COLLEEN
A las cuatro y media de la madrugada del 6 de octubre se asestó un fuerte golpe a la recia puerta del dormitorio de Eduardo Rosetti.
Luego, se dejó oír otro golpe en la puerta del padre Justin O’Carroll.
Y, por último, un persistente golpeteo en la puerta de la hermana Anne Feeney.
A las cinco, todos ya vestidos, descendieron la escalera donde les esperaban el padre Martin Milsap y Mrs. Walsh sosteniendo una bandeja de café caliente y tostadas con mantequilla.
—El padre Rosetti me ha pedido que les hable en su nombre —dijo por fin el padre Milsap mirando primero a Anne y después al padre O’Carroll.
—A estas alturas parece necesaria una visita a la segunda virgen, una joven irlandesa. El padre Rosetti debe hacer algunas preguntas a la muchacha. Asimismo, es preciso hacer un importante reconocimiento físico.
»Parece razonable que vaya alguien más para exponer una segunda opinión sobre la chica y ayudar al padre con todos los medios posibles. Considerando las complicaciones existentes aquí en Newport no veo la posibilidad de que le acompañe yo mismo. Por otra parte, hermana, usted conoce muy bien la situación virginal. Y usted, padre O’Carroll, es justamente de Irlanda… Así pues, el padre Rosetti ha sugerido que ustedes dos podrían acompañarle.
Anne y Justin cambiaron una mirada fugaz.
—Me gustaría conocer a la otra chica —dijo Anne.
—Yo iré, desde luego —asintió Justin.
El padre Eduardo Rosetti sonrió de súbito…, una sonrisa sorprendentemente cálida y franca.
—¡Muy bien! —exclamó con un tono campechano, algo inadecuado para horas tan tempranas—. Saldremos de aquí dentro de una hora. Ya verán que Colleen Galaher es una chica extraordinaria. Sobremanera extraordinaria.
El «Concorde» de British Airway, con destino al aeropuerto irlandés de Shannon, era un restaurante decente que había aprendido a volar; así compensaba ciertas deficiencias ofreciendo una superabundancia de alimentos medianos tirando a buenos y bebidas óptimas.
Apenas levantó el vuelo ese reactor supersónico tan controvertido de nariz ganchuda, se sirvió presurosamente un desayuno bien caliente y abundante a los padres Rosetti y O’Carroll y a la hermana Anne.
Concluido el desayuno, se les procuró toallas calientes y perfumadas así como una bolsa conteniendo zapatillas y una máscara para dormir.
Entretanto, Anne y Justin miraron estupefactos por las ventanillas de tamaño bolsillo. Porque el «Concorde» volaba tan alto que ambos pudieron ver la curvatura del planeta en un momento dado. Fue algo digno de contemplar; durante unos instantes, los dos se sintieron como astronautas.
Un colación espléndidamente presentada fue el siguiente paso. Pero antes de poder digerir la comida, el «Concorde» se descolgó de un denso banco nuboso y se deslizó hacia el rutilante techo metálico de Shannon.
La primera parte de su viaje para ver a la segunda virgen había sido realizada con suma comodidad y a una velocidad de plusmarca.
Durante el largo recorrido en coche desde Shannon, el padre Rosetti no se cansó de repetir cuan afortunado había sido que el padre O’Carroll fuese originario de Irlanda, y cómo había actuado la Divina Providencia en su favor.
Transcurridas dos horas más o menos de conducción entre colinas bajas e impresionantes con cien matices diferentes de verde, llegaron a un sorprendente edredón pardusco de cebadales y avenales.
Luego llegó una pintoresca colina con helechos y coníferas, que semejó un oscuro barco de cabotaje en el horizonte.
Después apareció una cinta negruzca que resultó ser un río cristalino.
Y al fin surgió la singular villa de Maam Cross. A Anne le pareció una ciudad sombría, antigua, como en los cuentos de hadas.
Vieron un letrero gris y blanco de madera, una señalización de carretera anunciando la ciudad. Junto al nombre se habían garrapateado con un rojo brillante Tierra de Dios.
Torciendo por un camino estrecho, aunque pavimentado, Anne, Justin y el padre Rosetti vieron a los druidas más anacrónicos imaginables, aldeanos todos ellos de pardo. Había quizá veinte hombres vistiendo trajes pardos, veinte gorras a cuadros, veinte pares de botas negras, evidentemente, el trabajo de un mismo zapatero remendón.
—Éstos son los últimos campesinos auténticos de toda la Europa occidental —dijo Justin con una sonrisa tímida que tanto podía expresar enorgullecimiento como cierta turbación.
—Creo que hemos entrado oficialmente en Maam Cross —dijo el padre Rosetti, pareciendo desentenderse de cualquier comentario cultural.
En la Calle Mayor del pueblo irlandés había algunas tiendas de una sola habitación. Antiguos anuncios publicitarios: «Player’s Please», «Guinness for Greatness». Una caballeriza y un garaje alojados en el mismo edificio. Una hilera de cottages con piedras desmoronadizas, demasiado insípidos para recibir el calificativo de encantadores.
Dentro de cada uno habrá una estancia familiar semejante, fue explicando Justin mientras circulaba lentamente por la ciudad. En esa habitación se acumularán los souvenirs, el televisor y diversas pinturas religiosas; será también el lugar donde tomarán té cuando les visite el párroco. Todos los dormitorios serán angostos e incómodos. También estará presente el hedor del fuego de turba y quizás el olor de impermeables secándose sobre duras sillas de madera.
