Daine se despertó en el fango. Una gélida lluvia caía del cielo gris, y su manta de lana estaba empapada y sucia. Al menos es sólo agua, pensó. Comparado con lo que le había caído encima durante los seis últimos meses, la lluvia era un bienvenido cambio.
Los recuerdos acudieron espontáneamente a su cabeza, imágenes mucho peores que cualquier pesadilla. Durante siglos, Cyre había sido la joya en la corona de Galifar, una tierra fértil célebre por sus artes y su cultura. Ahora Cyre era una tierra baldía, arrasada, cubierta de cadáveres. Mientras viajaba hacia el sur, Daine había oído a los campesinos susurrar sobre los horrores que se hallaban en las llamadas tierras Enlutadas. Según los relatos, del cielo caía sangre en lugar de agua, y los espíritus de los muertos aullaban en el viento.
La verdad era mucho peor.
La batalla en el risco de Keldan sucedió la noche anterior al Luto. Las últimas horas de la batalla eran un borrón. Ninguno de los supervivientes recordaba cómo había escapado de los forjados, y nadie sabía cuándo había tenido lugar el desastre. ¿Cómo sucedió? ¿Qué fuerza podía haber devastado un país entero y sin embargo dejar ilesos a unos pocos soldados a apenas veinte pies de la frontera? Quizá esa amnesia era un efecto secundario de la fuerza que destruyó el reino, o quizá el acontecimiento fue simplemente más de lo que la mente humana podía soportar.
Esa terrible mañana, Daine había llevado lo que quedaba de su tropa de vuelta a Cyre, cruzando las brumas grisáceas para ver lo que había al otro lado. ¿Cómo podían saber lo extensa que sería la devastación? ¿Quién iba a creer que todo un país podía ser destruido en tan poco tiempo? Durante meses se fueron adentrando cada vez más en los baldíos. Lo único que encontraban era horror y muerte. A medida que transcurrían las semanas, los soldados de Daine caían uno a uno ante los terrores de la tierra retorcida, y sólo sobrevivieron a la larga caminata de vuelta a la frontera Daine, Través, Jani, Onyll, el sanador Jode y Lei d’Cannith. Pero aquello no fue ni mucho menos el fin de sus problemas. Cada día traía consigo un muevo choque con los soldados de Thrane, y Jani cayó víctima de un último regalo de Cyre: una duradera infección que las manos de Jode no pudieron curar.
Finalmente, fueron hacia el sur, hacia Breland. Después de varias escaramuzas, la activa agresividad de los soldados brelish se había diluido en una sorda irritación. La destrucción de Cyre había arrojado el mundo entero a un estado de estupor, y la gente común estaba harta de la guerra. Los cronistas dijeron que el rey Boranel de Breland había ofrecido asilo a los refugiados de Cyre. Otros afirmaron que príncipes y embajadores estaban negociando con esfuerzo los términos de la paz en el norte, echando los cimientos de un nuevo mundo que sustituiría al antiguo reino de Galifar. Las guarniciones fronterizas vigilaban los límites contra cualquier signo de traición, y la tropa de Daine había recibido una sangrienta bienvenida en Thrane. Pero más al sur la gente había empezado a abandonar la espada para regresar al arado. Después de años de batalla, parecía que los reclutas estaban volviendo a casa para siempre.
Habían pasado muchos años desde que Daine tuviera un lugar que pudiera llamar su casa. Cualquier pasado al que hubiera podido regresar estaba enterrado en las cenizas de Cyre. Través había sido construido para librar una guerra que había terminado. Jode nunca había hablado de su familia. Lei era la única de los supervivientes cuyo futuro era claro, de modo que si los demás que viajaban con ella en dirección a Sharn no lo hacían porque la ciudad albergara alguna promesa para ellos, sino porque no tenían ningún otro lugar al que ir.
Daine se puso en pie y sacudió el agua de su manta. Través estaba tratando de mantener el luego encendido y Lei empezaba a levantar el campamento, guardando las lonas alquitranadas y las mantas. Daine se unió a ella.
