COLLEEN GALAHER
Los pequeños aldeanos y aldeanas de Maam Cross podían ser muy crueles, sin piedad ni remordimiento. Llamaban a Colleen Galaher, de catorce años, «la pequeña ramera de Liffey Glade». Pintaban las paredes enjalbegadas del Catholic Social Club con letreros de un rojo rabioso: ¡COLLEEN ES UNA BUSCONA!
No obstante, Colleen debía ir una vez por semana al pueblo para comprar todo cuanto necesitaban ella y su madre, una mujer inválida como consecuencia de un ataque apopléjico. Ambas conseguían vivir a duras penas con cincuenta libras justas mensuales, pensión concedida por el Estado y la Iglesia.
DONALD MAC CORMACK, FAMILY GROCER era la tercera de varias tiendas mugrientas de una sola planta en la Calle Mayor. Sobre el tejado de pizarra una chimenea expulsaba fumaradas grisáceas. En el sucio escaparate estaba expuesto el espaldar sanguinolento de una ternera.
Aquella semana, Colleen no compró vaca a Mac Cormack (ella y su madre procuraban comer carne dos veces al mes mientras fuera posible). Así pues, compró media docena de huevos, harina para hacer bizcocho y pan, arenque ahumado, patatas, leche, miel y queso de granja.
Cuando salía del establecimiento familiar sintiendo en la espalda los ojos inquisitivos de la dependienta, luchando con sus paquetes y su abultado estómago y la puerta atascada… Colleen marchó directamente por el camino de Michael Colom Sheedy.
—¡Ah, maldita sea, dispénseme, missus! —Michael fingió una sonrisa cortés y se quitó su gorra de tweed. El muchacho de dieciséis años, estudiante de St. Ignatius Boys, apoyó ambos puños en sus nervudas caderas—. Es nuestra Colleen Galaher… con su enorme y vergonzosa panza.
La mirada de Colleen fue rápidamente de Michael a los demás elementos de su pandilla. Allí estaban, vestidos todavía con sus pantalones grises y las chaquetas azules escolares, Johno Sullivan, Pintón Cleary, Liam McInnie y también la amiga de Michael, Ginny Anne Drury. Todos ellos babeando frente a la confitería.
—Por favor, Michael, mi madre se encuentra muy mal hoy. Necesito regresar a casa cuanto antes.
—Ya, Colleen. Esto requerirá un minuto escaso. Sólo queremos celebrar un pequeño debate de grupo aquí.
Diciendo esto, levantó a la diminuta Colleen con todos sus paquetes de la acera y se la llevó hacia el sol poniente cuya luminosidad rojiza, bañaba los tejados de la villa.
—¡Ah, Dios mío! ¡No, Michael Sheedy!
El rostro de Colleen se tornó de una palidez increíble. Las lágrimas asomaron a los suaves ojos verdes. El corazón se le subió a la garganta.
—¡Ah, Dios mío! ¡No, Michael Sheedy!
El joven aldeano la imitó con voz estridente y burlona.
Cuando su pandilla estalló en estruendosas carcajadas, el brutal muchacho hizo pasar a Colleen por toda la línea como si fuera un saco de gatos rabiosos.
—¡Rápido, Johno! No dejes caer la pelota.
Johno Sullivan, un gordinflón cuyo peso superaba las doscientas libras a los dieciséis años, casi dejó caer a Colleen. En el último segundo crucial la empujó hacia Liam McInnie, el lugarteniente de Michael, personaje adulador e imitador.
—Por favor, Liam —gritó Colleen estremeciéndose—. ¡Ginny Anne, detenlos, te lo ruego! ¡Yo no he hecho daño a nadie! ¡Estoy encinta!
El pecoso muchacho granjero alzó a Colleen por encima de su cabeza con colgantes melenas rojizas. Lanzó un apellido victorioso como el de los seguidores futbolísticos del Croke Park. Los demás casi se cayeron de risa entre resonantes hurras.
