COLLEEN
Un millar de cuervos nubló el horizonte agitando sus negras alas, llamándose unos a otros con voces rasposas de amanecer.
Fuera de la desvencijada granja Galaher, la temperatura había descendido sus buenos siete grados con respecto al día anterior. El olor de los fustigantes inviernos irlandeses estaba ya en el aire. Así lo pensaba Colleen mientras conducía el caballo hacia la pálida luz verde del alba. La tierra que había sido blanda y muelle apenas la semana pasada, ahora estaba parcialmente congelada. Una escarcha resbaladiza se adhería a la hierba y los cascos de Cray Lady hacían un sonido crujiente al pisar el rígido césped.
—Bueno, esto va a ser una cabalgada corta y deliciosa —susurró Colleen al caballo de su madre—. Sólo un pequeño empujón para animar tu estructura, querida. Por cierto, estás muy bonita esta mañana.
Tal vez fuera el helor mordiente lo que espabilara a la vieja yegua, como percibió Colleen. Sus orejas se enderezaron, Lady respingó una vez y otra, resopló como una locomotora expulsando una humareda blanquecina.
Colleen contuvo cariñosamente a Gray Lady hasta dejarla emprender un trote ligero. Luego, la diminuta muchacha de cabello negro se amoldó al movimiento progresivo del caballo. Una sensación exquisita de libertad se extendió por todo el cuerpo de Colleen. Un placer indescriptible sin comparación con cualquier otro que conociera la joven campesina.
Por fin Colleen dio rienda suelta al caballo, le dejó seguir su propio instinto: correr.
Adelantando la cabeza, con la tupida cola absolutamente horizontal, Gray Lady empezó a galopar estruendosamente por los pastizales entre verdosos y parduscos. Hubo un momento en que las cuatro patas de la yegua se elevaron al mismo tiempo del suelo.
Colleen empezó a resoplar expulsando tanto vapor como la mitad de lo que hacía su cabalgadura. Se esforzó mucho y comenzó a sudar. Por fin notó alivio. Se sintió momentáneamente libre de toda preocupación e inquietud acerca del diminuto bebé por venir.
Tras la excitante carrera, Colleen desmontó para dejar respirar a Gray Lady. Mientras caminaba con Lady cuesta abajo hacia Liffey Glade, Colleen revisó sin poder evitarlo y con cierto consuelo mucho de lo ocurrido durante los últimos meses. El primer trauma terrible del embarazo… Las espantosas reacciones del pueblo en Maam Cross… Y luego el extraño visitante procedente nada menos que de Roma, el padre Rosetti, quien le prometiera regresar para ayudarla.
De pronto Colleen captó un movimiento súbito y furtivo en la cañada. Entonces los vio.
Michael Sheedy, Johno, Liam McInnie y Fintón Cleary.
La joven desfalleció. Dejó escapar un gemido casi inaudible. Las lágrimas asomaron a sus ojos verdes.
—¡Buenos días, Colleen! —gritó Michael—. El tiempo se ha vuelto frío, ¿eh?
Sin decir ni una palabra a los chicos, la horrorizada joven subió otra vez a su caballo, toda temblorosa. ¡Estaba tan aislada y solitaria esa cañada! ¡Los muchachos la esperaban! ¡Sin duda la habían estado esperando! ¿Por qué?
—No intentes huir de mí. ¡No te atrevas, Colleen! Te lo advertiré una sola vez —chilló Michael.
Colleen procuró sopesar las aterradoras posibilidades, las posibles consecuencias si actuase de una forma u otra. Michael Sheedy se proponía hacerle daño. Eso era seguro.
Por último Colleen dio una orden enérgica. Lady comenzó a moverse.
Repentinamente, el viejo caballo se levantó de manos. Los remos de Gray Lady se elevaron a una altura sorprendente.
Michael Sheedy había golpeado al animal con una piedra afilada.
—¡Ah, no! ¡Por favor!
Johno Sullivan y Liam McInnie lanzaron pedruscos. El de Johno dio a Lady en la caña dejando oír un fuerte crujido, el de Liam le golpeó los cuartos traseros.
—¡Te lo advertí, ramera!
—¡Puta! ¡Zapatilla de aldea!
Entretanto, Colleen gritó para hacerse oír sobre el aullante viento.
—¡Calma, Lady! ¡Lady!
El caballo, aterrorizado, hizo otra corveta y luego salió de estampía, a galope tendido entre los densos arbustos de la oscura cañada.
Cercas de piedra y pinos enanos pasaron raudos a ambos lados de Colleen. Gray Lady huyó torciendo a derecha e izquierda a través de los matorrales cual un zorro acosado. Un arbusto espinoso desgarró la delicada mejilla derecha de Colleen.
De pronto, la joven recordó cómo se había salvado de Liam McInnie la otra vez.
El extraño y misterioso pájaro en Maam Cross. El mágico ataque.
—¡Dios mío, ayúdame! —clamó Colleen—. ¡No permitas que mi bebé sufra daño, por favor!
Justamente entonces la exhausta montura tropezó malamente con un tronco caído. La cabeza y el pecho de Gray Lady descendieron a un palmo del suelo rasante pasando sobre una gran mata de montbretia florida.
