SEIS

LOS SIGNOS

Balanceando enérgico su abultado saco de viaje, caminando aprisa con un gesto entre sombrío e inquieto, el padre Rosetti se apresuró cuesta abajo por la dinámica Nueva York cerca del Lincoln Center.

Desfiló raudo ante una docena de relucientes ventanas en el edificio WABC-TV de Columbus Avenue. Mirando de reojo a los brillantes cristales vio las imágenes reflejadas de «Chipp’s Pub», «Dimitri», «McGlade’s Cafe» al otro lado de la atestada calle. También vio la marquesina negra y blanca de un teatro-estudio ABC donde se representaba algo titulado All My Children.

Finalmente, el sacerdote pasó ante el incandescente neón de SEVEN y penetró por la puerta principal en el edificio West Side ABC.

El padre Rosetti fue conducido inmediatamente al despacho del primer productor de ABC Evening News, quien acompañó al importante visitante del Vaticano hasta la cinemateca y la sala privada de proyecciones en el primer piso.

Los noticiarios cinematográficos ABC sin publicar que quería ver el padre Rosetti, habían sido filmados durante las tres últimas semanas (las cintas recientes quedaban almacenadas en el edificio auxiliar West Side por un plazo de cuatro semanas). Todos los filmes representaban el interminable drama de una aterradora sequía de cinco meses en el Estado indio de Rajasthan.

El padre Rosetti se dejó caer en un sillón de la sala. Empezó a mirar cuando apareció en pantalla la guía del filme. 10… 9… 8… 7… 6…

La fecha está ya cerca, pensó el sacerdote. Demasiado cerca.

La primera imagen fílmica granular fue una amplia panorámica de un pueblo indio, Sirsa, grotescamente empobrecido. Un increíble agujero hirviente e infernal con una temperatura media diaria de casi 44° C.

La narración complementaria estaba a cargo de Jean French, la periodista más popular de ABC, quien asistiera a la conferencia de Prensa celebrada en Sun Cottage el lunes pasado por la tarde.

«En gran parte de la India moderna (la familiar voz de Mrs. French acompañó a la imagen) la vida no es como ustedes o yo podamos haberla visto representada en películas sobre la British East India Company o los Lanceros Bengalíes.

Particularmente, al Estado de Rajasthan se le suele llamar el Gran Desierto Indio por su árida e inmensa planicie, por sus implacables sirocos y simunes. Este Estado indio, con una población de noventa millones, es conocido por lo común como la peor zona del mundo en materia de sequía y hambre.

Desde abril hasta julio un sol tórrido, de un blanco abrasador, cuece literalmente la burbujeante tierra junto con sus habitantes cual un demoníaco soplete de acetileno. El polvo se acumula a lo largo de kilómetros y kilómetros. Vientos sofocantes suelen transportar el polvo y las ahechaduras hacia el lejano Norte, incluso hasta Nueva Delhi. Las ciudades semejan hornos humeantes, hediendo y abrasando apenas se llega a ellas, silenciosas en su indecible miseria. Las enormes y estéticas dunas parecen leonadas a primera vista. Pero si se las mira con fijeza son presencias diabólicas. Y entonces uno empieza a sentir que las malévolas presencias primigenias están allí, en el desierto indio.

La terrible sequía iniciada el siete de setiembre del presente año ha durado dos meses más que otras de épocas anteriores. Todo este Estado subsiste cual una pira ardiente para sus propios muertos.

El Gobierno indio ha sido incapaz de enviar suficientes doctores o siquiera suficientes medicamentos a esa área declarada catastrófica. La Cruz Roja británica y ahora la americana intentan ayudar, pero esta ayuda es demasiado tardía.

¡Seiscientos mil hombres, mujeres y niños han muerto ya hasta abril! ¡Mueren más de seis mil cada día! Si hay un infierno en la Tierra, no cabe duda de que está situado aquí, en este lastimoso Rajasthan».

Mientras contemplaba las fluctuantes imágenes proyectadas ante su vista, el padre Rosetti se vio dominado por un sentimiento de pena y repulsión.

Observó los cadáveres descompuestos sembrando las calles de Sirsa, y luego del Puhkar. Escenas demasiado impresionantes, demasiado reales para su proyección por la red televisiva… Mujeres y bebés amontonados como inconsecuentes rimeros de madera enteriza en la entrada de un pueblo. Cuatro niñas de edad escolar y delgadez infrahumana llorando junto al cuerpo de su madre, ennegrecido por el sol. El agradable tintineo de brazaletes y campanillas en los tobillos. Vistas emocionantes de rostros humanos sufrientes.

Gehena, pensó Rosetti.