—¡Ya, ya, puta! ¡Pequeña puta Colleen! ¡No se te ocurra proponerme jamás una cita!
Entonces sucedió de forma súbita una cosa sobremanera peculiar en la desértica Calle Mayor de Maam Cross. Algo jamás visto en la antigua villa druida.
Un zorzal, entre pardusco y amarillento, lanzó un solo graznido. Luego, el pájaro planeó hasta alcanzar un costado del sudoroso rostro de Liam McInnie. El muchacho irlandés soltó instintivamente a Colleen. Se llevó ambas manos a la cara. Se cubrió sus ojos picoteados. Prorrumpió en horribles gemidos.
—¡Maldito jodido! —gritó Liam McInnie—. ¡Ah, maldito jodido! ¡Mis ojos! ¡Ah, Jesús! ¡Mis ojos!
Cuando Colleen se alejaba del horripilante escenario, vio que Liam bajaba al fin las manos. El rostro del joven y fornido granjero estaba horriblemente ensangrentado. Regueros rojos y jirones de carne sonrosada se desprendían de su mejilla. El pájaro que había atacado a Liam había desaparecido. No se le veía por parte alguna.
Colleen Galaher, atónita y horrorizada, susurró una plegaria. Luego, la niña decidió que lo mejor sería abandonar cuanto antes Maam Cross.
Aquella misma noche una de las hermanas del Holy Trinity optó finalmente por hacer compañía a Colleen y su desvalida mamá.
Incluso acudió la Madre Superiora, sor Katherine Dominica.
LOS SIGNOS
El padre Eduardo Rosetti permaneció inmóvil en su asiento apretando los ojos a bordo de un Aer Lingus-747 surcando la noche entre Shannon y Nueva York. Siguió viendo la viscosa explosión de fuego. Las infernales motocicletas volando por los aires. Los chillones murciélagos.
Al principio, el sacerdote, mental y físicamente exhausto intentó dormir, dejar en blanco la enmarañada mente, recuperar las energías perdidas del cuerpo. Repentinamente, recordó aquel ataque misterioso en la Via di Porta Angélico de Roma. La grandiosa advertencia.
Apenas transcurrida una hora de vuelo, Rosetti encendió la lamparilla de lectura sobre su cabeza. Con manos temblorosas deshebilló el saco negro de viaje que contenía todo su trabajo sobre la investigación de la virginidad.
Los documentos y las pruebas más recientes estaban en la boca de su saco. Una deposición de diecinueve páginas sobre la entrevista con la joven Colleen Galaher en Maam Cross, la sorprendente virgen irlandesa de catorce años.
Luego seguía un paquete con datos de periódicos publicados dos o tres días antes. Recortes de The Times londinense, el Angeles Times, el Observer, el Irish Press y otros.
Rosetti sintió que el cuello se le empezaba aponer rígido. Una tensión absorbente. Dejadme reposar, por favor.
Todas las crónicas recientes sobre un drama médico estremecedor. Una pesadilla auténtica tomando cuerpo en la Costa Occidental de los Estados Unidos.
Otra faceta del mensaje barroco de Fátima; Rosetti lo supo a ciencia cierta. Una advertencia pronunciada por Nuestra Señora de los Dolores. Lo que el padre Rosetti denominó y clasificó en sus apuntes como los Signos.
Una nota que él había recortado del Observer londinense decía que un equipo de neurólogos americanos había partido precipitadamente hacia Los Angeles para instalarse en el Consejo Sanitario de California que colaboraba con el Centro Federal sobre el control de enfermedades epidémicas. La labor de los doctores había tenido por objeto el componer sin tardanza una vacuna que fuera efectiva contra un tipo nuevo y horripilante de afección gripal. Una enfermedad mortífera denominada polio veneciana había sido detectada en Venice Beach, California.
Los signos eran inequívocos. Se estaba cumpliendo la profecía.
El padre Rosetti notó que su pensamiento comenzaba a nublarse.
La aterradora advertencia de Fátima. Mantenida en secreto durante setenta años más o menos.
