El Gran Terror terminó de golpe el 23 de noviembre de 1938. El hecho quedó señalado extraoficialmente por la destitución de Yezhov de la NKVD y el ascenso al cargo de su adjunto Lavrenti Beria. Hasta entonces no habían existido intentos serios de detener la carnicería. Todos los que estaban próximos a Stalin sabían que la campaña de arrestos, torturas y ejecuciones contaba con su apoyo activo: era peligroso defender un cambio de política cuando sus propósitos parecían tan firmes.
Ya habían aparecido indicios de que algunos miembros del entorno de Stalin deseaban detener la maquinaria del terror. Malenkov hizo un primer intento en el pleno del Comité Central del partido en enero de 1938, al quejarse sutilmente del gran número de errores cometidos en las expulsiones del partido el año anterior[1]. Se evitó criticar directamente los arrestos y ejecuciones. Malenkov no dejó el tema en las discusiones internas del partido y reprochó a los dirigentes locales que hubieran expulsado del partido a comunistas inocentes. Todo el mundo sabía que esto implicaba mucho más que la pérdida del carnet del partido. Los bolcheviques expulsados invariablemente eran enviados al Gulag o fusilados. Más tarde Malenkov sostuvo que trataba de presionar a Stalin para que viera la realidad. De ser así, debió de haber sido la única vez que lo hizo. Malenkov era una creación de Stalin y es inconcebible que Stalin no apoyara la iniciativa de Malenkov y, en cualquier caso, aparte de la decisión de tener más cuidado con las expulsiones, todavía no se puso freno a la maquinaria del terror. Sin embargo, es evidente que Stalin tenía cada vez más dudas acerca de Yezhov. Las hizo manifiestas de un modo típicamente indirecto cuando el 21 de agosto de 1938 se nombró a Yezhov comisario del pueblo del Transporte de Agua, cargo que se añadía a sus otras obligaciones. Esto le advertía implícitamente de que sería apartado de la NKVD si no lograba satisfacer al Líder.
Yezhov entendió el peligro en que se hallaba y su rutina diaria se tornó frenética; sabía que el más mínimo error resultaría fatal. Sin embargo, de algún modo tenía que mostrarse indispensable ante Stalin. Mientras tanto tenía que vérselas con el nombramiento de un nuevo comisario adjunto en la NKVD, el ambicioso Lavrenti Beria, desde julio de 1938, Hasta entonces Beria había sido primer secretario del Partido Comunista de Georgia y era muy temido en el sur del Cáucaso por su taimada forma de conspirar contra cualquier rival —y casi con seguridad envenenó a uno de ellos, al dirigente comunista abjasio Néstor Lakoba en diciembre de 1936—. Si Yezhov se tambaleaba, Beria estaba listo para ocupar su lugar; en realidad Beria habría sido más que feliz haciendo que se tambaleara. Trabajar a diario con Beria era como estar encerrado dentro de un saco con una bestia salvaje. La situación se volvió intolerable para Yezhov. Comenzó a beber mucho y a buscar algún consuelo en encuentros de una noche con mujeres que se cruzaban en su vida. Cuando esto no lograba calmar sus ansias, acosaba a los hombres que se encontraba en su despacho o en su casa. Mientras trataba de asegurar su posición en el futuro, comenzó a reunir material comprometedor para el propio Stalin.
Es difícil imaginar qué uso podría haber hecho Yezhov de esos documentos. Su conducta demuestra el grado de desesperación al que había llegado el Comisario de Hierro. Sabiendo que podría ser arrestado en cualquier momento, todos los días tenía ataques de nervios. Su destino dependía de que Stalin deseara cambiar de política o reemplazar al personal. Si quería sobrevivir, el jefe de la NKVD tenía que hacer que Stalin se comprometiera con el terrorismo de estado permanente cuando aún estaba en posesión de su cargo.
