Lo primero que Rasial percibió fue el olor. Sus orificios nasales se llenaron de él: una mezcla empalagosa de canela, azufre y carne quemada.
La segunda sensación fue el sonido: burbujeo, goteo, una gran diversidad de ruidos líquidos.
La vista regresó antes que el tacto. Estaba tendido sobre una mesa curvada, mirando un techo arqueado labrado en piedra sólida. La mesa estaba ligeramente inclinada, tenía los pies algo más altos que la cabeza, y la cabeza le latía por la acumulación desangre. Al cabo de un rato se dio cuenta de que estaba atado en cruz sobre la mesa, con los miembros entumecidos fijados con esposas metálicas. Sólo podía mover un poco la cabeza, pero vio que estaba rodeado de grandes tanques de cristal, cada uno de ellos lleno de una sombra de fluido luminoso; la única luz de la sala procedía de ese líquido susurrante. Vagas formas se movían en el interior de algunos tanques, proyectando sombras en el techo. Tentáculos retorcidos, amebas palpitantes…
¿Era eso una mano?
Tenía los miembros completamente entumecidos. Tentativamente, intentó encauzar las sombras a través de su Marca de dragón.
Nada. Ni flujo, ni fuerza, ni dolor. ¿Era un efecto secundario del veneno o del encantamiento que le tenía paralizado? ¿O había allí algo más?
—Gracias, Rasial Tarkanan. Has resultado ser doblemente útil para nuestra causa.
Rasial se tensó al oír la voz aceitosa. Con un inmenso esfuerzo, levantó la cabeza para ver la fuente del sonido.
El hombre encapuchado estaba al pie de la mesa, pero ya no llevaba la capucha puesta. Su rostro era todavía más hórrido de lo que había sugerido su vislumbre anterior. Manos, cuello, cara…, todo un horror. En lugar de piel el hombre tenía músculos ensangrentados y latientes. Las cuerdas vocales y los tendones parecían antinaturalmente gruesos, y se movían a su propia voluntad, retorciéndose de un modo imposible para una contracción muscular normal. Era más corpulento de lo que Rasial había pensado: capas de músculo húmedo abultadas bajo sencilla tela marrón. Tenía los ojos hundidos en las cuencas, y refulgían de locura. Su boca era una ruina ensangrentada, y había garras en la punta de sus dedos de araña.
—¿Qué eres? —susurró Rasial. Mover la mandíbula era casi imposible, y forzar esas palabras por su garganta requirió hasta la última gota de voluntad de la que disponía.
—No importa qué soy. Lo que importa es lo que seré. Gracias a ti, estoy un paso más cerca de esa respuesta. —Su boca…, había algo raro en su boca, pero Rasial no logró descubrir qué.
—¿Convertirte…?
—No te esfuerces, Rasial. Nos has sido útil. Viene mi maestro, y te concederá el descanso que mereces.
¿Descanso? ¿Iba ese monstruo a matarle? Después de todo lo que había hecho, después de todo lo que había pasado, ¿así iba a morir?
«No morirás. Abraza la eternidad en mí».
Rasial tardó un momento en darse cuenta de que ese pensamiento no era suyo.