Altos muros, la nueva casa de los refugiados cyr en Sharn, era un gueto deprimente. Durante décadas, el gobierno de Sharn se había preocupado sólo por mantener las puertas y la vigilancia, pero no por la comodidad de los atrapados en el interior de las murallas. La pobreza, el miedo y la inseguridad eran parte de la vida cotidiana.

Comparado con la Puerta de Malleon, era el paraíso.

Cuando los colonos humanos llegaron por primera vez a Khorvaire, encontraron los restos de un gran imperio duende, una civilización hecha añicos mucho tiempo atrás y abandonada a la ruina. Los trasgos y los chinches merodeaban por las montañas y las tierras estériles, mientras que los duendes siguieron en las ruinas de sus antiguas ciudades. Pero los humanos de Sarlona estaban empeñados en reclamar como suya aquella nueva tierra. Cuando Malleon el Segador desembarcó en las costas del río Daga, esclavizó a los duendes y les obligó a trabajar en su ciudad fortaleza, una ciudad que fue destruida en la Guerra de la Marca. Seiscientos años más tarde, el rey Galifar empezó a trabajar en la nueva ciudad de Sharn y prometió libertad a todos los duendes que le sirvieran como soldados y trabajadores. Pero pocos habitantes humanos de la ciudad aceptaron jamás a los duendes como verdaderos iguales, y la violencia racial era un hecho cotidiano. Finalmente, la mayor parte de los duendes de Sharn se instalaron en un solo distrito, confiando en que su mayor proporción les daría seguridad y refugio. Pero la seguridad y la prosperidad eran dos cosas distintas.

Aunque la Puerta de Malleon había sido siempre un lugar de pobreza y desesperación, sólo en el último siglo se convirtió en un lugar verdaderamente peligroso. Dos nuevas naciones se habían alzado tras la estela de la Ultima guerra, aprovechándose del caos y la fragmentación del orgulloso ejército de Galifar. Tanto Cyre como Breland habían utilizado a mercenarios duendoides en la guerra, habían hecho bajar a los astutos trasgos y los poderosos chinches de las montañas para engrosar sus ejércitos. Con el tiempo, esas criaturas superaron el número de soldados humanos en el frente oriental. Los trasgos mandaban en Khorvaire mucho antes de que la humanidad llegara allí, y un carismático señor de la guerra estaba empeñado en utilizar la caída de Galifar como piedra de toque para el futuro de su pueblo. Logró ganarse la lealtad de muchos de los demás caudillos mercenarios, y en un momento crítico de la guerra los soldados se giraron contra ambos bandos y reclamaron la propiedad del territorio que en teoría estaban protegiendo y proclamaron la nueva nación de Darguun. Gon la Ultima guerra en su momento más álgido, ni Breland ni Cyre podían permitirse responder. Ambas necesitaban todavía soldados duendes, aunque los mandos eran considerablemente más cautos acerca de la concentración de dichas fuerzas. Incluso entonces, con la guerra tocando a su fin, los restos de las Cinco naciones carecían de recursos o voluntad para obrar contra Darguun. Representantes del rey trasgo se sentaron en el Consejo del Prono y debatieron el futuro de Khorvaire. Un Buen número de mercenarios y exmercenarios se habían establecido en Sharn, y de manera natural gravitaban hacia la mayor concentración de los de su especie. Pero si los duendes de Sharn trataban de evitar el conflicto con los ciudadanos humanos, los darguuls contemplaban a la humanidad con desdén. La Guardia de Sharn había abandonado la Puerta hacía mucho tiempo, y cualquier humano o elfo que entrara en el distrito lo hacía por su cuenta y riesgo.

Pero los trasgos no eran las únicas criaturas que emergieron de las sombras de la guerra, Toda clase de monstruos —arpías, ogros, trolls, e incluso cosas más terribles— ocupaban las tierras que rodeaban las montañas Byeshk. Hasta los caballeros de Galifar habían evitado los bosques encantados y los baldíos de esa tierra. Aunque siempre había sido un lugar de oscuras leyendas, los horrores de Droaam nunca habían alcanzado las tierras de más allá hasta la Última guerra. Durante el siglo anterior, tres terribles hermanas —cada una de ellas una leyenda en sí misma se hicieron con el control de la región y empezaron a cambiar su forma y a transformarla, creando una nación del caos más absoluto. En el transcurso de las dos décadas anteriores, las criaturas de Droaam empezaron a aparecer en las tierras orientales vendiendo sus servicios. Las gárgolas exploradoras y mensajeras podían ser de un valor incalculable, y muchos negocios podían utilizar la fuerza bruta de un trabajador ogro. La población monstruosa de Sharn había crecido durante los últimos años, y aunque la mayoría de esas criaturas prefería vivir en los túneles que había bajo la ciudad, un buen número de ellas estaba establecida en la Puerta de Malleon, con lo que añadía color y peligro al distrito.

