NUEVE

LOS SIGNOS

Aquella noche, en Los Angeles, Mrs. Rosemary Goodman estaba citada como el último invitado del espacio televisivo Esta noche.

Esta mujer morena y atractiva era popularmente conocida como la vidente e investigadora psíquica más certera y respetada en América.

Mientras esperaba su llamada al estudio en el salón verde, Rosemary Goodman pensó lo que le iba a suceder exactamente en el próximo futuro. Lo cual era al fin y al cabo su oficio…

Seguro, claro está…, cuando faltaban sólo cinco minutos para el fin del interminable show se presentó un botones de la emisora en el solitario salón de espera; el joven rubio, tipo surf, hizo señas a Mrs. Goodman para que le siguiera hacia el estudio.

«¡Vaya! —pensó Rosemary—, ¡se me conceden si acaso cuatro minutos de exposición ante las cámaras!».

Mientras seguía al botones por el pasillo sombrío, un verdadero terror para cualquier claustrófobo, Mrs. Rosemary Goodman ideó su propio plan, modesto pero espontáneo. Por lo menos aprovecharía todo lo posible sus escasos e inadecuados minutos en el programa.

Como era previsible, la orquesta del estudio empezó a tocar. Esa antigua magia negra. La cegadora iluminación del escenario televisivo la afectó de verdad. Varias cámaras NBC-TV se le aproximaron.

Rosemary escuchó la amable y espectacular charla del presentador, quien estaba diciendo algo sobre California y su «psicodelia». Ella no se molestó siquiera en dar las gracias al presentador.

Por el contrario, la mujer alta de cabello castaño caminó hacia el semicírculo convergente de las azuladas cámaras televisivas.

Eligiendo una de las cámaras, Rosemary Goodman clavó la mirada en la lente y se preparó para contar su extraña y emocionante historia a toda América.

—¡Y ahora, el show de Rosemary Goodman! —clamó humorísticamente el inefable presentador desde una larga mesa a cuyo alrededor estaban sentados sus compañeros y algunas estrellas candentes del momento.

—Queridos amigos… —Mrs. Rosemary Goodman miró fijamente a la cámara— anoche tuve otro sueño horrible.

Apenas habló, las lágrimas humedecieron los ojos de la vidente.

—El mundo, tal como lo conocemos, parece estar feneciendo. Comprendo que esto suene extraño, casi imposible, pero eso fue lo que vi. Las fuerzas de la salvación eterna se preparan para hacer frente a las temibles legiones de la destrucción y el desespero. Habrá una batalla final y horripilante en toda la faz terrestre. El bien contra el mal por última vez. Justamente ante nuestros ojos.

»Ellos nos lo contarán cuando sea demasiado tarde. Por favor, amigos míos, por favor, ¡preparad vuestras almas inmortales para el Reino de Dios!

SOBRE LOS SIGNOS DE LA VIRGEN

El nueve de octubre permanece grabado en las mentes cual una extraña secuencia lineal de acontecimientos dramáticos que a decir verdad deberían ocurrir sólo en sueños.

Realmente, lo sucedido no pudo haber tenido lugar. Así se lo repetían una vez y otra quienes estuvieron presentes allí.

Nunca se dará una explicación racional y satisfactoria a varios de los peculiares acontecimientos de aquel día.

Todo pareció fluir hacia un foco único…, todo fue contribuyendo a formar un gran interrogante, una prueba final de fe.

¿Crees en algo? Así comienza un ejercicio ritual practicado en los retiros de la Orden trapense.

¿Has creído alguna vez? ¿Recuerdas esa sensación?

¿En Dios?

¿En la ausencia de Dios?

¿En el Mal?

¿En nada de nada?

¿Cuáles son de verdad tas creencias en este mismo momento?

KATHLEEN

La mañana siguiente al incidente del guardacostas en Sachuest Point, Kathleen Beavier despertó cuando un rayo de luz solar que se había ido corriendo con lentitud por la colcha alcanzó finalmente sus ojos.

Paseando la vista por su dormitorio, ordenado con meticulosidad y parpadeando repetidas veces, la adolescente observó que su ventana estaba llena del más delicioso azul celeste.

Era uno de esos días otoñales exuberantes que sólo se dan una o dos veces al año en Nueva Inglaterra. Los arces y los robles exhibían por centenares brillantes matices de rojo y amarillo. Los olores del salino océano y de las hojas quemadas saturaban el aire…, y, sin embargo, todo ello empeoraba más si cabe su estado de ánimo. «Es como guardar cama en un día radiante», pensó.

