LOS SIGNOS
Cuarenta y cinco minutos antes del alba, las blanquecinas y arcillosas estribaciones de la Sierra Madre Oriental, al nordeste de San Luis de Potosí, México, parecían dormitar pacíficamente.
Un zorro rojo se abrió paso, sigiloso, entre las ramas de un castaño brasileño y echó el ojo a un papagayo de plumaje multicolor que se estaba alimentando.
Las palmeras se cimbreaban al impulso de una ligera brisa montañesa…
Repentinamente, se hizo una quietud sobrenatural.
Luego se oyó un sonido.
Un sonido jamás oído en la Sierra Madre Oriental.
Raro sonido, como si un ejército reptara velozmente sobre terreno rocoso…
Marchando cuesta abajo con su vieja furgoneta por la sombría carretera de montaña, Rosario Sanza apretó el pedal del freno con su amarillenta bota.
El pie de Sanza pisó a fondo, de tal modo que la suspensión del vehículo se combó. El sombrero jíbaro del granjero salió volando por la ventanilla abierta. Una de sus rodillas chocó contra la columna del volante.
Desentendiéndose del dolor, el granjero de cincuenta y cuatro años encendió las luces largas; luego, Sanza se quedó mirando estupefacto a la calzada recta y purpúrea de la carretera.
El granjero empezó a rezar en voz alta dentro de la cabina.
La carretera y toda la falda de la montaña eran un hervidero de cuerpos brillantes, deslizantes.
Miles de ojos semejantes a lentejuelas lanzaron una mirada fija, fría, a los faros invasores del vehículo. Sanza quedó boquiabierto sin dar crédito a sus ojos.
Ahí había serpientes negras, serpientes de leche, serpientes de cascabel… treinta variedades de serpientes cuyos tamaños variaban entre las de 30 cm escasos y la gigantesca boa constrictor, con sus seis metros y medio de longitud.
Las serpientes descendían de la montaña como si allá arriba hubiese una inundación o un incendio forestal devorador… Sin embargo, allí sólo se veía serpientes; ningún otro animal bajaba de la montaña. Allá no había inundación ni incendio alguno.
Una cinta negra casi cegadora pasó rauda sobre el capó rojo del vehículo.
Unos colmillos agudos se lanzaron repentinamente sobre el rostro del granjero dirigiéndose a sus ojos.
El maxilar de la serpiente golpeó con violencia el parabrisas invisible. Sanza metió a toda prisa la marcha atrás. Se propuso salir como un rayo de allí… y de espaldas. Vivo. Cualquier maldito medio sería bueno.
El ejército de serpientes vigiló al vehículo en retirada y parecieron quedar contentas.
Algo marchaba muy mal.
En la Sierra Madre Oriental de México.
Por doquier.
COLLEEN
—Ahora bien, compadres y señoras, éste es al país de Dios, ustedes lo saben. Lo es a buen seguro. El propio hogar de Dios.
El tabernero de «Conor’s» proclamaba ese evangelio local ante cualquier forastero de ojos desorbitados que acertara a entrar allí en busca de «Guinness» o «Bushmill’s».
Lo mismo hacían el propietario del supermercado en Maam Cross, y el padre McGurk, párroco de la localidad, y el viejo Eddie Mahoney, quien componía todavía medicamentos patentados en su botica de 130 años de antigüedad.
Esto es el país de Dios, ya saben. Es la verdad.
Aquella mañana las gloriosas colinas situadas alrededor de la villa irlandesa relumbraban tras una vaporosa cortina de lluvia mansa. Por un sendero tortuoso bordeado con cercas de piedra, la virgen y la monja vestida de negro descendieron de las colinas y caminaron despaciosamente hacia la ciudad. Fueron dos cabezas flotando en un mar de un verde lujurioso con algunas intrusiones del purpúreo zumaque.
Colleen y sor Katherine alcanzaron finalmente la encrucijada fragosa aunque despejada camino de la villa. Allí había cinco druidas —producto singular de la vida ardua en aquella región— esperando el camión municipal de leche procedente de Costelloe.
—¿No está el padre entre nosotros, Colleen?
Uno de los aldeanos cobró ánimo y gritó con voz cruel:
—¿No querrás contarme eso por lo menos, queridita? ¿Quién es el papi de ese crío? —inquirió un adulto de faz rubicunda bajo una gorra «Donegal».
—Yo diría que con su fantástica actuación está lista para el «Abbey Theatre».
—¡Pues yo diría que es el Anticristo! —bramó otro individuo enorme y truculento cuya voz semejaba la de un astado humano—. ¡Y repito, Anticristo!
Cuando Colleen y la madre superiora proseguían su marcha cuesta abajo por el camino empedrado, un pesado pedrusco se estampó contra el suelo y levantó una polvareda casi a sus pies.
La hermana Katherine Dominica giró sobre sus talones y se enfrentó con la pandilla. Les lanzó una mirada fiera, condenadora. Si ellos supieran al menos quién es ésta, pensó sor Katherine, si al menos lo supieran.
—No hacemos más que practicar nuestro juego de bolos a campo abierto —gritó el de la gorra «Donegal».
Este juego era el deporte popular de toda la comarca. Siguiendo un curso discrecional se lanzaba una bola de hierro fundido —cuyo peso era de seiscientos gramos— y así recorrían varios kilómetros atravesando arroyos, puentes y densas florestas.
—¡No pretendíamos hacerles daño! —clamó uno del grupo.
Y acto seguido soltó una enorme risotada.
—¡Sí, pequeña puta! —aulló otro—. ¡Colleen, sinvergonzona!
La iglesia de San José era un digno edificio de piedra rodeado por una valla hecha limpiamente con pedruscos del campo. Ocupaba el centro de la villa, y su inmaculada pulcritud contrastaba con los demás edificios de la pequeña ciudad.
Un gran retrato de san Patricio presidía su atrio, una gran entrada de madera amorosamente pulimentada. También estaban las imágenes de san José, san Columbano y el Sagrado Corazón. Unos ochenta feligreses se habían congregado en el interior para escuchar la primera misa matinal.
A las siete en punto el párroco y un monaguillo aparecieron en la sólida arcada de piedra conducente a la sacristía.
—El Señor os ama por vuestra presencia aquí.
El padre Dennis McGurk bendijo a los presentes.
Se oyó ese ruido familiar de faldas almidonadas, toses crónicas, y el hojear los devocionarios de san José dedicados a su fiesta.
La diminuta virgen irlandesa sintió un terrible helor extendiéndose por su doliente e hinchado cuerpo.
Colleen Deirdre Galaher se arrodilló y empezó a rogar por su niño sagrado, cuyo nacimiento tendría lugar cualquier día… quizá dentro de una hora, según lo que sabía ella sobre el significado de tener un hijo minúsculo.
Colleen rezó también por una joven a quien no conocía: rezó por Kathleen Grace Beavier.
Rezó para que Kathleen tuviera mejor suerte que hasta entonces.
ANNE Y JUSTIN
—Hoy ya tengo miedo por Kathleen —dijo Anne a Justin en la mañana siguiente de la desaparición—. También noto su falta desesperante. Sigo teniendo el terrible presentimiento de que se le ha hecho daño.
Anne y Justin estaban tomando un desayuno ligero en el comedor de la mansión rural Henri Beavier de Chantilly.
Aquella escena del desayuno elegante y animado… era una situación sorprendente, por así decirlo.
Anne y Justin estaban tomando a sorbos su café junto con varios detectives especiales SDEC y funcionarios de la Policía parisiense. Por los ventanales del comedor se veía toda clase de camiones flamantes y vehículos policiales aparcados en el patio exterior circular.
Concluida la colación se ofreció uno de los vehículos particulares a sor Anne y al padre Justin. El padre Milsap les pidió que fueran a París y una vez allí auxiliaran a la Policía con todos los medios a su alcance: información sobre Kathleen, identificación e ideas acerca del padre Rosetti.
El corto recorrido hasta París por la carretera A-1 pareció fantástico y superdimensional a Anne y Justin. Algunos de los olivos, casas color crema, camiones en ruta, y autos franceses eran especialmente reales y definibles. Otros, sin embargo, tenían una curiosa vaguedad, unos contornos difusos.
