EL PADRE ROSETTI
San Juan de la Cruz, en Saugerties, era un conglomerado de edificios acastillados color siena y gris en una boscosa área de 135 kilómetros al norte de Nueva York.
Mientras su vehículo traqueteaba por un sendero trillado, el padre Eduardo Rosetti se sintió impresionado; primero ante la belleza natural del paisaje, y después por la quinta secular y los cottages de arenisca en donde se alojaban los trastornados y melancólicos sacerdotes, así como los hermanos laicos de la Archidiócesis neoyorquina. Era en aquel insólito sanatorio donde Rosetti esperaba dar respuesta al interrogante vital sobre su investigación de la virgen.
Ya dentro de aquel hogar casi medieval, un monje de cabeza pelada, el hermano Thomas Brendan, condujo al visitante romano por pasillos cuyas paredes pétreas reproducían ampliamente el eco de sus voces y pisadas como si fueran pistoletazos. A lo largo del camino, el padre Rosetti vio sobre todo sacerdotes ancianos aunque también algunos sorprendentemente jóvenes.
Por último, abrió una puerta de roble oscuro. El padre Rosetti se vio de repente ante monseñor Joseph Stingley —quien fuera proscrito en 1978, aparentemente por sus radiales enseñanzas «a sangre y fuego»— su antiguo mentor y confesor en el Concilio lateranense de Roma: un erudito del Apocalipsis.
Rosetti echó una ojeada al aposento de monseñor en San Juan. Paredes cubiertas de estanterías. Junto al mayor de los dos ventanales, un lecho sin hacer y una enmarañada mesa de trabajo. Por toda la estancia se veía la colección habitual de estatuillas chinas, griegas y del Extremo Oriente.
—Edward, ¿cómo estás? —Monseñor Stingley abrazó al padre Rosetti—. El hermano Thomas me anunció tu llegada, pero no pude creerle. Dije al hermano que seguramente se había incorporado a las filas de los «santificados» en San Juan.
—He venido porque creo haber encontrado finalmente la respuesta a su antiguo interrogante acerca de san Anselmo y sus pruebas sobre la existencia de Dios.
El rostro macilento del canoso monseñor esbozó una sonrisa.
—A fuer de sincero, padre Rosetti, pongo en duda eso. No lo creo.
Ambos tomaron asiento ante la atestada mesa. Por la ventana, el Hudson semejó una tersa autopista grisácea.
Joseph Stingley habló al fin.
—Basta de dar beligerancia a los circuitos cerrados hospitalarios. Usted es ahora el principal de la Congregación de Ritos, lo comprendo. Esto impresiona mucho a un propagandista veterano del Vaticano como yo. ¿Cómo se le ocurre que yo pueda ayudarle? ¿Cuál es la causa de que el Investigador jefe visite América por vez primera desde que la Madre Seton expusiera sus estimaciones?
El padre Eduardo Rosetti miró de hito en hito los conocidos ojos de un azul acerado.
—Monseñor, yo sé que usted conoce el secreto de Fátima. El mensaje de la Virgen. La promesa… y la advertencia de la Virgen.
Joseph Stingley no respondió. Sus ojos no expresaron nada.
—Usted estuvo con Pablo VI durante la mayor parte de su dolencia. Él se refirió a Fátima y usted estuvo presente. Usted lo escuchó todo, monseñor.
Una expresión displicente desfiguró el rostro de monseñor Stingley.
—¿Por qué recurre a mí si ambos compartimos la misma información?
Sentado allí en el pequeño aposento de San Juan, el padre Rosetti rememoró vívidamente el ataque paralizador en las calles romanas, las agresivas motocicletas, los chirriantes murciélagos…
—Por favor, monseñor, necesito saber cómo va a terminar esto. Mi investigación. La búsqueda de la virgen. El proceso apocalíptico.
»Deseo que me revele cuál será el desenlace… El descenso al Averno que yo he iniciado ya…
Monseñor Stingley se levantó y miró de arriba abajo la desordenada mesa y a Eduardo Rosetti. Luego, se alejó arrastrando los pies hacia una de sus atiborradas librerías. Repentinamente, se desmoronó todo su cuerpo. Sintió un intenso escalofrío.
—Para comenzar, lo peor…, la pérdida de dominio, la pérdida de voluntad, que usted experimentará. Usted comprobará que no tendrá libertad para elegir. Ninguna libertad para pensar y actuar. Esto será el comienzo. Esto es el comienzo. ¿Se imagina lo que será? ¿Perder todo control sobre la propia voluntad…?
»A renglón seguido, sentirá un decaimiento de cuerpo, mente y espíritu. Perderá toda esperanza, padre Rosetti. Y esa desesperanza corrosiva, esa abyecta sensación de impotencia y futilidad, será la más demoledora de todas las experiencias humanas concebibles. Mucho peor de lo que usted pueda suponer.
»Cuando sobrevenga esto, cuando no haya nada en su mente y alma salvo la desesperanza abismal, infausta, entonces usted sabrá que está a punto de dar el primer paso ignominioso hacia el Infierno.
Joseph Stingley se mantuvo erguido ante el ventanal de un azul deslumbrante dando la espalda al sacerdote del Vaticano. Pareció como si no quisiera enfrentarse con el padre Rosetti en esa coyuntura.
—Padre, ahora mismo yo rogaría a Dios Todopoderoso que se apiadara de usted. Pero eso sería engañarle con falsas esperanzas. Padre Rosetti, no siga adelante con su terrible investigación. ¡No debe hacerlo!
Monseñor Stingley dio media vuelta… y se encontró con una habitación vacía.