Luego se oyó un gran crujido, como un trueno en el vigorizante ambiente otoñal.
¿Una rama?
¿Una pata?
Dios mío, Lady se viene abajo.
¡Por favor, Señor, por favor!
El animal intentó detener su caída tensando la pata, los músculos del antebrazo y del pecho. Pero fue demasiado poco y demasiado tarde.
Entonces Colleen cayó de costado, girando y retorciéndose en el frío aire grisáceo. Extendió rígidamente ante sí los brazos blancos y delgados. Desesperada, intentó protegerse como pudo. Proteger al niño dentro de su ser.
Por favor, no permitas que muera mi bebé. ¡Ah, te lo ruego…!
Las pequeñas manos arrancaron algo erizado y húmedo.
Manos y dedos escrutadores exploraron todo su cuerpo.
Luego llegó el impacto más suave que quepa imaginar en los centenares de brazos y manos de gruesas ramas azules y verdes. Colleen Galaher fue atrapada por un abeto que frenó su caída.
Estaba salvada.
Un milagro había ocurrido sin estridencias en Maam Cross.
Un signo.
ANNE
Al día siguiente, Kathleen y su madre fueron al obstetra de la chica en Boston. Por primera vez desde su llegada a Sun Cottage, Anne dispuso de casi todo el día para sus cosas.
Por la mañana, Anne se acomodó en el estudio de Charles Beavier y leyó o releyó algunos libros selectos sobre la Santísima Virgen: Nuestra Señora en los Evangelios, Nuestra Señora de Fátima, Misterios de la mujer, antiguos y modernos así como una maravillosa obra moderna titulada Alone of all Her Sex que exponía muchas ideas verosímiles, algunas de las cuales habían sido experimentadas por Anne.
«La Virgen, ejemplo sublime de castidad —escribía Marina Warner, autora de Alone of all Her Sex—, fue para mí el ser más sagrado que jamás contemplara, y era tan potente su hechizo que durante algunos años yo no podía entrar en una iglesia sin sentir dolor por toda la seguridad y belleza de una salvación a la cual yo había renunciado. Recuerdo que cuando visité Notre-Dame en París y me detuve en la nave, se me saltaron las lágrimas».
¡Qué cierto es! —pensó Anne—, así es como trabaja la fe, como se hace sentir.
Más adelante en su libro, Marina Warner observaba que la Virgen «es una de las pocas figuras femeninas que ha alcanzado la talla del mito». Otro punto importante para guardar en la mente, se dijo Anne.
En otra sección posterior de la obra, Warner citaba a Henry Adams, quien había escrito: «El estudio de Nuestra Señora nos hace remontarnos directamente a Eva, y descorre totalmente el velo del sexo».
Anne se pasó cuatro horas largas en el escritorio de Charles Beavier.
La mayor complicación… no era esa fenomenal evidencia histórica sobre María. Dos teorías principales basadas en lo que los eruditos denominan vagamente «tradición cristiana» tenían la aceptación generalizada de los círculos teológicos.
Según la primera, María era el producto de la concepción inmaculada, es decir, ella misma había sido concebida «inmaculadamente» en el seno de su madre…, había nacido sin el estigma del pecado original.
La segunda teoría aceptada era que (quizás en la antigua ciudad de Efeso —región occidental de Asia Menor— una vez más los datos bíblicos eran esquemáticos) su cuerpo ascendió directamente al Cielo, lo que se ha llamado la Asunción de la Santísima Virgen.
¡La Santísima Virgen María es entre todas las grandes figuras históricas la menos conocida y sobre todo la más misteriosa!
¿Por qué?, reflexionó Anne.
Apenas se hizo esa pregunta mental, Anne creyó haber encontrado la respuesta.
Escribió una vez más en su bloc:
Porque María fue una mujer, una madre, y todos los autores principales de las Sagradas Escrituras fueron hombres.
Mientras paseaba por los soleados terrenos de Sun Cottage, hacia el mediodía, Anne encontró a Justin jugando una partida de tenis con el padre Milsap.
Para su honor y crédito Justin se había concentrado en el trabajo, ayudando a Milsap de todas las formas posibles… usualmente hasta las once o doce de la noche. Asimismo, desde su infortunada conversación en el Cliffwalk, había guardado las distancias con Anne limitándose a decirle un tranquilo «hola» cuando se encontraban casualmente dentro de la mansión Beavier.
Justin no era un buen tenista. Anne observó la acción en la bonita pista de tono rojizo. Ninguno de los dos sacerdotes jugaba bien.
Sus servicios semejaban los golpes para la apertura del juego en el badminton; sus voleas eran potentes pero con muchas más probabilidades de dar en la valla exterior por encima de la red; sus reveses eran más bien golpazos que golpes tenísticos.
Anne sonrió sin quererlo mientras contemplaba el juego, y por fin Justin la vio erguida sobre un pequeño redondel de césped.
—No se ría —gritó sonriente el joven sacerdote—. Esto en realidad no es tenis.
—Ya lo estoy viendo.