Los signos del Apocalipsis.
El Investigador releyó una crónica del Irish Press:
«La polio veneciana es una afección paralizadora del sistema nervioso central que parece reunir los síntomas de la polio y la esclerosis múltiple. Se la localizó primeramente en Venice Beach, al sudoeste de Los Angeles. Desde julio pasado el mortífero virus ha causado siete mil muertos a lo largo de la Costa Occidental americana, siguiendo una pauta casual, desconcertante. No parece probable una curación inmediata».
Rosetti echó un vistazo a una columna del New York Times:
«Rastros del potente virus recién descubierto se encuentran en nariz, boca y excrementos. Cuando ataca a una víctima con toda su virulencia, la polio veneciana paraliza los brazos y piernas. En la mitad aproximada de todos los casos, la polio veneciana paraliza los músculos respiratorios y deglutidores».
Las últimas noticias estaban en una crónica que Rosetti había recortado de la primera plana de Los Angeles Times:
LA POLIO VENECIANA ALCANZA UN NUEVO RECORD, MATANDO A 122 PERSONAS POR DÍA. Este titular resaltó bajo la luz cruda del avión. Se ha advertido una vez más a la población de Los Angeles que evite los cinematógrafos, teatros, museos, grandes almacenes y otros centros de aglomeración.
No… ¡Por favor, Señor!
El padre Rosetti estiró el brazo y apagó la lámpara de lectura. Durante unos momentos miró absorto por la oscura ventanilla ovalada, vio su propia imagen, pálida y desvaída, sintió una fatiga y un desvalimiento indescriptibles.
Los signos…, provenientes del mundo entero…, portentos de un próximo futuro.
A una hora escasa de Nueva York, el agotado sacerdote se durmió por fin.
ELIZABETH SMITH PORTER
Bajo el húmedo y humeante asfalto de la West 43 Street de Nueva York en un cavernoso sótano de dos plantas, el impresor jefe del New York Times oprimió repetidas veces un tiznado botón rojo.
Dieciocho rotativas de veinticinco toneladas empezaron a imprimir la segunda de cuatro ediciones del Times de la próxima jornada. Cada rotativa expulsaría cuarenta mil periódicos por hora, totalmente plegados y contados, listos para su envío a todos los rincones del mundo conocido.
A las 9:39 horas sonó el teléfono en el pupitre de la corresponsal Elizabeth Poner, del Times; aunque una sola vez, porque se cogió al instante el auricular. Ese pupitre estaba situado en un rincón a la derecha de la National News de prevención policial. Su proximidad al despacho de Thomas McGoey, editor del National News, denotaba la influencia que ejercía aquella mujer frágil —madre de cuatro niños— en las decisiones del editor de News.
—¿Puede facilitarme cualquier otra prueba de lo que está diciendo? Sea lo que fuere. Sea quien fuere. Ahora tengo dos confirmaciones. Pero me gustaría saber algo más sobre esa historia. Por favor…
Liz Porter cubrió el auricular con la mano. Intentó hablar y escuchar pese al inaguantable alboroto de correctores, teléfonos resonantes y parlanchines teletipos de United Press International y Associated Press.
—Está bien, monseñor. ¡Sí, sí! Comprendo sus problemas. Escúcheme, monseñor… Oiga lo que voy a decirle… Me propongo hablar ahora mismo con nuestro editor de noticias. Por cierto, sus antecedentes religiosos son extremadamente episcopalistas, casi católicos. El tendrá que discutir todo con el editor jefe, estoy segura. ¿Querrá permanecer usted junto al teléfono? Está bien. Sí, monseñor. Y ahora, por favor, no se aleje del teléfono. Haremos un trabajo honrado y justo sobre ese asunto. Se lo prometo. Lo haremos.
Liz Porter dejó el auricular en la horquilla y se tomó unos instantes para analizar el caso. Encendió nerviosa un cigarrillo con filtro. «Primero lo primero», masculló para sí.
