Daine había oído historias de Sharn, pero las palabras no podían transmitir la sobrecogedora presencia de la ciudad. La amplia calle estaba ocupada por una masa en permanente agitación. Media docena de idiomas distintos llenaban el aire. Un mercader talentano estaba regateando con un joven gnomo por el precio de gusanos halodanos. Un pálido elfo, con una túnica dorada y una delgada máscara de plata labrada, caminaba calle abajo acompañado por un inmenso obrero ogro que llevaba un baúl hecho con docenas de huesos. Una patrulla de guardianes con capas negras observaba las calles con ojos desconfiados y la promesa de un inmediato castigo.

La parte más desconcertante era el cielo, o la falta de él. Ese distrito estaba totalmente contenido en una de las inmensas torres del Desembarco de Tavick, y por encima de sus cabezas el núcleo hueco de la torre se alzaba hasta perderse de vista. Gárgolas e hipogrifos giraban en el aire por encima de ellos, suspendidos entre los diferentes niveles de la torre. Los muros de la torre central eran probablemente de cincuenta pies de grosor, y los edificios y negocios estaban tallados directamente en los muros. El interior de la torre debía ser de unos seiscientos o setecientos pies de longitud, lleno de agujas y edificios más pequeños.

—Bonito lugar —dijo Jode, contemplándolo en su totalidad—. Al menos no tienes que preocuparte por la lluvia. Yo me andaría con cuidado por si se me caga encima un hipogrifo, sin embargo. Es un insulto y un agravio.

—Y llueve —dijo Lei ausente, estudiando la calle que tenía ante sí—. No soy una especialista en clima, pero al parecer en la cima de la torre se crea un exceso de condensación que hace que llueva sobre la gente de más abajo.

—Siempre es así, ¿verdad? ¿Adónde vamos, mi señora?

—A un lugar llamado el Refugio de Dalan. Está en los niveles superiores de este barrio. Ese ladrón tenía unos cuantos soberanos en su monedero. Al menos que tengáis ganas de subir por las escaleras, yo pensaba buscar un carro.

—Después de todo lo que hemos pasado, mi señora, diría que te mereces un poco de lujo.

Daine frunció el entrecejo.

—¿No estás de acuerdo, capitán? —preguntó Jode.

—Nunca se sabe lo que va a ocurrir —dijo Daine—. Sólo tenemos unas pocas monedas. Y no me gustaría desprenderme de ninguna.

—Te preocupas demasiado, mi capitán. Cuando lleguemos a la casa del señor Hadran, Lei nos ha prometido que nos recompensará directamente con el tesoro de su señor.

—Sé que Hadran se encargará de vosotros —dijo Lei—. Es un buen hombre, y… ¡Oh, ahí hay uno!

Hizo un gesto con la mano y un bote descendió en el aire para recibirles. A primera vista, la aerocalesa era un largo y estrecho bote de remos construido con pino y teca. Tenía un mascarón de proa en forma de cisne; la imagen de sus alas extendidas estaba grabada a lo largo de los laterales del bote, refulgiendo a la fría luz de las antorchas místicas. La piloto era una joven vestida con una simple túnica blanca con el emblema del cisne en el pecho izquierdo. Su pelo corto y plateado y sus anchos ojos desvelaban un rastro de sangre elfa.

—¿Cómo puedo ayudaros? —preguntó la conductora.

—Somos cuatro —respondió Lei, subiéndose al bote flotante—. A Viento Redondo, en el Refugio de Dalan.

El dinero cambió de manos y los demás subieron. Daine se sentó junto a Lei. Jode y Través se sentaron ante ellos.

El bote ascendió por el aire. La aerocalesa se alzó por el núcleo central y después entró en un túnel. Al cabo de un instante salieron al aire libre, volando a ras de los puentes y las agujas más pequeñas del Desembarco de Tavick, de camino a los cielos. Daine pudo ver la ciudad a vista de pájaro. Había torres sobre torres, edificios que empequeñecían los árboles más altos que él había visto jamás, y puentes entre la mayor parte de ellos, cubriendo abismos que significarían la muerte segura para cualquiera que estuviera tan loco como para subirse a las barandas.

—¿Viento Redondo? —preguntó Daine girándose hacia Lei d’Cannith.