Seiscientos mil muertos.

Por último, el padre Rosetti tuvo que apartar la vista de la pantalla. El sacerdote del Vaticano intentó tomar algunos apuntes para sus importantes deposiciones. Crear orden dentro del caos que había presenciado. Empezó a enumerar los hechos:

La sequía en el Estado de Rajasthan, la indescriptible inanición en la India.

La polio veneciana asolando la costa occidental de América.

Una plaga incipiente, aparentemente en el Mediodía francés e incrementándose junto al milagroso santuario de Lourdes.

El Enemigo.

Tal como se había predicho en Fátima… Y estaba haciéndose realidad.

¡La promesa y el horripilante aviso!

Las dos madres vírgenes.

Una pura y buena… Otra malévola, destructiva.

Pero ¿cuál era cuál?

¿Cuál era la verdadera virgen?

El padre Rosetti volvió otra vez los ojos hacia la pantalla al notar un súbito oscurecimiento en la sala, un sonido insólito como un lamento lloroso.

Comentaba el crepúsculo en la película. Millares y millares de indios ocupaban el gran llano próximo a la capital dorada de Jaipur. La multitud estaba rezando al unísono dirigida por un santo sacerdote hindú. El grandioso sonido de las voces humanas repercutía en el cielo cual un objeto contundente.

El pueblo indio, opulentos rajputas y campesinos indistintamente, oraba para pedir el término de las aterradoras sequías y hambre cuya duración sobrepasaba ya los cinco meses.

Rosetti inclinó la cabeza y rezó con ellos.

El pueblo rogó al Dios eterno de todas las Bondades y la Vida: Brakma.

El pueblo rezó para pedir un chamaltkar…, lo que los cristianos denominan milagro.

COLLEEN

El paraje idílico conocido en toda Maam Cross como el Liffey Glade era un claro semejante a una gruta, abrigado por un denso follaje de coníferas.

El Glade había sido un santuario natural mucho antes del cristianismo, e incluso antes de los druidas. Era a Liffey Glade adonde iba Colleen Galaher cuando deseaba estar sola. Tan sólo para pensar a sus anchas o rogar al Señor.

Un arroyo claro y riente atravesaba la gruta en su camino hacia el Lough Corrib. Los pinos y piceas se aglomeraban sobre el chorrillo de agua como un grupo de conspiradores. Allá arriba, en las ramas altas, un boquete dentado cual el rosetón de una iglesia dejaba ver un parche de profundo azul celeste.

Fue allí, en Liffey Glade, donde la joven Colleen tuviera hacía nueve meses lo que ella consideraba ahora una experiencia mística: el veintitrés de enero. Día de la concepción del bebé.

Antes de aquella noche, antes de sentirse pesada con el niño, Colleen había sido conocida en toda Maam Cross como una escolar muy silenciosa y educada del Holy Trinity. Su timidez obedecía, según imaginaban casi todos los ciudadanos, a que Colleen debía cuidar de su madre enferma, y al aislamiento del cottage, alejado varias millas de la ciudad.

Colleen se ganó bastantes simpatías en el colegio, pero nunca tuvo una aceptación total entre la mayoría de sus condiscípulas. Fue más apreciada por las hermanas de la escuela conventual, quienes tal vez vieran sus propias imágenes en aquella chica discreta y reflexiva que usualmente iba a la cabeza de todas sus clases.

Así marchó todo hasta que el niño empezó a dejarse ver. Entonces, la joven Colleen Galaher fue condenada al ostracismo e insultada cruelmente por todos ellos. Se la aisló cuando más necesitaba de un apoyo afectuoso. Terminó siendo una persona inexistente en Maam Cross.

Aquella mañana particularmente brumosa del uno de octubre, montó con sumo cuidado la reumática yegua de su madre, Gray Lady, y la condujo cuesta abajo por los empapados pastizales de ganado bovino que descendían detrás de su cottage. Ya en Liffey Glade, ató la cabalgadura al tronco de un enorme helecho. Luego, Colleen se abrió camino entre ramas húmedas y susurrantes. Entró en la pequeña ermita al aire libre. La joven se arrodilló sin tardanza en la mullida alfombra de agujas de pino. Rayos difusos de pálida luz solar empezaron a penetrar sesgados entre las ramas más altas. ¡Qué encantador era siempre esto!

Colleen dejó caer la cabeza de brillante cabellera negra. Comenzó a orar humildemente con un suave canturreo.

—Querido Padre en los Cielos, yo soy tu sirvienta. Tú eres el único que me entiendes. ¡Estoy tan sola ahora! ¡Me he encontrado tan terriblemente sola durante estos nueve meses!