Anne dijo que le costaba creer que se hallase en Irlanda dentro del mismo día.
El hogar de Colleen Galaher distaba un kilómetro más o menos de la ciudad, por el Este, una vez pasada la fábrica de Bushmill.
Era un respetable cottage encalado, con paredes sin cimiento, y un tejado embarbado a base de largos juncos. La historia sobre el estado tan especial de Colleen no había suscitado curiosidad en el exterior, salvo las crueles murmuraciones de Maam Cross; quizá fuera porque la muchacha irlandesa vivía muy aislada, o quizá por la voluntad divina.
—Eso que huelen ustedes es un fuego de turba —explicó Justin cuando los tres descendieron del coche alquilado—. Mantenido siempre vivo. No les será fácil olvidar ese olor.
Anne echó una ojeada a Justin y le vio profundamente afectado por las vistas y los olores renovados de su tierra natal.
Se alegró por él. Se preguntó incluso si lo mejor para Justin hubiera sido quedarse para siempre en Irlanda.
—El padre de Colleen Galaher murió hace un año más o menos. Un hombre serio, un típico Fin McCool —comentó el padre Rosetti mientras caminaban hacia el cottage—. Su madre ha sufrido un ataque. Y está obligada a guardar cama casi todos los días… Por añadidura, los médicos de esta comarca no son un modelo de sabiduría. Así pues, la chica afronta una situación difícil. Muy diferente, mucho, de la que soporta la Beavier.
Cuando atravesaron la cancela de la cerca de piedra que rodeaba el cottage, se abrió repentinamente la puerta.
Vieron a una monja, una mujer de aspecto severo cuyos hábitos negros ondearon con la suave brisa irlandesa.
—¡Padre Rosetti, ha vuelto para visitarnos! —exclamó la monja con tono amistoso.
Agitó una mano y sonrió alegre al sacerdote del Vaticano.
—Hermana Katherine Dominica… Éste es el padre Justin O’Carroll. El padre O’Carroll es nativo de County Cork. Y aquí tiene a la hermana Anne Elizabeth Feeney.
La monja irlandesa inclinó la cabeza a los dos visitantes americanos. Unos mechones parduscos aparecieron bajo su rígida toca blanca.
—Hola, hola… —musitó mientras los empujaba hacia dentro.
Cuando se detuvieron en el interior, una muchacha de pelo negro vistiendo un largo blusón blanco se levantó de un taburete colocado junto al fuego.
—¡Hola, padre Rosetti! —exclamó con evidente placer y sorpresa.
—¡Ah, aquí está Colleen! —El padre Rosetti sonrió, y su sonrisa fue como el sol cuando asoma entre los más tenebrosos nubarrones—. La chica más bonita del Eire.
Tal como pudieron ver Anne y Justin, Colleen Galaher estaba embarazada de ocho meses y medio. El abultamiento convexo de su estómago parecía un horrible error…, no sólo inconciliable con las leyes biológicas, sino también con las físicas.
A semejanza de Kathleen Beavier, la pequeña parecía increíblemente joven e inocente. Tenía ojos enormes de un verde pálido, aspecto saludable, mejillas sonrosadas, un cuello largo y delicado como el tallo de una bonita flor.
Era una niña demasiado pequeña y delicada… para estar encinta.
Catorce años, se dijo Anne sin poder evitarlo, exactamente la edad de María de Nazaret cuando nació Jesús.
—¿Le apetece a alguien un poco de té? —preguntó la chica irlandesa con voz dulce y tímida—. ¿Y unas galletitas saladas hechas en casa para reponerse de su largo viaje?
En un pequeño rincón de su mente, Anne creyó estar traicionando a la pobre Kathleen. Le gustó mucho la chica irlandesa. ¿Por qué, en nombre de Dios, tenía que haber dos vírgenes? Anne se lo preguntó ahora más que nunca.
Después del té, el padre Justin O’Carroll deambuló más allá del pálido henar que rodeaba el cottage Galaher. Sin darse cuenta, hundió los puños en los profundos bolsillos de sus pantalones de lana.
Un viento recio levantó polvo en los campos cubiertos con carrizos y flores silvestres de un rojo oscuro. El viento alborotó el pelo de Justin. Le hizo parecer un joven marinero del llano.
Súbitamente se sintió abrumado por las dudas y emociones acumuladas… Una cosa era estar a tres mil kilómetros de Boston con el Atlántico por en medio, y otra volver a casa para contrastar la dirección y las intenciones de su vocación y su vida.
Ahora pudo imaginarse el piadoso desdén de sus superiores en Dublín, la decepción lícita de sus amigos y patrocinadores en la Orden. Todavía sería más serio, reflexionó Justin, el daño causado a su familia allá en Cork, con su abandono de la Orden del Espíritu Santo. No habría forma de hacer comprender a sus padres, a sus hermanos y hermanas, lo que habían significado los dos últimos años en Boston. Ningún sacerdote con su limitada experiencia abordaría abiertamente a una mujer, y menos todavía a una sor.
«Sin embargo, sin embargo…», pensó Justin.
