Si las casas portadoras de la Marca de dragón eran un contrapoder de las naciones rivales, el distrito de las Torres del dragón era donde se hallaban sus embajadas y consulados. Docenas de tiendas prometían los servicios místicos de los verdaderos herederos de cada casa, y tras esos pequeños negocios estaban los enclaves de las propias casas: inmensas torres en las que los herederos vivían y aprendían sus artes. El Gran salón de la curación de la casa Jorasco era el más grande de Breland, y Torre Sivis era un nexo de comunicaciones en toda Khorvaire. Los servicios de los portadores de la Marca de dragón eran caros, y la gente que atestaba las calles no eran los campesinos y los pedigüeños que uno hallaba en los niveles inferiores. Allí los aristócratas se entremezclaban con caballeros y príncipes mercaderes. La calle era un tapiz de colorida seda, y el aire estaba lleno de las esencias de raros perfumes y las exóticas especias de los vendedores de Ghallanda.

Través y Lei se abrieron paso entre ese glorioso caos. Aunque las calles estaban atestadas, la mayor parte de la gente cedía el paso a un soldado forjado. Pero mientras Través escudriñaba las calles en busca de cualquier peligro, sus pensamientos estaban con Lei. Través tenía una comprensión intuitiva del combate. Una sombra que se mueve, el vislumbre de una espada, el olor del fuego: sabía cómo responder a esas cosas. Pero no sabía qué hacer ante la pena de un amigo. No era la primera vez que había visto dolor o ira. Él mismo sentía aún la perdida de cada camarada que había caído en la guerra, una oquedad vacía cuando veía las caras de Jholeg o Jani. Pero nadie le había enseñado jamás qué hacer con esos sentimientos o cómo enfrentarse a la pena de otro. De modo que le abría el paso a Lei y esperaba que su oquedad desapareciera por sí misma.

Través vio ante sí la señal de un herrero: el sello del martillo y el yunque de la casa Cannith estaba esmaltado bajo el nombre del herrero.

—Mi señora, ¿debemos empezar nuestras investigaciones con este armero?

Lei levantó la mirada y negó con la cabeza.

—No. Yunque negro.

Lei hablaba con menos frecuencia de lo habitual. Parecía razonable creer que hablar la ayudaría a curar su espíritu herido.

—No entiendo el significado del color. ¿No es tu… sello de la casa Cannith?

Lei suspiró.

—Los poderes de la casa se extienden mucho más allá de los herederos de la Marca, Través. —Aunque su voz seguía calmada, empezó a adoptar esa cadencia habitual de conferenciante—. Cada casa ha encontrado la manera de aplicar los poderes de su Marca para ofrecer servicios a la gente de Khorvaire. Pero las casas han extendido su influencia hasta mucho más allá. El yunque negro indica que un herrero ha sido formado y aprobado por un sindicato Cannith, y que su trabajo cumplirá con las normas de calidad de la casa. Pero no es un heredero de la sangre y no nos serviría de nada.

—Entiendo, mi señora.

—La Torre Cannith es el enclave central de la casa. —Señaló la aguja plateada que se alzaba ante ellos—. Ahí es donde obtendremos las respuestas que necesitamos…, si es que me hablan.

—¿Lo dudas?

—Si… si lo que ese Domo dijo es cierto —dijo—, sí, tengo mis dudas. —Alzó un brazo y apoyó la mano en el hombro de mitral de Través—. No sé que esperar. Creí que la guerra había terminado de una vez por todas.

—Quizá nunca se gana una guerra —dijo Través—. Tenemos que contentarnos con sobrevivir.

Lei le apretó el hombro y siguieron su camino.

La Torre Cannith era una obra maestra, un testimonio del talento arquitectónico de la casa de los hacedores. Habían incrustado hebras plateadas en la superficie de muros de piedra, creando la impresión de una refulgente red de luz alzándose hacia el cielo.

—Recuerdo cuando vi la torre por primera vez —dijo Lei—. Llegué aquí para aprender el arte del fuego. —Señaló una ventana en lo alto—. Mi prima Dasei y yo nos hospedamos en esa habitación mientras aprendíamos. Ella quizá no llegara a aprender todo lo que debía, pero siempre conseguía superar las pruebas con algún conjuro. —Negó con la cabeza.

Mientras Través escuchaba, miraba de reojo las defensas de la torre. Pese a parecer de cristal esmerilado, no tenía ninguna duda de que las ventanas habían sido endurecidas místicamente para resistir el daño físico. Había una puerta principal con cinco guardias ante ella. Los cinco eran forjados idénticos, guerreros inmensos construidos con una aleación gris de diamante. Estaban tan inmóviles como estatuas, pero Través no tenía ninguna duda de que ya le habían visto y estaban evaluando la amenaza que pudiera representar. Cada uno de los forjados portaba un gran martillo y un escudo con el sello de Cannith. Través no advirtió el menor rasguño en la piel pulida de esos soldados. Aquello podía deberse a una total falta de experiencia en el combate o ser un beneficio extra de trabajar para la casa de los hacedores. Aunque parecía poco sensato entrar en combate, Través soltó la cadena de su mayal. Tenía que estar preparado si Lei era amenazada.

