Rasial odiaba los profundos túneles de la Puerta de Khyber. El olor a aguas residuales y el bunio llenaban el aire, y las antorchas de fuego frío eran pocas y estaban a mucha distancia entre sí, con lo que dejaban largos charcos de sombra en los pasajes subterráneos. Pero los negocios eran los negocios. Estaba bajo una antorcha parpadeante, limpiándose las uñas con la daga y tratando de parecer tranquilo.

—¿Rasial? —La voz procedente de las sombras era suave y aceitosa. Un momento después, tres personas surgieron de la oscuridad. Como habían prometido, iban desarmados. El hombre que iba delante llevaba una vieja capa y la cara oculta en una capucha. A su lado había un hombre y una mujer, vestidos con ropa mal tejida y parcheada con arpillera. Estaban cubiertos de suciedad y costras, y tenían las caras carentes de toda expresión. «¿Cómo he acabado así?», se preguntó Rasial.

—Sí.

—Rasial… ¿Tarkanan?

—Ése soy yo.

—Gracias por reunirte con nosotros en seguida. Confío en que tienes la mercancía de la que hemos hablado. —La voz del hombre cubierto por la capucha parecía cambiar ligeramente cada vez que hablaba…, apenas era perceptible, pero el tono y la inflexión cambiaban a cada momento.

—Sí, la tengo. —Rasial lanzó la pequeña petaca al aire y la atrapó con la mano izquierda, mostrando la brillante Marca de dragón negra y las llagas de la palma.

El hombre de la capucha pareció silbar.

—Ssssí, bien.

—La cuestión es si puedes cumplir tu parte del trato —dijo Rasial—. El oro es un principio, pero hasta que demuestres que puedes cumplir tus promesas, esto… —Lanzó la petaca y la sostuvo con la mano derecha— se queda conmigo. Si estás pensando en hacer algo estúpido —extendió la mano izquierda y por un momento las sombras parecieron arrastrarse hacia su palma—, yo me lo quitaría de la cabeza.

El hombre de la capucha se rió, un sonido horrible y gorjeante. Por un momento su cara fue iluminada por la luz de la antorcha, y Rasial soltó un jadeo. Era una horrible ruina, con los músculos al descubierto que parecían latir y retorcerse con su risa.

—Oh, no tengas miedo, Rasial —dijo el desconocido—. Todos tus problemas terminarán pronto.

Sus dos acompañantes dieron un paso adelante sin hacer ningún ruido, moviéndose con una velocidad antinatural y al unísono. Estaba claro que Rasial no podría huir de ellos, de modo que arrojó la petaca contra la pared del túnel con la esperanza de aplastar su contenido y robarles la victoria, pero para su consternación, un tentáculo carnoso salió del brazo del que había hablado y alcanzó la petaca en el aire. Antes de que pudiera darse cuenta, el hombre con la mirada ausente estaba delante de él, clavándole unas garras que le habían salido de las manos.

¿Qué era esa gente?

Rasial se dio la vuelta, pero al hacerlo sintió un ardiente dolor en las costillas. Las garras de aquel desconocido se clavaron en su costado.

Pero ahora era el turno de Rasial. Golpeó con la mano izquierda la cara del hombre y dejó que el poder de la palma de su mano fluyera hacia el interior del atacante. Como siempre, el dolor era atroz, pero por horrible que fuera para él, peor era para su víctima. El desconocido gritó —fue el primer sonido que hizo— y cayó de rodillas, llevándose las manos a la cara. Rasial sonrió. Pero se había olvidado de la mujer. Inmediatamente después sintió un dolor insoportable en la nuca y se desplomó.

La oscuridad le robó los sentidos antes de que llegara al suelo.