Era uno de esos días grisáceos, lluviosos, cuando Anne solía pensar que ella podría suscribir la noción de haber estado imaginando su vida entera.
Pobre Kathleen, se dijo. ¿Dónde estará ahora? Ella había llegado a ser una auténtica amiga para Anne; alguien a quien Anne podía hablar sin reservas. Ella le había hablado incluso sobre Justin, sobre su posible abandono de la Orden dominica, sobre ciertas dudas íntimas que jamás revelara a nadie… ¿Qué le habría acontecido anoche a Kathleen?
—Me paso el tiempo cavilando sobre la paranoia de Rosetti —dijo Justin mientras conducía el «Citroën» por la abarrotada autopista—. No creo haber visto nunca a nadie tan tenso y visiblemente horrorizado como lo estaba él cuando fue a Irlanda… Parecía amedrentarle algo que nosotros no podíamos ver ni sentir. Unos espectros invisibles.
—Y esa historia que nos contó acerca de unos murciélagos agresivos. —Anne se volvió en su asiento—. No creo que él lo tome por una especie de alucinación. A mi parecer, el padre Rosetti cree verdaderamente que el Diablo le está persiguiendo.
»Sin embargo, yo también lo siento, Justin. Siento cada vez más la presencia poderosa de algo terriblemente diabólico en este asunto. Satanas Luciferi Excelsi. Estoy segura de habérselo oído decir a Rosetti allá en Sun Cottage.
—Anne, durante toda nuestra estancia en Irlanda, Rosetti nos mantuvo al margen de un secreto muy importante. Tengo esa impresión. Quizás algo que le revelara Pío XIII. Una clave increíble para que comprendiéramos todo cuanto pudiera contarnos… aunque sólo fuéramos capaces de figurarnos semejante secreto. ¿Cuál será el horrible secreto del padre Rosetti?
EL MARINERO FRANCÉS
El barrio de rue de la Huchette-rue St. Severin era un turbulento laberinto de callejones tortuosos en una de las partes más viejas y sórdidas de París… Este barrio antiguo estaba cerrado a la circulación rodada y, sin embargo, poblado por numerosos estudiantes de La Sorbona, vagabundos, músicos fracasados, grupos de argelinos con aspecto siniestro en sus sobretodos de un negro polvoriento.
Los propios edificios de apartamentos eran macizos y deprimentes; monótonas estructuras de hierro grisáceo con tres plantas o menos. Resultaba difícil creer que alguien quisiera vivir allí.
Cerca del Sena, allá donde termina la rue de Huchette, había un callejón con el nombre inolvidable de rue du Chat-qui-Péche.
Calle del Gato Pescador.
Allí un anciano fornido, ataviado con una boina y una pelliza de la Marina mercante, descendió despacioso al grasiento callejón empedrado.
Se detuvo ante uno de los grisáceos edificios; escudriñó las ventanas cubiertas de hollín. Observó una antena de televisión torcida en el tejado, una vista difusa del arremolinado río, un cartel desvaído de «Dubonnet» que, a juzgar por las indumentarias debía de datar de 1950.
El anciano ascendió con rigidez los desmoronadizos escalones de la entrada e hizo sonar una campanilla colgante.
Una mujer menuda de edad mediana, algo cojitranca, le abrió la puerta. Era Madame Duvas, según dijo.
—Excusez moi…, he visto el letrero. ¿Le queda todavía alguna habitación disponible, Madame?
Madame Duvas hizo un rápido análisis del hombre grandullón y pobremente vestido. «Estará próximo a los sesenta —se dijo—. Aunque parece todavía muy fuerte. El tipo de trabajador corpulento. No es probable que muera el próximo invierno», pensó la francesa… Un marinero arruinado; conservaba aún algún espíritu en sus ojos, aunque no mucho.
—Tengo una habitación… Pero he de cobrar un mes por anticipado.
Madame Duvas se cruzó de brazos para evidenciar su intransigencia al respecto.
—Sólo me interesa permanecer aquí una semana o dos, Madame. No tengo mucho dinero.
—Un mes por anticipado. Ésa es mi norma. Hay otras habitaciones en París, ¿no?
Una hora después más o menos, Madame Duvas le vio subir la escalera de entrada con una joven a su lado. La chica vestía ropas usadas pero parecía muy bonita de primera impresión. «La muchacha no parece resistirse al marinero», se dijo sonriente Madame Duvas. La expresión novia infantil pasó por el pensamiento de la mujer.
Una vez arriba, en el ruinoso edificio, el padre Eduardo Rosetti creyó haber hallado un escondite aceptable para Kathleen Beavier. Juntos, comenzaron a idear los preparativos finales.
LA VIRGEN DE FORDHAM HILL
A las 8:00 horas en la rue St. Honoré, los Campos Elíseos y la place de la Concorde, los parisienses y los turistas sin distinción empezaron a comprar las ediciones matinales de los diarios parisienses Le Monde, Le Fígaro y el internacional Herald Tribune.
Todos se alejaron de los quioscos leyendo las primeras páginas y meneando la cabeza. Unos sonrieron, otros fruncieron el ceño y algunos murmuraron plegarias en la abarrotada calle.
«¡LA VIRGEN DESAPARECE EN FRANCIA!», anunciaba Le Monde.
La crónica de Le Monde y otras empezando a difundirse por todo el mundo, fueron un excelente combustible para animar las hogueras de curiosidad, perversidad, fe ciega y otras reacciones conflictivas sobre la historia de un posible nacimiento divino en tiempos modernos.
Las historias sobre Jaime Jordan, «el amante secreto» de Kathleen Beavier, estaban circulando por toda América. Asimismo, se consideraba ya una adaptación cinematográfica por un popular director de ciencia ficción.
Una agencia europea de noticias anunció otro nacimiento «divino» inminente en el pueblo israelí de Eilat.
Entretanto, una mujer llamada Moira Flanagan, en el arrabal neoyorquino del Bronx —la denominada virgen de Fordham Hill—, venía recibiendo regularmente desde 1968 visitaciones de Nuestra Señora de las Flores y de Jesús.
Hacia el atardecer del 10 de octubre, Mrs. Flanagan se encontró dirigiendo una procesión ferviente de cinco mil personas aproximadamente hacia el santuario situado en los terrenos de la Fordham University. Rodeada por guardaespaldas de su vecindario de Fordham, Mrs. Flanagan se arrodilló ante una imagen de María —tamaño natural— en una gruta artificial.
Pocos momentos después de terminar su oración, Moira Flanagan se volvió hacia la arracimada muchedumbre y le anunció que tanto Jesús como María estaban hablando con ella.
—Veo a Nuestro Señor…, Nuestra Señora le acompaña… Ambos son muy hermosos. ¡Ah, cuan hermosos son…!
»Jesús me está diciendo que nacerá muy pronto un niño divino.
Mrs. Flanagan musitó esas palabras con un tono tan sincero que resultó difícil no darle crédito.
—Ese niño nacerá el 13 de octubre…, fiesta de Nuestra Señora del Rosario en Fátima. ¡Jesús dice que lo creamos! —clamó la virgen de Fordham Hill.
»Hay algo más. —La mujer alzó una mano solicitando silencio—. ¡Ahora se adelanta nuestra Bendita Señora! ¡Ah, hay un gran círculo luminoso en los tenebrosos cielos! ¡Qué hermosa es!
»Nuestra Señora dice que nos guardemos. Dice que la Bestia es también fuerte ahora. ¡La Bestia está por doquier! Se librará una batalla sobre toda la superficie terrestre. Se avecina el Juicio Final…, será algo definitivo entre los aborrecibles demonios y los ángeles de Dios. Tal como lo pronosticara san Marcos en sus Revelaciones… ¡Ah, Señor bienamado, ruega por la joven virgen! ¡Ruega también por el niño!