—¿Estás segura de que esto es muy sensato?

—No te preocupes, Través. No hay el menor riesgo de violencia. —Con todo, él percibió el miedo en su voz—. Sígueme.

Lei respiró hondo y se encaminó hacia la puerta. Uno de los forjados dio un paso para bloquear su avance.

Lei hizo un gesto rotundo con la mano.

—Apártate, guardia. Tengo cosas que hacer con el barón de esta casa y no dispongo de tiempo para subalternos.

Través estaba observando el rostro del guardia y vio un ligero movimiento cuando éste bajó la mirada hacia los dedos de Lei. Aunque Lei tenía los modales imperiosos de un noble, ya no llevaba su anillo y el guardia no desistió.

—¿Cómo te llamas y cuál es la naturaleza de tus asuntos?

—Soy Lei d’Cannith —le espetó—, heredera de la Marca, y mis asuntos no son cosa tuya.

El forjado miró de soslayo a uno de sus compañeros. Través sujetó con fuerza el mango de su mayal.

—¿Te atreves a tenerme esperando en la puerta? —dijo Lei.

El guardia la miró a los ojos. Su cara era una máscara de acero indiferente, pero Través podía percibir un atisbo de inseguridad debajo de ella.

—Si esperas un momento, estoy seguro de que el alcaide podrá ayudarte.

Través percibió cómo crecía la ira de Lei, pero ésta logró mantener la compostura. Se esperaba una fría bienvenida.

Pasaron los minutos y apareció una nueva figura en la puerta. Era un hombre corpulento de casi cincuenta años, casi tan pelirrojo como Lei pero con algunas canas en el brillante bigote. Llevaba una armadura de cuero con tachones teñida de azul oscuro, y un arnés con cinco varas de madera pulida, cada una de las cuales contenía un encantamiento potencialmente letal, de eso Través estaba seguro. Hacía dos años que Través no había visto a ese hombre, pero Je recordaba perfectamente, Dravot d’Cannith, que en aquel entonces, era alcaide del arsenal de Chimenea Blanca.

Lei se entusiasmó al ver esa cara conocida.

—¡Dravot! —gritó—. ¡Estás vivo!

Corrió a abrazar al alcaide, pero un guardián forjado se interpuso en su camino. Su cara se tensó de ira, y por un momento Través creyó que iba a atacar al forjado; le habían llegado noticias de sus ataques de furia en la Batalla del Risco de Keldan. Pero entonces Lei vio la cara de Dravot. Se detuvo; la energía pareció abandonarle.

—No tienes nada que hacer aquí —dijo Dravot. Su voz era tan fría como su expresión—. Has sido expulsada y no tienes ningún derecho sobre el nombre de esta casa. No tendrás tratos con esta casa ni con sus herederos, y no te presentarás en los enclaves de la misma. Si no cumples las órdenes…, se tomarán medidas. —Se llevó la mano a una de las varillas.

—Pero Dravot… —Lei jadeó en busca de palabras. Claramente, no se esperaba ese tratamiento de un rostros conocido—. ¿Dime por qué? ¿Qué he hecho?

La cara de Dravot era tan impasible como la del forjado.

—No tienes derecho a ninguna respuesta, y no recibirás nada de ningún miembro de esta casa. Abandonarás este lugar ahora, y no molestarás nunca más a sus justos herederos. ¿Lo entiendes?

—¿Dravot…?

—No recibirás ninguna respuesta de ningún miembro de la casa. ¿Lo entiendes? —Dravot desenvainó una de sus varillas. Era de madera refulgente con una sola banda de oro.

Través escudriñó la vara para determinar si podía partirla con su mayal antes de que Dravot pudiera desatar sus poderes. Pero al soltar la cadena, Lei asintió.

—Vámonos, Través —dijo. Tras darse la vuelta, miró de nuevo a Dravot—. Me alegro de que estés vivo.

Él no dijo nada y mantuvo la vara inmóvil en su mano.

Lentamente, Lei y Través se alejaron de la torre. Lei parecía aturdida. Través le puso la mano en la espalda para sostenerla y ayudarle a seguir andando. Habían caminado unas cincuenta yardas cuando oyeron un ruidoso susurro:

—Jura todavía vive en el Bosque del Corazón Oscuro. —Era la voz de Dravot.

Mirando atrás, Través vio a Dravot todavía en la puerta del enclave. Había recurrido a la magia para mandar las palabras susurradas al otro extremo de la calle. Través bajó la mirada hacia Lei. Aquellas palabras la habían sacado de su estupefacción y ahora estaba totalmente concentrada.

—¿Señora?

Ella alzó una mano.

—Volvamos a la Mantícora. Tengo que pensar en esto.