Él sentía que Anne jamás le había inspirado tanto amor y respeto. ¡La contradicción era enloquecedora! La culpabilidad, un horror físico, tangible. La traición a sus deberes y votos sagrados, a los sueños y esperanzas previstos para él, una pesadilla permanente.
Dios mío, siento de corazón… haberte ofendido. Y ofender a quienes han depositado su entera confianza en mí. Y ofenderme a mí mismo, creo yo…
Se alzó el cuello negro para protegerse de la fría humedad. Todo su cuerpo sintió el ardor del miedo y la vergüenza. Se estremeció sin darse cuenta.
Maldita sea, él no quería hacer daño a nadie en la Orden del Espíritu Santo. Justin pensó que haría cualquier cosa para no dañar a esos hombres dignos y santos. Tampoco quería ser un ejemplo profano para otros sacerdotes jóvenes.
Sobre todo, Justin no quería perjudicar a su familia. No quería verla calumniada y envilecida tal como se insultaba cruelmente a la joven Colleen Galaher, aquí en Maam Cross.
Por primera vez al cabo de un año, Justin pensó que le sería posible apartarse de Anne. El no vio otra solución para su problema. Ni otra respuesta por el momento.
El alto sacerdote de cabello oscuro dio media vuelta y se encaminó hacia el pequeño cottage de un blanco descolorido.
—Señor, ¿por qué me has traído aquí? —demandó quietamente el joven sacerdote bajo el viento aullador—. ¿Por qué me has hecho volver a casa?
Cuando Colleen hubo servido té y galletas a todo el mundo, salió a dar un paseo con el padre Rosetti descendiendo por el sendero pardusco que serpenteaba detrás del cottage Galaher. Era un arroyo fangoso más bien que un camino carretero propiamente dicho, una veta sombría y escabrosa abierta en un campo asombrosamente verde.
Por fin llegaron al bucólico Liffey Glade. Una vez dentro del siempre verde santuario, Colleen reveló al padre Rosetti lo que le había sucedido en la noche del veintitrés de enero. El secreto de la joven tuvo una relación trascendental con el mensaje de Fátima. Por primera vez Eduardo Rosetti pensó que ya era hora de esclarecer algunas verdades sobre las dos jóvenes vírgenes.
JAIME JORDAN
Jaime Jordan III, Chris Grimwood y Peter Schweitzer eran un ejemplo clásico, textual, de que el macho vinculado con América no había cambiado durante los últimos treinta años.
Los tres jóvenes habían hecho gran amistad hasta ser camaradas inseparables desde sus días de primera enseñanza en Newport. Ellos habían frecuentado el «Neely’s Long Bar» en Portsmouth desde el verano de su segunde curso de bachillerato cuando trabajaban como pintores en la atarazana de Mr. Grimwood.
El «Long Bar» caracterizaba un tipo especial de vagón bar existente en casi todas las pequeñas ciudades americanas: se le llamaba el «bar de los chiquitos» y allí sólo se comprobaba la edad de los visitantes cuando llegaba ocasionalmente un coche patrulla. Por lo general, este bar reservaba un rincón especial a los «estudiantillos», como denominaba afectuosamente Tom Neely a sus clientes más jóvenes.
Ante Chris Grimwood y Peter Schweitzer había tres jarras espumosas de cerveza «Narragansett». En el televisor de color frente a la barra, los Rangers, de camiseta azul y roja, estaban pulverizando al equipo favorito local, los Boston Bruins. Detrás de la barra, el imparcial Tom Neely estaba escuchando cortésmente la trillada charla de chistes étnicos y comentarios exorbitantes que eran, si acaso, divagaciones egocéntricas pero no diversión.
—No me gusta lo que le está sucediendo a nuestro muchacho —dijo Chrissie Grimwood, mientras Jaime hacía una rápida escapada al urinario—. Se muestra demasiado despacioso. Está soslayando los placajes como si éstos fueran vitaminas «Flinststone». Ya sabes, él suele acudir a Neely para tomar almuerzos líquidos; incluso en días de colegio. Me lo ha contado el viejo Tom. El mismo Neely está inquieto.
Peter Schweitzer se estiró pensativo los mechones de su reciente barba pelirroja.
—¡Eh, aguarda un minuto! ¿Cómo te sentirías tú si fueras el presunto padre de ya sabes quién?
—Oye, Peter, estoy hablando en serio. Él está sufriendo unas neuralgias formidables. Realmente, Jaime me preocupa. No estoy bromeando.
Repentinamente, Peter Schweitzer agarró su jarra de cerveza.
—Viene hacia acá —susurró sobre su poblada barbilla.
Jaime Jordan se abrió paso, con expresión dolorida, entre los grupos que abarrotaban la barra. Se pasó una mano por la rizada melena rubia.
—Eh, muchachos, no interrumpáis vuestras murmuraciones porque yo esté de vuelta. ¿Eres capaz de hablar sobre mí en mis propias narices, Chrissie? ¿Y tú, Schweitzer?
Chris Grimwood levantó las oscuras pupilas al techo.
—¡Paranoia! ¿Le das crédito, Schweitzer?
El rostro de Jaime Jordan se tornó de un rojo vivo.
—Escucha, Schweitzer, ¿estabais hablando de mí o no? Si no lo estabais, pagaré la próxima ronda.
—¿Tragos fuertes o cerveza? —inquirió Peter Schweitzer, intentando quitar leña al fuego.
—Eh, Jaime, estás hablando a Chris y Peter, ¿no te das cuenta?