El 23 de octubre de 1938, cuando al escritor Mijaü Shólojov se le concedió una audiencia con Stalin para quejarse de que estaba siendo investigado por la NKVD, se detectó un mayor declive de la influencia de Yezhov[2]. Stalin lo humilló al hacerlo comparecer. El 14 de noviembre Stalin dio la orden de purgar la NKVD de individuos que «no merecían confianza política». Al día siguiente, el Politburó confirmó una directriz del partido y del gobierno que establecía que se cerrasen los casos que en ese momento estaban siendo investigados por los troiki y los tribunales militares. El 17 de noviembre el Politburó decidió que los enemigos del pueblo se habían infiltrado en la NKVD[3]. Estas medidas significaban la condenación de Yezhov. Bebió todavía más. Buscó gratificación sexual en más muchachos. Hablaba de política sin la menor cautela[4]. Estaba al borde de un colapso psicológico al tiempo que Stalin trataba cada vez más a Lavrenti Beria como el futuro jefe de la NKVD. Se reunían los lobos. En una reunión nocturna con Stalin, Mólotov y Voroshílov, el 23 de noviembre, Yezhov confesó su incompetencia para capturar a los enemigos del pueblo; se aceptó su dimisión[5]. Mantuvo sus cargos en el Secretariado del Comité Central y en el Comisariado del Pueblo de Transporte de Agua durante algunos meses. Pero sus días de gloria y poder habían terminado.
Se encargó a Beria que restableciera el orden en la NKVD y la pusiera bajo el control del partido. Era despiadado y competente, por lo que se podía confiar en él para que pusiera orden en el caos que había dejado Yezhov. Beria no era un ángel. A diferencia de Yezhov, participó activamente en las palizas y tenía bastones a mano en su despacho. Sin embargo, estaba dotado de un carácter más firme que su antecesor y Stalin y él impulsaron un conjunto de reformas. No se prohibió el uso de la tortura en los interrogatorios, pero se restringió, según la directriz de enero de 1939, a casos «excepcionales»[6]. Se recopiló un sumario sobre Yezhov, que hizo su última aparición pública el 21 de enero de 1939. Fue arrestado en abril y ejecutado al año siguiente. Todo el sistema de troiki fue desmantelado. Había terminado la pesadilla de los años 1937 y 1938, conocida popularmente como «Yezhóvshchina». Esto convenía a Stalin, que quería que el peso de la culpa no recayera sobre sus hombros. Sin embargo, aunque se redujeron los procedimientos del terror, no se abolieron. El partido no controlaba en el día a día a la NKVD en los niveles central y local. La tortura continuó aplicándose. La atmósfera frenética del Gran Terror se había disipado, pero la URSS de Stalin seguía siendo un manicomio asesino —y se ratificó en el poder a la mayoría de sus locos dirigentes.
La destitución de Yezhov se produjo después de que Stalin permitiera que se discutieran en su entorno los abusos de poder. Durante dos años se habían sucedido los arrestos y las ejecuciones, y se sabía que una alta proporción de las víctimas no pertenecía a las categorías de personas susceptibles de ser descritas como «elementos antisoviéticos». También es muy posible que Yezhov indujera a error a Stalin acerca de ciertos aspectos del proceso. La carrera y la vida de Yezhov dependían de su habilidad para convencer a Stalin de que se estaba arrestando y eliminando a los verdaderos elementos antisoviéticos y a los enemigos del pueblo. La actividad de Yezhov había puesto a todo el mundo en riesgo.
Como mucha gente en el momento y algunos observadores posteriores supusieron que el Gran Terror no había comenzado por iniciativa de Stalin[7], circuló la idea de que el proceso se le fue de las manos una vez comenzado. Stalin bien pudo no haber previsto los excesos catastróficos de la NKVD a las órdenes de Yezhov. Lo que es más, a la policía local sin duda le preocupaba mucho menos arrestar a individuos que perteneciesen a las categorías establecidas que alcanzar las cuotas que se le habían asignado. La represión de 1937 y 1938 siempre se caracterizó por los arrestos «equivocados». Los abusos y los excesos eran ilimitados. También es cierto que muchos auténticos individuos antisoviéticos sobrevivieron al Gran Terror y se pusieron a disposición del régimen alemán de ocupación en 1941. Las fuerzas de Hitler no hallaron gran dificultad para descubrir kulaks, sacerdotes y otros elementos antisoviéticos destinados a la eliminación por los operativos del terror soviético. En este sentido, es verdad que los objetivos de Stalin se vieron frustrados. La «limpieza» de todos los enemigos de la URSS, reales o potenciales, no había sido un completo éxito a pesar de que fue uno de los proyectos represivos de mayor alcance de toda la historia mundial.