Anne empezó a reír fuerte.
—No. Es un juego absolutamente inédito que hemos inventado el padre Milsap y yo. Usted es el primer espectador que presencia este partido oficial.
—¿Cuál es su opinión, hermana?
El padre Milsap sonrió y enarboló triunfante la raqueta como si ésta fuera un matamoscas.
—Opino que ustedes dos se han vuelto locos.
—¿Locos? —exclamó quejoso Justin—. Nuestro juego sirve para un relajamiento emocional muy necesario en nuestra jornada. Además, ningún sacerdote debiera jugar bien al tenis o al golf. Eso sirve solamente para perfeccionar nuestra imagen, bastante corriente por desgracia, de club deportivo.
Justin asestó un raquetazo a la peluda y verdosa pelota «Dunlop» enviándola en dirección de Anne. Tan ágil como Jimmy Connors, saltó la barrera exterior para recogerla.
—Yo ya tengo bastante, padre —gritó Justin al sacerdote Milsap. Y en voz baja dijo a Anne—: Éste es mi mejor golpe de todo el partido.
»Quisiera excusarme por lo de la otra tarde —prosiguió antes de que Anne pudiera hablar—. Yo no tenía derecho a exponer mi opinión egoísta sobre su vida. Lo siento mucho, Anne. Créame.
—Muy amable por su parte. —Anne miró fijamente los brillantes ojos verdes de Justin—. Aceptada la disculpa.
Luego se alejó del sudoroso y enrojecido sacerdote. No quiso hacerlo realmente… pero en definitiva lo hizo. «Lo he hecho como una buena católica», dijo Anne para sí.
Aquella misma tarde, al volante del «Mercedes» color siena de los Beavier, Anne dejó atrás la famosa Bellevue Avenue de Newport y se encaminó hacia el Oeste por el Memorial Boulevard.
Anne regresaba de una pequeña aventura sumamente estimulante. Acababa de explorar el lugar —había recorrido a pie los dos kilómetros del Sachuest Park— donde presuntamente Kathleen Beavier había aparcado con un muchacho en enero, hacía casi nueve meses.
El misterioso y quizá místico acontecimiento del 23 de enero.
«Por muchas razones —pensó Anne mientras conducía sin esfuerzo el manejable coche—, me siento ahora mucho más frustrada y confusa sobre Kathleen que antes».
Cuanto más tiempo tenía para meditar sobre las particularidades de la situación en Newport, menos dispuesta estaba a aceptar sin reservas el nacimiento virginal. Y, sin embargo, nada de lo que ella adujera podría despejar los hechos perturbadores de la historia. Nada tenía un sentido tan lógico como lo expuesto hasta entonces.
Por una parte estaba la aparente aceptación del cardenal Rooney respecto de los hechos virginales.
Anne sabía que el cardenal era un sacerdote de la vieja escuela, sarcástico y lúcido, cínico y coriáceo. Es decir, no era fácil engañar al cardenal Rooney. Ni siquiera con una hábil mistificación de cualquier especie. Ni siquiera con un elaborado conjunto de coincidencias aunque se remontara al Antiguo Testamento…, y no obstante el cardenal John Rooney creía en Kathleen Beavier. El cardenal Rooney creía que un niño sagrado estaba a punto de nacer.
Por otra parte, se planteaba el asunto de la propia Kathleen. Kathleen era virgen y sin duda estaba encinta. Kathleen decía haber visto a María —concretamente a la Santísima Virgen—, y Anne no podía creer a la muchacha aunque ésta le agradase mucho y le mereciera gran confianza.
Finalmente —Anne lo comprendía— era preciso considerar una perspectiva histórica sobremanera compleja.
Una base firme del cristianismo era la creencia en milagros. Y por lo menos un cristiano debía creer que Jesucristo, Hijo de Dios, se hizo hombre.
Según se calculaba, mil millones de personas lo creían así. Y si un milagro semejante había sido posible dos mil años antes, se preguntó Anne, ¿por qué no podría ser posible hoy día otro milagro extraordinario?
Entonces, ¿por qué le resultaba tan difícil creer a ciegas en el actual nacimiento virginal?
¿Por qué seguía investigando para descubrir una trampa lógica que hubiese pasado inadvertida?
Mientras descendía por el Memorial Boulevard, Anne vio, apenas pasada Spring Street, un letrero rojo y azul señalando hacia la izquierda. ROGERS HIGH SCHOOL, decía el cartel. Dio la señal de giro a la izquierda y torció en ese sentido.
Anne se había propuesto entrevistarse con la segunda persona que lógicamente podría arrojar más luz sobre aquel fantástico rompecabezas.
Quería ver al hasta entonces anónimo compañero de Kathleen en la noche del 23 de enero.
JAMES JORDAN
Su nombre era James Jordan III.
Un estudiante de último curso en el Rogers High School.
Ésos eran los dos únicos datos comprobados que conocía Anne acerca del muchacho. Caviló sobre las implicaciones que podría tener la presencia del coche de los Beavier deslizándose por el túnel multicolor de arces y robles denominados School Street.