DETECTIVES FRANCESES
—Una ciudad de iglesias. ¿Conocías este dicho sobre París, Rene? Considéralo. Notre-Dame, Ste. Chapelle, St. Etienne, St. Eustache, St. Germain-des-Pres… huumm, St. Louis, Sacré-Coeur… ¿Y quién acude a todos estos templos? ¡Nadie que yo sepa!
Dos detectives franceses, Bernard Serret y Rene Devereaux estaban circulando por el Pont Alexandre III en un «Renault» blanco y mugriento.
—¿Qué opinas sobre ese cuento de la Santa Virgen María, Rene?
Bernard Serret encendió un cigarrillo sin filtro y dio una profunda chupada. El detective parisiense tenía treinta y un años, era un hombre de aspecto coriáceo, con una larga cicatriz de cuchillada en la mejilla, un hombre que se empeñaba en llevar una trinchera de cuero durante tres estaciones del año.
Su compañero, Rene Devereaux, permaneció silencioso y se limitó a encogerse de hombros como única respuesta.
—Por mi parte, Rene, dejé de creer en la Santísima Virgen apenas salí graduado de St. Martin en el Quartier. Allí fue donde hice este descubrimiento revelador… A las chicas les gusta recibir, tanto como a los chicos dar. Y ello explica todo lo de las vírgenes Mary, Jeanne, Nicolle y el resto.
Bernard Serret miró de reojo a su silencioso compañero y también su mejor amigo no obstante la diferencia de edad.
—¿Qué te ocurre, Rene? ¿Te falta el sentido del buen humor esta mañana? Aunque no se te puede culpar, ¡vaya! ¡El superintendente te ha telefoneado a las cuatro de la madrugada! ¿Allo? ¿Rene…? Por favor, dedique el día a la búsqueda de la Santísima Virgen. Sí. ¡Y comience el día desde este instante…!
Bernard echó otra mirada a Rene Devereaux.
El hombre mayor se mantuvo taciturno.
—Yo creo en ese nacimiento —dijo al fin Devereaux encogiendo los hombros—. Pienso que un hijo de Dios, alguien como Jesús está a punto de nacer. Y quizás en Francia. —Y agregó—: Los domingos voy a misa en Notre-Dame. Marie y yo.
Bernard Serret meneó la cabeza.
—Siento haber bromeado tan tontamente… Yo ignoraba que tú fueses…, bueno, ya sabes, nunca dijiste nada… A decir verdad, Rene, no soy descreído… Estoy más bien en el centro.
—¡Ah…, agnóstico! Entonces tengo una oración para ti. —Finalmente Rene Devereaux sonrió—. El agnóstico a Nuestro Padre. Escúchala: «Ah, Dios mío, si hay un Dios salva mi alma si es que la tengo».
Los dos detectives rieron. La situación mejoró. Las aguas volvieron a su cauce.
—Anoche tuve un sueño muy raro, Bernard. Lo soñé antes de saber que la chica Beavier llegara a Francia. En mi sueño nosotros dos la encontramos muerta. La hallamos en un callejón horrible del Quartier Latín. Esa muchacha encinta, apaleada y violada…, una mujer muy joven y bonita como tantas otras de las que hemos encontrado. ¿Cuál es el significado de mi sueño? Yo no quiero hallar a esa joven virgen. No quiero hallar a más jóvenes muertas en los callejones perdidos.
—Pero ¿crees que nos ocurrirá lo mismo esta vez, Rene?
—Así lo temo en el fondo de mi corazón. ¡Jesús, María y José! Pobre José. Nadie cita ya al infeliz bastardo.
Los detectives siguieron circulando en silencio durante los siguientes minutos. Desfilaron ante el complejo del «Hotel des Invalides» y a lo largo de la espectacular Ecole Militaire.
—Cuando yo era joven, Bernard, me gustaba ayudar a la misa de ocho en el templo de St. Louis. Cada mañana de los trescientos sesenta y cinco días del año. Aquello me encantaba, el incienso y la música, María y el Niño Jesús. Algunas veces pienso que fue la mejor época de toda mi vida.
Rene Devereaux encendió otro cigarrillo.
—Yo quisiera que este milagro se materializara de un modo inconcebible. Creo que sería beneficioso para todo el mundo.
KATHLEEN
A tres pisos de altura sobre la tenebrosa y humeante calle del Gato Pescador, un cuadrado de luz ambarina brillaba cual una estrella oblonga en el ruinoso distrito parisiense.
Sentada detrás de la ventana, Kathleen acariciaba tiernamente su estómago palpitante e imaginaba que podía sentir y oír dos palpitaciones vivas en su interior.
Al otro lado del pequeño aposento, cuyo piso estaba cubierto con periódicos y envases de alimentos, el padre Rosetti susurraba oraciones apenas audibles. ¿Italiano? ¿Latín? Kathleen no pudo cerciorarse.
En un parpadeante televisor blanco y negro las noticias vespertinas presentaban como información principal la increíble búsqueda para descubrir su paradero en Francia y otras partes de la Europa occidental. Se exponía una granulosa reedición de la conferencia de Prensa celebrada en Sun Cottage el mes de setiembre. «¿Quién no lo creerá si observa esos ojos de mirada casta y triste?», inquinó un comentarista en un francés fluido y suave.
—Usted dijo que le avisara cuando estuviera dispuesta, padre —dijo Kathleen con voz temblorosa.
Súbitamente, se sintió llena de dudas y temores. Cosas desconocidas por completo para cualquier otro estuvieron presentes en aquel piso angosto y sórdido. Secretos sobre la vida, secretos sobre la muerte, secretos sobre la horripilante distinción entre el Bien y el Mal.
Y superando a todo ello, el niño allí presente.
El segundo latido casi imperceptible.
La segunda vida que ahora debería prevalecer sobre todas las decisiones de Kathleen.
—Creo que ya estoy dispuesta —susurró Kathleen sin sentirse muy segura de sus propias palabras—. ¿Rezará usted por mí? ¿Por mi bebé? ¿Es todo cuanto hará?
El padre Rosetti se levantó y caminó despacio hacia un lavabo agrietado y herrumbroso. Abrió con un chasquido su saco negro de viaje y sacó varios objetos de color oscuro.
—Te diré exactamente lo que va a suceder, Kathleen. Primero leeré algunas páginas de este libro sagrado. —El padre Rosetti mostró a Kathleen un libro encuadernado en tela sobre cuya cubierta había una cruz de color rojo sangre—. Esto es el Ritual Romano. Contiene todas las más sagradas plegarias, Kathleen.
El padre Rosetti besó reverenciosamente una estola violácea y se la puso sobre sus anchas espaldas.
—Al Endemoniado se le suele llamar Moloc. O Mormo, que significa dios de los necrófagos. Se le denomina también Coyote, por el culto practicado todavía por los indios americanos, o Belcebú… cuyo significado es Señor de las Moscas. En gran parte de África le llaman Damballa, la Bestia. Allí su poder es mucho más patente. Mucho más audaz que aquí. Las gentes creen en Damballa porque presencian su obra cada día.
El padre Rosetti se bendijo a sí mismo con movimientos majestuosos admirables que le recordaron a Kathleen las misas mayores allá en Salve Regina. Luego, el sacerdote de anchas espaldas y negra sotana atravesó la habitación hacia ella. Sus ojos oscuros no parecieron haber sido nunca tan oscuros.
—Señor, Padre mío. —La joven rezó en voz alta y balbuceante—. ¡Protege al niño que llevo dentro de mí!
El padre Eduardo Rosetti profirió un sonoro gemido… como si no quisiera empezar. El sacerdote salpicó con agua bendita a Kathleen Beavier.
Esperó a sentir la temible, omnipresente Presencia. Luego, la voz glacial e inolvidable. Después, quizás, una Aparición.
Estaba comenzando el exorcismo de Kathleen Beavier y su hijo por nacer.
Por mandato sagrado del Papa Pío XIII.
—Señor bienamado, danos una señal clara, por favor…
El padre Eduardo Rosetti rezó la plegaria más importante de su vida. Sintió la abominable desesperanza. El primer paso hacia un infierno eterno.
—¿Cuál de las madres vírgenes engendrará al Salvador? ¿Cuál a la odiosa Bestia?