El padre Rosetti caminaba ya por los largos y resonantes corredores desfilando ante murmurantes monjes.
Apretó el paso.
Lo avivó más todavía.
Abandonó corriendo San Juan de la Cruz.
—¡Te lo suplico, padre! —oyó gritar a sus espaldas—. ¡Nadie tiene derecho a exigirte eso! ¡Ni siquiera el Papa tiene derecho a exigírtelo!
»¡PARA CONDENARTE A UNA VIDA ETERNA EN EL INFIERNO!
CARDENAL JOHN ROONEY
Aquel domingo fue un día congelador en Washington. Durante toda la jornada se elevaron sin pausa, a lo largo de Bay City, humaredas de un gris azulado para fundirse con un cielo alto igualmente sutil. Durante todo el día, los rumores sobre un posible nacimiento virginal en Nueva Inglaterra fueron incrementándose con una celeridad y un histerismo sin precedentes. Al anochecer del domingo el arzobispo de Boston, cardenal John Rooney, publicó una declaración desde su despacho, situado a gran altura sobre la Commonwealth Avenue:
«Atendiendo al creciente interés sobre el embarazo de Kathleen Beavier, se celebrará el próximo lunes una conferencia restringida de Prensa.
Dicha conferencia tendrá lugar en Sun Cottage, residencia de los Beavier en Newport. La propia Kathleen Beavier estará presente para responder a las preguntas.
Entrada sólo con invitación. Así pues, hasta el lunes estaréis en mis oraciones. Dios os bendiga».
MAÑANA DEL LUNES
Durante su clase de las nueve del lunes, en Providence College, el doctor Leonard Caputo, un vehemente y entusiástico profesor laico de Teología, decidió hablar sobre la virgen.
—¿Alguno de ustedes, caballeros, sabe algo sobre la obra The Golden Bough de Sir James Frazier? —empezó diciendo el doctor Caputo.
No se oyó ni una sola respuesta de sus adormilados discípulos, cuya mayor parte eran graduados de Educación Física y Ciencias Económicas.
—Es un libro clásico que trata de mitos antiguos —dijo al fin uno de los jóvenes.
Más silencio.
Por fin, se oyó un profundo suspiro del doctor Leonard Caputo.
—En el siglo IV después de Cristo (Caputo decidió comenzar su lección con algo ajeno a Sir James Frazier) Santa Úrsula organizó un famoso y espeluznante peregrinaje a Roma. Fue un peregrinaje de once mil vírgenes.
Esa idea estimulante, quizá la metáfora, suscitó cierta animación a lo largo de los maltrechos pupitres del aula. Los ojos enrojecidos se abrieron. Incluso alguien silbó.
—Así fue exactamente. Las vírgenes fueron atacadas y violadas —explicó Caputo empezando a enardecerse con el tema.
»Caballeros. ¿Qué opinan ustedes sobre esa virgen de Newport? Seriamente. El cardenal de Boston se traslada hoy a Newport. Hará una declaración sobre el posible natalicio virginal en el siglo XX. ¿Qué significa eso para los jóvenes cristianos de la actualidad?
Otros dos muchachos de unos veinte años, distribuidores de gasolina en Newport, estaban departiendo sobre la virgen en la estación Mobil de la Thames Street.
—Escucha, Neal…, ¿sabes lo que sucedería a mi entender si Jesucristo descendiera otra vez a la tierra? —preguntó George Winters, un refunfuñón aprendiz de mecánica cubierto con una gorra roja Red Sox.
—Si yo supiera lo que piensas antes de que me lo cuentes…, tendría problemas tan gordos como los tuyos.
—Claro. Bien. Yo creo que le matarían una vez más, le crucificarían una vez más.
Situada sobre una colina de hermosa conformación a un kilómetro escaso de la estación Mobil, el Sagrado Corazón era la pintoresca iglesia que había visitado el presidente John y Jacqueline Kennedy cuando la Casa Blanca veraniega estaba en Hammersmith, Newport, casi treinta años atrás.
El lunes por la mañana dos mujeres ancianas de Newport, Irene Goodman y Nettie Blatt, charlaban animadamente mientras salían arrastrando los pies de la graciosa iglesia con dos capiteles gemelos. Las dos viejas señoras se iban sujetando los sombreros contra la brisa marina, y al propio tiempo ellas creaban una corriente alternativa con su borrascosa conversación.
—¿Has oído lo que yo, Irene? —preguntó Nettie Blatt.
—Bueno, no lo sé todavía, querida. ¿Qué has oído?
La mejor amiga de Nettie, Irene Goodman, era una mujer perpetuamente acongojada que trabajaba todavía como archivadora en la empresa «Beattie & Grum Insurance Company».
—Según parece… la chica Beavier estuvo fuera en esa gran fecha secreta. Estuvo fuera con algún admirador local cierta noche de marzo. De eso hace aproximadamente nueve meses, Nettie. Se dice que tuvo un buen lío. El rumor corre por todo el Rogers High School.
—¿Cómo averiguaste eso, encanto?
—La hija de Betty Brown se lo contó a ella. Ya sabes, su hija Reenie. Ella va también al Rogers.
—Uuum… —Nettie Blatt emitió un sonido gutural—. Me muero por conocer la historia que se está cociendo en la casa Beavier, allá por la Ocean Avenue.
—Yo también, Nettie, yo también. Apostaría, digo, apostaría a que sucederá una maravilla terrífica. Asiste el cardenal y todo.
—¡Vaya! ¡Niño divino! —exclamó Nettie Blatt algo desdeñosa, pero sin olvidar santiguarse.