—Ya. Yo os hice una simple pregunta a los dos.
—Da la casualidad de que estábamos intentando ayudarte —dijo por fin Chris Grimwood.
Fue entonces cuando Jaime Jordan asestó un puñetazo en el pecho a su amigo. El muchacho moreno se deslizó de su silla con un movimiento de cámara lenta y quedó tendido tranquilamente sobre el arrugado linóleo.
Tom Neely asió un viejo bastón de madera dura y lo enarboló sobre su mostrador.
—¡Eh, matones, suspended la gresca u os levantaré la tapa de los sesos a todos vosotros!
La clientela de «Neely’s» enmudeció. Los viejos trabajadores miraron coléricos hacia el rincón de los estudiantillos. Una parte del pacto tácito convenido en el bar era que los jóvenes cuidaran sus modales.
Jaime Jordan dio media vuelta rápida y se precipitó hacia la entrada, empujando a varios parroquianos entumecidos, quienes optaron por murmurar protestas entre ellos en vez de enfrentarse con el alto y atlético joven.
Fuera, al sentir la brisa marina azotándole el rostro, Jaime Jordan pensó en volver atrás y limpiar los suelos con Schweitzer y Grimwood.
—¡Ah, qué diablos! —se dijo finalmente dándose un fuerte puñetazo en la palma de la mano—. Kathleen Beavier es a quien se debiera vapulear.
Mientras caminaba hacia su coche, Jaime recordó cómo había tenido que suplicar prácticamente de rodillas una cita con ella. Él había ido lo menos cuatro tardes a Salve Regina para encontrar a las colegialas católicas cuando salían de clase. Se había puesto incluso su mejor suéter Shetland y unos «Levys» bien planchados. Kathleen Beavier tenía un algo especial, era preciso reconocerlo. Jaime la había deseado más que a ninguna otra chica en su vida. Y además, no tan sólo por el sexo. Él había querido estar con ella, encontrarse siempre alrededor de Kathleen.
Jaime puso en marcha el motor de su «78-MG». Encendió la radio y poniéndola a todo volumen, arrancó con su impecable deportivo rojo del aparcamiento «Neely’s».
Mientras aceleraba por la empinada colina empedrada detrás de «Neely’s», Jaime Jordan empezó a cavilar sobre la noche del veintitrés de enero. La noche que él fuera con Kathleen al baile de primavera de Salve Regina.
Aunque los padres de Jaime fueran también gente adinerada, él se había sentido intimidado cuando se dirigió a la mansión Beavier aquella noche de la primavera anterior.
Le recibió un negro viejo con ensortijado cabello blanco. El anciano le preguntó si era Mr. Jordan, la pareja de Miss Kathleen para el baile. Jaime asintió, y entonces se le condujo a un hermoso salón repleto de muy diversas antigüedades.
Kathleen apareció en la puerta del salón pocos minutos después. No media hora más tarde, como solían hacer tantas y tantas muchachas, deseosas de hacerte perder la paciencia.
En verdad, la presencia de Kathleen dejó sin aliento a Jaime Jordan.
Llevaba un vistoso traje blanco en lugar de esos pomposos vestidos que daban un aspecto ridículo a las chicas en los bailes nocturnos de gala. Su larga melena rubia estaba peinada con hermosa sencillez. Una tiara argentada le sujetaba los bucles. Verdaderamente, semejaba una reina o algo parecido. Así lo pensó Jaime.
El baile en Salve Regina fue casi tan malo como se lo había imaginado. La orquesta, un cuarteto de profesores ya maduros y rígidos, interpretó todo el repertorio del «Newport Club» y los tes de debutantes. Para mayor escarnio había una anticuada galería de madera rodeando el gimnasio a un piso de altura sobre la pista. Allá arriba, corrillos de monjas carmelitas presenciaron el baile desde principio a fin. Se mostraron propensas a la risa y a marcar el compás con los pies en los momentos más inoportunos.
Según se suponía, habría un fantástico guateque después del baile, pues en las invitaciones impresas se leía: «Venid a una fantástica velada en el local de Elaine Scaparella». Sin embargo, cuando los dos estaban fuera, en el aparcamiento, Jaime insistió sobre un paseo hasta Second Beach y Sachuest Point hasta convencerla.
Sachuest Point.
Allí fue donde comenzarían las complicaciones. Todo parecía demencial, incomprensible…, la historia del nacimiento virginal.
Cuando una vez pasada Second Beach, Jaime Jordan prosiguió marchando en la noche del 6 de octubre, las luces delanteras de su «MG» semejaron espadas destellantes acuchillando la densa e inquietante niebla.
Por último Jaime regresó a Sachuest Point… el lugar adonde llevara a Kathleen Beavier hacía casi nueve meses.
Lo extraño fue… que Jaime no supo explicarse el porqué de ese regreso.
Cuando hacía girar el coche deportivo por una ligera curva «S», el apuesto joven rubio notó que le llegaba una de sus habituales jaquecas. ¡Ah, Jesucristo, no ahora!, exclamó para sí. No se sintió dispuesto a dar por terminada la noche. Ni mucho menos.
Jaime echó un vistazo al salpicadero de madera pulimentada. El reloj fosforescente del «MG» marcaba las nueve y cincuenta y cuatro minutos. Jaime miró fijamente el segundero, le vio dar un latido, después otro. Su cabeza pareció a punto de estallar. El ataque neurálgico semejó un resonamiento y violento derechazo en la coronilla; le ensordeció y dolió simultáneamente.