Aparcó frente a una hermosa granja colonial que parecía haber salido de las páginas de Currier & Ives. Descendió del vehículo y examinó el edificio. En cierto modo, pensó, me habría encantado vivir en una casa como ésta.
Cuando se aproximó a la Rogers High School, Anne aguardó ante la fachada con algunos jóvenes mecánicos que esperaban aparentemente a algunos amigos suyos.
Cuando su reloj de muñeca con correa negra marcaba las 14:40 h, algunos chicos melenudos y algunas muchachas empezaron a salir del descolorido instituto de ladrillo rojo. Quedaban todavía unos minutos para que la campana principal desencadenara el caos… ¡y ojalá soltara también a James Jordan!
El corazón le empezó a latir aprisa. Anne detuvo a una estudiante cuando ésta descendía por el camino bordeado de setos.
—Dispénseme, siento molestarla —dijo Anne a la chica, una pelirroja con breve falda de tartán y largas piernas pecosas—. ¿Conoce usted por ventura a James Jordan?
La colegiala, cuyo nombre era Katherine Mahoney, dijo a Anne que James era conocido generalmente por el nombre de Jaime. Katherine añadió que había visto a Jaime durante el primer período de recreo y por tanto no andaría muy lejos.
«Quizás en esa manada estudiantil que empieza a apretujarse para salir de estampida por las ocho puertas acristaladas del colegio», pensó de repente Anne.
Un timbre desató finalmente el clamor. Una juventud delirante llenó con su vocerío el vigorizante aire otoñal. Un balón demasiado hinchado salió botando del sosegado edificio de estilo colonial.
—¿Es sobre el caso Beavier? —preguntó Katherine Mahoney cuando ella y Anne se volvieron para hacer frente a la arrolladora multitud.
—Sí, lo es. —Anne tuvo que alzar la voz para hacerse oír sobre el ruido multitudinario—. ¿Se habla mucho aquí sobre ello? ¿Estudiantes y profesores?
—¿Bromea usted? —Katherine comenzó a pintarse los labios con un lápiz naranja que discrepaba bastante de su deslumbrante melena—. Es lo único de que se habla. ¿Acaso no ha notado usted que toda la ciudad está temporalmente mochales acerca de esa virginidad?
Anne miró hacia la bárbara horda de chubasqueros, chalecos de leñador, gorros militares y todas las variedades de camisas de lana. Intentó imaginar la apariencia de Jaime Jordan III. Intentó imaginar con cuál de esos jóvenes se habría citado Kathleen.
—¿Qué opina toda esta gente sobre la virgen? —preguntó Anne a la chica—. ¿Qué cree usted?
La muchacha se encogió de hombros y meneó la cabeza.
—Últimamente, o por lo menos durante las últimas semanas, Jaime ha estado contando a todo el mundo que él se acostó con Kathleen Beavier. Por mi parte, sé muy poco sobre la cuestión y además no me interesa. Realmente les importa un bledo a muchos de los chicos que conozco. Por cierto, Jaime es en suma un conquistador barato. Tiene un ego como una catedral. ¡Eh, ahí está! Ése es Jaime Jordan.
La pelirroja señaló con un índice pecoso a una ruidosa manada de adolescentes, entre diecisiete y dieciocho años, que se acercaban por la abarrotada acera.
—¿Ve ese chaleco rojo? ¿Con la camisa de lana a cuadros rojos? Ése es Jaime.
Anne echó una ojeada a la masa de pelambreras colgantes y chaquetas de leñador. Por último, su mirada se fijó en un joven con una luminosa melena rubia. Era alto, enjuto y bastante más aplomado que los demás componentes del tumultuoso grupo. «Tiene una especie de jactancia inconsciente», pensó Anne.
—No sé si ésta será una idea terrífica —masculló Anne dirigiéndose a Katherine pero sin perder de vista a Jaime.
—¿Qué quiere decir?
—Me pregunto… Está bien… Muchas gracias. Le estoy muy agradecida por su ayuda —dijo Anne a la chica.
Mientras se abría paso entre los chillones y jocosos grupos —como quien intenta sortear las rompientes caminando hacia el océano—, Anne se sintió inquieta. Se le ocurrió que tal vez la idea no fuera tan buena después de todo.
—¡Hola! Me llamo Anne Feeney —dijo cuando se acercó al muchacho alto, de largo cabello rubio y perfectas facciones Chippendale—. Me han dicho que usted es Jaime Jordan.
No hubo una réplica inmediata por parte del muchacho, tan sólo una sonrisa fría y calculadora.
—Eso significa que usted es Jaime, supongo.
Anne esbozó una sonrisa forzada sintiéndose cada vez más insegura. Esto empeora por momentos, pensó.
El chico hizo saltar un cigarrillo de una cajetilla roja y blanca.
—Sí, soy Jaime. ¿Por qué?
—¿Querría hacerme el favor de caminar conmigo durante unos minutos? —le preguntó Anne. Sintió que sus mejillas enrojecían—. Me gustaría hablar con usted a solas. No represento a ninguna revista ni periódico. Para ser franca, estoy un poco nerviosa y asustada. ¿Quiere usted acompañarme un rato?
