Observando cómo Daine y Lei entraban en la taberna, Través se adentró en las escasas sombras del callejón. Su superficie de mitral se mezcló con la oscuridad. Había sido construido para servir como explorador y escaramuzador, y se le había forjado en el alma el talento del sigilo. Sostenía su gran ballesta con una mano; una Hecha lista para disparar. No había señal de peligro, pero Través había sido un soldado desde el día en que había nacido, y nunca había bajado la guardia.

La ciudad le parecía a Través extraña y antinatural. Tenía veintiocho años y se había pasado toda la vida en los campos de batalla de Cyre. Incluso después de la destrucción de la nación, la exploración de las tierras Enlutadas era muy parecida a librar una guerra. Horrores mucho más peligrosos que cualquier soldado brelish cubrían la tierra devastada. Le resultaba difícil concebir una vida sin conflicto, mirar una calle repleta de gente sin evaluar la amenaza que representaba cada viajero. Una parte de él deseaba un ataque repentino, una emboscada, algo que justificara su vigilancia.

—¿Echas mucho de menos la guerra?

La voz era suave y cálida, como la mano que le tocó el hombro.

Durante el asedio del valle de Felmar, los elfos de Valenar habían estado jugando con los defensores cyr, matando centinelas y dejando los cadáveres en su puesto. Con el tiempo, Través se puso a jugar también: mostrándose como un objetivo fácil y después derribando a cualquier elfo que creyera que podía acercarse sin que le detectara. Había sorprendido a cinco elfos que se le acercaban con la esperanza de asesinarle, aunque tenía marcas de las flechas de otros elfos que habían tenido el juicio de no seguir su juego. Pero ninguno había llegado a tocarle sin él advertirlo. Hasta ahora.

No estaba en la naturaleza de Través temer por su vida. Había sido hecho para combatir, y si moría en la batalla sabría que había cumplido su propósito. En lugar de miedo, tenía una honda sensación de decepción por su incapacidad para detectar la amenaza potencial y la necesidad de recuperar la iniciativa cuanto antes. Se giró para ver al desconocido y dio un largo paso atrás, tratando de dejar espacio suficiente para alzar su ballesta.

Pero al alejarse él, la desconocida se movió hacia delante, cubriendo la distancia. Llevaba una capa negra con una honda capucha, y se movía con el mismo silencio y sigilo que una sombra, a unas pocas pulgadas de su pecho.

Través estaba desconcertado. Aquella mujer no había ejercitado una acción hostil, y los pliegues de la capa sugerían que tenía las manos vacías. Él era más alto, y presumiblemente más fuerte, que ella. ¿Debía soltar la ballesta y utilizar su puño de acero? ¿O se trataba de alguna clase de malentendido?

—Supongo que en la batalla las respuestas siempre están claras —dijo la mujer.

Su voz era grave y musical. Si Través hubiera sido de carne y hueso, podría haber sentido un temblor en la espina dorsal. Pero como no era así, sólo advirtió la claridad y la pronunciación, el acento desconocido que sugería un lugar de procedencia más allá de las Cinco naciones.

—Si no pretendes hacerme daño, retrocede lentamente.

La mujer dio unos pasos atrás.

—Lo siento —dijo.

Levantó la mirada hacia los ojos de Través y le capucha le cayó lo suficiente para dejar a la vista su piel pálida y sus rasgos elegantemente esculpidos. Los ojos verdes brillaban en el interior de un halo de pelo negro, y sus labios se torcían en el más débil rastro de una sonrisa. A ojos de Través parecía humana, aunque era difícil estar del todo seguro con esas sombras y la capucha.

—Tengo poca experiencia con los de tu especie —dijo ella—. No quería asustarte.

—No me has asustado —respondió Través.

La sonrisa de la desconocida se amplió un tanto, y Través se preguntó por qué sentía la necesidad de defenderse. Bajó la ballesta y tomó el mayal de su espalda. La mujer no iba armada, pero tenía la sensación de que debía estar preparado para la batalla.

—No has respondido a mi pregunta.

Si la mujer se sentía amenazada por el mayal, no lo demostró.

—¿Qué quieres? —Través estaba acostumbrado a tratar con aliados y enemigos. La conversación abstracta no era algo para lo que hubiera mucho tiempo en el campo de batalla. Había oído a la señora y el capitán discutiendo, y le había gustado el modo de hablar del sanador, pero no estaba acostumbrado a tomar parte en esa clase de cosas.

—La respuesta a una pregunta nada más. ¿Tienes un lugar en un mundo sin guerra? —Sus ojos revolotearon en dirección al mayal—. ¿O eres sólo un arma sin valor cuando no hay sangre que derramar?

Través se la quedó mirando, tratando de encontrar palabras para responder. No era una pregunta. En realidad, era lo que se había estado interrogando a sí mismo antes de que apareciera la desconocida. ¿Lo sabía ella?

Mientras buscaba una respuesta, vio por el rabillo del ojo un atisbo de movimiento, dos figuras entrando en el callejón. La posible amenaza era una bienvenida liberación de la pregunta, y se relajó y dejó que sus reflejos tomaran el mando. Dio un paso atrás hacia la pared y puso en movimiento la cadena de su mayal. Pero no había amenaza alguna. Sólo el capitán Daine y la señora Lei que salían de la taberna.

El capitán Daine vio el mayal girando, advirtió la ballesta en el suelo y su mano se fue a la empuñadura de la espada.

—¿Qué pasa?

Través detuvo el mayal.

—Nada, capitán. Un malentendido. Yo… —Miró hacia la desconocida, pero ésta había desaparecido. Si Través hubiera tenido párpados, habría parpadeado sorprendido. Había desaparecido con tanto sigilo como había aparecido—… pensaba… —Se interrumpió.

El capitán se encogió de hombros.

—Entonces, vámonos. Te contaré las novedades de camino.

Través asintió. Volvió a dejar el mayal en su arnés y recogió la ballesta. Escuchó las palabras de Daine, pero sus pensamientos estaban muy lejos.