Las mesas estaban en llamas. El interior del Rey de fuego era de la misma piedra negra que el exterior. En los muros había símbolos místicos grabados en latón; en contraste con la piedra negra, parecían estar flotando en el aire. No había antorchas ni candelabros, y la luz procedía de las sillas y las mesas. En la sala común había media docena de mesas redondas, talladas en madera y con los mismos símbolos que las paredes. En la madera de las mesas se había tejido fuego frío, y las llamas sin sustancia arrojaban largas sombras en los muros. La gente se reía y hablaba, y el aire estaba lleno del repicar de los dados y el revoloteo de las cartas.

—¡Bienvenidos! ¿Qué buscáis?

La voz parecía proceder del aire, pero cuando sus ojos se ajustaron a la extraña iluminación, Daine se dio cuenta de que había una esbelta mujer mediana junto a él. Tenía el pelo oscuro corto y llevaba un vestido negro bordado con los mismos símbolos que había en las paredes.

—¿Me pones una jarra de korluaat? —preguntó. Había desarrollado una gran afición por esa bebida densa y oscura, sirviendo con una tropa de mercenarios darguul.

Lei hizo una mueca, pero la mediana asintió.

—Por supuesto.

Al advertir la expresión de Lei, dijo:

—Muchas personas creen que la gárgola tiene más posibilidades este año, y esperamos que muchos duendes suban de la Puerta de Malleon para ver más de cerca. ¿Qué te traigo a ti, querida?

—Tal de raíz negra —dijo Lei.

—Muy bien. Sentaos en cualquier taburete y volveré en seguida. Soy Kela. Llamadme si necesitáis algo. —Como si la hubiera oído, un fornido semiorco gritó su nombre desde el otro lado de la sala y ella corrió hacia allí.

Encontraron una mesa vacía y se sentaron. A Daine le resultó difícil posar las manos sobre la mesa en llamas. De éstas no surgía ningún calor, ningún crujido ni ningún humo, pero de todos modos le resultaba complicado sobreponerse a sus instintos.

Lei no tenía tal problema. Puso los codos sobre la mesa y fijó la mirada en las llamas plateadas. Después lo miró a él y vio que había pena en sus ojos.

—Recuerdo mis primeras lecciones con el fuego eterno —dijo con voz distante—. Mi madre había tejido la llama en el forro de un pequeño estuche de madera. Lo guardaba junto a mi cama, de modo que siempre tuviera luz a mi lado cuando soplaba el viento y las sombras parecían amenazadoras… —su voz se apagó.

Daine quería dejarla recordar, hablar de sus emociones y su pérdida, pero no había tiempo.

—Lei…

Sus ojos brumosos se aclararon y levantó la mirada hacia él.

—¿Sí?

—Necesitamos información. No tenemos dinero para sobornar a nadie, y con Jode ocupado…, bueno, ya sabes que no soy un maestro de la diplomacia.

—Cierto.

—Gracias. De todos modos, sin Jode, será mejor que prepares un ensalmo.

Lei asintió. Sacó un pequeño pedazo de cuarzo de la bolsita de su cinturón y se puso a pulirlo con un pedazo de piel de zorra, susurrando entre dientes.

Mientras Lei tejía un encantamiento en la piedra, Daine examinó el comedor. Un buen número de personas estaban enfrascadas en juegos de azar, pero parecían partidas amistosas, y por los grupas de gente que entraban y salían, Daine supuso que había una sala de juegos más formal en el interior. Los clientes del Rey eran de todas las razas y nacionalidades. Mirando a su alrededor, Daine vio a un gnomo sobre lo alto taburete jugando una ronda de atardecer con un hombre anciano y un corpulento semiorco. Un par de humanos jugaban a los dados contra un trío de elfos de Valenar. Una elfa proclamaba a gritos su triunfo mientras formaba trabajosamente fajo de dinero y uno de sus oponentes mostraba sus largos colmillos con un gruñido de frustración.

La mirada vagabunda de Daine se fijó finalmente en una mujer que acababa de salir de ese salón interior. Iba envuelta en una capa oscura y suelta, y sólo su cara era visible. Incluso ésta la llevaba entre sombras gracias a una voluminosa calcha. Lo que llamó la atención de Daine fueron sus ojos, grandes y verdes, brillantes como esmeraldas a la luz del fuego mágico. Ella lo miró fijamente un largo rato, con una sonrisa insinuada en sus labios. Después apartó la mirada y el ensalmo se rompió. Se arrodilló y habló con la tabernera y desapareció por la puerta principal.