—Otro precioso día, ¿eh? —dijo, dándole su manta.
Lei sonrió y negó con la cabeza. Tenía el pelo cubierto de barro, pero todavía brillaba a la luz del fuego, como si hubiera verdadero cobre mezclado con el rojo. Tras doblar su manta y colocarla con las demás, sacó la varita que utilizaba para la magia simple. Con unos pocos gestos hábiles, tejió un conjuro doméstico en la madera. Un movimiento de esa varita improvisada limpió el barro y el agua de las mantas y la ropa y eliminó la suciedad de su piel y su cabello. Una manta seca no era la cosa más importante del mundo, pero sin la magia de Lei sus ropas se habrían podrido hacía muchos meses, y su habilidad para hacer aparecer comida era lo único que había impedido que los soldados murieran de hambre.
—Casi estamos ahí —dijo Lei, dándole una taza con agua y un plato de gachas secas. Era tan sabroso como el barro, pero les mantenía con vida—. Si no lloviera, verías las torres desde aquí.
—¿Vas a seguir adelante con esto?
—Por supuesto. No comprendes nuestro modo de ser, Daine. Soy heredera de la Marca de los hacedores, y tengo una responsabilidad con mi casa.
Marcas de dragón. Daine tragó una cucharada de gachas con una mueca. Nadie nacía con una Marca de dragón, pero los miembros de determinados linajes selectos tenían el potencial de desarrollar una Marca y el poder mágico que la acompañaba. Era la Marca de dragón de Jode lo que le permitía curar heridas con las manos. La Marca de Lei tenía un efecto similar, pero si Jode podía tejer hueso y carne, Lei reparaba el metal y la madera. Los poderes de su Marca de dragón no eran el mayor de los talentos de Lei, pero la Marca definía su lugar en el mundo. En una era arrasada por la guerra, una armera podía tener más poder que un rey, y los artificieros de la casa Cannith con la Marca de dragón eran los mayores armeros de los tiempos modernos. La casa Cannith abrió el camino que llevó a la invención de la aeronave, la varita mágica de luego eterno y, por supuesto, los forjados. Las Marcas de dragón eran infrecuentes incluso entre las familias que las llevaban, y los Cannith con frecuencia formaban matrimonios entre los que portaban la Marca con la esperanza de que sus hijos heredarían los poderes de los padres. Así era el caso de Lei y su prometido. Hadran d’Cannith era viudo y casi doblaba la edad de Lei, pero su oro era bueno y su Marca, fuerte.
—La sangre por delante del amor —dijo Daine—. Lo he oído antes. Lo único que me interesa es el oro que nos prometiste… Te he visto cubierta de barro y sangre. Me resultará difícil verte como la dama del castillo.
—¿Crees que me gusta dormir en zanjas y ver cómo mis amigos mueren? —dijo Lei mientras le daba un plato de gachas al adormilado Jode.
—A ninguno de nosotros le gusta eso. Pero quién sino los soldados son los que pueden hacerlo sin morir en el intento. Has vivido cosas que han matado a encallecidos veteranos, Eres una de nosotros.
Lei negó con la cabeza.
—Mi servicio en la guardia fue una obligación para con mi familia. Como lo es mi matrimonio. De las dos, preferiré el matrimonio.
—¿Has estado casada antes?
Lei abrió la boca para responder,
—Por favor, ¡capitán Daine y señora Lei! —les interrumpió Jode con una brillante sonrisa—. Si sólo nos queda un día de viaje, disfrutemos de la compañía mientras podamos, ¿de acuerdo?
Lei y Daine susurraron disculpas y regresaron a las gachas.
Aunque el sol todavía estaba enterrado tras las nubes, había amanecido cuando levantaron el campamento y regresaron al viejo camino, la ruta que conectaba las grandes ciudades de Breland. Habían decidido dormir en un claro lejos del camino para que Través pudiera vigilar la cercanía de enemigos. Pero entre los viajeros y el camino había una extensión del Bosque del Rey, y de ahí fue de donde surgieron los problemas.