Jaime Jordan miró primero a sus compadres. Todos le aprobaron con una sonrisa disimulada. Luego, examinaron detenidamente los senos de Anne, sus largas y esbeltas piernas.
—Está bien —dijo finalmente Jaime—. Demos ese paseo.
—A propósito…, soy una monja —dijo Anne tan pronto como se distanciaron de los otros.
Jaime Jordan permaneció impertérrito, quizás algo divertido.
—Ya. Por cierto, yo no soy un estudiante de este centro. Realmente colaboro con la Oficina Federal de Estupefacientes.
Anne rompió a reír. Aquello le recordó un poco las descabelladas bravatas de las chicas en St. Anthony.
—Eso me parece un poco improbable. —Anne sonrió al muchacho—. La gente cree todavía en las monjas huidizas, con hábitos negros al estilo de Sally Fields. Pero esto es la pura verdad. Mi papel.
—Está bien —replicó Jaime—. Sea como fuere le prestaré atención. ¿Qué sucede, hermana? Así es como lo dicen allá en Salve Regina…
—La primavera pasada, usted salió con Kathleen Beavier —dijo Anne.
—Me lo estaba esperando. —Jaime sacudió la cabeza—. Está bien. Salí una vez con Kathleen Beavier. Una cita de verdad. Más algunas salidas para tomar un tentempié después de la clase.
—¿Cómo es que hubo una sola cita? —inquirió Anne.
Al mismo tiempo pensó sin poder evitarlo que ambos harían una pareja llamativa.
—¿Por qué una sola cita? Bien, no podemos dejar que el chico adelgace demasiado, ¿verdad?
Anne iba a fruncir el entrecejo pero se contuvo. «Los chicos serán siempre chicos», pensó.
—¿Querría ser sincero conmigo por un minuto? —inquirió con su mejor tono autoritario de Hope Cottage—. Verdaderamente esto es muy serio, Jaime. Al menos para mí. Yo no habría tenido el valor necesario para acercarme a usted y sus amigos si no fuera algo importante.
El muchacho rubio se morigeró un poco.
—¡Eh! Estoy paseando con usted, ¿no?
—Jaime, ¿querría contarme exactamente lo sucedido el 23 de enero? Sé que usted fue con Kathy a un baile serio en Salve Regina. Por favor, dígame qué ocurrió después del baile.
Una mirada colérica e incluso dolida desfiguró el rostro de Jaime Jordan.
—¡Escuche, maldita sea, me importa muy poco lo que diga ella! ¡Nosotros lo hicimos en la noche del gran baile! Todo el mundo sabe que lo hicimos. Kathy Beavier fue como un pez muerto, lo reconozco, pero eso no la convierte en virgen Santa. ¡Y ella lo sabe!
—Jaime —dijo Anne bajando la voz—, he leído los diagnósticos médicos. Kathleen sigue siendo virgen. ¡Kathleen Beavier no ha hecho nunca nada con nadie!
Jaime Jordan sacó las manos de los bolsillos y las alzó violentamente. Durante un instante Anne temió que le largara un puñetazo delante del público escolar.
—¡Eh, mierda de vaca! —gritó él en su lugar—. ¡La conseguí con esto!
Jaime Jordan se echó mano entre las largas piernas cubiertas con pantalones vaqueros. Luego, dio media vuelta y se alejó de Anne.
—¡Ah, maldita sea! —masculló Anne mientras los estudiantes la abordaban por ambos lados dándole codazos, algunos mirando descaradamente a la mujer mayor.
Dos chicas encendieron tranquilamente dos arrugados cigarrillos de marihuana.
Anne comenzó a temblar. Pensó que ella misma necesitaría un cigarrillo. Aún no podía creer lo que había hecho…, hablar por su cuenta a Jaime Jordan. Al mismo tiempo pensó que Jaime Jordan era un terrible embustero psicópata, lo que se llamaba sociópata en St. Arithony’s…
O bien lo era Kathleen Beavier.
ANNE Y KATHLEEN
Anne observó curiosa a Kathleen cuando ésta manoseaba una vieja muñeca de trapo que era como una combinación entre Charlie McCarthy y Huckleberry Finn.
A los siete u ocho años de edad, Kathleen había confeccionado esa singular muñeca.
La cara era una media de color carne rellena con toallas de papel arrolladas. La muñeca tenía unos ojos negros estrafalarios, una nariz bulbosa, una sonrisa hecha a calceta, gafas confeccionadas con alambre eléctrico. Llevaba un pañuelo auténtico en el bolsillo de una pequeña camisa de verdad. Los tirantes de la muñeca estaban hechos con cintas de tela escocesa; sujetaban unos calzones cortos. También llevaba calcetines y pequeños zapatos Buster Brown auténticos… Kathleen había llamado Mister Fibs a su muñeco de confección casera.
—Lo hice yo misma.
Kathleen levantó la vista y miró hacia la puerta del dormitorio donde, según su presentimiento, había alguien vigilándola.
—Debí de ser un renacuajo muy avispado cuando era pequeña.
—¿Y no te sientes ya avispada… anciana señora de diecisiete años?