ANNE Y JUSTIN
Bien temprano en la mañana de un delicado azul en la que el cardenal Rooney celebraría su conferencia de Prensa, Anne paseó por la orilla del mar para meditar y rezar.
Balanceando en la mano su tercera taza de café aquella mañana, acortó camino por un sinuoso sendero atravesando las hierbas altas de las dunas que bordeaban la playa. Luego, caminó junto al agua rumorosa dejando que las perezosas olas le lamieran los tobillos desnudos, dejando que los guijarros de color crema y salmón se le introdujeran entre los dedos.
Mientras Anne pensaba sobre Kathleen, marcó con sus huellas la ondulante línea del agua; se preguntó qué podría significar ahora la implicación personal del cardenal Rooney.
Sobre todo, intentó imaginar qué podría decir el cardenal en la importante conferencia de Prensa, convocada para las cinco y media de la tarde. Todo cuanto había conseguido averiguar hasta entonces era que los corresponsales llegaban de todas partes a Newport y estaban llenando rápidamente los escasos hoteles de la localidad. Uno de los pinches, que vivía en la ciudad, le había dicho que Thames Street tenía aquella mañana el mismo ambiente que en plena temporada veraniega. A las siete se había formado ya una gran cola ante el café «Poor Richard».
Escalando una duna de tres metros, en donde ondeaba hierba playera y brezo escocés, Anne volvió la vista hacia la imponente mansión.
Un poco hacia el Este se dejó ver su viejo «Buick Special» negro traqueteando a lo largo de una fila de pinos albares. El horrible coche se detuvo. Se lo aparcó —un error imperdonable— en la avenida Beavier, una calzada impecable con su gravilla blanca.
El corazón de Anne empezó a alterarse. Inesperadamente, ella misma tuvo dificultades para mantener el equilibrio sobre unas piernas temblonas. Sintió que todo su cuerpo enrojecía.
El padre Justin O’Carroll había llegado a la mansión Beavier.
Protegiéndose los ojos contra el reflejo solar de la blanca residencia y de las dunas todavía más blancas, el padre Justin descendió del «Buick Special» modelo 1965 que él rescatara de la hacienda de un monseñor en Wilberham, Massachusetts.
La silueta de Justin, con sus 1,82 metros, se elevó sobre el aerodinámico automóvil, su orgullo y deleite en América. Su rizado pelo rojizo y fornida constitución sugirieron diversas profesiones, cualquiera menos la del sacerdocio.
A decir verdad, Justin mostró una sonrisa radiante, bendiciente, pero eso se debió más bien al resol que a la estimulante sensación producida por su inminente encuentro con Anne.
Observó cómo se le acercaba Anne caminando a través de las dunas y experimentó un vuelco del corazón. Era todavía demasiado vulnerable.
Su pelo oscuro captó el sol matinal. Anne pareció caminar a paso lento.
Por último, ambos quedaron uno frente al otro en la avenida conducente a la mansión Beavier.
Anne hizo alto a la distancia de un brazo extendido. Durante unos instantes, su mente quedó en blanco. No supo qué decir.
—Siento haber llegado de esta forma —dijo por fin Justin—. Hoy la gente se está aglomerando en Newport. Parece casi tan inaguantable como la muchedumbre de la Copa de América. Los peregrinos vienen a presenciar el milagro virginal, Anne. Yo estoy aquí como cualquier otro. He venido para ver a la madre virgen.
Sin poder remediarlo, Anne sonrió al sacerdote irlandés y le tendió la mano.
—Celebro que hayas venido, Justin. He deseado hablar contigo desde que sucedió esto.
—¿Ha acumulado tu viejo coche algunos cuantos kilómetros más?
—Cien mil, por lo menos.
—Entonces demos un paseo. Así te contaré lo que está aconteciendo aquí, a mi juicio. Me gustaría conocer tu opinión. Tenemos mucho de qué hablar.
Justin siguió favorecido por la suerte y encontró un espacio para aparcar en la turística Thames Street de Newport. Luego, él y Anne se encaminaron sorteando la estruendosa circulación hacia Bowen’s y Bannister’s Wharfs.
Desde mediados de los años 1970 la antigua plaza del mercado, en Colonial Newport, era la sede de una pequeña concentración comercial. Allí había numerosas tiendas de artes y oficios, simpáticos cafés con terrazas al aire libre y algunos restaurantes coloristas a orillas del mar. Justin y Anne pasaron ante los restaurantes «Black Pearl» y «Clarke Cook House», ante una tienda de bisutería llamada «HMS Bliss», la «Gallery Eastbourne» y el «Spring Pottery Store», donde un auténtico horno antiguo estaba encendido y empezaba a funcionar.
Algo más allá del «Pottery Store» estaba el «Ezra More Café», un local bullicioso adonde entraron Anne y Justin para tomar café, charlar… y quedarse petrificados al verse juntos.
Primeramente, Anne intentó hablar sobre lo sucedido entre ambos; lo sucedido en New Hampshire, lo sucedido en Boston cuando ella se distanciara de repente. Cuando resultó imposible discutir un asunto tan penoso para ambos, decidieron departir exclusivamente sobre Kathleen. Cada cual procuró soslayar al otro como si jamás hubiera existido.
—Anoche, después de la cena —dijo Anne cuando llegaron las tazas de café— hablé con el médico de cabecera, quien suele visitar la casa para hacer un reconocimiento a Kathleen.
—¿Es el que confirmó al principio la virginidad de Kathleen? —inquirió Justin.
—Sí. Por cierto, el doctor Armstrong es católico. Entre unas cosas y otras expuso algunos puntos interesantes sobre el nacimiento. Sugirió la posibilidad de un agente externo, quizás un virus que pudiera provocar la duplicación de los cromosomas. Según dijo el doctor, esto es bastante frecuente.