Lo cual fue la cosa más irónica en aquel preciso momento.

Porque tras las espesas ramas comenzaron a aparecer botones como cuentas negras.

Cuatro ojos chispeantes…, luego seis… ocho…

Acercándose sigilosos a la pequeña figura orante.

Vigilando.

Esperando.

Todavía arrodillada, Colleen miró al boquete azul entre las oscuras copas de los encumbrados árboles.

—¡No es justo! —clamó—. Soy demasiado joven…, ¡y no tengo siquiera un esposo como es debido!

Los chispeantes ojos vigilaron… y escucharon.

JUSTIN

—Un padre llamado Justin O’Carroll, Eminencia…

Cuando se le condujo al segundo piso de la impecable mansión, el joven sacerdote se sintió mucho más nervioso que dos años antes; por entonces había conocido al cardenal Rooney, apenas llegado a la ciudad de Boston.

Al entrar en el hermoso estudio de caoba y cuero, su ingenio, su encanto irlandés y su sonrisa fácil le abandonaron como falsos amigos a quienes creyera haber conocido bien siempre.

Mientras observaba las manos inquietas del joven sacerdote y el bailoteo incesante de sus negros mocasines sobre la alfombra Bokhara, el cardenal Rooney recordó que debía bajar su imperiosa guardia.

—¡Padre O’Carroll! Ésta es una agradable sorpresa. ¿Cómo sigue usted, padre? ¿Cómo está?

El cardenal estrechó con afecto la mano del joven sacerdote.

Preguntó al ama de llaves si les podría servir café y luego caminó con Justin hacia un confortable rincón mirando al mar, donde tomaron asiento.

—¡Me siento tan extraño ahora que estoy aquí! —exclamó Justin después de que hubieron cambiado unas cuantas cortesías—. Su Eminencia, ¿ha concebido usted alguna vez satisfactoriamente una escena en su mente, ha pensado que se sentía contento con ella hasta cierto punto para descubrir más tarde que era completamente lo contrario de lo que había imaginado? Algo parecido a eso está sucediendo en mi fuero interno ahora mismo…

Los labios del cardenal Rooney esbozaron una sonrisa. Pensó entre otras cosas cuan agradable era tener una charla con Justin antes de que se le transfiriera fuera de la Cancillería.

—Yo he experimentado muchas veces ese sentimiento que describe usted —repuso el cardenal—. El ejemplo más reciente fue la pasada noche con la joven Kathleen.

»Permítame que lo haga más comprensible para usted, si me es posible, padre Justin… Usted llegó ayer a Newport, porque siendo sacerdote y un adulto de pensamiento cristiano, no podía dejar de presenciar este… este gran misterio. Yo lo llamo así por ahora.

—Sí, necesité venir —asintió sonriente Justin—. ¡Boston está tan cerca! Me pareció absurdo no venir para verlo con mis propios ojos.

El cardenal Rooney afirmó con la cabeza. Verdaderamente le agradaba este animoso sacerdote.

—¿Es Kathleen una virgen santa? ¿De verdad? —preguntó inesperadamente Justin—. No ceso de preguntarme si contemplé una visión auténtica la pasada noche. ¡La expresión de sus ojos parecen confirmarlo! Esa encantadora inocencia de su rostro…

El eminente cardenal le miró fijamente a los ojos. La pregunta fue tan directa y el padre O’Carroll tan vehemente que el cardenal Rooney se desconcertó un poco.

—Padre, para ser franco, no lo sé —dijo al fin—. Roma cree muy importante ese acontecimiento en América, lo sé bien. También sé que mi usual escepticismo bostoniano e irlandés no está funcionando ahora a su ritmo normal. Según dice usted, hay algo acerca de ese joven rostro femenino. Por alguna razón inexplicable, no puedo creer que ella nos mienta, y tampoco puedo creer que esté loca. Yo, tal como usted, tengo una increíble ansiedad por averiguar la verdad.

El cardenal Rooney observó que Justin se pasaba una mano nerviosa por sus rizos negros. Evidentemente el padre O’Carroll estaba también ansioso y trastornado acerca de otra cosa.

—Cardenal Rooney, usted me conoce desde hace dos años. Usted sabe que siempre he necesitado expresar mi pensamiento.

—Algunas veces tengo esa impresión.

El cardenal de pelo blanco sonrió.

—El motivo de mi visita, Eminencia… es que me gustaría permanecer aquí, en Newport, hasta el nacimiento. Comprendo, o por lo menos imagino, que todo sacerdote quisiera estar aquí. No veo razón alguna para que se me dé un trato especial… pero le ruego considere mi solicitud. Tengo un presentimiento muy intenso sobre esa joven, sobre el nacimiento.