Aun así, su incapacidad de alcanzar plenamente todos sus objetivos no prueba que no lo hiciese en gran medida. El hecho de que se arrestara equivocadamente a una multitud de personas no viene al caso. Stalin esencialmente aplicaba al sistema judicial la política que ya había desarrollado para el sistema económico. La gestión de la mayoría de los asuntos públicos en la URSS era caótica. Se impuso una política y se establecieron objetivos cuantitativos y terribles sanciones punitivas en caso de que no fueran alcanzados. Así fue como se administraron las tasas de crecimiento industrial durante el Primer Plan Quinquenal. La colectivización de la agricultura se realizó del mismo modo. Todo el sistema administrativo obraba bajo la premisa de que había que proporcionar indicadores numéricos precisos a los funcionarios de los niveles inferiores. Stalin y el Politburó sabían que la información que les llegaba de las distintas localidades a menudo era poco fiable. La desinformación era un defecto básico del orden soviético. Como el despilfarro caracterizaba la producción industrial, podía aceptarse que se produjeran pérdidas humanas innecesarias durante el Gran Terror. Mientras Stalin lograra el supremo objetivo de erradicar a la mayoría de los individuos disconformes que podrían constituir una amenaza, no sentía remordimientos ante el caos que provocaba.
Sin duda alguna se había convertido en el dictador del país. Había eliminado a sus enemigos en todas las instancias. Ni siquiera el partido le había refrenado. Entre los principales resultados del Gran Terror había estado la reducción drástica del poder y la posición del partido. Stalin se había convertido en el depositario indiscutible de la autoridad estatal. La suya era una autocracia personal en grado máximo. Se acercó más al despotismo absoluto que cualquier monarca de la historia. Dominó todo el estado soviético; ninguna institución estatal podía llevarlo a tomar decisiones que no fueran de su agrado. La alta política estatal estaba completamente en sus garras y, por medio de sus impredecibles intervenciones en pequeños asuntos de estado, hacía que todos los funcionarios trataran de anticiparse a sus deseos. Más aún, el estado mantenía a su pueblo en una condición de subordinación enfermiza. Apenas existía la sociedad civil. Sólo la Iglesia Ortodoxa Rusa conservó un mínimo vestigio de autonomía con respecto al estado —y no tenía mucho de autonomía cuando decenas de miles de sacerdotes fueron asesinados—. El resto de las instituciones y asociaciones estaban sujetas a los requerimientos de las autoridades políticas centrales. Stalin había consolidado su despotismo y las estructuras de éste mediante el Gran Terror. La omnipresencia del control por parte del estado de partido único era profunda e irresistible.
Pero no era una dictadura totalitaria, como se la define convencionalmente, porque a Stalin le faltaba la capacidad, aun en el momento de máximo poder, de asegurar que sus deseos fueran automáticamente acatados. Podía purgar al personal sin dificultad. Pero cuando se trataba de modificar ciertas prácticas informales que le disgustaban, tenía mucho menos éxito. En estos casos era como alguien que tratara de encender una cerilla en una pastilla de jabón.