—Partenogénesis. He leído un poco al respecto —repuso Justin inclinando la cabeza.
—Ahora bien, el doctor Armstrong lo creyó improbable en el caso de Kathleen —prosiguió Anne—. Ninguno de los análisis lo ha confirmado… Sin embargo, él tocó otro punto. Hay un dilema fundamental, según el doctor Armstrong: ¿quedará intacta Kathleen después del parto?
—El Vaticano no investigará el nacimiento a menos que ella siga siendo virgen —dijo Justin—. Y me temo que no lo haga de ninguna forma.
Anne replicó:
—Como mujer he pensado siempre que el criterio de la Iglesia sobre ese tema es degradable para todas las madres que han dado a luz de forma natural. Parece inferir que el parto y las mujeres son algo deshonesto e indigno.
Justin meneó la cabeza.
—Retengo en la memoria una idea disparatada. Sobre algunas mujeres que quedan embarazadas porque hay semen en su bañera.
—Un cuento de viejas viudas. El doctor Armstrong dice que la temperatura normal del cuerpo controla la actividad del semen. El descarta todas esas teorías de chicas que pueden quedar embarazadas en piscinas o bañeras. No obstante, escucha esto.
»Una mujer puede permanecer intacta, pero hay una minúscula abertura por la cual se efectúa la menstruación. Si Kathleen hubiese estado drogada o desvanecida —sugiere el doctor Armstrong—, es posible que un hombre intentara tener contacto sexual con ella, y entonces podría depositar semen por excesivo enardecimiento pero sin llegar a la penetración total. Siendo así, ella seguiría siendo virgen. No sabría siquiera cómo había quedado encinta.
—¡Qué gran detective hubieras sido! —Justin hizo una mueca irónica—. La versión de nuestra Iglesia sobre Rabbi David Small…, que en viernes el Rabbi hizo Esto o Aquello… ¿Es así como ve el doctor Armstrong lo sucedido, Anne?
—No. Ni mucho menos. El doctor Armstrong cree que habrá un nacimiento divino aquí, en Newport.
ELIZABETH SMITH PORTER
Desde su ancha cama de matrimonio en el «Newport Goat Island Sheraton», Elizabeth Porter tenía una espléndida vista del puente Jamestown con sus templados arcos.
—¿Qué habrán producido Dios y The Times? —susurró mientras observaba la notable circulación… ¿de quiénes?
¿Creyentes? ¿Incrédulos? ¿Simples curiosos? ¿Perseguidores de ambulancias?
La crónica de Elizabeth, sobre la parturienta virginal, era lo que los periodistas cuarentones denominarían noticia candente. Tenía los ingredientes necesarios para mantenerse en primera plana durante un largo período: misterio y controversia, religión y sexo.
Era el tipo de noticia desconcertante que desequilibraba a las gentes. Consecuentemente, todo el mundo discutía de ello en las cafeterías, las colas de teatros y durante la cena en casa.
Un poco más tarde, Liz Porter salió presurosa de su apartamento de motel para presentarse a tiempo en la mansión Beavier. Mientras avanzaba a zancadas por el aparcamiento, se sorprendió a sí misma haciendo algo que, según podía recordar, no había hecho desde hacía quince o veinte años.
Elizabeth Smith Porter estaba rezando un Padrenuestro.
No fue porque creyera en la virginidad, sino más bien porque le resultaba difícil darle crédito.
MR. Y MRS. BEAVIER
Charles Beavier se acercó al florido espejo donde Carolyn estaba absorta pasándose el peine por la melena. Él se dijo que su esposa conservaba todavía una belleza innegable a los cuarenta y ocho años. Incluso bajo la insostenible presión ejercida por el embarazo virginal de Kathleen, Carolyn parecía valiente y dueña de sus nervios.
Él le pasó un brazo por el esbelto talle.
—¿Sabes lo que he comprobado hoy acerca de ti? Algo en lo que he estado cavilando mucho últimamente.
Carolyn le miró a través del espejo y sonrió afectuosa.
—¿Qué comprobación puedes hacer sobre mí a estas alturas?
—Bueno, veinticinco años después de nuestra boda… te sigo queriendo tanto como antes. Más, creo yo.
Carolyn Beavier bajó la vista.
—Yo no cambiaría por nada nuestros años. Te amo tanto, Charles… —susurró y Mrs. Beavier se volvió para mirar de frente a su marido.
Aquellos últimos meses, y sobre todo las últimas semanas, habían sido una horrible ordalía, algo indescriptible. Su hija, la chica con quien convivieran y a quien criaran amorosamente durante diecisiete años, había cambiado de repente. No era que Kathy hubiese sufrido un cambio radical. Pero las circunstancias habían originado una evolución drástica. Ese nacimiento. Ese increíble nacimiento virginal. La sospecha eclesiástica de que Kathy pudiera ser la madre de Dios… ¿Cómo podía ser posible eso? ¿Cómo podía ser posible tal cosa? ¿Qué significaría eso para ella y Charles? ¿Qué le ocurriría a Kathy cuando naciera el niño?
—Charles, me pregunto si habremos dado lo suficiente de nosotros a Kathy. Algunas veces temo que la hayamos apartado de nuestras agitadas vidas. ¡Cuánto me gustaría que ella y yo estuviésemos más unidas! ¡Quiero tanto a Kathy…!
—¿Se lo has dicho a ella? —preguntó Charles.
—No lo suficiente hasta ahora. Creo poder mejorarlo. Espero que no sea demasiado tarde.