El cardenal Rooney escrutó el rostro de O’Carroll; evaluó aprisa la petición del joven sacerdote.

—Estimo que por lo menos debo eso al cardenal Neeland en Dublín —dijo el cardenal—. Seguramente me desaprobaría si no permitiese a su protegido que estuviera presente aquí cuando Kathleen Beavier dé a luz. ¡Cualquiera que sea el desenlace!

»Sí, puede quedarse, padre. Para serme útil, yo quisiera que auxiliase al padre Milsap en todo cuanto necesite. Desde ayer el trabajo se le está amontonando. Demasiado para un solo sacerdote en cualquier caso.

El cardenal desvió la vista hacia el ventanal. Un jardinero de pelo blanco cruzaba alegremente el césped conduciendo una pequeña segadora roja. Por último, el cardenal Rooney sonrió y miró otra vez a Justin O’Carroll.

—Realmente, yo no debo ni un cigarro barato en las apuestas de caballos al cardenal Neeland. Le permito permanecer aquí porque usted ha tenido el valor de venir y pedírmelo. Ningún otro de mis sacerdotes ha tenido el arrojo suficiente para hacerlo. ¿Qué les sucede? ¡Dios mío! ¿Es que no creen en milagros?

Justin se arrodilló ante el cardenal Rooney y le rogó su bendición.

—Gracias, Eminencia.

Las palabras del joven sacerdote fueron un murmullo reverencial.

Y perdóneme por no decirle la verdad completa sobre mi deseo de quedarme aquí, con su permiso o sin él

ANNE Y JUSTIN

Cliffwalk-by-the-sea es un sendero de unos seis kilómetros que se adapta como una bufanda a la graciosa playa sudeste de Newport.

Aquí paseó otrora William Barkhouse con su dama, la «Reina de los Cuatrocientos»; John Kennedy cortejó a Jacqueline Bouvier en Cliffwalk cuando él servía en la Marina y ella era la debutante del año en Newport; Robert Redford y Mia Farrow dieron largos paseos por Cliífwalk en su película más reciente, El gran Gatsby.

Ahora eran Anne Feeney y Justin O’Carroll quienes caminaban a lo largo del histórico sendero.

Los ojos verdes de Justin hicieron guiños cuando miraron las líneas rodantes de borreguitos.

¡Es tan taimado e indignante para ser sacerdote!, pensó Anne mientras avanzaban por el camino. Desde luego, al padre Justin O’Carroll le movían poderosamente el bien y el mal sin distinción.

¿Cuál será la razón de que tantos muchachos irlandeses apuestos se refugien en el sacerdocio? Anne se encontró musitando esas palabras cuando ella y Justin ascendían a duras penas por el tortuoso sendero. En aquella isla pequeña y fanática se debe de vivir todavía como en el siglo XVIII… Si Justin hubiese nacido en América, digamos en Southey o Yorkville de Nueva York, seguramente no se habría hecho sacerdote. No con su aspecto. Y su elegancia. Tal vez hubiese sido médico. O actor de teatro. O quizás un distinguido hombre de negocios… Cualquier cosa menos sacerdote. Eso no sucede hoy en América…

En ese mismo instante, el propio Justin estaba intentando rechazar un violento asalto de la culpabilidad católica irlandesa con su anticuado estilo. Por cuenta de la increíble situación creada con el nacimiento virginal —el drama sin precedentes y las presiones emocionales—, Justin descubrió ahora que necesitaba estar con Anne más que nunca. Ayer habían dado largos paseos andando o en coche. Se diría que estaban visitando los lugares interesantes de Newport. Pero eso no era cierto. No se habían aún tocado y, sin embargo, el deseo estaba presente. «El hecho de que surjan tales sentimientos en unos momentos sagrados parece casi sacrilegio, blasfemia», pensó Justin. Él era un padre del Espíritu Santo, Anne una dominica. Él respetaba todavía solemnemente las razones que le habían inducido a tomar los votos y las sagradas órdenes. En el fondo del corazón deseaba aún ser sacerdote. Lo malo era que deseaba asimismo otra cosa. Él amaba a Anne Elizabeth Feeney, fuera monja o no.

Por fin, rezó en silencio una oración angustiosa pidiendo ayuda. Rogó que se le hiciera obrar como era debido.

Dios Padre en los Cielos… Dame resistencia… Dame fortaleza y sabiduría… No me permitas que dañe a Anne. No me permitas que dañe a la Iglesia que ambos amamos.

Luego, Justin miró a Anne.

—¿En qué estás pensando?