En el transcurso de la guerra, Daine se había enfrentado a muchos guerreros darguul, y podía oler la agresión en el aire cargado de humo de la Puerta de Malleon. Siguiendo sus órdenes, el grupo desenvainó sus armas en cuento entró en el distrito. Con una flecha ya cargada en su inmensa ballesta, Través cerraba el grupo. Lei estaba resplandeciente con su chaleco de piel verde decorado con oro; era una reliquia de la familia, y los ribetes de oro eran especialmente receptivos a los encantamientos temporales que podía tejer. Sostenía en guardia el bastón de maderaoscura. Jode era de oficio sanador, pero había servido como explorador y podría luchar si tenía que hacerlo. Aunque su espada era más pequeña que un cuchillo en las manos de un hombre, estaba bien confeccionada y afilada. Daine desenvainó su daga, la hoja adamantina reflejó la luz casi consumida de las antorchas, y por enésima vez maldijo a los medianos que empeñaban espadas.

La Puerta de Malleon, uno de los distritos más antiguos de Sharn, había sido un gueto desde los primeros días de la ciudad, y su antigüedad era evidente incluso para el observador más despistado. La cantería era basta y angulosa en comparación con las suaves curvas del Desembarco de Tavick y la meseta de Menthis. El moho cubría las paredes, las interiores y las exteriores. Si en algún momento había habido linternas de fuego frío en el distrito, habían sido rotas o robadas hacía mucho tiempo. La mayor parte de los moradores de la Puerta de Malleon podían ver en la oscuridad, y los visitantes tenían que encontrar el camino a la luz de unas pocas y humeantes antorchas.

Las estrechas calles estaban llenas de ruido y caos. Había duendes por todas partes: regateando, discutiendo o simplemente gritando en la áspera lengua de los duendes. Un inmenso espectro se abrió camino entre un grupo de ellos, arrojando a izquierda y derecha a las pequeñas criaturas. Por contraste, cuando un trío de gnomos fuertemente armados salió de una lóbrega taberna, la muchedumbre se separó en seguida. Claramente, no había que meterse con los guerreros de Darguun. El líder del trío miró a los ojos a Daine y, por un momento, los que fueran adversarios se escudriñaron mutuamente; después, apartaron las miradas y los soldados siguieron calle abajo. Daine soltó un suspiro de alivio. Podía haber innumerables darguuls a escasa distancia, y si se derramaba sangre no había forma de saber la rapidez con que la situación empeoraría.

—¿Dónde está esa iglesia en ruinas? —dijo, mirando de soslayo a Lei.

—Me temo que mi familia nunca visitó la Puerta de Malleon en sus viajes a Sharn —dijo Lei—. Quizá deberíamos preguntarlo.

Daine contempló a varios transeúntes.

—Por alguna razón, creo que es más probable que recibamos un cuchillazo en la garganta que un consejo útil. Sigamos por aquí.

Exploraron las calles. Refulgentes ojos rojos observaban con suspicacia desde las sombras, pero Daine mantuvo su daga a la vista y nadie se acercó. En una calle, un agudo chillido atravesó la oscuridad cuando una arpía pasó por las alturas. La criatura semihumana dio media vuelta y una bola de saliva y flema golpeó a Daine en la cara.

Daine sujetó a Través por el brazo antes de que éste pudiera dispararle una flecha.

—Déjalo —dijo—. Aquí nosotros somos los extranjeros. —Se secó la cara y se frotó la mano en la capa.

Doblando una esquina, se encontraron con una estatua de granito de un duende sosteniendo un bastón con una expresión iracunda en el rostro.

—No estoy muy seguro de que sea de buen gusto —dijo Jode—, pero es agradable ver un intento de darle un cierto aire artístico a esta zona.

—No es una estatua —dijo Lei. Estudió las líneas perfectas de la escultura—. Es un pobre desgraciado que en el pasado estuvo vivo. Algo lo convirtió en piedra. Medusa, a menos que me equivoque. Aunque supongo que también pudo ser un basilisco.

Jode dio un traspiés y, al bajar la mirada, se dio cuenta de que había tropezado con el brazo de una segunda estatua hecha pedazos.

—Encantador. ¿Podemos acabar con esto de una vez por todas? La cena con el consejero feral cada vez me apetece más.

Los siguientes seres vivos que vieron eran un par de duendes —un macho y una hembra— que estaban inmersos en una acalorada discusión. Envainando la daga, Jode se acercó a ellos y les saludó en la lengua duende; incluso logró que ese rudo idioma pareciera alegre. Los duendes se quedaron momentáneamente estupefactos ante esa interrupción, pero su expresión cambió en el mismo momento en que Jode sacó unas cuantas coronas de cobre. El duende macho tomó las monedas soltando un gruñido, pero su acompañante le dio un fuerte golpe en la cabeza con ambos puños y él cayó sin sentido al suelo. La mujer recogió las monedas y establecieron una breve y animada conversación.