Casi simultáneamente, el padre Rosetti y Kathleen sintieron la temible Presencia.
Luego la Voz honda, inolvidable… Riendo.
ANNE Y JUSTIN
Sonaron las doce de la noche; los campanarios tañeron armoniosos en la ciudad de las iglesias, y por fin comenzó el 12 de octubre, jueves.
Sólo quedaban unas horas para los nacimientos.
Sólo quedaban unas horas para la fiesta de la misteriosa y gentil Señora de Fátima.
La hermana Anne Feeney y el padre Justin O’Carroll habían extendido numerosos periódicos por las alfombras y los muebles de estilo clásico en la mansión parisiense de Henri Beavier. Ambos habían pasado allí casi todo aquel día, tan angustioso, para estar a disposición de la Policía.
—Oye, estamos convirtiendo esta encantadora casa en una verdadera ruina —dijo Anne mientras empezaba a recoger algunos periódicos—. Esto parece un campo de entrenamiento para una carnada de cachorros.
Hasta entonces la Policía les había hecho sólo una breve visita. Nadie había aportado información sobre el paradero de Kathleen. Se empezaba a mencionar la palabra secuestro en televisión; también se hablaba de «terroristas» comunistas; entretanto, el Vaticano no había publicado todavía ninguna nota oficial.
Justin arrebató el internacional Herald Tribune y releyó por enésima vez las noticias del día.
—Esto es terrible, Anne, absolutamente terrible. ¡Me siento tan inerme! ¿Qué esperan de nosotros? ¿Que nos pasemos el tiempo aquí sentados y rezando…? Annie, ¿recuerdas algo que pudiera haber dicho Rosetti o Kathleen en un momento u otro?
Anne levantó la vista del montón de periódicos recogidos y negó con la cabeza. Habían abordado tantas veces el tema que éste parecía un arrugado mapa de carreteras en su cerebro.
Aparte la extraña historia de Kathleen y su desaparición, casi todas las primeras planas anunciaban pésimas noticias, según observaran Anne y Justin. Los Signos, como ella había oído denominarlas cierta vez al padre Rosetti.
Ahí estaba la espantosa epidemia de polio veneciana, descrita por Los Angeles Times, San Francisco Examiner y Chronicle.
Ahí estaba el catastrófico incendio en un circo ambulante abarrotado a las afueras de Munich, Alemania Occidental.
Ahí los informes sobre una plaga incipiente que estaba causando ya numerosas víctimas en Irlanda del Norte y diversas partes de Inglaterra.
Ahí las horripilantes sequía y hambre en la India.
¿Tendrían alguna relación con las vírgenes esas atroces crónicas periodísticas? ¿O con los nacimientos de los llamados niños divinos? ¿Habría enloquecido súbitamente el mundo entero?
Poco después de medianoche, Anne y Justin decidieron tomar un poco el aire antes de ir a la cama.
Caminaron tranquilamente juntos bajo un enorme paraguas negro. Atravesaron el bulevar Maillot que bordea el encantador Bois de Boulogne.
Cuando entraban en la avenue Charles de Gaulle, bastante más animada, la lluvia nocturna empezó a remitir y por último cesó.
Un olor fresco y limpio saturó el aire de la noche. Las calles parisienses y los veloces coches despidieron hermosos reflejos en la húmeda oscuridad. Los automóviles dejaron oír un peculiar sonido, como si se arrancara una cinta engomada de la rectilínea avenida. Entre las ramas desnudas de los árboles se vio brillar un semáforo pasando periódicamente del verde esmeralda al amarillo de cromo y al bermellón.
Cuando haya transcurrido esta semana perderé a Anne, pensó Justin O’Carroll sin poder evitarlo, ella regresará a las White Mountains de New Hampshire con sus huérfanas. Será como si nada de esto hubiese sucedido.
Por una parte le enfurecía que ella hubiese tomado una decisión concluyente; por otra, Justin lo comprendía, e incluso el arrojo y la fe de Anne le hacían quererla aún más.
«Fundamentalmente, no sé gran cosa acerca del amor», pensó el joven sacerdote mientras seguían caminando cuesta abajo por la avenida Charles de Gaulle. Es curioso y más bien triste que una persona pueda enamorarse tanto de otra, sin que esta otra muestre un sentimiento tan profundo.
Sin saber cómo explicárselo, Justin supo que éste era un momento trascendental para los dos. Comprendió que él y Anne se estaban acercando mucho una vez más. Tal como estuvieran las cosas allá en Boston. Señor, si quieres escucharme todavía…ayúdame a obrar como es debido. Dame valor. Yo quiero mucho a Anne.
Mientras caminaban, Anne observó atentamente a Justin con el rabillo del ojo.
Aquellos últimos días habían sido al mismo tiempo una bendición y una terrible carga para ella. Desde que Justin llegara a Newport, su vida había sido un maremágnum, una serie de momentos tensos. Ininterrumpida.
Dentro de pocos días estaremos otra vez en América. Dentro de una semana a lo sumo veré nuevamente a Reggie, Gwinnie y Laura. Toda esta horrible confusión —Kathleen, Justin y yo— tendrá una conclusión clara y lógica, sea como fuere.
En medio de una manzana parisiense entre gris y verdosa, Anne se detuvo de repente. Justin la miró e hizo lo mismo. Aunque ya no lloviese, les cayeron sobre la cabeza gruesas gotas de los empapados álamos.
Tengo que hacerlo, pensó Anne mientras notaba cómo se le encogía el corazón.
—Justin…, yo.
Anne balbuceó algo que no pudo terminar. Todo su cuerpo empezó a temblar de forma incontrolable. Sintiéndose muy insegura de sí misma, de sus acciones y pensamientos, extendió una mano temblorosa. Anne tocó el cuello de Justin acariciando apenas sus largos y suaves rizos.
Unos cuantos centímetros separaron a ambos rostros. Ella sintió el aliento de Justin en su mejilla. Después de intentar evadir durante tantos meses una situación semejante, esta vez no encontró el menor recurso para atajarla.
—¡Ah, Justin, Justin! —susurró Anne.
Y en ese instante sintió que un alivio indecible estremecía todo su cuerpo.
Empezaron a besarse con ternura e incertidumbre, como niños, bajo la luz trémula de una farola.
Al principio Anne se resistió, empleando encías y dientes. Después, la mujer de veintinueve años aceptó el beso, se entregó plenamente a él. Anne besó a Justin con una pasión honesta que les dejó a ambos algo trémulos y anhelantes.
—¡Ah, Justin O’Carroll! —exclamó Anne cuando pudo hablar—. Te quiero. ¡Te quiero!
ANNE
Tendida bajo la luz estática del pacífico amanecer, sin atreverse a respirar, escuchando los murmullos vagos de la circulación en la avenida Foch, Anne consideró que ya no era virgen.
Sin embargo, se sintió, a lo sumo, poco culpable. No experimentó ninguna sensación de inocencia perdida, como ella temiera durante todos los años transcurridos.
«Sólo siento una especie de calidez —pensó—, un bienestar dentro de mí que proviene del contacto íntimo con otra persona, algo que jamás creí posible».
«Lo ocurrido entre Justin y yo no puede ser erróneo —siguió reflexionando—. Ha sido una ternura y un amor exquisitos compartidos entre ambos. Ha sido demasiado maravilloso. Nos amamos mutuamente. Si he tenido antes alguna duda al respecto, ahora ya no existe».
Anne se sentó en la cama.
Extendió sobre la cabeza sus largos y bien moldeados brazos. Una leve sonrisa arqueó sus labios. Una sonrisa íntima que nació del centro de quien fuera verdaderamente Anne Feeney.
Pudo verse en el antiguo espejo algo inclinado sobre el escritorio al otro lado de la elegante alcoba.
«Tengo unos senos saludables —se dijo Anne con ojos sonrientes—. No demasiado grandes y graciosamente enhiestos; bonitos, al menos en mi opinión… Tengo el estómago prieto y en forma… La larga melena suaviza la angulosidad de mis protuberantes pómulos».