—No. —Kathleen sonrió a Anne—. Mucho me temo que la magia se haya esfumado. Ya no hay más magia.
Anne penetró en el acogedor dormitorio de Kathleen, pintado de un amarillo meloso. Observó unos montones de discos, rock y sinfónicos. Posters de «El señor de los anillos». Una habitación bastante normal para una chica de diecisiete años.
—Kathy, he venido para hacerte una pregunta en cierto modo importante.
Anne tomó asiento en una mecedora de pino amarillo junto a la cama con baldaquín de Kathleen.
—¿Confías realmente en mí, Kathy? Quiero decir, ¿real y sinceramente?
—¿Es ésa la pregunta tan importante?
Anne se aclaró la garganta e hizo una profunda inspiración. Después expulsó lentamente el aire.
—No… Pero ¿es así?
Kathleen sonrió. Una sonrisa contagiosa, de increíble inocencia; una sonrisa absolutamente carismática. Anne lo pensó por enésima vez.
—Confío mucho en ti… —Los ojos de Kathleen bajaron la vista para mirar al muñeco de su infancia y no a Anne—. Yo… yo también te quiero mucho, Anne.
Anne notó que necesitaba llegar a la boca del estómago para el siguiente aliento. ¿Por qué le afectaría tanto Kathleen? La muchacha podía cortarle la respiración con unas cuantas palabras escogidas. Con una mirada. O una sonrisa.
—Kathleen…, ¿querrías hablarme, por favor, acerca de Jaime Jordan? —preguntó Anne haciendo de tripas corazón—. Hoy fui a verle. Hablé con Jaime, Kathy, y él afirmó que…
—Que tuvimos trato sexual. Se lo cuenta a todo el mundo, porque a su juicio es lo que se espera de él. Jaime Jordan me da lástima. Con esa imaginación de macho irresistible.
Kathleen estrechó la inestimable muñeca de trapo entre sus delgados brazos. Pareció una niñita asustada aferrándose a su muñeca. Cual una extraña madona de los tiempos modernos. «Su rostro expresa una increíble inocencia», pensó Anne.
—No hicimos el amor. No nos besamos siquiera. Yo no le amaba; él tampoco me amaba. Se comportaba como un animal asqueroso. Y terminó siéndolo. Eso es todo cuanto puedo contar por ahora —dijo la rubia joven.
Levantó la vista y miró de hito en hito a Anne. Kathleen se sintió enferma. Le fastidió terriblemente tener que mentir a Anne…, pues ¡la quería tanto! La generosidad de Anne tenía algo de entrañable; su franqueza y honradez.
—¿No me crees, Anne? —preguntó—. Por favor, créeme, querida Anne. Si nadie cree en mí… ¿qué me sucederá? ¿Qué le sucederá al niño?
KATHLEEN
Kathleen sintió unos horribles martillazos dentro de las arrugas más sensibles de la frente. Fue como si unas manos férreas intentaran desmenuzar su cabeza.
Incluso antes de esa sensación notó una presión intensa, el presentimiento de que algo iba a suceder en Sun Cottage.
Se acercó de puntillas a la ventana y corrió las cortinas de zaraza transparente. Kathleen no pudo explicarse exactamente por qué había ido a la ventana.
Vio su aliento adherido al oscuro cristal, una película grisácea y fantasmal.
Fuera, se distinguía la luz fría y difusa de los faroles alineados a lo largo de la calzada hacia Ocean Avenue. Los vigilantes privados, con pellizas de cuello oscuro, estaban plantados ante la verja como centinelas haciendo guardia en un acuartelamiento.
Mirando hacia abajo desde su ventaría, Kathleen le vio.
Le estaban saludando el ayudante del cardenal Rooney, padre Milsap, y el joven sacerdote irlandés, padre O’Carroll.
Él llevaba un sombrero negro flexible con ala vuelta, un saco de viaje, negro y brillante. Abarrotado hasta reventar. Sus espaldas se encorvaban… soportando el peso del mundo sin duda alguna.
Antes de entrar en Sun Cottage, levantó la vista y miró al ventanal tenuemente iluminado del segundo piso.
El padre Rosetti me ha mirado a los ojos, pensó Kathleen, estremeciéndose. El conoce ya la verdad, pero no tiene la fe suficiente para creerla.
Por fin había llegado el sacerdote de ojos oscuros.
EL PADRE EDUARDO ROSETTI
La primera conferencia se celebró aquella noche en una de las hermosas salas dobles del primer piso de Sun Cottage.
Kathleen se sentó en una silla de respaldo rígido. Su protuberante estómago pareció a punto de estallar.
La hermana Anne Feeney tomó asiento al lado de la rubia adolescente. Los señores de Beavier, con actitud muy tensa y nerviosa, se acomodaron al otro lado. La sirvienta, Mrs. Walsh, fue de acá para allá sirviendo té y café. Los padres Milsap y O’Carroll, ambos con holgadas sotanas negras que parecían de una época remota.
El padre Rosetti pareció nervioso y conturbado cuando se plantó ante ellos en el elegante aposento.