Jode regresó con el grupo y la duende arrastró a su compañero calle abajo.

—¿Qué te ha dicho? —preguntó Lei.

—Dice que se solidarizaba conmigo, porque el idiota de su marido tampoco pregunta nunca una dirección. —Jode sonrió—. Pero tengo las indicaciones, y diría que tenemos un cincuenta por ciento de posibilidades de que dijera la verdad.

—Tú primero, pues.

La iglesia en ruinas había sido abandonada hacía mucho tiempo, y sus adornos sacros, robados; sólo quedaban fragmentos de unas ventanas de cristales tintados que debieron ser hermosas en el pasado. El fuego y el ácido habían calcinado las paredes. En los escalones, dos monstruos estaban enzarzados en una pelea brutal.

Uno era un minotauro de al menos ocho pies de altura. Poderosos músculos se abultaban bajo una leve capa de piel negra. Llevaba un taparrabos negro bordado con cuentas de oro, y sus largos cuernos estaban unidos con bandas de latón. Su oponente era un chinche, una mezcla con rasgos de oso y duende de siete pies de altura. Tenía el pelo marrón claro enmarañado, y la ropa hecha trizas, y le faltaba un colmillo. Los dos estaban peleando sin armas, y estaba claro que el chinche se estaba llevando la peor parte. Contemplando los escalones, Daine se percató de que el colmillo que le faltaba al chinche estaba en el suelo, a pocos pies de distancia.

También se dio cuenta de que el chinche a duras penas se tenía en pie. El minotauro puso punto final a la batalla con un solo y fortísimo cabezazo. El chinche cayó por los escalones. De la boca y la nariz le manaba la sangre. Se detuvo con la cabeza apoyada en el segundo escalón y no volvió a moverse.

El minotauro contempló a su enemigo caído un momento, y después levantó la mirada hacia Daine.

—Seguid con vuestro camino, extranjeros —dijo con una voz retumbante y profunda—. No tenéis nada que hacer aquí.

—No, al contrario —dijo Jode, dando un paso al frente—. Nos han mandado aquí para…, bueno, para hablar con el viento. ¿Eres tú? Tenemos un regalo.

Lei alzó el bastón.

El minotauro rugió y Daine casi tenía ya aferrado a Jode antes de darse cuenta de que la criatura estaba riendo.

—¿Quieres entrar? ¿Tú? —El minotauro soltó una risotada—. ¿Crees que puedes vencerme?

Daine se sintió un idiota al retar a ese monstruo con su pequeña daga, pero reaccionó rápidamente.

—Cuidado con tu tono. El tamaño no lo es todo. Nosotros somos cuatro y tú, uno, y ni siquiera vas armado. Así que hazte a un lado.

El monstruo miró a Daine fijamente con sus ojos inhumanos.

—No me amenaces, pequeño humano. Estoy a cargo de esta puerta, y sólo yo puedo abrirla. O te enfrentas a mí o no pasas. Una persona. Desarmada. Una sola oportunidad.

Daine dio un paso atrás y se giró hacia sus compañeros.

—¿Qué os parece? —dijo en voz baja—. Me doy cuenta cuando me van a ganar. ¿Través?

—Estoy dispuesto a intentarlo, capitán.

—No, yo lo haré. —Era Lei. Los tres la miraron, sorprendidos.

—¿Qué estás diciendo?

—Jura dijo que esa persona quería verme. Me dio el bastón. Visto lo que sabemos, tengo que hacerlo yo.

Daine parpadeó.

—Sí, pero… —Miró a su espalda. El minotauro estaba levantando al chinche inconsciente y tirándolo más allá de los escalones—. ¿Qué vas a hacer contra eso?

—Ha dicho que sin armas. Puedo arreglármelas mejor que vosotros. Créeme, Daine. Con todo lo que he pasado en los dos últimos días, creo que hasta voy a divertirme.

—Es tu tío. Tú decides. —Daine se encogió de hombros—. Jode, prepárate por si te necesita.

El mediano asintió.

Lei se dio la vuelta e hizo una reverencia al minotauro. Él la contempló con una expresión inhumana imposible de interpretar. Tras darle el bastón de maderaoscura a Través, Lei pasó los dedos por los tachones de su armadura, murmurando en voz baja, y después sacó un pedazo de piedra en polvo de su petaca y la frotó contra su cinturón. Daine reconoció el significado místico de sus acciones, pero no tenía ni idea de qué encantamientos estaba tejiendo en su ropa.