—La gente pone nombres a sus mansiones. Ya sabes, como Brazos Felices o Luz de Bienvenida.

—Conozco esa tradición. Pero ¿Viento Redondo? ¿Qué significa?

—Oh, no discutas por trivialidades. Ya está, Daine. ¡Se ha acabado! Todos esos años de guerra, toda la sangre, la muerte…, todo termina aquí. Vuelvo a casa.

La boca de Daine se tensó.

—Ésta no es tu casa.

Lei bajó los ojos y apartó la mirada durante un rato.

—Mira, yo también estoy enfadada. Mis padres, mis mejores amigos… Los he perdido. Sé que esto no es Cyre. Pero nuestra vieja vida se ha ido, Daine, y no va a volver. Ya has visto lo que queda de nuestra patria. Es momento de seguir adelante. De empezar de nuevo.

Daine no dijo nada. Través y Jode contemplaron el espectáculo de la ciudad que se extendía debajo de ellos, ajenos a la conversación.

—¿Has pensado en mi oferta? Estoy segura de que hay un lugar para ti en la casa.

—¿Como qué? —espetó Daine—. ¿Guardián? ¿Patrullar por Viento Redondo y asegurarme de que ningún hipogrifo se cague en el tejado de su señor? —Daine golpeó la baranda con el puño.

—Sería tan diferente…

—No, Lei —dijo Daine—. Luché por Cyre. Quizá creas que me conoces, pero no tienes ni idea de lo que he sacrificado ni de por qué he servido a la reina. No soy una espada de alquiler, y lo último que voy a hacer es trabajar para una casa portadora de la Marca de dragón.

Lei apartó la mirada. Cuando se alteraba se imponía fácilmente a Daine, pero su corazón no estaba en esa batalla.

—¿Por qué? ¿Qué sabes tú de las casas? ¿Es el señor Daine demasiado bueno para trabajar para la hija de un artesano?

—¿Cómo puedes preguntarme eso precisamente tú? ¿Has olvidado qué sucedió en Chimenea Blanca? ¿Esperas que lo olvide?

Leí le devolvió la mirada y él vio el refulgir de una lágrima en sus ojos antes de que se volviera a dar la vuelta.

—¿Lo has hecho?

Sus palabras fueron como agua fría para el fiero temperamento de Daine.

—Lei…, mira, Lei, lo siento. No quería decir eso. —Se detuvo, tratando de encontrar las palabras adecuadas—. Hay muchas cosas de mí que no sabes. Tú y Jode sois los únicos portadores de la Marca de los que he sido amigo. Y yo…, no soy un mercenario, ¿de acuerdo? Tengo que encontrar otro camino. Pero todavía no sé cuál.

Tendió la mano y al cabo de un largo rato, ella se la tomó.

—Lo siento —dijo Lei—. Al menos puedes quedarte una noche en Viento Redondo. Una comida caliente, una buena cama…, y por la mañana, estoy segura de que Hadran querrá darte un buen desayuno y oro suficiente para que empieces el camino que decidas.

Respiró hondamente, asintió y después apartó la mirada.

—Sí. Gracias. Aunque creo que preferiría un último cuenco de tus gachas. Creo que voy a echarlas de menos.

—¡Yo no! —intervino Jode—. No te lo tomes a mal, señora, pero estaría encantado de no volver a ver jamás ese mejunje.

Lei sonrió levemente.

—También yo tengo ganas de comida de verdad. ¿Qué dices tú? ¿Encontrarás un lugar en una de esas casas de sanación?

Daine ya había pensado en eso. Si la guerra había terminado de veras, ése era el destino lógico de un hombre con el talento de Jode, pero sanar era dominio de la casa Jorasco. La Marca de dragón de Jode dejaba entrever un vínculo con la casa, pero él nunca había hablado de ello…

—Oh, todavía no estoy listo para asentarme. Través y yo hemos pensado que nos quedaremos con el capitán y veremos qué nos depara la fortuna. ¿Verdad, Través?

—¿No vendrás conmigo, Través? —preguntó Lei, sorprendida.

El soldado forjado la miró lentamente.

