LA VIRGEN
En una noche silenciosa y cristalina muchos años después, la estación invernal de Tyler Falls, Vermont, parecía casi congelada en el momento debido; el único movimiento era un turbión de claridad lunar entre blanca y argentada que caía sobre la floresta nacional de Green Mountain.
Un ejército negro de pinos recientes y grandes coníferas trepaba tenazmente en la nieve hacia las montañas donde se practicaba el esquí.
El negruzco y quebradizo hielo del estanque de patinaje de la aldea estaba parcialmente despejado y, aquella noche, iluminado por un semicírculo de relucientes faros de coche. Volutas de humo surgían de los oscuros tejados en casi todas las instalaciones de esquí y los paradores campestres.
Anne apartó lentamente la vista del ventanal salpicado con nieve en su dormitorio.
Miró a Justin, al joven y rebelde Andrew…, luego las caras blancas y suaves de sus hijas, Mary Ellen, Theresa y Carole Anne.
—Sois una familia tremendamente guapa. —Anne los miró con fijeza desde las mullidas almohadas colocadas bajo su cabeza—. Debo de haber sido una madre fabulosa.
—Te lo vengo diciendo desde hace años —Justin sonrió—. Durante años y años, Annie.
Mientras contemplaba a todos ellos reunidos, Anne recordó repentinamente que se perdería la gran boda de Mary Ellen en primavera.
Le pareció raro que eso la turbase tanto. Casi parecía mezquino y poco caritativo por parte de Dios: ¿Por qué no dejarme permanecer aquí, al menos hasta el fin de la primavera? ¿Por qué no dejarme ver la boda de Mary Ellen? Entonces podrías permitir que esta enfermedad patética hiciera su sucio trabajo.
Esa breve conversación consigo misma recordó a Anne un libro que había leído recientemente: The Whimsical Christian de Dorothy Sayers. Ambas, ella y Dorothy Sayers, creían al parecer que el Señor apreciaba un sentido decente del humor más cierta candidez en todas las comunicaciones.
A Anne le sobresaltaron los ojos de Justin que aparecieron súbitamente muy cerca de su rostro.
—¿Necesitas algo, Annie?
Anne susurró:
—No…, gracias…
Luego, dejó caer los párpados por un instante.
—Te quiero más que nada en el mundo —oyó susurrar a Justin.
—Y yo te quiero más que eso —musitó ella a su vez.
Luego sonrió.
Reposando allí con los ojos cerrados, su mente funcionó con una actividad y una excitación extremadas. Anne recordó repentina y claramente el rostro de Kathleen Beavier; recordó con toda exactitud el rostro de Kathleen cuando era una adolescente. Asimismo recordó a Colleen Galaher. Según había oído decir, la chica irlandesa era ahora monja. Enclaustrada en el convento del Holy Trinity School para niñas. Aparentemente, no había sido nunca capaz de explicar lo ocurrido con ella. O por lo menos así lo afirmaba la Iglesia en Roma.
Una escena muy particular desfiló ante los ojos de Anne…, pero a ella le costó trabajo retenerla inmediatamente en su memoria.
La larga melena de Kathleen estaba aderezada con magníficos bucles y ondas. Llevaba puesta una especie de túnica y sobre ella un abrigo de fantasía.
De repente, Anne comprendió.
Fue capaz de dar sentido a la misteriosa escena ante su vista.
Sea como fuere, Anne estaba observando a Kathleen en la noche del veintitrés de enero.
Se hallaba a punto de descubrir el gran secreto de la virgen.
Kathleen iba sentada al lado de Jaime Jordan, cuyas facciones e impresionante constitución física acudían a la memoria de Anne.
Viajaban en un hermoso coche deportivo con una tapicería oscura y lustrosa. Había un tablero reluciente de instrumentos; la radio estaba transmitiendo una estrepitosa música popular.
Súbitamente, Jaime empezó a proferir imprecaciones contra Kathleen superando el pesado ritmo de la música rock. Sus maldiciones fueron tan fuertes que Kathleen hubo de taparse los oídos. Marcharon a gran velocidad hacia el lóbrego Sachuest Park a altas horas de la noche.