Un instante después Kela llegó a su mesa portando sus bebidas. Lei estaba absorbida en su trabajo y no levantó la mirada cuando colocó la jarra de humeante tal ante ella. Daine hizo girar el lodoso korluaat en la jarra.

—¿Qué te debo? —dijo.

—Ya está pagado —dijo la pequeña tabernera.

—¿Quién…?

—La dama que acaba de salir. Te vio mirándola. Lamento no saber su nombre. Kalashtar, creo.

Kalashtar. Daine había oído hablar de los kalashtar, pero nunca había conocido a uno antes. Las leyendas decían que los kalashtar estaban poseídos, que sus ancestros eran humanos que vendieron sus cuerpos a fantasmas o espíritus de otro plano. Se creía que tenían poderes sobrenaturales sobre las mentes mortales. Por supuesto, esos mismos cuentacuentos decían que la casa Cannith hacía los forjados introduciendo los espíritus de los muertos en vainas de madera y metal, y que las casas portadoras de la Marca de dragón tenían a verdaderos dragones ocultos en sus sótanos. Con todo, ahora se daba cuenta de por qué habían surgido esas historias. La mirada de aquella mujer era hipnótica. Pero había desaparecido, y sería mejor dejar ese misterio para otro día.

—Si la korluaat es gratis, tengo unas cuantas coronas que gastar —dijo Daine lanzando una moneda al aire—. Quizá podrías ayudarme.

—Nuestro fin es servir, señor —dijo Kela con una sonrisa—. ¿Qué se te ofrece?

—Soy un recién llegado a Sharn, y estoy intrigado por las carreras aéreas.

—Si ésta es tu primera vez en Sharn, te aseguro que después de haber visto una justa aérea, los carros, los caballos y los perros ya no te interesarán lo más mínimo.

—Estoy buscando a un mentor, alguien que pueda enseñarme cómo se juega, a quién tener controlado, quién ha ganado en el pasado. Me gustaría saber en qué me estoy metiendo antes de correr riesgos. ¿Alguien de por aquí podría ayudarme?

Kela asintió.

—Espero que Dek esté dispuesto a ayudarte por unas pocas coronas. Veré si está libre.

Daine le arrojó una moneda. Ella la atrapó con un gesto hábil y se la devolvió.

—Guárdatelo para las apuestas —dijo con una sonrisa antes de desaparecer entre la muchedumbre.

Algunos minutos más tarde, Daine se acercó a ellos y se sentó. O al menos eso pareció.

—He oído que estáis interesados en las carreras —dijo el recién llegado. Aunque su cara era un espejo perfecto de la de Daine, su voz era mucho más aguda y llevaba un amplio ropaje marrón.

Un conversor. Daine odiaba a los conversores.

—Así es —dijo, dejando un puñado de coronas sobre la mesa—. Pero nunca me ha gustado hablar conmigo mismo.

Su gemelo pasó una mano por encima de las monedas y éstas desaparecieron.

—Lo siento. A alguna gente no le gusta ver su propia cara. —El pigmento desapareció lentamente de su piel y una película blanca se extendió ante sus ojos. Le creció el pelo, y se volvió rubio y menudo. Sus rasgos faciales parecieron deshacerse y dejaron solamente una sombra de nariz y labios—. Es la cicatriz, ¿verdad? ¿Todavía no te has acostumbrado a ella?

—Preferiría que nos concentráramos en las carreras —dijo Daine.

—Qué susceptible. ¿Por qué no me dices qué quieres saber y veremos cuánto vale?

Daine miró a los ojos a Lei y parpadeó dos veces. Ella sacó el pedazo de cuarzo pulido.

—No tenemos mucho que ofrecer —dijo ella tímidamente—. Pero tenemos esto. —Acercó la piedra al conversor, y cuando él alargó el brazo para asirlo murmuró rápidamente un encantamiento desencadenante. Líneas de luz y bruma parecieron girar en las profundidades de la piedra. Con algún esfuerzo, Daine apartó los ojos.

Era un riesgo calculado. Si el ensalmo funcionaba, Dek consideraría a Lei una vieja amiga. Pero si fallaba y sedaba cuenta de lo que había sucedido…, como mínimo, les echarían del Rey de fuego. Y los conversores eran conocidos por sus mentes escurridizas. Pero no tenían dinero que malgastar, y Daine tenía que poder confiaren la información que recibieran.

