Hacía ya mucho que la noche había caído. Las sombras se alargaban sobre la mesa puntuadas por charcos de luz procedentes de las antorchas de fuego frío mientras regresaban a la Mantícora. Través se había colgado la ballesta en la espalda y llevaba en la mano su largo mayal. La cadena se balanceaba levemente mientras caminaba. El movimiento le parecía relajante, constante, predecible.
—Ha sido agradable ver esas caras amistosas —dijo Lei.
—Alguna demasiado amistosa, para mi gusto —gruñó Daine.
—No estoy muy seguro de eso —dijo Jode.
—¿Qué quieres decir?
—Hugal… había visto a Rasial antes. Estoy seguro. Le estaba observando y sin duda tuvo una reacción.
—Interesante —dijo Daine—. Le buscaremos por la mañana. Través, ¿estás bien? No has dicho una palabra en toda la cena.
Través alzó el mayal haciendo que la cadena girara sobre el mango.
—No había mucho que decir, capitán. Aunque me han sorprendido las palabras de Greykell. Si cree que es un error que lleves el uniforme porque es un símbolo de la guerra, ¿qué voy a hacer yo? —Través había sido construido para servir en el ejército cyrano, y los símbolos de ese servicio estaban grabados en su pecho—. La guerra es mi fin. Si el mundo debe olvidar la guerra, ¿qué lugar queda para mí?
Ni siquiera el normalmente elocuente Jode tuvo una respuesta para eso.
—Tu lugar está con nosotros —dijo Lei.
Través inclinó la cabeza para agradecer la idea. Pero él no estaba tan seguro. Oyó las palabras de la desconocida resonando en su mente: «¿Eres sólo un arma sin valor cuando no hay sangre que derramar?».
Siguieron la calle por la acentuada curva que formaba el muro de la torre central. Al otro lado, había seis personas esparcidas por la calle. A la escasa luz parecían todas humanas, aunque tenían los rostros ocultos tras maltrechas capas y capuchas. El hombre que estaba en el centro se echó atrás la cogulla. Era Monan, o tal vez Hugal. Través se había dado cuenta de que ambos tenían algunos pocos gestos propios; Hugal parecía hablar con más frecuencia y más rápidamente, y Monan no paraba de moverse. Con el tiempo, estaba seguro de que podría distinguirlos. Pero con un solo vistazo, no pudo determinar a cuál de los dos tenía delante.
—Supongo que ahora podremos tener esa charla —dijo Daine.
Las seis figuras dieron un paso adelante. Monan blandía un largo cuchillo y una mujer joven tenía las manos extendidas como si fueran armas. Través vio que en la punta de los dedos tenía unas garras largas y curvas.
—¡Atrapadlos vivos si podéis! —gritó Daine.
Al tiempo que Monan embestía contra Daine, la mujer y otro desconocido cargaron contra Través. Éste alzó su mayal y adoptó el estado de conciencia propio del combate: dejó a un lado toda emoción y pensamiento para confiar en los instintos guerreros que eran parte de su ser.
Dos enemigos.
Un varón humano.
De mediana edad.
Con sobrepeso.
Rasgos retorcidos por la ira, pero sin armas aparentes.
Ningún rastro de herramientas místicas o componentes que distinguen a un artificiero o un hechicero.
Ése.
Hembra humana.
Joven.
Atlética.
Garras.
Dos.
Través no se interrogó por la presencia de sus garras. Simplemente evaluó la amenaza que presentaban. Iba armada, y por el momento parecía el mayor peligro.
El capitán les había pedido que los tomaran vivos. El mayal de Través ya estaba listo, e incluso la mujer se tuvo que agachar cuando hizo girar su arma en un arco bajo. Envolviendo sus tobillos con la cadena, dio un fuerte tirón. Ella cayó de espaldas con un gruñido y se golpeó la cabeza contra el suelo. Través ya estaba avanzando en el momento en que ella caía, golpeando con el mango del mayal. Pero cuando la golpeó en la cara, sintió un dolor agónico en el hombro.
En menos de un segundo repitió la escena en su mente, revivió el ataque…
Mientras él se encargaba de la joven, el hombre había lanzado la cabeza hacia delante y soltado un torrente de bilis, un río de ácido que ahora se estaba comiendo la superficie metálica y el compuesto del hombro de Través.
Través no era una criatura de carne y hueso. No gritó, pero sintió el dolor, una terrible quemazón que le advirtió de la herida que había sufrido.
Las prioridades habían cambiado. El hombre gordo era a fin de cuentas una amenaza, y era imposible saber qué otros poderes tenía. Través liberó la cadena del mayal de las piernas de la mujer y lo alzó al tiempo que el hombre que escupía ácido le embestía.
Su atacante respiró hondo. Través se agachó y volvió a golpear con su mayal. El hombre abrió la boca…
Y se convirtió en piedra.
El hombre se movía y un segundo más tarde era una estatua de granito. Todavía había un rastro de bilis en sus labios, y el ácido empezó a corroer la piedra.
La mujer con las garras se estaba poniendo en pie. Juzgando que tenía dos o tres segundos, Través miró de soslayo su hombro. Lei estaba en el suelo, peleando con una anciana. A juzgar por la ira de su cara, estaba claro que la vieja bruja era mucho más fuerte de lo que parecía. Al principio de la batalla.