La muchacha se sentía muy dolida, sumamente enferma y encinta. Estaba increíblemente confusa, sin esperanza. Pero Kathleen sentía, sobre todo, una profunda tristeza por la muerte de Jaime Jordan.

Abandonando el lecho de costado y con las piernas rígidas, Kathleen inició el rito matinal que había estado siguiendo durante las seis últimas semanas más o menos.

Ante todo necesitaba siempre ir al baño. Y lo necesitaba con verdadera urgencia.

Luego, se precipitaba sobre ella una verdadera avalancha de dudas y temores sobre sí misma.

Había una visión recurrente cargada de culpabilidad, que le hacía pensar en el nacimiento de un hijo deforme. Otra fantasía cruel sería la de que el niño saldría de su cuerpo y sería un horripilante monstruo. Verdaderamente, Kathleen no creía semejante cosa, no podía permitírselo, pero los pensamientos llegaban de cualquier modo…, y lo hacían con una regularidad que le horrorizaba.

Kathleen tenía también otras dudas de carácter práctico. ¿Qué haría cuando naciese el niño? ¿Cuál sería su vida, una vez llegase el niño al mundo?

Y otra pregunta más perentoria: ¿se daría cuenta cuando llegasen los dolores del parto? El interrogante dramático y omnipresente de toda mujer cuando va a ser madre por primera vez.

Al recordar ese alarmante tema, Kathleen decidió revisar las señales básicas que le enseñara el doctor. Desprendimiento del tampón de la mucosa, lo que ella notaría supuestamente. Un intenso calambre uterino alrededor del centro de la pelvis más o menos. Romper aguas tan pronto como se desgarre la membrana entre la cabeza del bebé y la abertura cervicovesical…

Desgarre

Eso sonaba muy desagradable e inquietante, aunque el doctor Armstrong dijera que no era demasiado doloroso.

Sea como fuere, ninguno de los síntomas antedichos parecía anunciarse aquella mañana. Toquemos madera. Cualquier truco era bueno para neutralizar sus verdaderas emociones.

Algo más animada, Kathleen comenzó la laboriosa tarea de vestir un cuerpo que se había hecho súbitamente muy delicado y sensitivo.

Yo no quiero siquiera tener el bebé. Kathleen reanudó sus cavilaciones. ¡Yo no quiero contarles a ellos todo lo ocurrido la noche del veintitrés de enero!

Aunque, ¿quién creería la, verdad? Kathleen se sumió en sus pensamientos y se entristeció cada vez más.

Los suaves ojos azules de Kathleen lanzaron una mirada furtiva cuando el parqué de pino dejó oír un súbito crujido al otro lado de la habitación.

—¡Ah, querida! —exclamó llevándose una mano al pecho—. ¡Buen susto me ha dado usted! He de encontrar algún medio para tranquilizarme después de lo de anoche. ¡Puf! Hola.

Kathleen miró sonriente a los oscuros ojos verdes del ama de llaves, Mrs. Walsh.

Sin embargo, desvió la mirada al instante. Fingió estar buscando las medias de lana, pero realmente temía que sus ojos traicionaran su pensamiento, es decir, que Mrs. Walsh había estado actuando de una forma extraña a su alrededor durante las dos últimas semanas. ¿Vendría el ama de llaves a hablarle sobre eso? ¿Quizás una explicación?

La parte superior de la casa estaba demasiado tranquila y silenciosa aquella mañana. «Esto hace aún más violenta la situación entre nosotras dos», pensó Kathleen.

La chica miró debajo de la cama y sacó unas botas de esquí color siena.

Empezó a ponerse una gruesa media de lana. «Dios, cuánto deseo verme libre de esto», pensó Kathleen.

—Desapareceré de su vista en un minuto —dijo—. Dos segundos.

«En realidad, Mrs. Walsh no me ha hablado todavía», se dijo extrañada Kathleen. ¿Qué puedo haberle hecho, Dios mío?

Por último, Kathleen levantó la vista y miró a la mujer mayor.

La media de lana tembló en su mano y se le cayó.

Mrs. Walsh empuñaba un atroz cuchillo de doble filo. Un cuchillo que utilizaban en la cocina para destripar peces y hacerlos filetes.

Por fin habló el ama de llaves.

¡En el nombre de nuestro Santo Padre!

Un tono áspero y gutural que Kathleen apenas reconoció.