De detrás de un árbol salió un hombre, un brelander alto y delgado, con la cara llena de hoyuelos, que llevaba la túnica de cuero parcheado de los soldados brelish. Quizá fuera un desertor o un licenciado sin ningún lugar al que ir, pero a Daine le pareció igualmente probable que le hubiera arrancado esa armadura que tan mal le quedaba al cadáver de su verdadero propietario. Una capa de lana gris lo protegía de la lluvia, y agitó una porra de madera hacia ellos.
—¡Eh, viajeros! —gritó el hombre con un grave ronroneo.
Daine dio un paso adelante e hizo un gesto a los demás para que se detuvieran.
—Me llamo Morgalan. Por vuestro vestido, diría que sois extranjeros en nuestra querida tierra. ¿Sois llorones?
—¿Llorones? —preguntó Daine.
—Restos de lo que queda de Cyre. Ahora la llaman tierras Enlutadas, porque ya no os queda nada más que hacer que llorar por lo que habéis perdido.
—Si tienes algo que decir, dilo rápido. —La mano de Daine se acercó a su espada, pero mantuvo su temperamento a raya. Aquélla no era ni mucho menos la primera ocasión en que les habían insultado, y Daine se olió una trampa.
—Tengo buen olfato para las energías arcanas, y veo que hay algo más, aparte de la bolsa de la joven dama, que llama la atención. Me llevaré eso y cualquier moneda que llevéis.
—Cuatro contra uno, si no me equivoco. Las cosas no parecen muy a tu favor. —Daine se rascó la nuca y aprovechó para hacerle algunas señales a sus compañeros con las puntas de los dedos.
—Las cosas raramente son como parecen. —Una flecha salió volando de entre los árboles y se clavó cerca de los pies de Daine.
—Cierto —dijo Daine, pero ya estaba en movimiento y corría hacia el salteador de caminos desenvainando su espada y su daga.
Por el rabillo del ojo, Daine vio a Través alzando su enorme ballesta y disparando dos flechas en la dirección de la que había provenido el ataque. Entre los árboles se oyó un grito, y después el sonido de un hombre cayendo al suelo.
Dos hombres y una mujer, los tres vestidos de cuero parcheado y armados con pequeñas hachas, surgieron del bosque a la izquierda de Daine. Éste ralentizó su carrera para asegurarse de que los demás les tenían.
Lei les estaba esperando. Les arrojó una pequeña piedra. Explotó con el brillo cegador del oro. Al tiempo que los bandidos levantaban las manos para protegerse los ojos, Través ya estaba disparando más flechas. Al cabo de unos segundos, los tres estaban tendidos en el suelo.
Morgalan recibió la embestida de Daine de frente. Con un grito furioso y un golpe de su porra, hizo volar la espada de la mano de Daine. Pero la espada era su menor amenaza. La daga de Daine era Cannith, forjada de adamantino, y podía cortar el acero con facilidad. Daine se agachó ante el siguiente golpe del bandido y con un rápido movimiento cortó la porra en dos, dejando a Morgalan con un tocón de simple madera en la mano.
Soltando lo que quedaba de su porra y dando un paso hacia atrás, el bandido hizo un complejo movimiento con la mano izquierda al tiempo que susurraba unas palabras en un idioma que Daine no había oído jamás. Daine sintió el roce del encantamiento y por un momento le resultó difícil concentrarse.
Morgalan… Morgalan…, ¿por qué estaban luchando? Sin duda aquello era un malentendido. Su amigo Morgalan necesitaba su ayuda, su colaboración contra esos tres animales…
Daine se había enfrentado a hechiceros anteriormente, y Saerath había intentado en alguna ocasión encantarle cuando le había ordenado que cavara letrinas. Haciendo rechinar los dientes, Daine se liberó de los pensamientos invasivos y clavó su daga en el hombro del bandido.
