. Una aguda voz femenina gritó algo en duende e interrumpió la batalla.

—¡Déjale en paz, Jhaakat! ¡Déjale a menos que quieras beberte tu sangre!

El trasgo soltó un bufido, pero se detuvo y miró por encima de su hombro al origen de la voz. Daine también miró de soslayo y tuvo que parpadear de asombro. La voz era de la duendecilla que había conocido en el ascensor de Den’iyas, la ladrona que le había robado la cartera.

—¡Lárgate, chica! —le espetó el trasgo—. Esto es asunto de Ghaal’dar. No es lugar para gente de ciudad que hace demasiado que ha perdido contacto con nuestras tradiciones.

—Estás en mi casa, Jhaakat, y tú no conoces nuestras tradiciones. Sabemos la mala idea que es beber korluaat envenenado, pero he visto a no pocos darguuls cometer ese error. Además, el Ojo de Piedra quiere verle. Quizá tú puedas explicarle el retraso.

Jhaakat pareció desconfiar de aquello. Los demás trasgos bajaron las armas y dieron un paso atrás.

—Está bien —dijo el trasgo—. Llévatelo. —Miró a Daine, escupió al suelo, se dio la vuelta y se marchó.

—Daine —susurró Lei—. Yo no hablo duende. ¿Te importaría explicarme qué está pasando aquí?

—Estoy tratando de hacerme una idea —dijo él. Miró a la duendecilla—. Parece que es más de lo que parece a primera vista —dijo en la lengua común de Galifar—. Supongo que tengo que darte las gracias por ayudarnos. No estoy acostumbrado a ser rescatado por ladrones.

Mirándola ahora, estaba claro que la duendecilla había estado fingiendo en el ascensor. Daine recordaba haber oído que los duendoides, que no vivían demasiado, maduraban más rápido que los humanos, y estaba claro que aquello de que «Sólo quería ver el cielo» había sido una actuación. Había creído que tenía unos seis años, pero su mirada tenía la concentración de un adulto joven.

—Me salvaste en el ascensor —dijo en la lengua de Galifar. Tenía la voz tan infantil y dulce que era difícil tomarla en serio—. Y me diste todo ese dinero. Era lo menos que podía hacer.

—Yo no te di exactamente ese dinero.

—Lo sé…, pero lo tenías colgando ahí. Y me viste. —Miró a Jode, que esbozó una sonrisa—. Creía que no querías dármelo delante de los guardias.

—¿Qué acabas de hacer? —preguntó Lei—. ¿Quién eres?

La duendecilla escudriñó a Lei.

—Soy Rhazala. Esos idiotas darguuls duermen en el hostal de mi padre, así que saben que no deben contrariarme. Y les he dicho que alguien importante quiere veros.

Daine asintió.

—Gracias, Rhazala. Como supongo que ya no tienes el dinero, será mejor que nos sintamos en paz y sigamos con nuestro camino.

—¡No podéis hacer eso!

—¿Por qué no?

—Os lo he dicho. Alguien importante quiere veros.

—¿No te lo estabas inventando?

—Uno no bromea con el Ojo de Piedra. Si no venís, no sé qué me hará.

Daine suspiró y miró a los otros tres.

—Bueno, supongo que lo que tenemos que hacer puede esperar unos minutos. ¿Qué os parece?

Los tres asintieron.

Él se volvió a Rhazala.

—De acuerdo. Guíanos.

La gente de la Puerta de Malleon parecía conocer a Rhazala. Muchos la saludaban cuando pasaba junto a ellos. Otros apartaban la mirada o ignoraban estudiadamente a la chica y sus compañeros de viaje. Mientras se adentraban en el distrito, empezaron a ver más estatuas: un guerrero trasgo con armadura y el mayal roto por la mitad del mango; un airado chinche sin un brazo; un par de duendes cubiertos de moho y orín.

—Os daré una pista de lo que es el Ojo de Piedra —murmuró Jode, y se tocó un ojo y después señaló una de las estatuas.

—¿Una medusa? ¿Tú crees? —Daine frunció el entrecejo—. Pero la duendecilla ha hablado de él en masculino.

—Oyes demasiadas historias. ¿De dónde crees que salen las pequeñas medusas? ¿De huevos de fénix?