Era bonita, tal como intentara decírselo Justin muchas veces. Así pues, ¿por qué se negó a reconocerlo antes? ¿Por qué había actuado como si su apariencia fuese una horrible maldición?
Anne miró la espalda desnuda de Justin, sus extremidades inferiores, y notó que empezaba a enrojecer.
—Justin —susurró tan bajo que posiblemente él no la oyera—. Te quiero tanto que ahora me siento un poco asustada.
Deseó despertarle. Se sintió como una jovencita, una colegiala joven, y le fue muy grato tener esa sensación durante unos instantes.
Repentinamente, Anne quiso compartir esos nuevos pensamientos e impresiones con Justin. Quiso saber cómo opinaba de su noche juntos. ¿Se sentiría culpable? ¿Habría disfrutado de ella?
Mientras Anne consideraba la mejor forma de despertarle, el teléfono sonó en la habitación. Fue una estridencia insolente, algo así como si una sirena de incendios hubiese roto el silencio dentro del pequeño dormitorio.
Anne miró su reloj de pulsera. Eran apenas las siete… ¿Quién podría ser? ¿La policía? ¿Los Beavier desde Chantilly? Quizás hubieran encontrado a Kathleen…
Anne se movió a través de la cama y descolgó el auricular.
—¿Diga…? ¿Diga?
Al fin le llegó por la línea un sollozo contenido. Luego, una sorprendente granizada de ocho palabras bien claras.
—Hermana Anne…, ¿quiere venir a recogerme, por favor?
A Anne se le revolvió el estómago; su pecho se agitó desmesuradamente.
—¡Kathleen…! ¿Te encuentras bien, Kathleen? ¿Dónde estás, cariño?
Cuando Kathleen habló de nuevo pareció sobremanera abatida, como si estuviera drogada.
—El padre Rosetti telefoneó a Chantilly. He hablado con mi madre y mi padre… ¿Puede reunirse usted con nosotros? No estoy lejos de la casa de mi tío. Por favor, vengan usted y el padre Justin.
Kathleen dio a Anne las señas exactas.
Entretanto, Justin se había despertado. Sus brillantes ojos verdes interrogaban a Anne. ¿Quién está al teléfono?
—Iremos ahora mismo —murmuró Anne—. Tan pronto como encontremos un taxi. ¿Te encuentras bien, Kathleen?
Apenas oyó el nombre de la chica, Justin se sentó en el alborotado lecho. La estupefacción desfiguró su rostro.
—Ven cuanto antes, Anne. Hay muchas cosas de qué hablar y muy poco tiempo. Estoy a punto de tener el bebé.
KATHLEEN
Marchando a una velocidad increíble —aunque pareciera casi insuficiente—, el taxi «Peugeot» blanco se deslizó por la resbaladiza avenida de la Bourdonnais, prosiguió su carrera bajo las pesadas vigas de la Torre Eiffel; luego, maniobró entre los dobles carriles de la circulación bordeando el Pare du Champ de Mars.
Por fin el impaciente taxista se introdujo, haciendo sonar sin pausa su bocina, entre los antiguos edificios de La Sorbona y el Panteón; el sórdido distrito de rue de la Huchette-St. Severin.
Durante las últimas veinticuatro horas, la Policía había estado llamando a puertas elegidas al azar por todo el vecindario étnico donde predominaban las tabernas, épiceries, triperies, comidas exóticas y olores asfixiantes de combustibles. Pero no se encontró el menor rastro en aquel distrito taciturno. Ni sombra de Kathleen Beavier, ni sombra del misterioso sacerdote católico y ninguna cooperación por parte de los vecinos.
Anne y Justin se sujetaron uno a otro cuando subieron los empinados escalones que daban entrada a un desmoronadizo edificio justamente frente a la rue de la Huchette.
La tétrica puerta principal estaba abierta y no tenía cerradura. En el interior parecía esconderse otra escalera tenebrosa.
Anne y Justin subieron aprisa tres tramos hasta el descansillo de un piso ático en donde había tres puertas con pintura costrosa y una claraboya llena de hollín.
Inesperadamente, el padre Rosetti abrió una de las tres puertas.
Una luz blanca inundó el descansillo.
—Hermana, padre O’Carroll. Entren, por favor.
El padre Rosetti intentó sonreír, pero su rostro mostró ansiedad. Consunción. Rosetti había perdido casi diez kilos de peso en menos de una semana. La cara tenía un cierto tono amarillento; la piel se arrugaba en las mejillas y alrededor de los ojos.
Al otro lado de la pequeña y desnuda habitación, Kathleen estaba sentada en un maltrecho sofá de dos asientos. Seguramente debió de haberse apercibido de la inquietud en sus rostros, pues se levantó y caminó hacia ellos.
Abrazó a Anne y Justin; luego, recostó la cabeza en el hombro de Anne y rompió a llorar.
—Siento mucho haberte plantado así —dijo a Anne—. ¡Ahora tengo tanto miedo! —susurró.
—No tenemos tiempo para explicarles todo lo sucedido. —El padre Rosetti paseó arriba y abajo por el piso medio vacío—. Créanme si les digo que Kathleen corría peligro en el chateau de Henri Beavier. Por cierto, hemos establecido contacto con la familia; ellos nos esperarán en Orly… Debemos viajar con Kathleen por última vez. A Roma. Al sagrado santuario del Vaticano. A San Pedro si necesario fuere.
—Confíen en el padre Rosetti, por favor —dijo Kathleen—. El bebé debe nacer en la Ciudad Santa.
Anne y Justin interrogaron a Kathleen durante el tiempo que lo permitió el padre Rosetti. Luego, el nervioso Investigador jefe los llevó aparte.
—Ahora mismo las dos muchachas vírgenes están corriendo un grave riesgo. Denme su entera confianza, por favor —dijo el padre Rosetti—. Deben confiar en mí. Mi investigación está casi completa. Creo que Nuestra Señora me ha conducido a la verdad.
Justin sintió una cólera súbita. Le faltó muy poco para golpear al sacerdote vaticanista.
—¿Por qué no nos cuenta usted algo si desea tanto nuestra confianza? ¿Para que podamos creer en usted?
—Nosotros queremos ayudar a Kathleen, padre —dijo Anne—. Usted necesita ayuda, según ha dicho… Pues bien, ¡confíe a su vez en nosotros, padre Rosetti!
El abatido sacerdote vaticanista pareció afectado por el interés de ambos. Murmuró una plegaria en latín.
—¡Confíe en nosotros! —repitió Anne mirando fijamente los dos oscuros túneles que eran los ojos del padre Rosetti.
—Lo hago, hermana Anne… —musitó por fin el sacerdote—. Confío en los dos. Es una cosa muy difícil para mí, pero lo hago. Sé cuánto se preocupan ustedes por Kathleen.
Entonces, les explicó todo lo que pudo sobre la investigación papal. Habló de un Santo Padre muy anciano y muy amedrentado que creía conocer un secreto terrorífico pero que, bajo la presión de sus propios asesores, el Consejo de los Seis, debía guardar silencio. El padre Rosetti les refirió cada detalle de su viaje al Palacio Apostólico durante el verano anterior, su conferencia con el Papa Pío XIII…
—Acepté una misión sagrada del Santo Padre. Hasta entonces, yo había sido un sacerdote ordinario en la Congregación de Ritos. Sólo tenía dos calificaciones para ese trabajo: mi tenacidad como investigador y mi erudición sobre… el Apocalipsis.
¡Un erudito del Apocalipsis!
¡Un experto en profecías concernientes al fin del mundo!
Tanto Anne como Justin intentaron convencerle de que les contara algo más. El padre Rosetti repuso que eso era todo por lo pronto. Es decir, hasta el día siguiente, fiesta de Nuestra Señora de Fátima.
—¿No dijeron ustedes que querían ayudarme? Así fue como comenzó nuestra conversación, pienso yo. ¿Lo dijeron de corazón?
—Sí, ayudaremos —contestó Anne—. ¡Claro que ayudaremos! Con todos los medios a nuestro alcance. Pero ¿está sucediendo algo más, padre? ¿Cuál es el resto de sus secretos, padre? Usted debe ser franco y sincero con nosotros.