Través recordó haber visto que tenía las manos envueltas en trapos. Ahora tenía una de las manos descubiertas y Través vio una mancha en su palma, una cicatriz o un tatuaje que parecía un gran ojo de reptil.
—Través, ¡cuidado! —gritó Lei—. ¡No le mires la mano izquierda!
Identificada la amenaza, estaba claro lo que debía hacer. La mujer de las garras se había puesto en pie y le estaba atacando. Través lanzó su mayal contra ella. Ella esquivó ese patoso ataque con facilidad, pero le dio a Través tiempo suficiente para girarse y asir con fuerza y levantar a la vieja bruja. Su fuerza era sobrenatural, pero Través tenía los músculos de acero y piedra. Mientras la mujer con garras corría hacia él, Través se dio la vuelta, levantó la mano de la mujer como si fuera un escudo y un segundo después había una segunda estatua en mitad de la calle, con las garras extendidas en mitad de un frenesí inmóvil.
—¡Ayuda a los demás! —gritó Través a Lei. Peleó con la vieja, y lentamente consiguió unir sus manos. Ella silbó airada y redobló su resistencia. Través puso uno de sus inmensos pies de metal sobre uno de los pies mal calzados de la vieja. Ella jadeó, sus ojos se abrieron de pánico y él llevó su mano izquierda ante su cara. La anciana se convirtió en piedra, congelada para siempre mientras miraba su tercer ojo.
Daine no conseguía hacerse a la idea de atacar a otro cyrano, por muy raro que pareciera ser. Monan no tenía esos escrúpulos, y atacó a Daine con su largo cuchillo. Daine desvió el golpe, pero mientras lo hacía sintió un dolor terrible cruzándole la espalda. Dio un paso al lado para alejarse de Monan y se dio la vuelta. Un mugriento enano con una feroz luz en los ojos estaba justo detrás de él. Tenía sangre en las manos, unas terribles garras que salían de sus dedos y una extraña y retorcida musculatura en los brazos.
—¡Llama! —maldijo Daine, esquivando otro de los ataques de Monan—. ¿Qué sois?
Monan se rió y ambos enemigos atacaron. Apretando los dientes para tratar de aliviar el dolor de la espalda, Daine mantuvo a raya al enano al tiempo que daba una poderosa patada. Golpeó el pecho de Monan, y el gemelo retrocedió dando tumbos, lo que le dio a Daine el impulso para centrarse en el enano. Su enemigo se movía con una velocidad antinatural, golpeó la mano de Daine y le hizo soltar la espada. El enano insistió y atacó las piernas de Daine con las garras.
Daine jadeó y cayó al suelo sobre una rodilla. Aunque no soportaba la idea de atacar a uno de los suyos, no había otra elección. El enano le rajaría de arriba abajo. Con la mano que tenía libre, Daine agarró lo primero que pudo, la barba del iracundo enano. Tiró de ella tanto como pudo, y esa inesperada indignidad hizo que su enemigo perdiera el equilibrio. Mientras el enano caía de bruces, Daine recuperó su daga y se la clavó en la garganta. Con un gorjeo, el enano cayó mientras intentaba sin éxito arrancarse la daga con las garras.
Mientras Daine se ponía en pie, Monan se lanzó sobre él. Ahora Daine estaba totalmente desarmado. Esquivó el cuchillo de Monan y buscó con la mirada su espada. Monan siguió riéndose, y el sonido pareció repetirse en la mente de Daine, una reverberación sobrenatural que ahogó todo su pensamiento natural. Su visión se emborronó y pareció que había una docena de Monans danzando ante él.
Un cuchillo atacó y lo único que pudo hacer fue interceptarlo con el antebrazo. El dolor le recorrió todo el cuerpo. El cuchillo refulgió a la luz del fuego frío, y Daine supo entre la marea de risa que el fin estaba cerca.
Una sombra pasó volando. La estatua de la anciana golpeó a Monan y le derribó al suelo. Se oyó cómo un hueso se partía. Tratando de mantenerse en pie, Daine vio que Través se acercaba. El forjado había arrojado a su enemiga petrificada contra Monan.
Mientras la cabeza de Daine empezaba a aclararse, aferró el cuchillo de Monan y le puso el pie en el pecho. Lei, Través y Jode les rodearon.
—Es el fin, Monan —dijo Daine—. Dime de qué va todo esto y te llevaré a un sanador.
Monan siguió riéndose, pero tenía la boca llena de sangre.
Daine le dio una fuerte bofetada. Sujetó a Monan por el cuello y le mostró la daga.
—No me obligues a hacerte daño, Monan.
El gemelo volvió a reírse, esta vez con la voz algo más débil.
—Soy Hugal —susurró, y entonces la mente de Daine explotó.
Daine retrocedió dando tumbos. Una oleada tras otra de pensamientos ajenos asaltaron su mente. Una vida de recuerdos, un insoportable reguero de imágenes y sensaciones estaban tratando de asaltar su cerebro. Cayó de rodillas tratando de alzar sus recuerdos a modo de defensa: su abuelo gritándole a su padre, la última vez que había visto a Alina, hacía diez años, el ataque a Chimenea Blanca.
—¡Sé mi nombre! —dijo, y por un momento lo creyó.