—No lo es. Todo saldrá bien. Estoy seguro.
—Ruego porque todo concluya bien hoy. Dios mío, ¡qué duro es esto! Hemos caído en un auténtico infierno.
—Vamos abajo, querida —murmuró Charles—. Te quiero mucho, mucho.
—Me tiemblan las piernas, créeme… ¿Quieres cogerme la mano, Charles, por favor?
KATHLEEN
Cuando el ama de llaves, Mrs. Walsh, estaba aseando el dormitorio de la hermana Anne, creyó oír la voz de Kathleen. Ida Walsh interrumpió su trabajo y se deslizó de puntillas hacia el penumbroso pasillo. Sintió como un alfilerazo en las orejas bajo la cofia que cubría su pelo blanco.
—¡Dulce Corazón de Jesús, María y José! —bisbiseó Mrs. Walsh.
¿No estaría la joven declamando sus oraciones antes de la importante reunión con los periodistas?
Ida Walsh no consiguió entender las palabras. Pero no…, Kathleen parecía estar hablando con alguien.
No era su madre ni su padre. Tampoco la hermana Anne o el padre Milsap. El ama de llaves reflexionó. ¿Quién sería entonces?
Mrs. Walsh se acercó cautelosa al dormitorio de la niña.
Adoptó una posición perfecta para ver la imagen de Kathleen reflejada en el espejo de su tocador… Ahora un poquito a la derecha y podría ver claramente quién más estaba allí…
¡Dulce y Sagrado Corazón de Jesús!
El ama de llaves dio un paso atrás. Se llevó la mano derecha al pecho. Mrs. Ida Walsh quedó estupefacta, horrorizada.
Desde luego, Kathleen Beavier estaba hablando con alguien. Y hablando en voz alta. Gesticulando con gran animación.
Pero no había absolutamente nadie en aquel aposento.
Y el espejo de la joven —el ama de llaves tenía la seguridad de haberlo visto— estaba lleno de llamas doradas y carmesíes cada vez más altas y envolventes.
EL PADRE ROSETTI
El padre Rosetti aceleró la marcha cuanto pudo por la atestada Octava Avenida neoyorquina mientras se preguntaba dónde podría presenciar la trascendental conferencia de Prensa.
Su reacción ante la historia de Kathleen Beavier fue de trauma y desespero. Había sido un craso error el publicar tal noticia en América. Ahora, él podría hacer muy poco o tal vez nada. Iría a Newport para entrevistarse con Kathleen Beavier lo antes posible. Mantendría en secreto la noticia sobre una segunda virgen irlandesa. Cualquiera que sea el desenlace, será la Voluntad de Dios. El padre Rosetti rezó.
Las cinco y treinta y cinco. El padre Rosetti miró su reloj. Era preciso encontrar un televisor. Sin demora. La conferencia en Newport se transmitiría de un momento a otro.
Verdaderamente, el padre Rosetti necesitaba ver a la virgen; necesitaba oír su voz y descubrir la verdad en sus ojos.
Rosetti emprendió la carrera; se abrió paso entre los erráticos y desesperantes peatones de la Octava Avenida.
Por fin vio lo que necesitaba. Dentro de un maltrecho escaparate con el letrero MARTIN’S GRILL. Un televisor proyectando luces fantasmales entre rojizas y azuladas.
Al entrar en aquel bar, el sacerdote del Vaticano topó con una mezcla de col hervida, cerveza agria y salchicha irlandesa. Oyó quejas cuando se anunció que se iba a suspender un partido de los Yankees para dar paso a una emisión especial.
Las caras largas alineadas en la barra se volvieron lentamente hacia la puerta de entrada.
—Aquí está el petimetre que podrá presentar nuestras quejas.
Un gracioso del bar apuntó al sacerdote.
—No, no —dijo el padre Rosetti—. Esto es muy importante. Me refiero a la conferencia de Prensa.
El sacerdote alzó la vista hacia la pantalla de televisión.
El cardenal de Boston apareció de cintura para arriba. Luego, una vista de la hermosa residencia costera donde vivía la chica. Mientras contemplaba aquello, el padre Rosetti rememoró su reunión con Colleen Galaher. La virgen Colleen.
De súbito vio a Kathleen Beavier en el televisor de color.
Se quedó mirando fijamente a la rubia virgen americana. Rogó para sus adentros que las cámaras acercaran más la imagen, mostrando claramente el rostro de Kathleen. Que le permitieran ver los ojos de Kathleen. El padre Eduardo Rosetti empezó a orar en el ruinoso bar de la Octava Avenida.
Pronto llegará a todos vosotros el Sagrado Niño. Muy pronto, ahora mismo.
KATHLEEN
17:30 h., 30 de setiembre de 1987
Una niebla grisácea y húmeda empezaba a extenderse por Sun Cottage cuando se condujo a Kathleen por los rasposos peldaños del porche trasero.
Allá arriba el cielo apareció pintado de un gris ceniza y largos jirones purpúreos. Las lámparas en los ventanales del salón de estar se fundieron con la cálida luz amarillenta de la avenida, según lo acostumbrado en las noches otoñales e invernales.
Kathleen se estremeció sin poder evitarlo cuando varias máquinas fotográficas lanzaron fogonazos de magnesio desde el penumbroso césped.
Su familia y el clero formaron una barrera protectora de dos en fondo tras la cuña de luces y micrófonos colocados sobre una mesa de 6 metros destinada a los banquetes.
En el lado opuesto de esa mesa se arracimaron cien o más periodistas, ente los cuales se veían muchos rostros conocidos.