El Memorial Boulevard se fue estrechando hasta ser una línea negra y rectilínea de dos carriles conforme se acercaba a Sachuest Point. Allí había un pequeño refugio para la fauna. Bandadas de gaviotas y algunos robustos alcatraces. En primavera y otoño acudían numerosos pescadores para echar sus anzuelos a los azulejos y caballas. Y los estudiantes locales de bachillerato celebraban allí sus citas o simplemente aparcaban para ver cómo zarpaban los submarinos de Portsmouth.
En el espejo retrovisor, Jaime vio alejarse las luces del sector sudeste de Newport. Todas las relucientes mansiones junto a la costa…, semejando casi un gran ejército acampando en la falda del cerro.
«¡Yo quiero ser como todo el mundo!» —cantó a toda voz Billy Joel en la radio—. ¡Ah! ¿Por qué no puedo ser como todo el mundo?
El día después del baile de Salve Regina —rememoró Jaime— él había contado a Peter, Chris y otros cuantos amigos que había hecho el amor a Kathleen.
—He roto un himen del Salve Regina —había dicho jactancioso.
Poco después, Chris Grimwood se lo había transmitido a su amiga, quien por cierto iba también con Kathleen al Salve Regina…
Por último, Jaime había visto a Kathleen tres o cuatro días después del baile. Según pudo recordar, ella tenía un aspecto increíblemente melancólico. Cuando él se le acercó, Kathleen había dicho que no le hablaría nunca más… ¡nunca… hasta el día de su muerte!
Pero él necesitaba hablar con Kathleen. Así se lo había propuesto. Y cuanto antes. Esta misma noche.
Jaime alzó una mano y se apretó la cabeza.
El dolor fue tan intenso que le provocó náuseas. Notó como si unos dedos glaciales aferraran su espina dorsal. Y eso empeoró por momentos.
Por fin, Jaime Jordan levantó la otra mano y se la llevó al cráneo, intentando detener aquel dolor increíblemente penetrante.
—Os lo ruego, Señor, me arrepiento de haber obrado así —murmuró el adolescente—. ¡Os lo ruego, Señor, os lo ruego, Señor!
El «MG» rojo se desvió ligeramente hacia la izquierda cruzando apenas la doble línea blanca.
Las manos de Jaime descendieron veloces al volante.
El coche deportivo pasó rozando a una rubia, en cuyo techo se agitaba una caña de pescar.
Las luces delanteras de un amarillo cromo cegaron momentáneamente a Jaime.
El sonido de un claxon colérico dejó su eco en la bruma cada vez más densa.
—¡Diablo! Demasiado cerca —exclamó Jaime con voz algo pastosa por las cervezas trasegadas en «Neely’s».
Sin embargo, el «MG» siguió patinando por la resbaladiza calzada negra.
Luego, las ruedas delanteras del pequeño coche perdieron todo contacto con el suelo. El «MG» salió disparado con el impulso de la fuerza centrífuga.
Los faros captaron bordes ásperos de roca musgosa, olas oscuras estrellándose contra ellas, partículas de polvo e insectos en el aire.
Jaime Jordan, dieciocho años, lanzó un alarido superando con mucho a la estruendosa música de la radio.
Verdaderamente, él no sintió ya la colisión frontal con aquella muralla marina.
Ni la violenta explosión cuando el «MG» ardió en llamas iluminando la tenebrosa noche de Sachuest Point.
KATHLEEN
El reloj digital de Kathleen Beavier sobre la mesilla de noche anunció silencioso que eran las 11:24:05 h., las 11:24:06…, las 11:24:07… La marcha inexorable del tiempo registrada fielmente en las cifras rojas de aspecto más importante.
La mano de Kathleen surgió con lentitud de las cálidas sábanas que se habían deslizado hasta la boca del estómago. Se estiró hacia el chillón teléfono.
—¿Uuuuh…, dígame?
Kathleen oyó la inconfundible aunque distante voz de su amiga Jeanette Stewart.
—¡Ah, Kathleen, cuánto siento llamarte tan tarde! Insistí para que me comunicaran contigo.
—Jeanette… ¿Qué ocurre, Jeanette?
—¡Ah, Kathy…, Jaime Jordan se ha estrellado con su coche! Lo acabo de oír por la WPRO. —Inopinadamente Jeanette Stewart rompió en sollozos—. ¡Ah, Kathy… está muerto!
Medio aturdida, llorando, Kathleen se puso a trompicones una camisa de franela, jeans y sólidas botas.
La joven sintió mareos, náuseas.
Se tocó la mejilla y su mano le pareció una piedra fría, inánime.
—Por favor, Madre dulcísima, ayúdame ahora…, por favor.
Un cáliz de luz dorada resplandeció en el extremo final de la escalera conducente al vestíbulo. Kathleen descendió hacia la invitadora luz; la casa crujió cual una vieja nave bajo sus pies. Kathleen se sorprendió al ver todavía en pie a Mrs. Walsh.
Atravesó una pequeña antesala débilmente iluminada que conducía al dormitorio de su padre.
Charles Beavier estaba sentado en un sillón de cuero rojo y respaldo alto; tenía un montón de documentos sobre las rodillas.