—Maravilloso.

Rhazala se detuvo en un viejo edificio medio en ruinas, una taberna con tablones en las ventanas que parecía haber sido abandonada hacía siglos. Había dos puertas, una del tamaño de los duendes, los gnomos y los medianos y otra que podía servir hasta para un ogro. La duendecilla dio una complicada serie de golpes en la puerta más grande y un instante después ésta se abrió. Rhazala entró y les hizo un gesto para que la siguieran.

Los guardias de la puerta eran altos y fuertes humanoides cubiertos de pieles harapientas y agujereadas. Tenían unas orejas largas caninas y unos ojos verdes refulgentes, y grandes hocicos llenos de dientes afilados. Gnolls, supuso Daine, aunque nunca había visto uno antes. Los gnolls eran procedentes de la tierra de Droaam, al oeste. Droaam era también el hogar de las arpías y los trolls, y de acuerdo con viejas leyendas, éstos eran sus menores horrores. Se decía que los últimos hombres lobo moraban en las profundidades de los bosques de Droaam, y las áridas montañas de Byeshk eran el hogar de medusas, basiliscos y otras horribles criaturas. Un gnoll podía ser equivalente a un chinche, quizá no tan inteligente, y la presencia de los gnolls permitía entrever los mayores horrores que había en el interior del edificio.

Rhazala intercambió algunas palabras con los guardias de la puerta en un idioma que Daine no conocía. Después del intercambio de gruñidos y gemidos, los guió hacia las interioridades de la vieja taberna. La sala común del lugar había sido transformada en barracones. Gnolls, duendes e incluso algunos ogros estaban sentados en camastros esparcidos por todo el suelo, afilando armas y contando historias y chistes. Rhazala los guió a través de la sala común hasta la cocina y lo que debieron ser las habitaciones del tabernero. Una solitaria figura se erguía ante un pequeño santuario construido con raros huesos que no eran de humano. El desconocido, cubierto con una larga capa con capucha de lana verde, les estaba dando la espalda. La capucha pareció moverse un poco cuando entraron, y a pesar del estruendoso parloteo de la sala común, Daine oyó un siseo.

—¿Señor de kasslak? —dijo Rhazala—. Les he traído.

El desconocido se irguió y se dio la vuelta. Tenía la capucha bajada para cubrirse los ojos y la parte superior de la cara, pero Jode había acertado. Allí donde podía verse la piel de Kasslak, estaba cubierta de escamas de cobre y unas cuantas víboras salían de entre los pliegues de la capa. Daine y los demás bajaron la mirada, y él se llevó la mano a la empuñadura de la espada.

—No es necesario que desenvaines tu espada. No quiero haceros daño…, ahora —dijo la medusa. Su voz era suave y sibilante.

«¿Puede ver a través de los ojos de sus serpientes?», se preguntó Daine. Nunca había pensado en la relación entre una medusa y su ejército de serpientes.

—Me alegro de oír eso —dijo Daine.

—Por favor, sentaos. —La medusa señaló las sillas esparcidas en la habitación—. Soy Kasslak. Me temo que no conozco vuestros nombres.

Daine se sentó.

—Yo soy Daine, y mis compañeros son Lei, Jode y Través.

—Un placer —dijo Kasslak, inclinando la cabeza cubierta con la capucha—. Rhazala, puedes quedarte, pero cierra la puerta, por favor. —Se encaminó hacia un escritorio colocado contra la pared meridional y ojeó ociosamente unos cuantos pergaminos mientras hablaba—. Sharn fue construida por las manos de los duendes, y la Puerta de Malleon ha sido su hogar durante centurias. Los duendes han sido maltratados durante mucho tiempo por los humanos y sus primos, pero de todos modos se ha alcanzado cierto equilibrio. Eso cambió con el auge de Darguun, pues los más grandes y más fuertes duendoides emergieron de las fortalezas de sus montañas y se esparcieron por la tierra. Los darguuls tienen sus propias tradiciones, y durante las últimas décadas el equilibrio de poder se ha perdido.

—¿Y dónde encajan las medusas en esta historia? —dijo Daine—. No soy un sabio, pero no creo que seas parte de ese mismo árbol familiar.