—¡Ya te he dicho que no! —insistió Kathleen—. ¡Por favor, Jaime! Escucha lo que digo.
Luego notó una mano áspera manoseando su pecho. De pronto, el chico le inspiró temor. ¡Se sintió tan indefensa y amedrentada en aquel parque sombrío!
Ella mordió la mano de Jaime Jordan en el dorso.
—Hasta aquí hemos llegado, perra —dijo él, aullando de dolor.
La portezuela del «MG» se abrió violentamente y Jaime la echó fuera de un brutal empujón. Luego le gritó mil barbaridades y su rostro enrojeció de forma increíble.
Kathleen se alejó tambaleante de la calzada crujiente, helada. El olor áspero del gélido océano le llenó la nariz. El frío le produjo un hormigueo inaguantable en la parte superior de la cabeza y el viento arremolinó la nieve contra su rostro. Por fin, la joven empezó a llorar.
Ella no había visto en su vida a nadie tan enfurecido. ¡Tan demencial porque no se cumplían sus deseos! ¿Acaso creía Jaime que su cuerpo le pertenecía? ¿Qué estaría pensando? ¿Qué estaría haciendo?
El «MG» aceleró proyectando una rociada de grava, humo blanco y porquería. ¡Jaime Jordan regresaba a Newport sin ella!
«¡Ah, Dios mío, está helando! —pensó Kathleen dejándose dominar por el pánico—. ¡Ah Dios, ah Dios!».
Él no puede abandonarme aquí… ¿Cómo puede estar tan loco? Yo no le pertenezco… Él no tiene derecho…
Las lágrimas brotaron de sus ojos. El viento recio procedente del océano se introdujo bajo su abrigo de paño. Remolinos de nieve en polvo giraron alrededor de sus zapatos.
Él debe regresar por mí. Me helaré aquí.
El rostro de Kathleen empezó a arder como si alguien lo despellejase. El lacerante dolor resultante del frío le subió por las piernas.
Finalmente, empezó a caminar por la sucia y costrosa carretera. Anduvo hacia el distante apiñamiento de luces que era la ciudad de Newport.
Intentó caminar de espaldas y hundiendo el rostro en el cuello de su abrigo. Eso la aterrorizó más. Su mente trazó círculos desesperados.
Adondequiera que mirase veía un tenue reflejo fantasmal del suelo. A su alrededor, el océano rugía cual una escuadrilla de aviones en vuelo rasante.
Uno de sus tacones bajos se enganchó en una roca puntiaguda.
La joven se fue de bruces golpeando con violencia el suelo. Se torció un tobillo; una mano rasguñada con las aristas rocosas comenzó a sangrar. Por último, Kathleen Beavier se acurrucó hasta formar una bola pequeña y resguardada sobre el suelo… Eso está mejor…, mucho, mucho mejor que dar cara a este frío congelador.
Kathleen se preguntó si podría dormir allí. Sólo dormir un poco y… por la mañana estaré bien.
Fue entonces cuando vio el coche de Jaime regresando cuesta abajo a toda velocidad por la calzada negra del parque.
—Maldito seas de todas formas —cuchicheó Kathleen—. Ahora quieres hacerte pasar por el gran héroe. Pues bien, yo no lo toleraré.
Las deslumbrantes luces volaron entre las ramas desnudas de los árboles. Luces doradas y rojizas encendieron la carretera desierta y negra como boca de lobo. Imágenes consecutivas danzaron ante los ojos de Kathleen Beavier. Hubo curvas cerradas, anillos rojos y violáceos. Cintas ondulantes de plata como en una fantástica sala de baile.
Kathleen hizo un esfuerzo y se levantó. Piedrecillas hirientes quedaron adheridas a sus manos. Ella empezó a limpiarse el abrigo, el vestido arrugado y manchado. Intentó recuperar la respiración. Intentó contener las lágrimas que humedecían todavía sus mejillas.