—Si me ayudan ahora —les dijo el padre Rosetti—, ustedes mismos podrán ver el resto. Quizá se arrepientan, quizá deseen entonces no haberío hecho… pero lo sabrán todo. ¡Cada trama final y giro infernal! ¡Cada treta final de la abominable Bestia!
«Todo está sucediendo por segunda vez —pensó Anne—. Es como en los primitivos tiempos del Cristianismo…».
Una Virgen santa.
Signos bíblicos.
Profecías.
Finalmente, el nacimiento de un Niño divino. ¿Puedo creer yo que ocurra de nuevo ahora? ¿Soy una auténtica cristiana?, se dijo Anne.
¿Creo verdaderamente que el Hijo de Dios se hizo hombre por mis pecados?
¿Es eso lo que se cuestiona aquí? ¿Es todo cuestión de nuestra fe?
Cogidos del brazo y marcando el paso, Anne y Justin marcharon por el angosto desfiladero de un viejo callejón de la Rive Gauche.
Se detuvieron ante el borde del Sena, deseando que el fluir tranquilo de la corriente calmara parcialmente sus temores.
Juntos, de pie, apoyados sobre una barandilla metálica, escucharon los nasales ululatos de los pequeños receptáculos flotantes de basura recorriendo las aguas; oyeron los alegres gritos de niños franceses en algún recinto interior oculto a la vista.
«Es extraño esto de las risas infantiles —pensó Anne—. Mi madre murió en Larchmont y por aquel entonces oí reír muy cerca a los niños… El presidente Kennedy fue asesinado…, y cuando supe la noticia varios niños estaban riendo en el hermoso patio escolar de Westchester… Todo parecía ahora tenebroso, aterrador y, sin embargo…, ¡los niños seguían riendo con tanta inocencia!».
—No estamos obligados a hacer lo que nos pide el padre Rosetti, Anne.
Justin estaba apoyado con todo su peso sobre la vieja y combada barandilla. El viento del río echaba hacia atrás sus rizados mechones negros.
—Ni siquiera estoy seguro de darle crédito.
—¡Ah, yo sí! —Anne sonrió—. No creo que nadie sea capaz de contar tales mentiras o historias. ¿No te fijaste en su pésimo aspecto, Justin? El padre Rosetti parece estar muriéndose ante nuestros propios ojos. ¡Cuánta lástima me da!
Anne y Justin clavaron la vista más allá del remolineante río.
Dentro de pocos minutos se separarían: uno iría a Roma, otro a Irlanda.
Ambos sentían miedo, sin saber siquiera la causa…, Nunca volveremos a vernos… Ni Anne ni Justin pudieron evitar el pensarlo así.
Por último, Justin susurró:
—Saldremos del paso, Annie. Todo terminará bien.
De pronto Anne le abrazó. Apretó la cara contra el suéter de Justin; sintió los brazos de él alrededor de su cuerpo. Gruesas lágrimas rodaron por ambas mejillas.
Desde que se permitiera la libertad de sentir, Anne descubrió que no podía contener ya sus emociones; todo se le venía encima en oleadas arrolladoras, vertiginosas.
—¡Te quiero tanto! ¿Por qué no te habré dicho mucho antes una cosa tan simple?
Justin la estrechó cuanto pudo. Ambos se apretaron uno contra otro intentando desesperadamente encontrar la energía necesaria para cumplir su deber.
Los dos empezaron a sentirse solos una vez más. Aquello fue justamente el comienzo de la soledad.
—¡Padre…! ¡Padre! ¡Hermana Anne!
Ambos oyeron los gritos procedentes del estrecho callejón.
El padre Rosetti y Kathleen estaban ya fuera con sus maletas aguardando en la sombra del lastimoso y grisáceo edificio donde pasaran veinticuatro misteriosas horas.
Era hora de partir.
Poco antes de que Anne marchara con Kathleen hacia Roma, el padre Rosetti se la llevó aparte a la segunda sala de espera de «Air France» en el aeropuerto de Orly. Los dos conversaron solos durante vanos minutos.
—Hermana Anne, le ruego me disculpe una vez más por mi tendencia al secreto. Es el único medio que conozco. El medio que he prometido mantener a Su Santidad.
Anne asintió con la cabeza y escuchó mientras el sacerdote vaticanista continuaba así:
—Hermana, espero y suplico que me sea posible ahora conocer la verdad definitiva sobre las dos jóvenes vírgenes. Creo poder lograrlo. El mensaje de Nuestra Señora de Fátima me ha proporcionado el rastro a seguir, o claves, si lo prefiere. La Biblia ha provisto las respuestas. Escrituras apocalípticas. Pero, hermana… —Los ojos del padre Rosetti se ensombrecieron—. No estoy seguro. No por completo. En última instancia esto debe ser una cuestión de fe. Debe ser una cuestión de fe, hermana Anne.
»En Roma, cuando llegue el momento del nacimiento, usted deberá estar alerta para captar algún signo. El 13 de octubre Nuestra Señora prometió en Fátima una señal cuando tuviera lugar el nacimiento. Dos vírgenes, dos infantes… Nosotros averiguaremos quién es la Bestia y quién nuestro Salvador… Hermana Anne, es preciso dar muerte a la Bestia. El hijo del Diablo debe morir… Por otra parte, el hijo de Dios debe ser protegido a toda costa.
Anne intentó responder. El padre Rosetti le cogió una mano entre las suyas.
—Usted sabrá quehacer —susurró—. Todo ha sido prometido. Tenga fe, hermana. Necesita tener fe.
ROMA
Sobrevolando los jardines de Borghese, el Tíber, la espaciosa plaza de San Pedro, el vuelo de «Air France» tomaba tierra según el horario previsto en el aeropuerto Leonardo da Vinci.
Eran las 17:30, hora de Roma. Doce de octubre.
Policía romana, carabinieri y soldados del Ejército italiano habían conseguido engañar magistralmente a los periodistas, los paparazzi y admiradores alejándolos de la verdadera verja para pasajeros recién llegados.
Dos emisarios del Vaticano, ataviados con solemnes ropas negras, estaban presentes para recibir a la bella signorina Kathleen, a sus padres y otros acompañantes relevantes.
Tras los ceremoniosos saludos se condujo al grupo hacia la pista del aeropuerto donde aguardaba una limusina del Estado Vaticano. El automóvil era un «Fiat» especial con la placa dorada y negra asignada a todos los vehículos oficiales del Vaticano.
Un detective participó a Charles Beavier que el impresionante coche estaba provisto con ventanillas a prueba de balas… Había habido amenazas. Nada particularmente alarmante. Las amenazas estaban a la orden del día en Italia.
Más de treinta mil personas, empujándose y gritando, verdaderos adoradores, se arracimaban en las carreteras de acceso al aeropuerto para echar una ojeada a la joven virgen americana; la escena semejaba una gran ópera italiana.
El pueblo se apretujaba a ambos lados de la estrecha carretera asfaltada; algunos se habían encaramado a los macizos pasos elevados de piedra; otros se arracimaban en todas las ventanas disponibles de los diversos edificios del aeropuerto.
Hombres, mujeres y pequeños escolares… todos gritando:
—¡Viva la Virgen!
Por último, hacia el ocaso, la limusina negra se aproximó a la verja del Vaticano.
Apretadas una junta a otra en el asiento trasero, Anne y Kathleen contemplaron nerviosas las enormes torres envueltas en niebla, los palacios de estuco, las cruces doradas perfilándose en el cielo romano.
Entonces presenciaron un milagro. Sobre el fondo de pequeñas tiendas y trattorias en la via Merulana, desfilaba una gran columna de adoradores, con casi dos kilómetros de longitud, para recibir a la Santísima Virgen. Doscientos mil fieles habían comparecido allí sin tener apenas noticia sobre la llegada de Kathleen.
El pueblo quería creer.
El pueblo necesitaba desesperadamente creer.
Para los ocupantes de la limusina fue imposible apreciar por completo la majestuosa e imponente escena de amor expuesta ante su vista.