¡Eliminaré a Satán junto con su diabólico hijo!

Sin más explicaciones, apuntó de arriba abajo al enorme estómago de Kathleen e hizo descender el arma con fuerza y rapidez.

Kathleen no pudo creer que estuviera sucediendo tal cosa. Intentó esquivar el destellante cuchillo y, al propio tiempo, intentó explicarse aquel horror insondable.

La hoja inoxidable rasgó sábanas y penetró profundamente en el colchón de plumas llegando hasta la caja de muelles.

Kathleen saltó de la cama mientras el ama de llaves se esforzaba por arrancar el cuchillo.

—¡Ayuda, por favor!

Kathleen intentó escapar, pero no hubo lugar adonde ir.

—¡Tú no eres una criatura de Dios! ¡No eres siquiera Kathleen! —aulló Mrs. Walsh.

Sus ojos ribeteados de rojo tuvieron un aspecto feroz.

—¡No, por favor…! ¡Yo soy Kathleen!

Kathleen fue acorralada en el rincón izquierdo del aposento. Allí había dos ventanales con ondulantes cortinas. Ninguna puerta de… escape.

Los alaridos de la joven levantaron un eco fuera de las delicadas paredes color crema.

Kathleen gritó otra vez.

Y otra.

—¡Que me ayude alguien, por favor! ¡Dios mío, por favor, ayúdame ahora!

ANNE

Anne oyó el primero y distante grito, pero no pudo detectar su origen. «Serán gaviotas», pensó. Sí, ese extraño plañido que lanzan las gaviotas cuando ríen.

Anne había cavado con sus propias manos una cómoda trinchera contra el viento entre las pequeñas y jibosas dunas que se alzaban y descendían a lo largo de la bahía detrás de Sun Cottage.

Se había tendido boca arriba sobre una manta escocesa, dejando que el veranillo de San Martín le calentara el rostro, relajando todos los doloridos músculos de su cuerpo. Aspiró el aire puro y vigorizante de octubre.

Esto es casi perfecto, pensó Anne.

El momento de soledad.

Paz infinita.

En algún pasaje del Ulises de Jaime Joyce, recordó Anne, alguien —probablemente Leopold Bloom— se había sentado frente al mar de Irlanda vistiendo un impermeable y cubriéndose con un irrisorio hongo. Eso de tomar el sol con todas las ropas puestas era un lujo poco estimado o, mejor dicho, menospreciado.

Después de tostarse durante algunos minutos la cara, Anne se sentó para que la brisa proveniente del océano la refrescara. El cielo, con su azul marino ideal, le hizo desear una vida eterna. La combinación de calidez y brisa refrescante fue tan sedante que se sintió tentada a dormir una siesta.

Anne oyó otra vez el distante grito de la gaviota…, luego la sirena de un yate que le recordó esos viejos cuernos que había oído en los partidos de rugby.

Cuando Anne tendía la vista hacia el océano, oyó otro de esos gritos. Un alarido estridente, extrañamente familiar, que parecía proceder de la mansión principal, del propio Sun Cottage.

—¡Ah, Dios mío! ¡Kathleen!

SATANAS LUCIFERI EXCELSI

Kathleen abrió de par en par la vibrante ventana del dormitorio y se dejó caer fuera pesadamente bajo el claro cielo azul.

Sintiéndose como en sueños e irreal, afirmó los pies e, inmediatamente, trepó por el empinado techo que cubría el comedor principal.

Luego, caminó tambaleante a la altura de tres pisos hacia un patio enlosado que parecía estar latiendo al ritmo de su corazón. Sus pies desnudos se adhirieron precariamente a las tejas sueltas y heladoras.

—¿No puede ayudarme nadie, por favor?

La voz juvenil se expandió desde el tejado cual las sutiles volutas de una chimenea.

Entretanto, el ama de llaves estaba saltando laboriosamente por la ventana con sus holgadas ropas de trabajo. Una vez conseguido, reemprendió la persecución de Kathleen reptando por el inclinado techo cual un cangrejo de roca.

Finalmente, dos trabajadores de la hacienda llegaron corriendo y señalaron hacia la horrible escena sin poder creer lo que veían.

—¡Ayúdenme, por favor! —gritó Kathleen a los obreros aunque tuviese la seguridad de que no llegarían a tiempo.

Proteged al niño. Como sea. El niño fue lo único que ocupó el pensamiento de Kathleen.