Estaba dormitando, vistiendo todavía la camisa blanca y los pantalones que había llevado aquella mañana a Boston. Pobre papá, pensó Kathleen, no descansa nunca de sus negocios.
Cuando Kathleen entraba en el aposento, Charles Beavier abrió los ojos. Una expresión de inquietud alteró su rostro al verla.
—Papá —dijo Kathleen—, ha habido un accidente. —Sintió que las lágrimas rodaban por sus mejillas—. El chico que me llevó a bailar la primavera pasada. Jaime Jordan. Sufrió un accidente de automóvil. Necesito ir allí, tengo la horrible sensación de que me corresponde cierta responsabilidad. ¿Querrás llevarme allá, papá?
Durante un momento, Charles Beavier miró fijamente a su hija percibiendo el trauma y la resolución en sus facciones.
—¿Estás segura de que debes ir, Kathy?
Kathleen asintió con la cabeza. Tenía una mirada tan arable, tan bondadosa… Hacía varias semanas Charles Beavier había visitado secretamente algunas iglesias de Boston; se había sentado en las naves para contemplar las imágenes de la Santísima Virgen María… ¿Por qué esos ojos parecían ser siempre idénticos? ¿Por qué tenía Kathleen la misma expresión triste y misericordiosa? Casi como una réplica exacta de las imágenes.
—Bien, si necesitas ir allí, te llevaré.
Para eludir a los curiosos, arracimados usualmente ante la entrada principal, Charles Beavier condujo el «Lincoln» por la carretera de gravilla que corría paralela a la bahía y luego se desvió de los zarzales playeros alejándose medio kilómetro por el sur de la mansión.
Ambos percibieron al instante que la Ocean Avenue tenía ya su resbaladiza capa invernal. La carretera costera semejaba una cinta serpenteante de brillante cristal negro.
—Esta noche habrá aquí más de un accidente —comentó Charles Beavier con tono bajo y flemático.
Sin embargo, aferró el volante con ambas manos y no apartó los ojos de la raya central.
—¿Cómo te encuentras, amor?
—Estupendamente —susurró Kathleen tras el cuello de su parka—. Estoy bien.
No obstante, se abrazó a sí misma y al niño por nacer.
—¡Oh, papá! —exclamó de repente en el veloz coche—. Me siento tan mal, papá. No quiero que ocurra nada más. No quiero tener el bebé. Deten esto, por favor.
Su padre desvió el «Lincoln» hacia un fangoso montículo fuera de la calzada costera. Luego se corrió por el asiento de cuero y estrechó a la hija contra su abrigo. Durante un rato mantuvo a Kathleen junto a su anhelante pecho mientras recordaba aquella extraña noche del veintitrés de enero…, el estado en que la encontró…, la expresión de sus ojos.
Llegaron a Sachuest Point un poco después de las once y media. La pelada ladera que marcaba el comienzo de la reserva para animales salvajes, estaba iluminada indirectamente por los faros de una larga procesión automovilística proveniente de la ciudad.
Vehículos policiales de Newport y Portsmouth se hallaban aparcados sin orden ni concierto por toda la colina.
Dos autobombas rojas y relucientes estaban estacionadas equilibradamente sobre el escarpado borde que daba al escenario del accidente.
—Tengo que bajar ahí —dijo Kathleen a su padre—. Éste es el lugar exacto donde sucedió. Aquí comenzó todo en enero.
Desde el océano llegaba un viento húmedo y helador. Las olas se estrellaban atronadoras contra las rocas algo más allá del arcén, y, sin embargo, unas y otras eran invisibles porque toda el área estaba cubierta por una neblina entre gris y azulada.
Cien personas por lo menos habían abandonado sus coches y merodeaban cerca del escenario para ver mejor lo ocurrido e intentando averiguar qué significaba este último giro en la historia de Kathleen Beavier.
Cuando Kathleen y su padre se aproximaron al destrozado automóvil, el jefe de Policía de Newport reconoció primero a Beavier y luego a su hija. El capitán Walker Depew meneó desolado la cabeza; se quitó la gorra de visera negra y, mostrando evidente nerviosismo, se golpeó la pierna con ella.
—No creo que esto sea una buena idea. Ninguno de ustedes dos puede hacer nada aquí, Sir. Nada de nada, créame. El muchacho está muerto…, según suponemos, iba conduciendo con cierta intoxicación alcohólica, Mr. Beavier.
Kathleen no pareció escuchar al aturdido y abochornado jefe de Policía. Reanudó su marcha con lentitud encaminándose hacia el «MG» rojo cuyo radiador estaba empotrado en las rocas, como un aeroplano de madera que hubiese capotado.
Cuando algunos de los hombres y mujeres percibieron quién estaba allí —Kathleen la virgen— se elevó un murmullo que fue extendiéndose hacia atrás entre el resplandor blanco de los faros y las faces entre luz y sombra.
Una voz femenina surgió de la niebla y la llovizna.
—¡Santa María, llena eres de Gracia…!
Kathleen caminó hacia el crudo resplandor azul que emitían dos lámparas de emergencia colocadas por la Policía junto al coche siniestrado.
—No siga adelante, señorita.
Un policía de Newport, cuyo rostro le era familiar, un joven agente vistiendo cazadora de cuero negro, extendió su voluminoso brazo para cerrar el paso a la joven.