El padre Rosetti apretó y estiró sin cesar las anchas manos callosas de trabajador manual. Sonrió pocas veces, pero su sonrisa fue cordial e incluso cálida. Cuando se dejó oír, su voz fue suave, paciente, muy agradable para el oído.
—El Vaticano me ha enviado aquí —les dijo el padre Rosetti—. Mi título oficial es el de Investigador jefe para la Congregación de Ritos. Algunas veces he representado el papel de abogado del Diablo o Postulador de la Causa.
»Dicha Congregación de Ritos es la institución sagrada dentro de la Iglesia que investiga milagros, toda clase de fenómenos sobrenaturales y propuestas de santificación. Estoy bajo la supervisión y las órdenes de Su Santidad el Papa Pío XIII.
El padre Rosetti escrutó los suaves ojos azules de Kathleen Beavier.
—Yo soy algo así como… un investigado: de tributos sobre lo sobrenatural. Suelo representar una pesadilla para muchos. Pero en realidad soy un burócrata inofensivo. No deben atemorizarse. No lo hagan, por favor.
—Yo no. —La rubia adolescente movió negativamente la cabeza—. Usted no me atemoriza, padre.
Sin embargo, Kathleen pareció enferma. Pálida por fuera y posiblemente magullada por dentro. Kathleen dio la impresión de estar a punto de alumbrar.
—Kathleen, ¿no estará esta noche entre nosotros la Santísima Virgen María? —preguntó inopinadamente el sacerdote del Vaticano.
El padre Rosetti siguió exponiendo sus ideas sin rodeos, como si la extraña pregunta primordial fuera parte de una alegre charla.
Kathleen hizo una profunda inspiración y luego se apoyó muy tiesa en el rígido respaldo de la silla. Su abultado estómago semejó un globo revestido de azul celeste. Se apartó de la frente un hermoso mechón sedoso.
—Sí. Ella está aquí —musitó.
—¿Dentro de la casa? —inquirió el sacerdote, alzando una de sus velludas y negras cejas.
—Sí, dentro de la casa. Está aquí.
—¿En esta habitación, entre nosotros, Kathleen?
—Sí. Dentro de esta habitación, padre.
—Lo siento, Kathleen —repuso afable el padre Rosetti—. Supongo que yo no estoy habituado a la proximidad de nuestra Santísima Madre… ¿Es muy hermosa? ¿Está de pie, Kathleen? ¿O sentada por ejemplo en esa silla azul?
—Padre Rosetti —dijo Kathleen—, sé lo que se propone usted, pero absténgase, por favor. Nuestra Señora está aquí, con nosotros. Su apariencia es la de una hermosa dama. Usted puede actuar como le plazca siempre que le sea posible creer en ella.
—Kathleen, sólo me preocupa lo que tú creas —replicó con suavidad el sacerdote del Vaticano—. Prosigamos. Por favor.
Durante el intercambio verbal con Kathleen, un silencio incómodo había dominado la sala.
—Desde que yo era chico en las escuelas sicilianas —ahora el padre Rosetti se dirigió a todos los presentes— he oído decir a los representantes consagrados de Nuestro Señor frases tan fútiles y trilladas como «los caminos del Señor son inescrutables, misteriosos, hijo mío». Yo rechacé siempre esa fraseología inconducente. En mi fuero interno me pareció una impostura. Una fraseología engañosa y destructiva. Me dejó entrever que las creencias íntimas de esos sacerdotes eran muy superficiales.
»Bien, por consiguiente me gustaría explicar lisa y llanamente por qué estoy aquí. Mi llegada a América no es nada misteriosa. La puedo esclarecer con perfecta lógica, creo yo.
»El Vaticano se interesa mucho por el nacimiento de tu niño, Kathleen… Muchas gentes del mundo entero están llamándolo ya el Nacimiento Virginal.
»Periódicos, televisión y radio están vigilando una vez más a la Iglesia. Todo ello suscita gran esperanza y expectación. Es más, el pueblo está revisando y evaluando sus ideas sobre Dios.
Las enérgicas facciones del clérigo vaticanista empezaron a mostrar tensión e inquietud. El hombre paseó arriba y abajo ante una vitrina llena con las carabinas de Charles Beavier.
La escena se hizo cada vez más incómoda para todos los asistentes.
—Ahora debo participarles la más extraordinaria nueva.
El Investigador Jefe para la Congregación de Ritos humilló primero la cabeza. Por fin levantó la vista.
Las siguientes palabras fueron dirigidas a Kathleen exclusivamente.
—Una de las cosas que he descubierto hasta el momento. Una de las pocas cosas que me ofrecen absoluta seguridad. —El padre Eduardo Rosetti habló en voz baja pero firme e impresionante—. Y es que, aunque parezca mentira… hay dos vírgenes.
—Yo sé que hay dos de nosotras. Por lo menos dos —repuso Kathleen con un susurro sólo audible para el padre Rosetti.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió el sacerdote vaticanista entornando los ojos castaños mientras su amplio pecho se ensanchaba y contraía—. Kathleen, debes revelarme cómo lo has sabido. Por favor, cuéntame todo cuanto sepas sobre ello. Kathleen, esto es muy importante.