Proteged al niño. Debéis hacerlo, como sea. El niño. Ésta fue la idea fija de Kathleen.

Proteged al niño. Debéis hacerlo como sea.

Aquí sólo importa el niño.

Encorvada y apoyándose en los brazos, el ama de llaves avanzó casi a gatas para mantener el equilibrio sobre las resbaladizas tejas. Sus pupilas se dilataron y palidecieron. El viento alborotó su cabeza blanca dándole la apariencia del nido de sierpes de la Medusa.

Abajo, en el suelo, Anne llegó corriendo desde la playa y gritó algo que se perdió para siempre en el viento.

Alguien chilló dentro del dormitorio de Kathleen; poco después apareció en la ventana su madre con aspecto de incredulidad y dispuesta también a encaramarse por el tejado.

El padre Eduardo Rosetti irrumpió por las puertas cristaleras dobles de la sala del piso bajo rompiendo algunos cristales cuando las puertas se estrellaron contra las paredes estucadas.

Kathleen, en el tejado, se fue retirando de aquella mujer enloquecida. Lo hizo hasta el punto más lejano posible, allá donde el tejado a cuatro aguas formaba un ángulo de ciento ochenta grados contorneando una esquina del edificio.

«No puedo dar otro paso sin caerme», se dijo Kathleen.

—¡Quienquiera que sea usted le ordeno que se detenga! —gritó de pronto la joven—. ¡Se lo ordeno!

El brazo blancuzco del ama de llaves se alzó a gran altura en el aire. Su codo pareció tocar una nube. Los ojos de la mujer tuvieron una expresión exánime, irreal.

Inopinadamente, se abrió una herida en un costado de su cuello. La sangre cubrió el uniforme rayado azul de Ida Walsh. La mujer lanzó un gemido horrible. Un rictus de sorpresa y aborrecimiento descompuso su faz.

Un estampido sonoro retumbó largamente, dejándose oír muy lejos de Sun Cottage…, un sonido sorprendente que ninguno de ellos olvidaría jamás.

Luego, se hizo un silencio absoluto e inquietante, sólo roto por el murmullo del oleaje.

Kathleen bajó la vista a los prados traseros donde estaba el padre Rosetti muy erguido y alto, espatarrado y rígido.

El Investigador jefe para la Congregación de Ritos apuntaba todavía con una de las carabinas de Charles Beavier.

¡Investigador!

La palabra escueta rondó por la mente de Kathleen.

Luego, la joven se dijo… él lo sabe. El conoce el secreto de las vírgenes.

El cuerpo de Mrs. Walsh se deslizó suavemente por el tejado. Aquella forma humana cayó sobre un viejo toldo verde y oro que, haciendo el efecto de un trampolín, la hizo saltar sobre el patio enlosado donde quedó inmóvil con las cuatro extremidades extendidas. Un cuadro horrendo.

¡Satanas Luciferi Excelsi!

Anne oyó mascullar esas palabras al padre Rosetti cuando le alcanzó corriendo en los prados traseros bañados por un sol cegador.

El sacerdote vaticanista dijo algo acerca del demonio. Asesinos…, Anne creyó haber escuchado otra palabra latina. Diablos… y asesinos.

Otra cosa que percibió Anne fue las lágrimas que humedecían los oscuros ojos castaños del padre Rosetti.

—¿Qué ha sucedido? —suplicó Anne al padre vaticanista agarrándole incluso por la sotana y sacudiéndole—. Cuéntenos lo sucedido. Debe hacerlo ahora mismo.

COLLEEN

Allá donde mirara, arriba y abajo de las ondulantes colinas, Anne sólo veía flores silvestres rojas o de un blanco pálido y flexibles juncos.

Allí había mayormente brezales, azafrán y galoncillos de la Reina Ana. Las hojas se liberaban y volaban por los aires como flores vagabundas.

Colleen recogía retoños y varillas con rapidez y eficiencia, sin preocuparse de su abultado estómago y del dolor sordo, constante. Ello le hacía recordar cuando recolectaba vegetales en Maam Cross la primavera anterior…, casi nueve meses antes, cuando ella había trabajado en la próspera granja de Mr. Jimmie Dowd.

Aquel día Colleen vestía una bata de un verde oscuro que hacía juego con el sorprendente color de sus ojos. Su larga melena negra estaba sujeta con una cinta de un verde trébol, el matiz exacto de un cerro distante cercano al mar.

La joven canturreaba con una voz dulce, armoniosa, lo que parecía ser en aquel momento su canción predilecta.