—Paciencia. —Una serpiente miró desde la cogulla y siseó—. Si los darguuls proceden del este, los de Droaam procedemos del oeste. Desde antes de la era de Galifar hemos sido considerados monstruos, y es cierto que nuestra historia ha sido una historia de violencia y derramamiento de sangre. Pero esto ha cambiado en el último siglo. Mientras la guerra desgajaba las naciones, las Hijas de Sora Kell llamaron a la unidad y reunieron a todos los señores de la guerra bajo una sola bandera. Las Hijas vieron una gran promesa en el comercio con vuestra especie, y ciertamente muchos de vuestros pueblos buscaron a nuestros guerreros por su fuerza en la batalla.

Daine podía dar fe de eso. Aunque él había luchado sobre todo en el sur, había oído historias de irregulares ogros luchando en el frente occidental, y no eran historias agradables.

—Pero tenemos mucho que ofrecer además de nuestra fuerza en la batalla. Las Hijas nos han mandado al este para trabajar para las casas portadoras de la Marca de dragón y forjar nuevos vínculos entre nuestras naciones.

—¿Y eso nos implica a nosotros de alguna forma?

Dos serpientes sisearon al mismo tiempo, pero la voz de Kasslak siguió tan tersa y carente de emociones como hasta entonces.

—Ogros, trolls trasgos, chinches…, hay fuego en la sangre de estas razas, y el conflicto está en su naturaleza. Pero no sirve a nuestros fines luchar entre nosotros. La Guardia de Sharn ha abandonado hace mucho tiempo esta área, pero alguien tiene que mantener el orden. Ése es mi papel. Si hay problemas en el distrito, quiero conocer su origen y ver si puedo ponerles punto final.

Daine empezó a ver adónde conducía aquello.

—Bueno, es muy amable por tu parte. Y no creas que no lo agradecemos. Pero esos darguuls sólo estaban buscando problemas. No creo que haya nada raro en eso.

—Tampoco yo. Pero la Guardia de Sharn entró en el distrito en busca de vosotros, la primera vez en tres años que han puesto los pies en la Puerta. Y tengo entendido que entrasteis en el templo en ruinas. Pero estáis aquí…, vivos.

—¿Es una sorpresa?

—Veo lo poco que sabéis de la historia de nuestra casa. Eso podría explicar por qué fuisteis al templo. En todo caso, quisiera conocer qué tenéis entre manos con la Guardia, y si debo esperar su regreso. También quiero saber por qué entrasteis en el templo en ruinas y cómo lo hicisteis para sobrevivir a la experiencia.

—Y a mí me gustaría un anillo mágico que haga realidad los deseos —dijo Daine.

Las serpientes de la medusa sisearon airadas, pero la duendecilla se rió. Kasslak se incorporó y caminó hacia Daine.

—¿Estás negándote a contestar?

Daine respiró hondo, se levantó y se encaró a Kasslak, perfectamente consciente de la mirada mortal que había tras la delgada capucha.

—Es bueno que trates de mantener este sitio bajo control, y me alegro de que no tuviera que manchar mi espada con sangre de trasgo en la calle. Pero no puedo responder tus preguntas. No sé por qué la Guardia quebrantó las reglas y entró aquí en mi busca. Te lo diría si lo supiera. Por lo que respecta a lo sucedido en el templo…, diría que lo sabes perfectamente sin necesidad de preguntar.

Se produjo una larga pausa. Daine casi sentía los ojos de la medusa fijos en él al otro lado de la capucha verde, y se preguntó si podría desenvainar la espada y atacar antes de que Kasslak pudiera quitársela. Entonces la medusa soltó aire con un largo siseo.

—Podéis iros. Rhazala se asegurará de que lleguéis sanos y salvos a la salida.

Daine se giró hacia la puerta y después se detuvo.

—Kasslak… —dijo—. ¿Tienes basiliscos?

—Los basiliscos son criaturas peligrosas —dijo la medusa—. ¿Para qué iba a querer uno?

—Sólo me preguntaba si había desaparecido un basilisco por aquí hace unas tres semanas —dijo Daine—. O al menos, uno de sus ojos. De todos modos, si quieres hablar de ello, te sugiero que pases por la Mantícora, en Altos muros. Nosotros no vamos a volver aquí.