Kathleen contempló atónita aquella escena irreal brillantemente iluminada y tembló otra vez. Su pulso cambió de marcha pasando al ritmo de carrera.
Más máquinas fotográficas lanzaron fogonazos y detonaron ante sus propios ojos. Varios magnetófonos empezaron a ronronear, listos para la grabación. Reporteros y cámaras se empujaron unos a otros deseosos de ocupar mejores posiciones para ver a la joven virgen.
Kathleen se retorció sin darse cuenta su sencillo vestido blanco. Ahora se sintió extremadamente nerviosa y atemorizada. Se preguntó qué pensarían de ella todos aquellos hombres y mujeres.
¿Se imaginarían estos periodistas que ella era una horrible embustera? ¿La tendrían por un monstruo? Kathleen no pudo encontrar respuestas mientras miraba a aquel mar de ojos brillantes y humedecidos que no apartaban la vista. Era como mirar por un espejo fantasmal de una sola dirección.
—Gracias a todos por venir. Gracias por presentarse aquí pese al apremio del aviso.
Con su gran estatura y evidentemente impresionante en su elegante indumentaria clerical roja, el cardenal John Rooney empezó a hablar con el tono más convincente de hombre del pueblo.
—¿Me hacen el honor de acompañarme en una breve plegaria? Un Ave María. —El cardenal Rooney unió ambas manos e inclinó la cabeza. Luego, comenzó a orar con su voz recia y experimentada—: Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres, bendito sea el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
Después de la oración y tras un breve y prudente exordio, el arzobispo de Boston se ofreció para responder a cualquier pregunta fundamentada que quisieran hacerle los periodistas. El cardenal Rooney prometió que tras esa sesión de preguntas y respuestas, haría una declaración sobre la Virgen y el criterio de la Iglesia acerca del inminente nacimiento.
Un hombre enjuto vistiendo un Burbury color tostado inició las preguntas.
—Charles Swerdlow, Chicago Sun-Times:
»En estos tiempos me parece, a mí y a muchos otros con quienes he consultado, que la Iglesia atraviesa por un período difícil, algunos dicen de extinción. —El corresponsal habló con un agradable acento del Oeste Medio—. Ahora leemos sobre el próximo Sínodo de Cristo. Una asamblea eclesiástica, universal e importante, donde parece muy probable la adopción de grandes cambios. Hemos oído rumores sobre un posible cisma, incluso entre los conservadores y los comunistas dentro de la Iglesia. ¿Existe alguna conexión entre esas dificultades políticas y lo que está aconteciendo aquí, en Newport?
El cardenal Rooney repuso con un tono confidencial, primero al interpelante de Chicago y después a su expectante auditorio.
—No quiero parecer apologético, el período apologético de la Iglesia ha dado fin, creo yo, pero no debería haber tanta decepción e inquietud porque los jefes de la Iglesia luchen entre sí. La Iglesia es humana. Ahí está el quid. Pero también su energía y belleza. La Iglesia intenta siempre corresponder a las enseñanzas de Cristo.
»Respecto a la política eclesiástica y Kathleen Beavier, no hay, que yo sepa, ninguna conexión entre este acontecimiento y el próximo Sínodo de Cristo. El nacimiento de este niño no es un acto político, puedo asegurárselo.
—Jean French, ABC News:
»Cardenal Rooney, ¿representa esta conferencia una posición adoptada oficialmente por la Iglesia? ¿Se ha consultado a Su Santidad el Papa Pío sobre lo que se va a decir aquí?
—No estoy hablando ex cátedra. —El cardenal Rooney hizo un guiño a la mujer de pelo entrecano cuya imagen le era familiar por haberla visto muchas veces en televisión—. Sólo el Santo Padre puede hablar con infalibilidad, bajo la guía divina, si prefiere expresarlo así. Pero, sí, se ha consultado con el Papa sobre lo que me propongo decir aquí.
»El hecho es que la Iglesia se interesa por el nacimiento del niño de Kathleen Beavier. Si no fuera así, yo no estaría aquí.
»Oficialmente…, hoy no voy a decir mucho más que eso.
El cardenal Rooney hizo una pausa para tomar un trago de agua. Luego sonrió a los periodistas, admirando su prudencia y tacto hasta el momento.
—Permítanme agregar unas palabras en respuesta a esa última pregunta. Y por favor, comprendan que yo pugno también por encontrar respuestas. Procuren hacerse cargo de mi alusión anterior… Nosotros, los de la Iglesia, somos seres humanos falibles. Casi todos nosotros intentamos hacer el mejor trabajo posible. Conocemos bien los errores de la Iglesia en tiempos pretéritos, pero estos errores no deben ensombrecer el ministerio de nuestro Señor Jesucristo.
La voz honda e impresionante del cardenal Rooney fluctuó sobre la multitud.
—Aquí nos vemos ante un enorme y turbador misterio dentro del misterio. Es un problema complejo que sólo se lo podrían explicar a plena satisfacción el Papa Pío y, antes que él, los pontífices Juan Pablo, Pablo y Juan XXIII.
»Ustedes recordarán que, en 1960, el Papa Juan XXIII abrió un mensaje secreto enviado por nuestra Señora de Fátima mediante la niña portuguesa Lucia dos Santos. Únicamente el Papa Juan y quienes le sucedieron conocen el contenido de tal mensaje. Ni siquiera el Colegio Cardenalicio ha sido informado plenamente sobre el secreto.
»Yo mismo sé tan sólo que aquí existe cierta relación entre el milagro de Fátima en 1917 y el parto de Kathleen Beavier.