Bajo su gobierno siguió habiendo límites. En 1937 había dicho al Comité Central del Partido que quería erradicar la red de clientelismo político en la URSS. Aun así, el clientelismo sobrevivió. El clientelismo siguió formando parte de la política en la URSS —y en muchas partes del país esto implicaba vínculos basados en familias y clanes—. Había también «nidos» locales de funcionarios que dirigían el partido, los soviets y otras instituciones públicas. Los obstáculos técnicos y sociales para lograr un sistema nítidamente vertical de poder en el estado siguieron existiendo. Los funcionarios promovidos a finales de la década de los treinta, por mucho que admiraran a Stalin, se dieron cuenta de que era esencial ser cauteloso con los mensajes enviados a Moscú. La desinformación desde abajo siguió siendo una condición fundamental para la autoprotección a nivel local. La prensa, los tribunales y el mercado apenas habían podido servir de contrapeso a la clase política dirigente de las provincias durante la NEP y habían perdido mucho peso —si es que realmente tenían alguno— después de 1928. La situación cambió poco después de 1938. La camarilla de Stalin no podía saberlo todo con la exactitud deseada. Los funcionarios ascendidos eran proclives a disfrutar de sus privilegios. Stalin tenía que brindarles ventajas materiales; no podía confiar siempre en el uso del terror por sí solo.
Lo entendía a la perfección. Deliberadamente había ascendido a los cuadros de jóvenes y de obreros a puestos elevados. Mientras que en Francia o Gran Bretaña los viejos se aferraban al poder, Stalin había potenciado una nueva generación para que reemplazara a los viejos veteranos de la Revolución de octubre —y estaba contento con lo que había logrado—[8]. Había colocado a jóvenes en todos los escalafones del partido y el gobierno. Durante largo tiempo había sido uno de sus objetivos, y lo había realizado por medio de los métodos más brutales. Al final del Gran Terror intentó conservar a los promovidos de su parte. El sistema de distinciones y privilegios graduales se mantuvo. Cuanto más alto era el escalafón, mayor era la recompensa. Stalin los sobornaba para que se convirtieran en cómplices de sus asesinatos. Los beneficiarios administrativos de las purgas tenían unos ingresos fijos más altos y garantías de acceso a los bienes y servicios que se negaban al resto de la sociedad. Aunque literalmente no usurparon el lugar de los muertos, sin duda tomaron posesión de sus apartamentos, dachas, cuadros, alfombras y pianos. Contrataron a sus tutores, chóferes y niñeras. Los funcionarios ascendidos pertenecían a una élite privilegiada.
Stalin quería tranquilizar a los funcionarios que todavía temían que pudiera reanudarse el terror. En el XVIII Congreso del Partido, en marzo de 1939, se refirió al tema en su informe general[9]:
La elección correcta de los cuadros implica:
En primer lugar, valorar los cuadros como la reserva de oro del partido y del estado, apreciarlos y mostrarles respeto.
En segundo lugar, conocer los cuadros, hacer un detallado estudio de las virtudes y defectos de cada cuadro, saber cómo favorecer el desarrollo de sus capacidades.
En tercer lugar, cultivar los cuadros, ayudar a cada militante en formación a elevarse más, no escatimar tiempo para poder orientar pacientemente a estos funcionarios y acelerar su crecimiento.
En cuarto lugar, promover cuadros nuevos y jóvenes con firmeza y del modo oportuno, para evitar que se queden en el mismo sitio o que se anquilosen.
Se sentía muy atraído por los recién ascendidos. Declaró que algunos polemistas anónimos pensaban que era mejor para el estado «orientarse hacia los viejos cuadros» debido a toda su experiencia. Pero Stalin insistió en que él había elegido el mejor camino[10]. No fue la última ocasión en que trató de dar la impresión de que los recién ascendidos no tenían un amigo más fiel que él.
Tras haber creado una nueva élite administrativa, quería su fidelidad. El Curso breve estaba dirigido a ellos más que a cualquier otro sector de la sociedad. En realidad tenía puestas sus miras en toda la «intelliguentsia científica». Reconociendo que dedicaban un tiempo limitado a leer al final del día de trabajo, les proporcionó un texto de fácil comprensión que explicaba y justificaba la existencia del orden soviético[11]. Éste también era el grupo social que él y Zhdanov trataban de reclutar para el partido. Ya no serían los obreros los que tendrían un acceso privilegiado al partido. El reclutamiento se haría sobre la base del mérito y la utilidad para la causa socialista[12].