Era una hermosa canción de amor que la virgen Colleen había oído por primera vez el invierno pasado… en la noche del veintitrés de enero.

KATHLEEN

Obedeciendo órdenes directas y misteriosas de Roma y la autorización absoluta de su familia, Kathleen Beavier abandonó Newport aquella tarde.

A la una y media, dos «Lincoln» plateados contornearon la elegante porte cochere de Sun Cottage. Como a una voz de mando se abrió la puerta principal; siete personas subieron sigilosas a los vehículos y el convoy partió sin demora.

Mientras los coches se deslizaban fuera del Estado con una nutrida escolta policial, se dijo solamente a la Prensa que Kathleen se encaminaba hacia Nueva York, donde tal vez se ofreciese la oportunidad para una conferencia de Prensa tan pronto como ella estuviera a salvo.

Por primera vez en casi dos semanas la mansión Beavier estuvo tranquila… y sana.

Alrededor de las dos y media, aquella misma tarde, cuando se hubo despejado el terreno de reporteros y mirones, tres sedanes inclasificables hicieron alto ante la puerta principal de Sun Cottage.

Se sacó con gran urgencia más equipaje de la casa. Kathleen y los demás fueron conducidos apresuradamente a los coches; éstos partieron veloces en dirección Norte hacia el Logan Airport de Boston.

Kathleen se encontró a bordo del vuelo 342 antes de que los automóviles conduciendo a doncellas y personal de cocina llegaran a Nueva York; el engaño se descubrió durante una bronca ante el «Waldorf Astoria» en la Park Avenue.

A las 10:45 horas otros tres coches recibieron a la partida Beavier cuando ésta aterrizó en el aeropuerto de Orly.

Un porteador que observaba la curiosa escena se figuró que las indefinibles figuras —incluyendo algunos hombres con vestiduras holgadas—, eran árabes llegados a Francia para celebrar conversaciones secretas sobre el petróleo.

Sin perder ni un instante fue al teléfono y traspasó el soplo a un periodista, que se pasó el tiempo rondando el aeropuerto en busca de visitantes ilustres.

Anne se arrellanó en el mullido asiento de cuero de un sedán con chófer; el almohadón pareció estar casi respirando bajo ella.

Entonces empezó a experimentar una tensión ininterrumpida. Un puño cerrado le apretó la cintura. Sufrió una jaqueca constante y aguantó un estómago nervioso cuyo ardor no parecía tener fin. Gruñendo sin cesar. Lamentándose del más ligero giro o sacudida.

El nacimiento virginal —el nacimiento— podría tener lugar de un momento a otro. Allá, en Irlanda, Colleen Galaher, quizás estuviera dando a luz. Kathleen podría estar sufriendo los dolores de parto en uno de los coches que les seguían.

¿Y qué sucedería después?

¿Cuáles serían las misteriosas secuelas que se mantenían amenazantes tras el nacimiento divino?

Mientras el coche avanzaba raudo por la sombría y silente campiña europea… —¡Francia, por amor de Dios!—, Anne tuvo una visión fugaz del cuerpo de Mrs. Ida Walsh cayendo. Le pareció estar oyendo todavía los alaridos finales e inhumanos de la pobre mujer. Anne casi rompió a llorar en el asiento trasero del veloz coche.

El padre Rosetti le había dicho que Kathleen atraía en torno suyo al diablo. Satanas Luciferi Excelsi.

¿Qué querría significar? ¿Se estaba exaltando al diablo? ¿Dónde? ¿Cuándo?

¿Cómo había conseguido él averiguar tanto?

¿Cuándo se lo contaría todo a los demás y dejaría de representar su papel de investigador exclusivo?

Anne apartó la vista de la cenicienta e hipnótica autopista. Observó al conductor, un hombre silencioso y cogotudo, cubierto con la tradicional gorra de visera negra. También observó en el suelo unas tizas pisoteadas y un manoseado libro de colorines. Evidencia de tiempos más felices en el coche particular.

—Por el lado intelectual, yo sé lo que sucedió hoy —habló al fin Justin desde el asiento trasero—. Ahora bien, por el emocional, todo aparenta ser una acción durante el sueño. No estoy seguro de las reglas. No estoy seguro siquiera si la escena es en color o en blanco y negro.

—Todo te hace pensar que esto no ha ocurrido hoy día —dijo Anne—. Parece insólito y medieval. Ahora creo haber experimentado esa sensación cincuenta veces al día.