Kathleen quedó a treinta pasos escasos de Jaime Jordan. Desde donde estaba pudo ver un mechón de su pelo rubio. Asimismo, observó que se había cubierto el motor del «MG» con una capa espumosa como medida precautoria contra otra explosión.
Kathleen contempló absorta la arrugada camilla amarillenta donde descansaba el cuerpo de Jaime Jordan. Sobre el saco del cadáver se había impreso en negro la contraseña 403-R.
¡Era tan triste e irreal que él estuviese muerto a los dieciocho años de edad!
Por último, Kathleen se postró en el duro y frío suelo. Se sintió totalmente ajena a la gente…, incluso al agente plantado ante ella.
Kathleen empezó a orar por Jaime Jordan. Declamó con unción una plegaria personal…, algo entre ella y su Dios exclusivamente.
Y cuando Kathleen Beavier se arrodillaba en Sachuest Point, apareció súbitamente en el firmamento nocturno una luz dorada y vertiginosa.
Aquella luz sorprendente se inmovilizó parpadeante sobre el humeante automóvil.
Una voz sorprendente se alzó de la multitud.
—¡Es un milagro! Repito que es un milagro. ¡Lo estoy viendo con mis propios ojos!
—¡Ah, Dios mío, yo también!
—Sí. Yo lo veo.
Las gentes aglomeradas en la línea costera comenzaron a murmurar entre sí mientras señalaban el cielo; luego, se fueron acercando a la joven Kathleen Beavier, quien continuaba arrodillada orando en silencio.
Entretanto, la titilante luz se les aproximó cada vez más a través del denso banco de niebla.
Las voces del gentío se hicieron más sonoras, más frenéticas.
—¡Dios Todopoderoso, lo estoy viendo!
La luz se dirigió directamente a Kathleen Beavier mientras un centenar largo de testigos presenciaban la increíble escena.
Aquella luz pareció disgregarse para formar aureolas doradas, casi fulgurantes halos. Envueltos por esos halos se dejaron ver minúsculos rayos de un rojo candente.
Kathleen sintió un cálido destello de esperanza en lo más hondo de su ser.
Empezó a orar en voz alta, clara, melodiosa. La hipnotizada audiencia de turistas y bomberos, policías y pescadores, se unió a su plegaria.
Fue como la escena de Fátima que tuviera lugar setenta años antes en las colinas del Portugal central. Pero esto estaba ocurriendo en América.
Cada espectador en la línea costera aguardó expectante y conturbado a que la luminosa aureola se situara sobre Kathleen.
Esperó a que la Señora hiciera acto de presencia.
Policías, ciudadanos y bomberos…, todos esperaron la oportunidad de creer.
EL MILAGRO
Con sus alas plateadas afrontando la dureza del viento de Boston Bay, con sus luces de situación intensamente coloreadas para conjurar alguno de los terribles accidentes aéreos, el «Concorde» —vuelo 442— pareció doblarse como si fuera a tomar asiento en el lluvioso alquitranado del aeropuerto Logan.
Unos momentos después, mientras caminaban por la nueva y deslumbrante terminal internacional, Anne y Justin guardaron un extraño silencio, pues ambos seguían revisando y valorando su largo día en Irlanda con Colleen Galaher.
Al igual que Kathleen Beavier, Colleen parecía ser una adolescente normal, sobremanera agradable y, como era comprensible, muy confusa.
Los informes médicos del Trinity Hospital en Cork confirmaban que Colleen seguía intacta… y que tendría su bebé alrededor del trece de octubre…, fiesta de Nuestra Señora de Fátima.
Respecto a la chica, había mostrado dulzura y encanto, candidez e inocencia… y sobre todo modestia en relación con sus milagrosas posibilidades. Colleen había hablado mayormente de su existencia campesina y acerca del sencillo estilo de vida en la aldea irlandesa donde habitaba e iba al colegio. En ese aspecto, por lo menos, se parecía mucho más a María de Nazaret que Kathleen.
Hacia las 1:30 horas la terminal internacional de Logan mostraba todavía una actividad intensa, repleta de pasajeros cansinos de ojos enrojecidos cuyo único objetivo era escapar de aquel desagradable tumulto. Los porteadores cargaban con movimientos maquinales los equipajes en carretillas de color sórdido. Los aduaneros registraban sin interés maletas y otros recipientes de aspecto sospechoso.
—Escuche, padre, estaba pensando en algo —dijo Anne cuando ella y el padre Rosetti esperaban la aparición de su maleta negra sobre la cinta sin fin.
—Durante los dos siglos anteriores al nacimiento de Cristo —prosiguió Anne—, ¿no es cierto que algunas familias pretendían tener hijas cuyo alumbramiento era virginal? ¿Que sus bebés eran Emmanuel…? ¿Que intentaban dar veracidad a la antigua profecía de Isaías?
—Me olvidé, hermana —repuso el sacerdote vaticanista—, de que usted es nuestra experta en Mariología.
Anne negó con la cabeza.
—Verdaderamente yo no me he especializado en María. Aunque el tema me haya interesado siempre profundamente.
El padre Eduardo Rosetti asintió cortés pero ausente. La bamboleante correa atraía toda su atención.
Tras las cristaleras de la terminal se dejó oír el rumoroso viento de Nueva Inglaterra formando remolinos, barriendo la vasta superficie cementada del aparcamiento.