—Lo siento, Lei. —Su voz era profunda y resonante, como agua lenta corriendo entre piedras—. No habría sobrevivido a la guerra sin tu ayuda. Pero quiero quedarme con el capitán Daine. La guerra puede haber terminado, pero él es todavía mi superior. La casa Cannith me vendió a Cyre. Ahora no soy propiedad de la casa.

Esta vez, las lágrimas finalmente empezaron a manar.

—Sabía que nos separaríamos, pero Través… —Lei levantó la mirada hacia el guerrero blindado—. Creía… Creí que tú… —Mientras buscaba las palabras adecuadas el bote se detuvo bruscamente y la dejó sin aliento.

—¡Viento Redondo! —gritó la piloto.

Lei se secó los ojos y asintió.

—Ya hablaremos esta noche —dijo con la voz tensa—. Voy a tener muchas cosas que explicarle a Hadran.

Pese a lo impresionantes que resultaban las calles inferiores de Sharn, el Refugio de Dalan estaba en otro nivel, tanto literal como figuradamente. El distrito estaba construido sobre un inmenso anillo que rodeaba una de las mayores torres del Desembarco de Tavick, a miles de pies por encima de las aguas del Daga. A pesar de la altitud, el aire era cálido y ligero, y a Daine no le molestaba el viento.

Estaban rodeados por una ostentosa muestra de riqueza Las calles estaban llenas de estatuas de destacados ciudadanos de Sharn capturados para la eternidad en bronce y mármol. En un extremo del anillo, una fuente iluminada arrojaba columnas de arco iris al aire que caían por el borde e iban a dar a los distritos inferiores. Había anochecido, y había mucha menos gente en la calle que abajo. El Refugio de Dalan era un distrito residencial, y la mayor parte de sus habitantes se habían encerrado ya para pasar la noche en casa o buscaban distracciones en regiones más exóticas.

Viento Redondo demostró ser fiel a su nombre, al menos en parte. La casa estaba formada por grandes esferas de distintas piedras unidas para crear un inusual efecto estético.

—El abuelo de Hadran era arquitecto —explicó Lei.

—¿Y estaba loco? —susurró Daine.

Frente a la verja de entrada había dos hombres con la librea de Cannith, pero permitieron entrar al grupo en cuanto Lei mostró su sello de la familia. Recorrieron un largo corredor con las paredes redondeadas. Estatuas de los ancestros de Hadran les observaban desde ambos lados, orgullosos artesanos y magos portando los símbolos de la casa.

Finalmente, el pasillo se abrió en una especie de gran atrio, pero un corpulento forjado que hacía que Través pareciera pequeño les bloqueó el paso. Si Través había sido diseñado para la batalla, el guardián parecía haber sido diseñado para impresionar. Tenía el cuerpo recubierto de láminas de plata, y piedras preciosas adornaban su torso y su cara. Lei pareció reconocer al forjado y dio un paso por delante de Daine.

—Domo, he regresado y tengo tres invitados. Siento llegar sin avisar. Pero es una historia muy larga. Por favor, informa a tu señor en seguida.

El forjado no se movió.

—Te esperábamos. Y no eres bienvenida en Viento Redondo. Vete ahora mismo. —Su voz era un susurro profundo, ronroneante, y su hostilidad era manifiesta.

Lei frunció el entrecejo.

—¿De qué estás hablando, Domo? ¡Soy Lei d’Cannith, de Metrol! —Sostuvo su sello ante él como si fuera una espada, y su ira hizo que el emblema de Cannith brillara—. Me anunciarás al señor Hadran ahora mismo o haré que te fundan y te conviertan en chatarra.

El aire parecía erizarse alrededor de sus manos, y Daine recordó de repente a un forjado explotando en la batalla del risco de Keldan.

—No obedezco órdenes de expulsados —dijo Domo—. No tienes sitio aquí. Vuelve a las calles o llagaré a los guardias y haré que te echen.

Esas palabras golpearon a Lei como un puñetazo. El ardor la abandonó y dio un paso atrás. Daine casi esperaba que Jode interviniera, pero incluso él estaba pálido. Lei miró al forjado con una expresión asombrada.

—¿Exp…, pero…, por qué?

Domo levantó una mano y Daine oyó que unos guardias se acercaban. Dio un paso adelante y sujetó a Lei por el brazo.

—Déjanos, pedrusco. Nos vamos.