Una fugaz sonrisa cruzó por sus labios. Anne se encogió de hombros.

—Pues, no sé… Sólo estaba observando… y diciéndome que muchas de estas cosas tienen una idiosincrasia maravillosa. ¿No te parece?

Justin no creyó que las casas de Newport fueran el único pensamiento presente en la mente de Anne.

Anne continuó hablando.

—Resulta un poco deprimente la lenta desaparición de estas cosas… bueno, digamos ensoñadoras. Olvidando por un momento las desagradables realidades socioeconómicas, me encanta la idea de que hombres y mujeres siguieran construyendo estos hogares. Construcción de catedrales y palacios en sus mentes.

—A mí también —concedió Justin—. Especialmente las catedrales…

—No me gustan demasiado, supongo yo, las abstracciones que se están construyendo hoy día. Inmensos supermercados, torres comerciales acá y acullá. No sé, Justin…, ¿acaso soy una romántica acérrima?

Una sonrisa irónica aunque afable se extendió por todo el rostro de Justin O’Carroll.

—No, Annie, no creo que yo te catalogara jamás como una romántica. En verdad, algunas gentes podrían decir que tú rechazas el lado romántico de la vida.

—No empecemos. —Anne le tocó la manga de su chaquetilla roja de Boston College—. Hemos vivido dos largos días. Y Cliffwalk es demasiado hermoso para estropearlo. Por cierto, ¿cuándo tendrás que regresar a Boston? Verdaderamente tu párroco parece un tipo comprensivo.

Justin hundió ambas manos en los profundos bolsillos de sus pantalones caqui. Encogió los hombros en respuesta a la pregunta de Anne. No se sintió dispuesto todavía a hablarle sobre su entrevista con el cardenal Rooney. No encontró las palabras adecuadas para explicarle por qué no regresaría inmediatamente a Boston. No hasta el nacimiento del niño de Kathleen Beavier.

Ambos continuaron caminando por un sinuoso trecho de Cliffwalk bordeado de moreras, y desde luego más increíbles mansiones de Newport.

Pasaron por detrás del Millionaire’s Row, el lugar donde, según juraban los nativos, Henry James había acuñado la frase elefantes blancos.

Allí se hallaban The Breakers, Stanford White’s Rosecliff, Beechwood y la obsesionante Marble House de Richard Hunt.

Desfilaron uno tras otro ante esos inconcebibles hogares, pero Justin se encontró en un mundo aparte viéndose incapaz de dominarse respecto al terrible asunto con Anne.

Por mucho que lo intentara no podía enterrar dentro de sí sus verdaderos sentimientos. Por alguna razón inexplicable le pareció terriblemente erróneo, casi una cobardía, el interrumpir la persecución de Anne, el renunciar ahora a ella. Eso contradecía todo cuanto él sentía con tanta fuerza en el corazón.

—Escucha, Annie —empezó a decir—, algunas veces creo que tienes una imagen deformada de tu personalidad. Según me parece, te ves a ti misma como una dama enormemente tímida, retraída e inadecuada. Como una de esas chicas desvaídas que nunca llegan a la altura de sus madres, mujeres dinámicas y triunfantes en los medios sociales.

Las facciones de Anne se descompusieron al instante. Se sintió muy ofendida, tanto que apenas pudo hablar.

—Yo tomé un voto de humildad —consiguió decir—. Si es lo que quieres significar por tímida y retraída.

Verdaderamente, Justin no quiso decir nada más sobre el tema. Sin embargo, no pudo evitarlo; la quería tanto que fue incapaz de dominarse.

—A mi juicio, deberías romper tus votos de humildad —sugirió—. Creo que deberías hacerte absolutamente vanagloriosa, descubrir el significado de ser mujer.

»Annie —prosiguió Justin—, tanto si me quieres como si no, tú eres una mujer con una pasión hermosa y poco común por la vida. Debo decírtelo. Yo lo he visto en la práctica una vez y otra. En la Oficina Archidiocesana. Y aquí en Newport con Kathleen… ¿Crees realmente en la maravilla y la grandiosa individualidad del pueblo?

»Es un hermoso, muy hermoso atributo que me atribuyes con gran generosidad, pero tú eres la que lo posees. Tú eres la única, Anne. Eres mucho mejor que todos los votos religiosos formalistas del mundo. Todos, excepto tú misma, saben que eres una mujer excepcional —dijo Justin—. Ahora cerraré mi enorme pico. Y caminaré. E ingeriré las doradas fantasías de la América del 1910.

Durante todo su parlamento, Justin había temido mirar a Anne. Por fin lo hizo, y eso le partió casi el corazón.

Gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas.

Le había hecho daño.

Percibió claramente que esta vez había dañado mucho a Anne.

¿Por qué, Dios santo? Él había pretendido hacerle el más fino cumplido con sus palabras. Él había visto a Anne en la cumbre máxima de todo cuanto le parecía importante. Sólo había intentado explicárselo de la forma adecuada. ¿Por qué no se habría expresado mejor?

Desde que se conocieran en Boston, Justin había percibido que Anne no era como las mujeres que conoció en Irlanda, Tenía una voluntad férrea y un gran sentido de la independencia. Además, sufría una clara perturbación emocional. Luchaba abiertamente con su vocación en los confusos días de la América moderna. Ella percibía que muchas gentes caricaturizaban su vocación, aun siendo incapaces de comprender que esta vida podría tener su faceta espiritual. Sin duda ella quería ser monja… pero necesitaba desesperadamente que se la reconociera como una mujer moderna. Su dilema hacía vibrar una cuerda simpática en el caso de Justin. Éste se identificaba plena y profundamente con el último problema.

Anne había afectado de forma casi instantánea a Justin en caminos y áreas donde él se había creído siempre invulnerable. Ahora, él necesitaba estar con ella constantemente —paseando por el Boston Common, asistiendo a un partido entre Celtics y Catholic Charities, visitando una capilla— y sentía un extraño vacío depresivo cuando ella no estaba presente. Lo más turbador para Justin era su deseo irreprimible de ir con Anne a la cama. Una fantasía que le acompañaba a todas horas del día. Un dolor físico a lo largo de dos años. Una frustración todavía más dolorosa… ¿Estaría cometiendo un error? Justin supuso que sí. Pero tantos años de represión y privación debían surtir su efecto. Todo cuanto sabía él era que amaba a aquella mujer, a aquella encantadora monja, más de lo que había querido a nadie en su vida…

«La quiero —pensó Justin—, pero ella no me quiere a mí».

Inopinadamente, Anne se apartó de su lado y empezó a correr por la senda cubierta de vides silvestres.

Justin se quedó inmóvil mirándola marchar sin poder hacer nada. Sintió una confusión increíble, escuchó las rápidas pisadas de sus mocasines ascendiendo por el Cliffwalk, pasando por el llamado Rosecliff, una réplica del romántico Grand Trianon. La figura se perdió de vista entre los altos cedros.

Justin no tuvo siquiera la oportunidad de participarle la mala nueva. Lo pensó con ironía. No dijo a Anne que él colaboraría con el padre Milsap, en Newport.

Entretanto Anne, encontrándose ya en la encantadora Bellevue Avenue, un verdadero túnel de árboles, cesó de correr.

Se detuvo bajo el majestuoso pórtico negro de una de las fantásticas mansiones. Vio pasar un autobús turístico de Albany, un monstruo amarillo brillante totalmente atiborrado, y entonces supo por qué había huido de Justin. Al menos podía confesarse a sí misma la verdad, se dijo:

Ella estaba todavía muy enamorada del padre Justin O’Carroll. ¿Encaprichamiento? ¿Fantasía? ¿Algo desenfrenado? Se sintió enamorada trágicamente —según ella— y sin defensa posible del joven padre del Espíritu Santo.

Aquella noche, Anne caminó hasta la bahía frente a la vivienda Beavier. Sus ojos siguieron la marcha de un fantasmal avión de reacción surcando sin esfuerzo los oscuros cielos.

Veinte minutos antes, el padre Milsap le había comunicado que el padre O’Carroll formaría parte de su plana mayor en Newport.

«Sería demasiado absurdo analizar siquiera la cuestión», pensó Anne mientras se deslizaba por el labio cremoso del mar.

Se preguntó cómo se habrían divulgado los acontecimientos, y entonces decidió que ella no podía bregar sola con todo ello. Por lo menos no esta noche.

De repente se sintió sola y frustrada en Sun Cottage. Se creyó egoísta por alguna razón no especificada; se sintió tan confusa como jamás lo estuviera desde su edad adulta. Quiso dar rienda suelta a una rabieta de adolescente, pero comprendió que no le seria posible ser tan egocéntrica.

«Justin tiene razón en una cosa», pensó, mientras recorría la bahía de Newport. ¡Le amo tanto! Ella no había conocido nunca a nadie que se le pareciera ni remotamente, a nadie en quien pensara con tanta insistencia, y sobre el cual fantaseara tanto.

Dios amado…, finalmente empezó a rezar en el estilo coloquial que ella había adoptado desde que saliera del convento en Boston.

Por favor, ayúdame a obrar ahora como es debido.