Súbitamente, Kathleen dejó de limpiarse. Se llevó ambas manos a la boca para ahogar un grito.
Lo que llegaba por la tortuosa y sucia carretera no era el «MG» rojo.
Era algo de todo punto imposible.
Kathleen se mantuvo firme y miró pasmada a una hermosa mujer que, envuelta en luces, caminaba directamente hacia ella. La visión más sorprendente que viera en su vida.
—Kathleen. —La mujer habló por fin con voz suave, extrañamente familiar—. Kathleen, procura no asustarte. No te asustes. Estás dotada con una gracia maravillosa y un amor divino.
En ese momento tan extraordinario, mientras la mujer continuaba hablándole, Kathleen comprendió de súbito aquella visión.
Kathleen descubrió de forma intuitiva quién era aquella mujer. Fue como si lo hubiera sabido siempre.
Kathleen supo por qué se le acercaba la señora.
Luego sintió algo más, algo con un extraño poder emocional. Fue la conmovedora admisión de una verdad prístina; una verdad sagrada que había sido siempre parte de ella.
Kathleen tembló, se estremeció. La joven entrevió sin saber cómo, por algún medio milagroso, que estaba contemplando una imagen de sí misma… Que ella era la Virgen Santísima, la hermosa y gentil Señora.
Ella había venido específicamente a la Tierra para engendrar una criatura sagrada y dedicarla a esta Era impía. La criatura sería una niña; una niña con los atributos divinos y los poderes singulares de Jesús.
—No te asustes. Ahora ya no hay ninguna razón para asustarse —oyó decir Kathleen mientras continuaba temblando y estremeciéndose hasta prorrumpir en sollozos.
»Vas a tener un hijo. Este hijo será la esperanza del mundo, si es que el mundo cree todavía.
El hijo será la esperanza del mundo…
Anne quedó hechizada al escuchar las palabras finales. No comprendió lo sucedido pero lo intuyó. Presintió la verdad de lo que viera unos momentos antes.
La escena representada en Sachuest Point era tan real ante su vista, ¡tan hermosa!
La notable visión fue de una serenidad impresionante; siguió la trayectoria de las grandiosas catedrales y de los más hermosos cantos gregorianos. Anne no había mantenido nunca un contacto tan estrecho con la fe que había profesado durante casi sesenta años.
Ese hijo será la esperanza del mundo, si es que el mundo cree todavía.
Los suaves ojos azules de Anne se abrieron repentinamente en la habitación de Vermont… Así dio fin su hermosa visión.
Justin se inclinó sobre ella y la miró fijamente; las lágrimas le saltaron a los ojos.
Buscó algunas señales de vida. No las encontró.
Por una vez, o una de las pocas de su vida, Justin sintió una confusión absoluta; no supo cómo proceder. Besó con ternura la frente de Anne apartando los mechones de su largo cabello. Dijo algo a los chicos; todos se le acercaron, le abrazaron y empezaron a llorar sobre su madre.
Justin anheló estar con Annie sólo un minuto o dos más… O incluso unos segundos, por favor. ¡Por favor!
Necesito escuchar la voz de Annie una vez más.
Necesito decirle por última vez cuánto la amo.
Con dedos temblorosos, sintiendo un vacío inmenso en sus entrañas, Justin cerró los ojos de Anne; intentó desesperadamente acomodarse a la idea de que ella había muerto.
Por primera vez en muchos años pronunció las palabras de la Extrema Unción, conocida ahora como el Ungimiento del Enfermo. Justin oró sobre Anne cual un sacerdote ordenado, lo que él sería siempre de acuerdo con sus Sagradas Ordenes y sus votos.
—Por la gracia del Espíritu Santo quiera Nuestro Señor concederte la salvación y, en su infinita bondad, te lleve consigo.
Pronunció tales palabras con voz trémula, ahogada.
—María, Madre nuestra…, ama a esta mujer, Anne…, que también te ama, lo sé bien.
Entretanto, Anne oyó que la Virgen le decía con suma suavidad: No te asustes, Annie. No te asustes.