Por fin se presentó el coche de Beavier. El largo coche negro se deslizó hasta la puerta central y los tres religiosos subieron presurosos dejando atrás el frío y la humedad.
Mientras marchaban hacia Rhode Island dentro del caldeado y silencioso coche, Anne empezó a relajarse lentamente después de la larga y fatigosa jornada. Su mente revivió escenas completas de aquella tarde lluviosa en Maam Cross, los largos diálogos con ella…
Algo me ha sucedido allá, mirando absorta a la oscuridad exterior. Algo ajeno a la extraña y pasmosa reunión con la joven Colleen Galaher.
Por alguna razón desconocida Anne se sintió muy diferente. Tal vez su tesitura emocional fuera el resultado de la persistente presión. O quizá resultara del absoluto cansancio.
También pudiera haber contribuido el verse fuera de la sombra archidiocesana. Durante todo el viaje había notado una extraña pero agradable independencia…
Cuando el automóvil aumentaba la velocidad, Anne pensó en sus intentos para evadir su problema con Justin. Eso era lo que significaba su súbito traslado a Saint Anthony’s en New Hampshire. No lo había hecho para proteger a Justin o a los Padres del Espíritu Santo. Ella había huido impulsada por un pánico petrificante… «Ahora —pensó Anne—, no puedo huir otra vez. Cualquier cosa que ocurra entre Justin y yo…».
Repentinamente, Justin, sentado en el asiento delantero, se inclinó hacia adelante y torció la cabeza de un modo extraño.
—Escuchen —dijo al padre Rosetti y a Anne—. ¡Escuchen la radio!
Pidió al conductor que subiera el volumen.
«Jaime Jordan, de dieciocho años, de Newport, resultó mortalmente herido al estrellarse su coche deportivo. El joven de Newport estaba ya muerto cuando la Policía y los residentes llegaron al escenario en la playa».
—Es el chico que fue con Kathleen al baile del Salve Regina —musitó Anne.
Creyó estar viendo ante sí el rostro juvenil de Jaime Jordan, el pelo rubio, la jactancia del adolescente.
«Sin embargo, aquello no representó ni mucho menos el fin de la dramática noche en Newport. La noticia corrió por los hoteles costeros y muchos campamentos de excursionistas, montados para lo que se ha dado en llamar “Vigilancia de la virgen”. Peregrinos y residentes locales se encaminaron presurosos hacia el brumoso escenario del fatal accidente.
»Luego, hubo una extraña derivación cuando la joven Kathleen Beavier apareció en escena. La adolescente se aproximó a los restos del automóvil todavía humeantes donde yacía muerto uno de sus antiguos amigos. Al arrodillarse para rezar, surgió sobre la multitud una luz resplandeciente. Muchas de las personas reunidas en la línea costera empezaron a clamar: “¡Milagro…! ¡Es un milagro!”. Aquella luz pasmosa pareció adoptar la forma de un halo, según los testigos visuales. Se acercó cada vez más, directamente hacia Kathleen Beavier, la virgen. El gran milagro de Fátima acudió a las mentes de muchos.
»Alan Kerr, corresponsal de la emisora WNPO, en Newport, informó directamente desde la carretera Second Beach».
Fuertes interferencias estáticas precedieron al informe de Kerr.
Por fin, se dejó oír la voz nerviosa de un hombre joven con el inconfundible estilo recatado de los reportajes radiofónicos locales.
«Todos nosotros vimos cómo se arrodillaba Kathleen Beavier en el escenario del trágico y dramático accidente de Jaime Jordan.
»La joven se hallaba a doce metros más o menos de los retorcidos escombros y del cuerpo de Jordan. Toda la zona de Sachuest Park estaba cubierta por una especie de niebla funeraria que acrecentaba el aspecto pavoroso de la escena.
»Algunas gentes empezaron a rezar en voz alta con Kathleen Beavier.
»Uno no pudo por menos que evocar la gloria y el poder de la antigua Iglesia.
»Fue algo digno de oír y ver.
»Aquella increíble luz dorada se acercó cada vez más en dirección a la chica Beavier. Algunas personas se dejaron llevar por el histerismo. Oraciones y jaculatorias surgieron resonantes de la neblinosa ladera.
»De pronto, todos percibimos la explicación…, vimos el origen de nuestro asombroso milagro.
»En realidad, la luz procedía de una embarcación que navegaba próxima a la costa. El guardacostas Castle Hill, unidad No. 41 del destacamento naval para vigilancia y salvamento, había sido atraído hacia la playa por el alboroto y las luces de faros. Su casco, envuelto por la niebla, no había sido descubierto hasta llegar a una distancia mínima. La luminosidad que habíamos visto provenía de los dos reflectores rotatorios a estribor del 41.
»Así pues, esta noche no hubo milagro en Sachuest Point. Muchas personas empiezan a dudar sobre la posibilidad de un milagro futuro…, particularmente aquellas que soportaron conmigo el frío mordiente y la decepción en esta noche de Sachuest Point. Les ha hablado Alan Kerr junto a Second Beach de Newport».
—María, Madre nuestra —bisbiseó la hermana Anne Feeney mientras el automóvil aumentaba de velocidad a través de la penumbra matutina—. Por favor, ayuda a Kathleen Beavier y Colleen Galaher… Por favor, ayúdanos a nosotros ahora mismo en nuestros momentos de mayor necesidad.