Mientras Kathleen y el padre Rosetti cambiaban unas palabras susurrantes, los demás ocupantes del aposento empezaron a hablar simultáneamente, según pareció. ¿Dos vírgenes? ¿Quién era este sacerdote romano? ¿Qué pretendía de ellos? ¿De Kathleen?
—¡Padre Rosetti! ¡Señor! ¿Quiere explicarnos qué significa todo esto?
Por fin, Mr. Charles Beavier se levantó para hacerse oír en todo el murmurante aposento.
—Ya les dije que les contaría todo cuanto sé. —Rosetti se volvió hacia el padre de Kathleen Beavier—. Y quiero contárselo ahora. Todo cuanto sé acerca de este asunto tan perturbador. Siéntese, por favor. Escúcheme un momento.
»En julio —dijo el padre apostándose ante la vitrina de los costosos rifles— se me convocó en mi apartamento cerca de Porta Angélico para ir al Palacio Apostólico donde reside el Santo Padre.
»Puesto que yo no había visto jamás a Pío XIII, salvo una audiencia con otros cien sacerdotes —quienes por cierto se comportaban como escolares bobalicones e inmaduros, siento decirlo—, pueden imaginarse ustedes cuál fue mi sorpresa e inquietud poco antes de esa visita.
»Por fin, aquella tarde después del almuerzo me encaminé al aula apostólica. Y entonces, en el propio Palacio Apostólico recibí mi segunda sorpresa anonadante. No sólo me reuniría con el Papa Pío, sino que también le vería a solas en su apartamento privado, un honor que se concede únicamente a unos cuantos cardenales.
»Según resultó, el Papa sabía mucho sobre mis actividades como Investigador jefe para la Congregación de Ritos. Lo que yo hago esencialmente es seguir el rastro de los hechos verídicos sobre posibles milagros y propuestas de santificación. Yo registro y documento los hechos. Esto se asemeja mucho a una investigación ante un jurado.
El padre Rosetti hizo una pausa y dejó vagar su mirada por toda la habitación. Ahora todos le escuchaban con suma atención…, escuchaban pasmados a ese extraño y tenebroso sacerdote que había mantenido una conferencia privada con el Papa Pío.
—El Santo Padre y yo mantuvimos una conversación sobre diversas cuestiones durante quince o veinte minutos. Luego, me contó una larga y pasmosa historia sobre el famoso milagro ocurrido en Fátima en el mes de octubre de 1917.
»Cuando miré el reloj, una vez más, habían transcurrido tres horas largas. No pretendo ser un buen narrador… Eso es exactamente lo que ocurrió. El tiempo voló como si hubiesen pasado tan sólo unos minutos… El punto principal de todo cuanto me refirió el Papa pareció ser que en Fátima, Lucia dos Santos recibió un mensaje sumamente importante y controvertido de una persona que aquella niña denominaba la Dama.
»Sólo cuatro hombres han leído ese mensaje durante los últimos veintisiete años —los pontífices Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo y el actual Pío… Ninguno de esos Papas ha podido revelar a ninguna otra persona el mensaje de hace setenta años. Juan y Pablo VI aludieron a la excepcional importancia del mensaje. Ambos Papas se refirieron a las dos partes del mensaje de Fátima. Primero, una terrible advertencia para todos nosotros, los habitantes de la Tierra. Segundo, una grandiosa y esperanzadora promesa de la Dama.
»El verano pasado, el Papa Pío XIII me dijo en Roma que el mensaje de Fátima revelaba la aparición de dos vírgenes, o quizá más de dos. También indicó que yo debería investigar a esas vírgenes tal como si fuera un milagro inmenso, trascendental. “Una de esas jóvenes podría alumbrar un niño muy especial”, me dijo el Papa Pío. Un niño divino, afirmó el Santo Padre.
Después de múltiples preguntas y las consiguientes respuestas en la sala de Sun Cottage, Anne consideró que no se había contestado a una bastante importante.
—Padre Rosetti —decidió preguntar por fin, captando la atención del sacerdote vaticanista—. Usted dijo antes que nos explicaría el porqué de su visita a Newport. No creo que lo haya explicado todavía. Al menos con claridad.
Súbitamente, Kathleen se echó hacia adelante en su silla. Sus dilatados ojos azules fueron de Anne al padre Rosetti.
Luego habló a ambos.
—El padre Rosetti ha venido aquí para averiguar cuál de nosotras dos es la auténtica virgen —dijo.
El sacerdote vaticanista escrutó los ojos de la inocente y preciosa chica americana. Hizo una inclinación solemne con su enorme cabeza. Pero sus ojos no perdieron de vista los de Kathleen.
Lo mismo hicieron los padres de Kathleen, la hermana Anne Feeney, los padres O’Carroll y Milsap y la vieja sirvienta Mrs. Walsh.
Tampoco se contuvieron las legiones de ojos, arracimadas fuera, en los terrenos nocturnos de Sun Cottage.
Ojos relucientes acechando…, aguardando…, empezando a ulular y desgañitarse al unísono.