Al cabo de unos pocos minutos, la preparación de Lei había terminado. Se dio la vuelta y caminó hacia el minotauro. Se detuvo al pie de los escalones. Se quedó allí, con los brazos a los lados, y respiró lenta y hondamente.

—Quiero hablar con el viento —dijo.

El guardián asintió y después, sin mediar palabra, embistió escalones abajo, un borrón negro y oro.

Lei no era un soldado. Había sido asignada a la unidad de Daine para cuidar del forjado. Según las reglas de la guerra, era una no combatiente, a salvo de los peligros de la batalla siempre que no fuera una amenaza para nadie. La mayor parte de los artificieros y mago-creadores creían totalmente en que esa certeza sería un escudo para ellos, pero los padres de Lei no habían sido tan confiados. Ella no era una guerrera, pero le habían enseñado a defenderse con habilidades mágicas y marciales. Para los demás, el minotauro estaba moviéndose con una velocidad cegadora. Pero Lei estaba preparada para la pelea, y a sus ojos encantados la bestia era como un toro embistiendo sobre tres pies de barro. Sus piernas apenas se movieron, sólo se deslizaron hasta allí donde no podía alcanzarle y se giraron cuando él pasó a su lado con un estruendo.

El minotauro se dio la vuelta para mirarla de cara, y Lei levantó la mano izquierda. Con una palabra susurrada, activó la piedra que llevaba en el interior de su guante y un oscuro relámpago golpeó a su enemigo. Las sombras rodearon al minotauro; una luz azul marcó sus músculos al tiempo que la magia drenaba la energía de sus tendones. Pero el minotauro ya estaba en movimiento y embistió a Lei antes de que ésta pudiera apartarse de su camino. Los tachones dorados de la armadura de Lei refulgieron, y un brillante campo de energía traslúcida desvió buena parte de la fuerza bruta del golpe. De todos modos, el impulso del ataque la derribó al suelo.

Lei soltó una maldición mientras trataba de ponerse en pie. Nunca empezar una pelea. Nunca empuñar un arma. Sus padres le habían enseñado defensa, pero el principio de la defensa era evitar la lucha. Retar a un minotauro…, ¿qué diría su madre de una locura como ésa?

No había herido al minotauro, pero lo había debilitado, y él actuaba ahora con más precaución. Trazaron círculos por un instante, y después Lei dio un paso hacia adelante, quedó detrás de él y le dio una poderosa patada en el lugar que supuso que estarían sus riñones. Pero si el minotauro sintió algún dolor, no lo mostró, y Lei se había desprotegido al atacar. Gruñendo, la bestia le dio un fortísimo golpe con el dorso de la pezuña. Su armadura encantada la mantuvo en pie, pero por un momento el mundo se tornó negro, y cuando su visión se aclaró un monstruoso puño estaba volando hacia su cara. Haciendo acopio de toda su voluntad, Lei se agachó bajo el puñetazo y se deslizó hacia adelante. Alzando su mano derecha contra el pecho de su oponente, extendió la mente hasta el interior del guante y desató el poder que había introducido en él. El minotauro aulló cuando un brillante arco de energía eléctrica recorrió su cuerpo. La bestia cayó de rodillas y no ofreció resistencia cuando Lei puso su pie sobre su garganta y le derribó al suelo.

El olor de ozono y piel quemada llenó el aire, y por un momento no se oyó nada más que la trabajosa respiración del minotauro. Finalmente, abrió los ojos y la miró.

—Puedes entrar —dijo. Se oyó un crujido y la puerta del templo se abrió unas cuantas pulgadas.

—¿Qué hay de mis amigos?

—Te has ganado el derecho a entrar de todos.

Lei asintió.

—Entonces, vamos. —Miró a Daine y la sorpresa le tiñó el rostro—. ¡Daine!

Daine se dio la vuelta. Había estado tan concentrado en la batalla que no había oído cómo se aproximaban. Más o menos una docena de hombres se acercaba por su espalda vistiendo los ropajes verdes y negros de la Guardia de Sharn. Daine no había visto a ningún guardia durante la exploración del distrito, y tuvo la inquietante sensación de que no era una patrulla normal. Esos hombres tenían la expresión de soldados veteranos, y alguna que otra mancha de sangre permitía vislumbrar un encuentro reciente con los residentes de la Puerta. Cuatro ballestas apuntaron en su dirección. Cuatro alabarderos se movieron hacia los flancos. Los cuatro hombres más cercanos portaban porras de hierro.

El sargento alzó su espada hacia Daine y dijo:

—¡Deponed las armas! Por la autoridad del alcaide de Sharn, ¡quedáis detenidos por el nefasto crimen de asesinato!

Jode levantó la mirada hacia Daine.

—Bueno, parece que nadie le ayudó.