La luz se desvaneció. Lei dejó la piedra sobre la mesa. Lentamente, Dek sostuvo el pedazo de cristal. Parecía asombrado. Lei miró a los ojos a Daine y asintió levemente.

—Sé que no es mucho, Dek, pero quiero que te lo quedes —dijo Lei, poniendo su mano en la del conversor—. Algo que te haga acordarte de mí.

—Gracias —dijo Dek, y su voz fue súbitamente un espejo de la de Lei. Un remolino de color cobre recorrió su pelo y después se desvaneció—. ¿Qué… qué era eso que querías saber? Me temo que me he quedado en blanco un minuto.

Lei le hizo preguntas sobre las carreras aéreas de Sharn. Dek se mostró encantado de poder ayudar a su nueva mejor amiga, y se lo contó todo sobre los distintos deportes: justas aéreas, carreras aladas que cruzaban las masas de agujas, y la Carrera de los Ocho Vientos, una antigua tradición que se remontaba a los primeros días de Sharn.

—La carrera es increíblemente importante para la gente de esta torre —explicó Dek—. Cada distrito está representado por una de las ocho bestias que compiten en la carrera. A medida que ésta se acerca, los habitantes de cada distrito visten con los colores de su bestia o muestran su lealtad de otras formas. Hay festines y juegos durante las semanas anteriores y posteriores a la carrera. Por su puesto, los temperamentos se encienden. Hay agravios que perviven desde la última carrera, y en ocasiones se llega a la violencia.

—No lo entiendo —dijo Lei—. ¿Cómo puede un grifo competir en una carrera contra un hipogrifo? El hipogrifo es mucho más rápido.

—La Carrera de los Ocho Vientos no es cuestión solamente de velocidad —explicó Dek—. El jinete puede llevar una pequeña ballesta y un carcaj con flechas empapadas de un veneno no muy fuerte: no suficiente para matar a nadie, pero sí para volverle mucho más lento. Y las bestias pueden utilizar las fauces, los dientes y el pico. Nunca he visto que el grifo gane la carrera, pero uno o dos de los demás concursantes suelen caer presas de sus mandíbulas. No se espera que gane la gente de Precario. Sólo quieren ver cómo destruye el grifo. Pero aunque fue hace ya mucho tiempo, el grifo ha ganado la carrera alguna vez, y estoy seguro de que volverá a hacerlo. La Guardia del Viento —los adiestradores, corredores y organizadores— se pasan el tiempo entre las carreras negociando y tramando. Los servicios del grifo son comprados con futuros favores, y finalmente todo se acaba pagando.

—Pero normalmente ganan las bestias más rápidas.

—Bueno, sí. Con frecuencia es una carrera sólo entre el pegaso y el hipogrifo, mientras los demás les siguen en el pelotón. Pero he visto algunas cosas interesantes. Muchas de las bestias competidoras son inteligentes, después de todo. he oído el rumor de que la lechuza actual está estudiando magia para aumentar su velocidad con conjuros, aunque eso me parece un tanto inverosímil. La gárgola se ha sumado hace poco, en sustitución del murciélago. Es una bestia sorprendentemente hábil, y los duendes la adoran. No me sorprendería que se llevara el premio uno de estos años.

—Lei —susurró Daine—, ¿podemos ir al grano? Tenemos una cena.

Ella asintió.

—Dek, esta información es fascinante, pero me preguntaba si podrías decirme algo sobre uno de los jinetes, un humano llamado Rasial Tann, que montaba al hipogrifo.

Dek pensó un momento y después su rostro se iluminó, literalmente.

—¡Sí! ¡Rasial! Ahora le recuerdo. Empezó en las carreras inferiores, justas aéreas en la Torre hueca y cosas por el estilo. Su primera vez en la Carrera de los Ocho Vientos fue en 991, creo, y ganó el año siguiente. Uno de los mejores jinetes de hipogrifo que he visto y, según dice todo el mundo, un buen hombre. Guardia de los Alas doradas. Una pérdida para el hipogrifo. Ralus, el nuevo jinete, no es ni mucho menos tan bueno.

—¿Nuevo jinete? ¿Qué le pasó a Rasial?

—Bueno, tuvo una serie de accidentes, el primero de ellos le costó la victoria en la Carrera de los Ocho Vientos. Después de la tercera muerte, lo dejó para siempre.