Fue imposible no sentirse conmovido ante la magnitud, la devoción, el amor sincero en los ojos de las gentes. Se arrojaron hermosas flores sobre el coche como si éste fuera la escalinata de la plaza de España.
Anne pensó en las grandes multitudes que viajaran durante el verano de 1917 a la aldea de Fátima. Imaginó el efecto que podría causar un milagro en esta época presuntamente racional pero sobremanera susceptible.
Todo su cuerpo fue un ascua; sintió una exaltación increíble. De pronto, sin poder atribuirlo a una razón específica, notó que creía.
Súbitamente, Anne creyó en el santo nacimiento virginal.
Un sentimiento raro pero viejo y familiar se extendió por todo su ser.
Dada la inmensa muchedumbre apelotonada y casi histérica fueron precisos cuarenta y cinco minutos para recorrer el kilómetro final. Cuando Anne se incorporó tensa, dejando un poco atrás a Kathleen, no pudo comprender lo que significaba aquel torbellino sólido de rostros…, unos sonriendo, otros gritando o llorando de felicidad.
Se formó una muralla multicolor de guardias suizos en columna de a dos que rodeó la limusina de modo bastante desordenado. Más allá, las turbas de hombres, mujeres y niños emocionados agitando sencillas gorras campesinas, pañuelos de algodón, cuadros del Bambino, e inclinándose a izquierda o derecha para echar un vistazo a la joven virgen. El aroma dulzón del incienso se extendió por doquier. Hileras de sacerdotes vistiendo sobrepellizas blancas y holgadas sotanas negras. Un rugido creciente que estremeció a Anne.
Lo mejor de todo fue que Anne podía percibir la presencia del amor en las calles que confluían ante el hospital romano donde Kathleen daría a luz. El pueblo adoraba a la virgen Kathleen. Todos ellos intentaban comunicarle ese desesperado y abrumador amor. Hasta entonces, ése fue el momento más hermoso y conmovedor. Anne se sintió dominada por una emoción avasalladora. ¡Aquel momento incomparable fue tan increíblemente hermoso, tan inconcebible!
Por último, Kathleen descendió del coche del Estado Vaticano. Un rugido atronador barrió la avenida romana. A Anne se le erizaron los pelos de la nuca. Su cuerpo mostró una sensitividad y vitalidad muy intensas. Las lágrimas se deslizaron por sus mejillas y entonces ella se dio cuenta de que no sólo Kathleen le inspiraba un amor tremendo, sino también ese buen pueblo italiano.
Cuando Anne echaba una mirada a aquella masa policroma y enfervorizada, descubrió una brecha en la muralla de guardias vaticanistas y Policía. El corazón se le subió a la garganta.
—¡Allí, allí! —gritó señalando.
Pero el ensordecedor vocerío ahogó su voz.
Un hombre fornido, vistiendo chaqueta y camisa blanca deportiva estaba abriéndose paso hacia la brecha. De pronto se escurrió por ella y caminó a paso vivo en dirección de la limusina y Kathleen.
—¡Dios mío! —gritó Anne, pero ni ella misma pudo oír su voz.
El hombre se inclinó hacia adelante y avivó el paso hasta emprender la carrera.
La hermana Anne Feeney afirmó tas piernas y enderezó la espalda. En el último segundo se lanzó entre el atacante y Kathleen. Hubo un choque formidable entre ella y la robusta figura.
Anne sufrió una fuerte torsión de cuello a la derecha. Recibió en el pecho un golpe paralizador. La pierna derecha se le torció y quedó apresada bajo los cuerpos caídos.
Luego hubo una explosión blanca, cegadora en el centro de la gente apelotonada. Algunos policías y soldados cayeron sobre el hombre y el cuerpo de Anne Feeney.
Los horrorizados policías romanos se gritaron algo unos a otros. Luego apareció una porra y empezó a golpear brazos y piernas, mientras Kathleen era conducida en la dirección opuesta… sin que se pensara cuál podría ser la reacción de la enardecida multitud por aquel lado.
Aunque Anne tuviera la vista nublada, pudo ver con suficiente claridad a dos agentes uniformados que la estaban ayudando a levantarse.
—Paparazzi —dijo el más joven—. Fotógrafo. Mal individuo. ¿Se encuentra bien? Ha hecho usted una acción brava. Muy brava.
—Creo que estoy bien —consiguió balbucear Anne.
Miró a todos los rostros que la rodeaban cada vez más cerca. Ahora, aquellas gentes la aclamaban a ella, según pudo comprender Anne.
—¡Ah, no hagan eso! —musitó.
Luego sonrió agradecida. Los policías la condujeron aprisa hacia el hospital para que estuviera junto a la virgen Kathleen.
Serían las nueve de la noche cuando la Televisión italiana informó que Kathleen Beavier había ingresado en el Salvator Mundi Clinic, un costoso hospital privado donde se operaba a los cardenales de alto rango, donde se había hospitalizado cierta vez la actriz cinematográfica Elizabeth Taylor durante el rodaje de la película Cleopatra, donde un equipo de seis médicos italianos y americanos supervisaría el nacimiento virginal.
El primer informe procedente del Salvator Mundi fue facilitado por el propio cirujano jefe.
Un cuarentón elegante, de pelo oscuro con el rostro marcado por líneas de carácter firme. Recibió a los periodistas en una sala de conferencias, utilizada principalmente para las asambleas del personal hospitalario.
—Kathleen Grace Beavier se halla en excelentes condiciones —el dottore habló con los mejores modales y una sonrisa afable—. Cabe anticipar que el nacimiento del niño tendrá lugar entre las próximas doce y veinticuatro horas. No esperamos la menor complicación.
COLLEEN
«Voy a ser madre muy pronto; un minúsculo bebé saldrá de mi cuerpo», pensó Colleen Galaher con serena estupefacción.
La joven campesina siguió preparando el té de hierbas para ella y sor Katherine Dominica. Cortó algunas rebanadas de la hogaza marcada con la cruz tradicional.
La sencilla tarea de hacer té distrajo su pensamiento de otros acontecimientos muy recientes, cosas que no tenían sentido para la joven Colleen.
Ella sabía muy bien cómo hacer la infusión de hierbas. Según le había dicho el párroco, padre McGurk, hacía un excelente té.
¿Cómo era posible que ella tuviese un bebé? Así pensaba Colleen cuando una fina voluta de vapor blanco apareció en el pitón de su tetera.
¿Y cómo cuidaría ella del bebé cuando naciera?
¿De dónde provendría el dinero necesario?
¿Se le permitiría regresar al Holy Trinity School?
—Sólo tengo catorce años —se dijo la joven en voz baja.
Las lágrimas rodaron por sus mejillas. Las manos menudas y pecosas empezaron a temblar.
—Sólo catorce… —Colleen Galaher se cubrió la cara con el delantal y estalló en sollozos—. Dios del Cielo, ayúdame. ¡Por favor, por favor!
Por último, Coleen llevó el té y el pan tostado al cuarto de estar. Buscó por todas partes a la hermana Katherine. Primero miró dentro de la casa, luego fuera, en el porche.
Sor Katherine Dominica había desaparecido del cottage.
Repentinamente, el dolor se hizo insoportable y Colleen Galaher se sintió muy sola.
EL PAPA PÍO XIII
Desde cierta distancia, desde la perspectiva que ofrecía la arcada dando paso al vasto aposento, Leo Cerrado Lombardi parecía sumamente austero y autoritario con su ropaje níveo y sus chales de brocado.
Cuando uno se acercaba, sin embargo, veía que el santo líder de unos setecientos millones de católicos sufría violentos temblores sentado allí en la hermética cámara de mármol y granito que ocupaba el ala oriental de la Corte de los Belvedere.
Construida a principios del siglo XIX cual compañera sempiterna de la Biblioteca Vaticana, la Corte de los Belvedere era el segundo edificio más grande del Vaticano. Tan sólo la Basílica de San Pedro era mayor, más impresionante cuando se paseaba por ella para admirar sus riquezas.