Lei le siguió a ciegas, todavía en estado de shock. Mientras caminaban por el largo sendero, Lei se detuvo junto a la estatua más cercana a la puerta. No estaba acabada; ya se advertía una figura masculina con los ropajes de un artesano Cannith, pero los rasgos no eran todavía identificables. Lei se quedó mirando la cara sin tallar en silencio, y después dejó que Daine la arrastrara basta la calle.

—Nos hemos gastado todo el dinero en la aerocalesa —dijo Jode—, así que me temo que tenemos un largo camino de bajada. Creo que deberíamos ir a ese distrito de Altos muros que el guardia de la puerta mencionó. Si hay otros cyr allí, probablemente sea la mejor posibilidad de encontrar refugio. Sin embargo, vamos a necesitar monedas, y rápido.

Lei parecía seguir aturdida. Se había quitado el sello Cannith y le daba vueltas ociosamente en la mano. Daine no recordaba haberla visto llorar antes de ese día, pero por segunda vez su ojos brillaban con la luz de las llamas frías.

Través era el último del grupo y se acercó a Lei.

—Señora, ¿qué pasa? Me temo que no he comprendido la conversación en la puerta de la casa.

Lei se detuvo. La ira y la pena batallaban en su cara.

—No soy tu señora, Través. Ya no. Soy una exp… exp…

—Expulsada —dijo Jode con toda tranquilidad.

Lei se dio la vuelta para mirarle con furia en los ojos, después los cerró y siguió caminando. Se agarró a Través con un fiero abrazo, gimiendo contra las láminas de mitral. El puso las manos sobre los hombros de Lei como si tuviera miedo de romperla.

—Señora, ¿qué significa ser una expulsada?

Lei siguió gimiendo,

—¿Por qué? —preguntó ella.

—La expulsión es una tradición entre las casas portadoras de la Marca de dragón —dijo Jode con un tono más apagado que de costumbre—. Es un castigo reservado para los que violan gravemente los preceptos de la casa, algo parecido a la excomunión en la Iglesia de la Llama de plata. Fue puesta en práctica por primera vez en los tiempos de la Guerra de la Marca…, aunque entonces le arrancaban la piel a la víctima, le quitaban la marca literal y figuradamente.

—La Marca de dragón no puede arrancarse, ¿verdad? —preguntó Daine.

—No, no se puede quitar. El desollamiento era un gesto simbólico, aunque muchos expulsados debieron morir. Lo que importa son las implicaciones sociales. Un expulsado ya no es parte de la casa. Los demás miembros de la casa no pueden hablar con él o ayudarle de ninguna manera. Está vetado en todos los enclaves y propiedades. No puede casarse en el seno de la casa. Si reclama ser heredero, puede ser perseguido por las leyes de Galifar. Es una acusación seria, y es necesaria la autoridad de un barón o del consejo de la casa para ordenarla.

Daine se acercó a Lei y le puso gentilmente la mano en la espalda.

—Lei —dijo suavemente—. ¿Por qué te hacen esto? ¿Qué has hecho?

Lei se sacudió de Través y Daine.

—¡No lo sé! —aulló—. ¡Todo lo que he hecho lo he hecho por la casa! ¿Cómo pueden hacerme esto?

Ciega de ira, hizo un gesto salvaje con la mano izquierda. Se produjo un revoloteo plateado allí, y Daine se dio cuenta de que había lanzado por el borde del Refugio de Dalan el anillo del sello, que caería miles de pies más abajo.

Jode suspiró.

—Con eso podríamos haber pagado al menos una noche de alojamiento. —Se encogió de hombros—. Mira, capitán, tenemos que ponernos en marcha si queremos dormir con un techo sobre nuestras cabezas. —Señaló hacia un lado con la cabeza—. Creo que los nativos se están empezando a impacientar.

Algunos guardianes brelish les estaban mirando ahora a unos cien pies de distancia, y uno de ellos jugueteaba ociosamente con su ballesta.

—Tienes razón. —Suspiró—. Lei…, Lei, lo arreglaremos. Pero…, dale tiempo. Través, ¿podrías…? —Hizo un gesto hacia Lei y el soldado forjado la tomó en brazos cuidadosamente.

—Sé valiente, señora —dijo mientras iniciaban el largo viaje de descenso—. Esta batalla acaba de empezar.