Estoy confusa. Y muy asustada. Estoy perdida en un terreno nada familiar. Así están las cosas.

Algunas veces, por una multitud de razones complicadas, noto que no puedo creer como antaño.

Me llamo todavía hermana Anne. Pero no sé si quiero seguir siendo hermana. Creo que quiero al padre Justin O’Carroll, y no sé qué hacer al respecto.

Por favor, ayúdame a ayudarme.

Anne estaba tan absorta con sus propios problemas que no se apercibió de algo extraño en el escenario iluminado por el resplandor lunar.

Algo que perturbó y excitó considerablemente a los dos perdigueros dorados más allá de la playa.

Los murciélagos habían llegado.

MRS. WALSH

El ama de llaves, Mrs. Walsh, estaba arriba en su recóndito dormitorio junto al ático de Sun Cottage.

Pocos minutos antes, Ida Walsh había creído haber presenciado un terrible fuego.

Un devorador incendio dentro de su habitación.

¡Llamas! Horripilantes llamas anaranjadas y rojizas.

Ella estaba en el baño limpiándose los dientes y de súbito había visto a todos esos infelices quemados vivos. Entonces había arrojado el cepillo lleno de pasta dentífrica.

Era disparatado, imposible y, sin embargo, ¡le había parecido tan real!

¡Tan real!

Ida Walsh no había reconocido a nadie…, tan sólo almas perdidas suplicándole ayuda a gritos, intentando sacudirse las horribles llamas danzantes de fuego infernal. Entonces vio a Michael, su marido difunto. Michael estaba envuelto en llamas y lanzaba alaridos frente a ella.

Luego se esfumó. No consiguió hacer reaparecer la visión dantesca a pesar de sus esfuerzos.

El ama de llaves encontró su camino hacia el dormitorio y se desplomó formando un patético bulto. Se sujetó la cabeza con ambas manos y gimió en la penumbrosa habitación. Se le ocurrió utilizar el conmutador negro que encendía el número de su dormitorio en la sala de los sirvientes.

No. ¿Qué podría decirles? Se resistió a pedir ayuda.

¿Que acababa de ver unas hogueras terribles del Infierno ardiente en su aposento?

¿Que mi marido difunto, Michael, moría aquí envuelto en llamas?

Mrs. Ida Walsh se tragó dos pastillas sedantes sin tomar agua. Tuvo casi la seguridad de estar enloqueciendo. Durante aquellos últimos meses la cosa había ido en aumento. Y lo que era más horrible, ella no podía dominarse.

El fuego había aparecido simplemente ante sus ojos. Cuando estaba inclinada sobre el lavabo de su baño, ella había oído los grotescos gritos humanos procedentes de la nada. Y al mirarse en sus propios ojos, había visto el rostro sufriente del pobre Michael.

Pero si aún puedo pensar que estoy enloqueciendo —si puedo distinguir todavía la diferencia—, ello significa que no estoy loca del todo.

—Deteneos, por favor. No me asustéis así. ¡Sagrado Corazón de Jesús, yo no soy más que una pobre anciana! —clamó el ama de llaves—. Deteneos, por favor, de lo contrario enloqueceré.

Cuando Mrs. Ida Walsh se acurrucaba y empezaba a sollozar, un pensamiento mucho más horripilante pasó por su mente. A semejanza del fuego, se introdujo en su cerebro sin apercibimiento alguno.

Una voz.

Le habló una voz poderosa, irresistible.

El sacerdote conoce la verdad, oyó decir primero sin entenderlo.

El sacerdote de Roma conoce la verdad. Estáte a la mira del sacerdote con ojos oscuros.

Kathleen no es una criatura de Dios.

EL PAPA PÍO XIII

Mientras se vestía, el Papa Pío XIII escuchó distraído un disco de Vivaldi; se puso una sotana de damasco blanco sobre el sencillo traje negro hecho por Gammarelli, los sastres eclesiásticos en Roma.

Luego se echó sobre los escuálidos hombros una estola de cardenal, roja y dorada con ricos bordados.

Metió los pies en las familiares sandalias de pescador.

Por último se puso un solideo de seda blanca, el zuchetto, en la coronilla.

Desde los años cuarenta, reflexionó Pío mientras arrastraba los pies fuera del dormitorio, el poder absoluto de la iglesia para encarrilar los asuntos mundiales e influir sobre ellos, se está erosionando terriblemente… Quizás estuviera ahora a la vista el remedio de esa condición adversa. Quizá se dijese que esta noche representaba un nuevo comienzo para la Iglesia en la era moderna.

A las seis en punto, Pío accionó un ascensor de manejo manual y descendió al tercer piso del Palacio Apostólico.