»Sé que Pío XIII sigue con sumo interés este nacimiento y le ofrece sus oraciones. Si me fuera permitido revelarles algo más lo haría, créanme. ¡Créanlo, por favor!
—Elizabeth Smith Porter, The New York Times:
»Cardenal Rooney, yo tengo una pregunta para la propia Miss Beavier, si se me permite. ¿Podría proporcionarnos Kathleen algunos antecedentes desde su perspectiva? Ahora mismo hay muchas conjeturas y especulaciones. Creo que nos gustaría a todos escuchar la historia por boca de Kathleen.
El cardenal de Boston hizo un gesto a Kathleen, indicándole que se adelantara. La multitud se acercó aún más a los micrófonos para no perderse ni una palabra de Kathleen.
—Yo no sé qué decir… —susurró la joven cuando el cardenal se apartó para cederle su puesto.
—Limítate a responder con sinceridad —le repuso el cardenal, apretándole afable la mano—. Lo harás estupendamente.
Una vez más, las máquinas fotográficas empezaron a soltar fogonazos ante sus ojos. Kathleen notó que su cuerpo perdía sensibilidad, como si se inyectara niebla en su cerebro exhausto.
Durante algunos segundos soportó uno de esos períodos angustiosos en que la mente se queda absolutamente vacía.
—Yo no he hablado nunca a un grupo tan grande como éste —consiguió decir al fin con un hilo de voz—. Por favor, discúlpenme si no lo hago bien. Mi amiga, la hermana Anne, y yo hicimos algunas prácticas preparatorias en casa y el resultado fue horrible.
Kathleen sonrió burlándose de su propia cortedad. Muchos periodistas sonrieron también al percibir su sincera simplicidad.
—La primavera pasada —prosiguió Kathleen—, descubrí que estaba encinta, pero seguía siendo virgen…
Ello le había causado horror y confusión, continuó diciendo Kathleen. Finalmente, había sacado fuerzas de flaqueza para contárselo a sus padres. Aquel mismo día ellos la habían llevado al médico de la familia, quien lo había confirmado: estaba encinta y era virgen. Entonces el cardenal Rooney se enteró del conflicto por la madre de Kathleen. Hubo más reconocimientos por varios doctores en Boston. Hubo múltiples preguntas por parte de numerosos sacerdotes. Finalmente, el Vaticano se vio envuelto en una cuestión que la propia Kathleen no acababa de entender.
—A decir verdad, esto es todo cuanto puedo decirles por ahora —dijo Kathleen, poniendo punto final a su relato.
No supo decirse si había respondido correctamente a la pregunta, pero intuyó que los periodistas simpatizaban con ella. Durante unos momentos hubo cierta extraña intimidad compartida por todos. Sin embargo, ella se sintió soñadora e irreal, casi ajena a su cuerpo.
La voz de un corresponsal se alzó fluctuante sobre la nutrida concurrencia.
—John Kamerer, Boston Record-American:
»Entonces, ¿hay algo más en su historia, Miss Beavier? Usted ha dicho “esto es todo cuanto puedo decirles por ahora”.
Kathleen se tambaleó sobre el estrado improvisado. Miró a las caras expectantes, curiosas. No supo si debía decir o no lo que pasaba por su mente.
—Hay algo… algo que me sucedió una noche de enero —murmuró por último Kathleen.
—¿Nos hace el favor de contárnoslo, Kathleen?
Esta terrible sensación de irrealidad… esa atormentadora confusión sobre lo real y lo irreal la asaltó ahora con creciente fuerza. Unos temores que ella jamás imaginara le causaron estremecimientos. Kathleen se sintió como si estuviera hablando a todos ellos en sueños. O como si ellos mismos estuvieran soñando.
Se sobresaltó cuando, al extender la mano, tocó un micrófono auténtico. Metal auténtico. Un sonido intenso, amplificado, tintineante.
—Lo siento —Kathleen sacudió la cabeza—. Hay algunas cosas de las que no puedo hablarles. Lo… lo siento mucho.
Kathleen estuvo a punto de llorar cuando las fotografías aceleraron el ritmo. No supo qué decirles en aquel momento. No pudo revelarles la verdad. Le fue absolutamente imposible.
—No me proponía comportarme de esta forma… Lo siento —repitió.
En aquel instante algo distrajo a Kathleen, le hizo apartar su atención de los periodistas… ¿Un ruido…? ¿Una cosa invisible moviéndose por el césped…?
Algo estaba sucediendo.
Algo estaba sucediendo junto al oscuro pinar que se elevaba cual un centinela gigantesco a espaldas de los apelotonados periodistas.
Kathleen sintió una aceleración horrible del corazón. Durante unos segundos, Kathleen creyó sentir en sus entrañas los movimientos violentos del niño. Su faz enrojeció enormemente, ella se apercibió. Sintió un extraño sofoco que no había experimentado nunca. Su cuerpo y su vestido estaban empapados de sudor.
—Ella está ahí.
Súbitamente, la joven de diecisiete años alzó la voz sobre la concurrencia. Su eco resonante se extendió por los prados y pareció seguir hacia el mar atraído por una fuerza absorbente.
Luego se hizo un extraño silencio.
—Ella está aquí ahora —repitió Kathleen con voz más templada.
Los periodistas empezaron a volverse pausadamente y miraron hacia el lugar adonde señalaba el brazo de la joven rubia.
—Nuestra Señora ha llegado. Por favor, miren detrás de ustedes. La Gentil Señora está entre nosotros.
Los suaves ojos azules de Kathleen parecieron cristalizarse; se hicieron cada vez más distantes y sosegados; la muchacha rubia siguió señalando sobre sus cabezas; una sonrisa encantadora iluminó su rostro.