Morgalan soltó un jadeo y la presión mística se desvaneció. Daine sujetó al hombre por el cuello con la mano que tenía libre, arrancó la daga y lanzó a Morgalan al fango. Se agachó con el pie y la daga sobre el cuello del bandido.
—Escúchame, brelander —gruñó—. He estado luchando contra los tuyos durante seis años. Todos mis instintos me dicen que debería cortarte la garganta y dejarte desangrándote en el suelo. —Golpeó al hombre pálido en la cara con la empuñadura de la daga, arrojando su rostro al barro—. Pero la guerra ha terminado y soy un extranjero en tu tierra. No me des razones para volver a empezar a luchar.
Daine se puso en pie y le arrancó pausadamente el monedero del cinturón. Le lanzó la bolsa de piel a Lei y recogió su espada. Al otro lado, Jode estaba curando las heridas de los bandidos que Través había alcanzado, mientras el forjado seguía apuntando a los rufianes heridos con su inmensa ballesta.
—Déjalos, Jode —gritó Daine—. Tenemos otras cosas que hacer en esta adorable tierra.
Después del ataque conversaron poco, y con el tiempo acabaron uniéndose al flujo de viajeros que se dirigían a Sharn por el viejo camino. Jode iba a hombros de Través, cantando de vez en cuando una canción en la lengua líquida de su patria distante. Daine iba en último lugar, observando a Jode maravillado. Después de todos los años que habían pasado juntos, las muchas batallas que habían librado, Jode era todavía un enigma para él. El mediano procedía de las lejanas llanuras de Talenta, una tierra estéril en la que se decía que moraban inmensos lagartos. Tenía la refulgente Marca de dragón de la curación extendida sobre la calva, visible a primera vista, pero Jode nunca había reconocido tener lazos con la casa Jorasco, y no llevaba el sello de heredero de la Marca de dragón. Siempre estaba dispuesto a cantar una alegre canción o contar una historia, pero su pasado era un misterio. Daine nunca le había presionado. Suficiente dolor le acarreaba su propio pasado, y si Jode tenía secretos, no le correspondía a Daine robárselos.
A medio día las nubes se aclararon y allí estaba ante ellos Sharn, la Ciudad de las Torres. Incluso desde esa distancia, las torres se alzaban hasta el cielo, docenas de refulgentes agujas, todas ellas rematadas por minaretes y torretas. El viejo camino pasaba entre llanas tierras de labranza y en el transcurso del día pareció que no se estuvieran moviendo, sino que las torres crecieran de tamaño, cada vez más altas a cada hora. Lentamente advirtieron los detalles. Daine se dio cuenta de que algunas de las torres más pequeñas parecían flotar en el aire, desconectadas de las columnas principales. Pequeños puntos se movían adelante y atrás, botes y otras naves que navegaban por el aire. Mientras el sol descendía tras el horizonte, las luces de la ciudad se hicieron visibles, parpadeando como estrellas.
—La casa Cannith ilumina la ciudad, ¿sabéis? —dijo Lei—. Casalon d’Cannith perfeccionó el fuego frío hace casi setecientos años. El impacto en Galifar fue realmente extraordinario. En muchos sentidos, preparó el terreno para…
—Creía que los elfos desarrollaron el fuego frío hace miles de años —dijo Daine.
Lei frunció el entrecejo.
—Sí, bueno… Cannith lo trajo a Khorvaire.
Daine sonrió, aunque Lei no lo vio. Los elfos de Aerenal habían trabajado con la magia durante tres veces más tiempo del que había durado la historia humana, y Daine había conocido a un embajador de Aerenal que tenía más de setecientos años. Era natural que las habilidades de los elfos fueran superiores a las de las razas más jóvenes, pero era una de las pocas formas de hacer descarrilar los efusivos monólogos de Lei sobre las virtudes de su casa.
—¿Cómo logran que las torres no se caigan? —preguntó Través.