Protegida por agentes de la Gendarmería pontificia, algunos de los cuales iban armados con metralletas, la planta superior, ala oriental, era la cámara fuerte, por así decirlo, para diversos documentos donde se elaboraba minuciosamente la vida secreta de la Iglesia durante el siglo XX.
Entre esos sagrados y algunas veces sacrílegos escritos figuraba la única copia del mensaje transmitido por Nuestra Señora de Fátima a tres niños portugueses, el vaticinio más importante de la Iglesia moderna.
El único gran milagro de esta Era.
Los ojos grises del Papa Pío XIII recorrieron lentamente la habitación de altas paredes, que contenía casi todos los documentos importantes de La Rota (el Tribunal eclesiástico) así como aquellos escritos donde se especificaban los acuerdos de la Iglesia concertados con fascistas y nazis, y asimismo contra ellos.
Para preservar por igual las pruebas favorables y adversas, se había equipado el aposento con un humectador muy costoso y un sistema de alarma contra el fuego no menos costoso que esparcía polvo seco en vez de agua.
Durante unos instantes, Pío XIII permaneció inmóvil con el 1 sorprendente documento sobre Fátima descansando rígidamente en las rodillas cubiertas por la blanca sotana.
La sutil iluminación del aposento se reflejaba en su pequeña coronilla.
Un pie calzado con zapatilla roja golpeaba rítmicamente el hermoso mármol de Carrara del piso.
Pío XIII deseaba releer cada una de las cartas escritas sobre Fátima antes de tomar una decisión concluyente respecto a las vírgenes.
El Santo Padre intentaba valorar los mensajes y advertencias de hacía setenta años en función de los acontecimientos, acontecimientos predichos, que habían tenido lugar durante los últimos días.
En aquel momento, al Papa Pío le hubiera satisfecho sobremanera poder hablar con alguien que comprendiese sus sentimientos acerca de Jesucristo, acerca del Dios padre, acerca de la propia Iglesia…, alguien con una fe simple y directa, la suficiente para entender el maravilloso milagro o quizá la impía destrucción que era ahora tan inminente.
¡Si se pudiera contar la verdad sobre la virgen al fiel…, si se pudiera contar al pueblo entero todo… sobre el Juicio Final…, sobre el Niño!
¡Si mis propios consejeros quisieran escucharme! ¡Si nuestros eminentes cardenales quisieran creer las verdades sagradas sobre cuya base fue construida la Iglesia!
El Papa Pío rememoró las palabras proféticas de san Mateo, el querido Leví:
Pues así como la luminosidad viene del Este y se sumerge en el Oeste, así será la llegada del Hijo del hombre…
… Inmediatamente después de la tribulación de esos días, el sol se oscurecerá, la luna no dará su luz y las estrellas caerán de los cielos.
Con ojos llorosos de tristeza por el mundo, con obstinada esperanza y determinación, Pío XIII bajó la vista y miró el sagrado mensaje de Nuestra Señora de Fátima.
Habrá dos vírgenes que aparecerán sobre la superficie terrestre. Así se lo había dicho la Gentil Señora a los niños portugueses en octubre de 1917.
Cuando transcurran setenta años desde ahora se manifestarán los signos, y entonces todos sabrán que la hora ha llegado. Preveníos contra la astucia del Diablo.
La hora del Juicio Final estará a la vista.
LUCIA DOS SANTOS
La hermana María das Dores (María de los Dolores) no estaba segura del año, pero creía que el día prometido tanto tiempo antes se anunciaba finalmente aquí.
Durante semanas la hermana María —antiguamente Lucia dos Santos, último superviviente de los tres niños de Fátima— estaba adquiriendo una extraña energía con el vigorizante viento marino en el convento de Santa Dorotea.
Algunas veces, sor María se pasaba horas y horas rememorando aquel día de 1917. La pasmosa multitud extendiéndose sobre las colinas en la Cova de Iría, la rara sensación, como si una corriente eléctrica circulara por su cuerpo. La luz rutilante, giratoria, la luz… y la milagrosa visión como ninguna otra antes o después de aquel día vieron con ella casi cien mil personas.
Desde su solitaria ventana de media luna, la hermana María das Dores contempló una hermosa puesta de sol. La anciana sintió una extraña identificación con el cielo dorado y purpúreo, el Mediterráneo lleno de borreguitos, las rojas amapolas respirando en sus orillas.
Sor María oró en silencio para que el mundo hubiese tomado a pecho desde octubre de 1917 la hermosa advertencia de la Virgen: «El hombre ha asumido gran maldad dentro de su ser, y esa maldad le destruirá».
EL PADRE ROSETTI
Nadie tiene derecho a pedirte esto…
No para que te condenes tú mismo a la eternidad del infierno.
Entró a duras penas en la habitación del hotel de Dublín, dejó caer ruidosamente su equipaje y no se molestó en encender las luces del techo.
Caminó hacia una ventana llena de regueros y contempló la fría y silenciosa dispersión de los transeúntes irlandeses.
Ahora estaba seguro de conocer la verdad sobre las dos vírgenes.
Él era el único en conocerla, y eso tal vez fuera imprudente.
La Bestia había utilizado ingeniosos artificios, ilusiones, imitaciones. Pero el padre Rosetti había seguido los signos inequívocos en el mensaje de Fátima. Estaba seguro de haberlo hecho. Su fe no había sido nunca tan firme.
En su maletín llevaba fajos de documentos donde se revelaba toda la verdad. Antes de partir por la mañana con el padre O’Carroll, esos escritos quedarían a salvo en la caja fuerte del hotel. La verdad sobre el nacimiento virginal estaría disponible para conocimiento del mundo. La verdad sobre ambos nacimientos.
Por última vez le pareció oír la orden susurrante de Pío XIII:
—¡Debes encontrar a la verdadera virgen, mi estimado investigador! ¡La Iglesia necesita encontrar a la madre del niño divino!
El padre Eduardo Rosetti la había encontrado.
ANNE Y KATHLEEN
Las últimas horas entre Kathleen Beavier y Anne Feeney fueron inolvidables.
Durante largo rato ambas permanecieron silenciosas en la suite del hospital Salvator Mundi.
Ambas jóvenes estuvieron sentadas muy tranquilas junto al único ventanal de la habitación, contemplando las luces parpadeantes de Roma.
Se limitaron a unir sus manos.
Esperando que comenzaran los dolores del parto.
Kathleen necesitaba a alguien que le hiciese compañía. «¡Anne es tan hermosa! —pensó Kathleen—, ahora comprendo por qué la eligió el cardenal Rooney entre tantas hermanas para la Archidiócesis de Boston».
Mientras miraba la Ciudad Eterna, la adolescente sintió un pinchazo profundo en el estómago.
—¡Uf…! ¡Ah, querida…! Ya estoy bien.
Con cada punzada, cada dolor agudo se preguntó: ¿Ha llegado el momento? ¿Va a comenzar todo ahora?
Conteniendo el aliento, dándose un lento masaje en el bajo vientre Kathleen esperó a que se manifestara un claro signo físico.
Romper aguas.
Rotura de la mucosa.
No llegó signo alguno. Todavía no.
Kathleen apretó aún más la mano de Anne.
—¡Todo es tan extraño y aterrador para mí! —Kathleen encorvó la espalda y se meció suavemente en su butaca—. Me pregunto si alguien ha experimentado esto alguna vez. Resurgen todos los temores que desterré al fondo de mi pensamiento. Mis peores temores. Cada vez más florecientes, ¡y tan vividos!
»No ceso de cavilar… ¿Saldrá bien parado mi niño? ¿Lo saldré yo…? ¿Dolerá mucho…? Ahora, las preguntas se suceden sin pausa, Anne.
Kathleen se tranquilizó de nuevo; ambas quedaron silenciosas y atemorizadas en la habitación del hospital.
El simple acto de unir sus manos fue suficiente.
Entretanto, la negrura total de la noche se había tendido sobre el hospital romano cual una cogulla frailesca. Ante la puerta de Kathleen prestaban servicio cuatro guardias suizos.
Al fin era el 13 de octubre…, el día de la Virgen.