Allí, en la biblioteca, presidiría la reunión más importante de toda su vida; probablemente la audiencia más dramática e importante concebida por cualquier pontífice desde la Segunda Guerra Mundial.

En la elegante biblioteca papal, catorce hombres y mujeres impecablemente trajeados ocupaban sillones colocados con deliberada negligencia para dar la impresión de un coloquio extraoficial.

En el primero de los butacones, Pío reconoció a Parker Stevenson, embajador de Estados Unidos en Italia. Junto a él la señora María Guerrero, representante oficial de España en el Vaticano; luego saludó cordialmente a sir William Palm, de Gran Bretaña, premier Francisco Nicco, de Italia, Wolfgang Osterrnan, de Alemania Occidental, y Mrs. Ruth Downing representante estadounidense en el Vaticano.

Cuando tomó asiento ante sus distinguidos visitantes, Pío inclinó la cabeza y rezó en silencio. Rezó por todo el pueblo, por los representados en la biblioteca papal, por aquellos países que no quisieron o no pudieron enviar sus representantes al Vaticano.

Por fin, Pío levantó la vista. Sus ojos sorprendentemente claros y penetrantes cruzaron miradas con los ocupantes del hermoso aposento.

Pío comenzó a hablar en latín; un sacerdote de su plana mayor tradujo las palabras en inglés y alemán.

Vos omnes vix scientes raptim advocatos nocte advenire potuisse magnopere honestatus guadeo.

Pío habló con una serenidad impresionante.

—Me siento muy honrado y satisfecho de que todos ustedes hayan podido venir esta noche —habló el traductor— pese a la breve anticipación del aviso. Y con una explicación muy inadecuada por nuestra parte.

Compertum babeo vos non fugisse qua in causa sit puella Catharina Beavier in America commorans.

—Estoy seguro de que todos ustedes conocen la situación referente a la joven Kathleen Beavier en América.

—Yo quisiera que ustedes supieran ante todo una cosa: la Iglesia no ha adoptado un criterio oficial sobre el posible nacimiento divino en América —continuó Pío—. Se dan circunstancias atenuantes que dificultan para Nos cualquier decisión.

»Cada uno de sus países está experimentando ahora una crisis singular de una forma u otra. A esta hora hay gran revuelo, gran confusión y sufrimiento en el mundo entero.

»Una epidemia de polio está llevándose muchas vidas en los Estados Unidos. La plaga de langostas y otros insectos está creando graves problemas por toda el África Central. Una sequía cruel está matando diariamente a millares de seres en la India.

»Éstos son desastres naturales extraordinarios —la mirada de Pío pasó lentamente de un rostro a otro alrededor de la habitación—. Es difícil aceptar o racionalizar el hecho de que todas estas cosas ocurran al mismo tiempo.

»Ello me lleva a justificar mi mensaje urgente de esta tarde. Mucho me temo que sea una seria advertencia para todos sus Gobiernos, para los pueblos de sus países. La advertencia es ésta: todos nosotros debemos prepararnos ahora para afrontar la posibilidad de un gran cambio en el mundo, un posible caos e incluso una época apocalíptica…

»Hay una presencia maligna en el mundo cuya fuerza es innegable por el momento… Si esto suena melodramático, consideren por favor que yo sé muy bien cuan expuesto estoy a hacer el ridículo ante ustedes. En circunstancias ordinarias yo no hablaría de una forma tan imprudente.

»Les ruego tomen mi aviso con toda seriedad. Les ruego presten atención a este aviso, formulado por vez primera durante este siglo en Fátima, el año 1917. Es el aviso transmitido a todos por los Testamentos Antiguo y Nuevo. La premonición de un Juicio Final al cual deberemos llegar algún día.

Pío cesó de hablar. Paseó la mirada por el círculo de sillones y percibió preocupación, miedo incipiente.

El supo que debía inculcarles el significado de los acontecimientos en marcha. Que debía proclamar el aviso… como estaba preordenado:

Un aviso papal sobre el caos generalizado.

La posibilidad del Apocalipsis.

Un recordatorio de los mensajes secretos de Fátima.

El misterio sin esclarecer de Kathleen Beavier en América.

—¿Me permiten darles mi bendición? —inquirió Pío con voz afable, lo cual recordó a los visitantes que estaban en presencia de un gran hombre santo.

»Buen Padre, os ruego amparéis a estos hombres y mujeres en d trabajo que deban hacer —entonó Pío—. Satán, con todo su poder, no prevalecerá sobre nosotros.

»Res Diabolo nos ne vincant —susurró después el Santo Padre.

»Satán no nos vencerá.