Era todo lo que había dicho durante la última semana. El guerrero forjado, que ni siquiera en los mejores tiempos era muy hablador, se había vuelto totalmente taciturno en los últimos meses. A Daine no le había sorprendido; Través había sido construido para defender Cyre, y ahora el país había sido destruido y la guerra había terminado. ¿Qué fin serviría Través en ese mundo quebrado? Hasta el momento había seguido cumpliendo las órdenes de Daine. Pero ¿cuánto duraría esa lealtad?
—Hay lugares en el mundo cuyas energías arcanas se comportan de un modo inusual —dijo Lei—. Muchos sabios creen que es resultado del contacto de otros mundos con éste. De modo que un lugar tocado por Dolurrh se llena de desaparición, mientras que Lamannia hace que la vegetación florezca. A lo largo de esos acantilados, los encantamientos de aire y vuelo tienen un poder extraordinario. Los conjuros que soportan esas torres no podrían llevarse a cabo en la mayor parte de lugares. La ciudad misma se ve arrastrada hacia el cielo. Verás barcos que vuelan y cosas parecidas, todo resultado de la magia de este lugar.
—Si son sostenidas por la magia…, ¿qué sucedería si se deshicieran los conjuros?
La mente de Daine regresó en un fogonazo al navío que descendió de los cielos después de que Saerath cercenara sus vínculos.
—Bueno…, en realidad creo que esas torres han caído en el pasado. Durante la guerra. Se supone que por sabotajes, aunque nunca fue demostrado.
—Y supongo que tu amado vive en una de las torres más altas.
—Sí.
Daine no se volvió para mirar, pero oyó la desaprobación en su voz.
—Maravilloso.
Al tiempo que el sol se hundía entre los acantilados, el viejo camino les llevó a una torre llamada Desembarco de Tavick, y después a una gran estatua de bronce de la reina Wroann ir’Wyrnarn con la espada alzada en desafío a las leyes de Galifar. Guardianes con capas negras vigilaban una docena de puertas separadas, escuchando los cuentos de los mercaderes, viajeros y campesinos. Las tradiciones de un siglo de guerra seguían en vigor, y nadie entraba en Sharn sin pasar ante los Guardianes de la Puerta.
La puerta ante la que se hallaban Daine y sus compañeros estaba guarnecida por un gordo enano cuya barba parecía un montón de espinas negras.
—No parecéis de por aquí —gruñó. Escudriñó a Través y después se fijó en el emblema de oficial de Daine—. ¿Sois Llorones? No me extrañaría, la verdad. —Señaló con la cabeza la estatua de Wroann, la reina que se había rebelado e iniciado la Última guerra—. Enfrentaos a Breland y veréis lo que os pasa.
Jode se adelantó antes de que Daine pudiera hablar.
—Veo que poco se escapa de tus inteligentes ojos, sargento. Diría que has visto a llorones antes.
El enano le estudió lentamente. Jode tenía la Marca de dragón en la parte superior de la cabeza, y la Marca de dragón normalmente significaba riqueza y poder.
—Así es. Altos muros está llena de ellos. Era donde encerraban a los traidores. Algunos dicen que todavía es así.
De nuevo, Jode intercedió antes de que Daine pudiera hablar.
—Bueno, no es raro que cometas ese error, pero la nuestra no es una historia sencilla. Sí, el señor de Daine viste como un soldado cyrano, pero hay mucho más ahí que llama la atención. Permíteme presentarte a la señora de Lei, heredera de la Marca del hacedor.
Lei hizo una reverencia y extendió la mano, dejando a la vista su sello Cannith. El enano examinó el anillo cuidadosamente.
—La señora de Lei es la prometida del señor Hadran d’Cannith, cuyo nombre sin duda reconocerás. Como sabe cualquier niño, la casa Cannith tiene su trono en los confines de Cyre, y después del desastre, el señor Hadran decidió reforzar la seguridad de su amada. Así que nos contrató a nosotros tres, el señor de Daine, un maestro espadachín formado por la Marca del filo de la casa Deneith; Través, un leal guerrero forjado construido por los padres de mi señora para garantizar la seguridad de su única hija, y yo mismo, Jode d’Jorasco, un sanador sin igual.