Se proclamaba un imperativo tecnocrático, y Stalin se ponía al frente como Líder de la recién reformada URSS. Con su típica falsa modestia —e incluso autocompasión— simuló que el peso del liderazgo personal de algún modo le había sido impuesto. A veces se quejaba de esto. Mientras otros líderes soviéticos se ocupaban de los asuntos de las instituciones a su cargo, él tenía en cuenta todo el espectro de asuntos. En una cena en 1940 expresó con cierto sentimentalismo[13]:
Pero yo solo me preocupo por todas estas cuestiones. Ninguno de vosotros piensa siquiera en eso. Tengo que hacerlo todo solo.
Sí, puedo estudiar, leer, estar al tanto de todo día a día. ¿Pero por qué vosotros no podéis hacer lo mismo? No os gusta estudiar, vivís muy satisfechos de vosotros mismos. Estáis desperdiciando el legado de Lenin.
Cuando Kalinin replicó que nunca tenían tiempo, Stalin exclamó: «¡No, ese no es el problema! La gente apoltronada no quiere estudiar y volver a estudiar. Me escuchan y después lo dejan todo como estaba. Pero veréis todos lo que pasa si pierdo la paciencia. ¡Y sabéis lo que puedo hacer!». Era una farsa: Stalin habría encarcelado a cualquier miembro del Politburó que metiese la nariz en lo que considerara exclusivamente asunto suyo.
Aunque deseaba que se siguieran sus políticas, sin embargo Stalin requería que sus subordinados dieran opiniones francas y rápidas. A menudo hacía llamar a alguno de ellos y le preguntaba sus opiniones. Para Stalin, los miembros del Politburó eran inútiles a menos que pudieran aportar ideas para tomar nuevas medidas. Su período de gobierno se caracterizó por la urgencia constante. Esto contribuía a crear un ambiente de zozobra que habría enloquecido a la mayoría de los hombres. Stalin buscaba sin cesar señales de debilidad o tracción. Si flaqueaban, se lo decía, y tenía un talento especial para pescarlos con la guardia baja. Stalin siempre estaba indagando si un subordinado era «sincero». No podía soportar lo que la propaganda oficial llamaba «doble juego». Su colaborador ideal del partido era alguien despiadado, dinámico, directo y absolutamente leal. También le gustaban las personas provenientes «del pueblo». No todos sus subordinados, incluso después del Gran Terror, eran de origen obrero o campesino. En realidad Mólotov, Zhdánov y Malenkov provenían claramente de la clase media. Pero la atmósfera habitual del entorno de Stalin nunca era acogedora, y todos sus subordinados tenían que participar en las demostraciones de ruda masculinidad que agradaban al Jefe.
Como todos los rufianes, Stalin hacía realidad sus fantasías. Si alguno de estos dirigentes soviéticos no era sincero en sus relaciones con sus íntimos, ése era el mismo Jefe. De todos ellos era el que poseía una personalidad menos franca. Habría detestado que se le hicieran las lacerantes preguntas con las que atormentaba a los demás. Al considerar la traición personal como la más vil ofensa, exteriorizaba la preocupación de que sus subordinados reprodujeran un rasgo fundamental de su propio carácter. Al final su grave trastorno de personalidad funcionaba sin freno. Podía alimentar sus tendencias paranoicas y vengativas hasta el extremo, y nada excepto un exitoso golpe interno, una conquista militar o su muerte prematura podría salvar a otros de sus caprichos asesinos.
A lo largo de la década de los treinta, Stalin había dominado el Politburó y al resto de los líderes políticos soviéticos, pero el Gran Terror lo había elevado a una altura sin precedentes por encima de los otros líderes. Salvo por el nombre, era un déspota. Sus colaboradores siguieron respetándolo, hasta lo admiraban. Pero también vivían en peligro mortal. Muy pocos se atrevían a contradecirle incluso en conversaciones privadas. Sólo Mólotov tenía suficiente confianza como para disentir de ciertas políticas —e incluso él tenía que ser cauteloso en lo que decía o en cómo se comportaba—. Los otros eran todavía más cautos. Era una tarea monstruosamente difícil porque a menudo Stalin enmascaraba a propósito lo que realmente pensaba. Los miembros del Politburó estaban obligados a revelar sus opiniones sin saber de antemano qué intenciones tenía. El maestro de la intimidación y la intriga siempre los mantenía en tensión. Había matado al hermano de Kaganóvich, Moiséi, y había degradado a la esposa de Mólotov. Después la arrestó, al igual que a las esposas de Kalinin y Andréiev. El peligro físico no había desaparecido del Politburó. Al devorar a algunos miembros de las familias de sus integrantes, el tiburón del Kremlin indicaba que no se había saciado su apetito por las víctimas. No podían dar nada por seguro.