—Lo que está aconteciendo nos recuerda nuestras impresiones durante la infancia. Bueno, por lo menos las mías —dijo Justin—. En Cork nadie daba respuesta a nuestras preguntas. Siempre nos sentíamos desequilibrados y completamente en la oscuridad.

—Como si la vida fuese mágica… y temible —agregó Anne.

—La vida es… —Justin la miró desde su asiento trasero—. La vida es ambas cosas.

Cuando su «Citroën» gris se lanzaba cuesta abajo pareciendo horadar un borroso túnel, un largo tubo iluminado por modernas y difusas luces de sodio, el padre Eduardo Rosetti intentó elucidar un punto importante a Kathleen.

—Por favor, Kathleen, permíteme referirte una más de mis extrañas teorías —dijo Rosetti—. Es mi creencia personal, pero también algo en lo que cree la iglesia de Roma. Así pues, te pido que lo aceptes como acto de fe. Fe, porque esto es el tipo de asunto espiritual con el cual no suele estar sintonizado este mundo nuestro tan empírico.

—¿De qué se trata, padre?

—Creo, y la Iglesia lo cree asimismo, que el Mal es una fuerza poderosa y tangible de la Tierra. Según se piensa, ¡el Mal florece y se multiplica mediante un remedo demoníaco de la Naturaleza…! El diablo es un fantástico imitador, Kathleen. ¡Un maestro del fingimiento perverso!

»Quienes niegan la existencia del diablo —sobre una supuesta base racional— están negando realmente lo que ven en el mundo, lo que escuchan a su alrededor, lo que piensan y sienten ellos mismos casi cada día de su vida. Créeme, por favor, Kathleen, el diablo está a tu alrededor en este mismo instante.

Kathleen miró fijamente los ojos oscuros y tristes del sacerdote vaticanista. Desde luego le dio crédito. Ella había visto la odiosa expresión diabólica en el rostro de Mrs. Walsh pocas horas antes en Sun Cottage.

—¿Qué debo hacer, padre? —preguntó.

Bien avanzada la noche una sombría caravana automovilística entró en la villa de Chantilly, a cuarenta kilómetros de París por el Norte.

Una niebla densa y grisácea que había empezado a caer fuera del aeropuerto de Orly hizo perder el contacto a los coches.

Allí, en Chantilly, el hermano más joven de Charles Beavier habitaba con su mujer y sus hijos una granja señorial. La localidad campestre francesa parecía ser un escondite excelente para Kathleen hasta que naciera el niño…

Cuando los fantasmales coches se deslizaron por las calles desiertas de Chantilly, todo el mundo dio un suspiro de alivio.

La finca de Henri Beavier y su familia era un lugar solitario rodeado por una sólida verja negra de hierro y altos setos sombríos. Parecía bastante segura y aislada, aunque un poco impresionante a esas horas de la noche.

Sin embargo, cuando los coches se aproximaban a la verja, Anne y Justin vieron algo que les trastornó por completo.

Primero, ambos vieron una furgoneta Lanca con un rótulo de color que decía GDZ-TV. Luego, una turba de operadores cinematográficos que llevaban a la espalda pequeñas mochilas.

Por último, una multitud de reporteros esperando bajo el follaje de umbrosas coníferas.

—¡Ya están aquí! ¡Ya están aquí! —gritó alguien en francés.

Un hombre de edad mediana intentó introducir su rostro barbudo por la ventanilla trasera del coche de Anne y Justin.

—¿Por qué han venido a Francia? ¡No, no, usted no es Kathleen!

Hasta que los coches no cruzaron veloces la verja central, hasta que no se detuvieron ante la fachada principal del edificio, ni uno ni otro se dieron cuenta de que algo marchaba mal… Algo que les revolvió las entrañas e hizo gritar a Anne en el interior del oscurecido y ronroneante «Citroën».

Ante la mansión Beavier había dos coches en lugar de tres.

Dos pares de faros proyectando una luz blanquecina.

Dos «Citroën» cuyos aturdidos pasajeros comenzaron a descender, murmurando entre sí, mirando aterrorizados a las gentes aglomeradas en la entrada del predio. Permitiendo que les fotografiaran una y otra vez.

El tercer automóvil se había desvanecido como por arte de magia en la marcha hacia el Norte desde el aeropuerto.

El coche que transportaba al padre Rosetti y a Kathleen Beavier había desaparecido. Sencillamente.