Una reverencia obvia y una expresión de dulce sorpresa se hicieron patentes en la faz de Kathleen.
Todos los objetivos de cámara se movieron hacia adelante para tomar un primer plano de la singular joven. Todos intentaron captar la asombrosa inocencia y el arrobamiento de su expresión.
—¿Es que no la ven? —les susurró de repente Kathleen echándose a temblar. Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas. El cuerpo se estremeció de pies a cabeza—. ¡Ah, no…! ¡Véanla, se lo ruego! ¡Ah, no, no! No pueden verla, ¿verdad? —les preguntó calmosa Kathleen Beavier—. ¡Ah, Dios mío! ¿Por qué yo…? ¿Por qué yo sola?
LOS SIGNOS
A juzgar por la sobrecogedora e inmediata reacción observada aquella tarde, todas las gentes del mundo necesitaban creer en algo…
En cualquier cosa…
Incluso en una mirada de honradez e inocencia sobrecogedoras… aunque fueran las de una jovencita.
—¡Milagro…! ¡Es un milagro!
Un burdo italiano danzó y giró por la magnífica piazza consagrada de San Pedro en Roma. El hombre se rió del Universo por intentar destruir su maravillosa fe y convertirla en polvo y mera insignificancia durante los últimos cincuenta años.
¡Ahora llegará un niño divino! El hombre se mostró convencido.
Por fin un segundo niño divino llegará para salvar al mundo.
Campanas doradas de un diámetro de 1.50 metros comenzaron a tañer sobre la piazza empedrada de la majestuosa Basílica. El musical y eterno tañido tuvo un significado bajo la inmensa sombra proyectada por el mayor templo del mundo.
Los cristianos de todas partes comenzaron a orar, a clamar por sus pecados y sus almas inmortales.
Por todas partes quedaron pasmados ante la inocencia que habían percibido en los ojos de la virgen americana Kathleen Beavier.
Una larga procesión de alemanes avanzaba penosamente por el área exterior, semejante a un buñuelo, de la famosa catedral berlinesa Kaiser-Wilhelm-Gedáchtniskirche. La cola se extendía mucho más allá del relumbrante Kurfürstendamm. Hasta donde alcanzaba la vista. Opulentos caballeros y damas, caracterizados por sus facciones enjutas, bien cinceladas, y alemanes de clase inferior, tendentes al rostro ancho y carnoso… todos ellos estuvieron juntos en aquella noche fría de Berlín. Todos ellos entonaron juntos los más hermosos y glorificadores himnos a la Santísima Virgen María.
En la catedral neoyorquina de San Patricio, el obispo Donald Browning oficiaba una Misa Mayor imprevista a media noche. Cinco mil neoyorquinos aproximadamente se aglomeraban en la catedral gótica.
En Dublín y Cork ondeaban las banderas papales blancas y amarillas desde la Central de Correos hasta la O’Connell Street, ante todos los restaurantes y pubs, ante el portal del famoso «Gresham Hotel».
La voz se difundió: Un segundo niño divino.
Otra oportunidad para el mundo.
En Notre-Dame de París, la enorme campana de trece toneladas colgando de la torre sur difundió el sagrado mensaje a los escaños de derechas e izquierdas, a la cercana Sorbona, al Marché aux Fleurs y Les Halles. Bajo los grandes torreones en la Place de Parvis los mirones y los amantes, los artistas callejeros y los clochards interrumpían sus actividades durante un momento solemne e impresionante. La multitud ofrecía una plegaria a la joven americana Kathleen Beavier… que tenía en definitiva ascendencia francesa.
En la catedral londinense de Westminster, unas cinco mil personas asistían a una conmovedora misa del alba antes de marchar hacia su trabajo. Allá arriba, en el granítico altar cómico, el propio cardenal Hume oficiaba la Misa mientras se decía que había acudido más gente de la que se hubiera esperado el día de Navidad. ¿Por qué se sentiría ahora tan afectado el pueblo? ¿Por qué se sentiría tan dispuesto a creer? Éstas eran las preguntas que se hacía el cardenal. En los diarios matutinos, Graham Greene decía que la sorprendente popularidad de la historia o mito le había confundido un poco. Decía también que eso le recordaba el traslado de casi cien mil personas a Fátima para presenciar aquel curioso milagro, mayormente sin explicar todavía, en el otoño de 1917.
A medianoche, grandes cañones dispararon salvas ceremoniales en la soberbia plaza de Bernini, frente a San Pedro.
Aves alarmadas levantaron el vuelo desde un millar de nidos recónditos.
La multitudinaria concurrencia internacional empezó a dar palmadas respetuosas, a encender cirios y cerillas en la oscuridad purpúrea.
Arriba, en una ventana de la última planta del Palacio Apostólico con su dorada cúpula, apareció por fin una figura frágil vistiendo una túnica blanca y el solideo. El Santo Padre extendió los endebles brazos hacia el pueblo. Le dio una breve e improvisada bendición y luego rogó junto con los fieles.
La gente comenzó a agitar los brazos mientras apelaba a la distante figura pontificial.
—¡Papa, Papa! —clamaron.
Las potentes campanas dentro de San Pedro reanudaron sus estruendosos tañidos.
Entonces aparecieron bajo cada arcada los centinelas de la Guardia suiza con sus plumeros carmesíes y sus vistosos uniformes del estilo Miguel Ángel.
—Santa María, Madre de Dios —entonó solemnemente el Papa—, ruega por nosotros, pecadores…
La Iglesia Católica Romana, con sus setecientos millones de fieles, pareció aquella noche más vital y más llena de promesas que en los últimos mil años.