La mayoría de los colaboradores que sobrevivieron al Gran Terror murieron de muerte natural. Mólotov, Kaganóvich, Mikoián, Voroshílov y Zhdánov habían estado con Stalin desde la década de los veinte, y los mantuvo a su lado al menos hasta que comenzó a emprenderla con alguno de ellos después de la década de los cuarenta. Los recién llegados —Malenkov, Jrushchov, Vyshinski y Beria— estuvieron con él hasta que murió. El grupo dirigente empezaba a consolidarse. Desde finales de 1938 ningún miembro del Politburó fue arrestado hasta que en 1949 se expulsó a Voznesenski. Más aún, no se puso bajo custodia a ningún general del Ejército Rojo antes de las derrotas de junio de 1941. Pero el recuerdo de lo que había pasado antes no se desvaneció. Todos los miembros del gobierno eran muy conscientes de que permanecían en sus puestos únicamente por el capricho de su amo.
Actuaba por su cuenta. Entre los arcanos de la correspondencia administrativa soviética hay un informe de la NKVD de 1940 que Beria remitió a Stalin. La conclusión principal era que el Gulag se autoabastecía como un sector de la economía soviética: «Todo el sistema de campos y colonias de trabajo se autoabastece y no son necesarios los subsidios para los prisioneros (1.700.000 personas), para los guardias ni para las instalaciones de los campos»[14]. Beria estaba al tanto y ya debía de saber que la verdad era justamente la contraria. Pero el régimen se estaba afianzando; Stalin no iba a permitir ningún cambio esencial en lo que había construido. Era poderoso y se sentía seguro. Estaba extenuado. Había reforzado el estado como palanca fundamental del cambio político y económico. Nunca había creído en el potencial positivo y espontáneo del pueblo. Quería que los obreros y campesinos apoyaran al régimen, que trabajaran hasta el límite de sus fuerzas físicas y que denunciaran a los «enemigos». Veía con agrado la utilidad de los campos y las ejecuciones. En el XVIII Congreso del Partido dijo exultante que mientras que el 98,6% de los votantes había apoyado al régimen después del juicio de Tujachevski a mediados de 1937, la proporción había aumentado al 99,4% después de que Bujarin fuera condenado en marzo de 1938[15].
Éste era el comentario de un hombre que tenía la sensación de haber triunfado. Había logrado lo suficiente como para saber que su despotismo personal y sus designios para el orden soviético estaban asegurados al menos en un futuro inmediato. Él y el Politburó iban a realizar modificaciones menores en los próximos años para tratar de reforzar los muros en previsión de tormentas imprevistas. El diseño básico se mantuvo intacto y los observadores que han interpretado las modificaciones en términos de períodos fundamentalmente separados son muy poco convincentes. Si tiene sentido hablar de «estalinismo tardío» o de «apogeo del estalinismo», la fecha de demarcación debería ser el fin del Gran Terror en 1938. Stalin siguió retocando sus proyectos como un arquitecto. Las relaciones entre el partido, los Comisariados del Pueblo y las Fuerzas Armadas sufrieron cambios antes, durante y después de la guerra. Jugueteó con el ámbito que se concedía a la identidad nacional rusa y a la expresión cultural y religiosa; también adaptó el culto a su personalidad a la atmósfera de la época. Las políticas económicas se modificaron repetidas veces. La política exterior fue reformada con frecuencia. Stalin no se refería a su arquitectura con la palabra «estalinista», pero no era reacio a que otros usaran el término. Este orden imperó hasta el día de su muerte —y en muchos aspectos iba a sobre vivirle.