—¿Muerte?

—Durante la última carrera, pareció que Rasial podía obtener una segunda victoria para el hipogrifo. Estaban codo con codo junto al jinete del pegaso, y cerrándose sobre la forre hueca. Entonces su montura murió. Simplemente. Rasial casi se mata. Se liberó de la silla con el tiempo justo para utilizar su símbolo de los vientos, pero un segundo más y se habría convertido en una mancha.

—¿Cómo murió el hipogrifo? ¿Fue veneno?

—Los venenos que se utilizan en la carrera son muy débiles. El objetivo es darle al jinete la posibilidad de ralentizar a sus enemigos, no de matarlos. La montura de Rasial pudo ser alcanzada por la gárgola, diría, pero las ballestas y las flechas son examinadas por las autoridades de la carrera antes de empezar, y los jinetes son registrados cuidadosamente. Por supuesto, no quedó de su cuerpo lo suficiente para ninguna clase de prueba. Pero por lo que he oído, Rasial opina que su montura murió de repente, sin mediar aviso. Estaba sana y de pronto se murió.

Lei asintió.

—Aunque nadie sabe exactamente qué pasó, parece claro que fue obra de alguna de las otras bestias, y la Guardia del Viento de los hipogrifos lo investigó. Una semana más tarde, Rasial perdió otra montura, esta vez durante la Carrera de Kelsa, una competición de mucha menor importancia. Exactamente lo mismo, pero esta vez no pudo liberarse a tiempo. Por suerte, era una carrera de poca altitud, pero se rompió una pierna.

Daine detectó un movimiento cerca de la pared. Había una rata entre las sombras, observándole. A Daine le sorprendió ver una rata en un lugar tan elegante como el Rey de fuego. Había un par de dados sobre la mesa, y se colocó uno en la palma de la mano. Con un rápido movimiento, lanzó el dado a la rata y le golpeó de lleno. El roedor soltó un gritito y salió corriendo hasta desaparecer. Sonriendo, Daine volvió a centrar su atención en la conversación.

—En esa Carrera de Kelsa, ¿corría contra Rasial alguno de sus oponentes en los Ocho Vientos? —preguntó Lei.

—Sólo uno. Mulg Oranon, un jinete de halcón. Pero ni siquiera la Guardia del Viento de los hipogrifos pudo concretar ninguna de sus sospechas.

—¿Qué sucedió después?

—Rasial se recuperó de su lesión, pero no regresó a las carreras. Hubo rumores, pero…, bueno, mejor no repetirlos.

Lei le frotó la mano.

—Venga ya, Dek, sabes que puedes confiar en mí.

—Dicen que se relacionó ton los tarkanans, pero eso no tiene ningún sentido. ¡Era un Ala Dorada! Pero eso es lo que oí.

—¿Tarkanans?

—Un grupo de ladrones y asesinos. No sé mucho acerca de ellos y prefiero no hacerlo. Si quieres que alguien esté muerto por la mañana, los tarkanans lo hacen. ¿Qué podía tener en común Rasial con esos criminales? Ni idea. Por lo que yo sé, él nunca mató a nadie, ni siquiera en su servicio en la Guardia. Pero lo último que oí decir era que había sido visto en su compañía.

—¿Dónde podemos encontrar a esos tarkanans, Dek?

—Mira. Como amigo, no sé qué interés puedas tener en eso, pero no creo que te convenga cruzarte en el camino de los tarkanans. Sea lo que sea, déjalo.

—No te preocupes, Dek. Estaremos bien. ¿Dónde podemos encontrarles?

Dek tembló, y por un momento sus rasgos se agitaron como si fueran de gelatina.

—No lo sé. De veras. Sigo las carreras. No soy un matón. He oído…, he oído que están en algún lugar de las Torres del dragón, en la meseta central. Pero no vale la pena. Hay cosas que es mejor dejarlas.

—Es suficiente —dijo Daine poniéndose en pie—. Penemos que ponernos en marcha, y tenemos algo con lo que empezar.

—Muchas gracias, Dek —dijo Lei con una refulgente sonrisa—. Sabía que podía confiar en ti. Si algún día nos podemos permitir apostar dinero en las carreras, sin duda acudiremos a ti.

—Oh, un placer —dijo Dek—. Cualquier cosa por un amigo. Será mejor que os devuelva esto. —Le arrojó a Daine las monedas que le habían dado antes y sonrió—. Nos vemos.