Transcurrieron varios minutos mientras Jode inventaba su cuento, describía los grandes peligros que el trío había experimentado en su persecución de la heredera Cannith perdida. El enano permanecía embelesado mientras Jode contaba la batalla con el perverso forjado y la oscuridad viviente. Una mujer con una capa negra que llevaba la insignia de capitán se acercó y le golpeó a un lado de la cabeza, sacándole de su embeleso.
—¡Horas! ¡Procesa a esta gente y procede! ¡Estás deteniendo la fila!
El enano parpadeó y negó con la cabeza para volver a la realidad.
—Ah, sí…, sí. Lo siento. Sólo…, tengo que hacer una marca aquí en el libro mayor y podéis seguir con vuestro camino. Confío en que no estáis introduciendo materiales peligrosos en la ciudad. Pirotecnia, sangre de dragón, sueñolirio.
—Llevo tres forjados en la bolsa —dijo Lei—. ¿Es un problema?
Jode suspiró.
—En tu… ¿Puedo verlos, por favor, señora d’Cannith?
Lei sacó su fardo y abrió la tela con forma de embudo por la parte superior.
—¿Través, te importa?
Un murmullo recorrió la multitud que esperaba cuando el inmenso guerrero forjado se introdujo en el pequeño fardo de viaje. Un momento después salió arrastrando tras de sí el cuerpo maltrecho de un pequeño explorador forjado.
—Los tres están inertes —dijo Lei—. No he tenido tiempo para ver si pueden ser restaurados, pero les encontramos durante nuestros viajes y quise devolverlos a casa.
—Ya…, veo. —Claramente, los herederos Cannith transportando forjados estropeados no eran parte de su rutina diaria como guardia—. Puedes… seguir adelante, mi señora. Espero que disfrutes tu visita a Sharn.
Lei sonrió mientras Través metía de nuevo los forjados estropeados en esa extraordinaria bolsa.
—Gracias, sargento —dijo ella—. Estoy seguro de que lo haré.
Una vez estuvieron a cierta distancia de los guardias, Jode se giró hacia Lei negando con la cabeza. Través y Daine caminaban arrastrando los pies por detrás, con la mirada vuelta hacia el cielo, las torres, los aleros, los puentes y los edificios que se alzaban en lo alto y se perdían a la vista.
—Mi señora de Lei —dijo Jode—, no había ninguna necesidad de mencionar a los forjados. Tenía la situación perfectamente controlada.
—Siempre me he preguntado si tenías vínculos directos con la casa Jorasco, Jode. ¿Por qué no quieres hablar de ello?
—Me lo he inventado, mi señora. He tenido la sensación de que el sargento se quedaría más impresionado ante los emisarios de una casa poderosa que ante un grupo de llorones en busca de refugio.
—Eso explicaría un poco la lucha con los niños caníbales —dijo Lei, frunciendo el entrecejo—. Mis padres participaron en los primeros trabajos con los forjados, aunque… es muy posible que construyeran a Través.
Jode se encogió de hombros.
—Sólo improvisaba, mi señora. No tenía ni idea de que mis palabras pudieran tener siquiera una pizca de verdad.
—Ajá. ¿Y Daine? —Lei miró atrás, a Daine y Través, ninguno de los cuales les estaba prestando a Jode y ella la menor atención—. ¿En realidad no se formó con la casa Deneith?
—No soy un oráculo, señora Lei. Sólo estaba inventándome un cuento para el sargento enojadizo. Además, ¿te imaginas a nuestro capitán en una casa de mercenarios?
Lei sonrió y después soltó una carcajada. Al cabo de un momento, Jode también se puso a reír. Daine frunció el entrecejo cuando él y Través les alcanzaron.
—Muy bien, ya os habéis reído un rato. Ahora sigamos. Esta noche quiero dormir en una cama, y todavía tenemos que encontrar a tu adorado pretendiente, Lei.
—Sígueme…, señor Daine.
Todavía sonriendo, Lei los guió entre la muchedumbre.