Hizo una rápida llamada a Thomas Lapinsky, el contacto del Times en Boston. Le dijo que se diera un paseo hasta la Commonwealth Avenue, donde se hallaba la Oficina Archidiocesana de la Iglesia Católica.
—Claro, ahora mismo, Tom. Siento interrumpir tu partida de bridge. Siento que sea sábado por la noche. Necesito una confirmación de palabra. Éste es un asunto sumamente importante. Ve a la Cancillería. Haz que monseñor John Brennan te relate otra vez toda la historia. Él se muestra reacio, pero sabe que la noticia saldrá a la luz tarde o temprano. Lamento aguarte la velada, Tom. De verdad. Te juro que es una historia desorbitante. Potencialmente enorme.
Después de la llamada, Elizabeth se llevó su interconexión telefónica al despacho del editor de noticias. Cerró con sumo cuidado la puerta acristalada de McGoey. Seguidamente, Elizabeth Porter intentó explicar la increíble historia que le acababa de confirmar monseñor John Brennan, de la Oficina Archidiocesana en Boston. Una historia llegada a sus oídos mediante una extraña llamada anónima desde Newport, Rhode Island.
Cuando hubo escuchado todo el relato, el editor de ojos pitarrosos y perpetuamente acosados abrió su línea directa con el editor jefe. McGoey refirió a Howard Geller la asombrosa historia que acababa de oír.
Por último, McGoey colgó el auricular y se volvió hacia Elizabeth Porter.
—Francamente, él tampoco sabe qué hacer con eso. La historia resulta interesante porque procede de la Oficina cardenalicia. El hecho es que ellos no desmienten el rumor. Quiere una copia escrita, Liz.
Elizabeth Porter asintió y regresó presurosa a su pupitre. Allí mecanografió la historia en la computadora terminal de un gris acero situada frente a ella.
Entretanto, Thomas McGoey alertó al editor cajista sobre un posible cambio de la primera página. Le dijo que no quería una transformación costosa, pero sí la reserva de un espacio en primera plana. Quince minutos después, el editor jefe llamó a McGoey. Howard Geller oprimió un botón de su computadora terminal. Ahora tenía ya delante, en la pequeña pantalla de un gris pálido, la crónica de Elizabeth Porter.
—No me gusta que ella diga inminente en su crónica. Esto parece sugerir que estamos haciendo una predicción aventurada sobre el nacimiento de ese… niño. Quiero que restes importancia a ese asunto, Tom. Procura aparentar que la historia podría representar una gran mistificación de este asunto. Lo exótico. Dile al cajista que le reserve un hueco de seiscientas palabras más o menos. Mantenla en primera página.
McGoey soltó el auricular y miró a Elizabeth Porter.
—Tienes quince minutos para refundir el texto. El aborrece el uso de la palabra inminente. Sin embargo, le encanta el resto.
A las 11:45 horas el tanteador de fieltro verde en la sala de composición del New York Times mostró que llegaban noticias adicionales para las páginas una, diecinueve y treinta y dos.
A las 11:59 el impresor jefe apretó una vez más el tiznado botón rojo de arranque.
La edición de media noche empezó a rodar.
Seiscientas mil copias destinadas a los hogares de todo el área metropolitana hacia la hora del desayuno.
A las 12:16 se compuso la plancha de la última página. Todas las monstruosas máquinas empezaron a aullar. El equipo de mantenimiento llenó y rellenó afanosamente los inmensos pozos negros que lubricaban todas las piezas movibles, comprobó el surtidor de tinta y se aseguró de que todos los papeles estaban en posición.
Junto a cada máquina se apostó un impresor y un grupo de periodistas. Cada impresor se encasquetó un gorro de papel para protegerse el pelo contra las salpicaduras de grasa y tinta. Las camisas y los antebrazos quedaron cubiertos muy pronto con tinta linotípica. En poco menos de una hora, se reintegrarían a sus familias de los Queens o Brooklyn con un aspecto más astroso que un mecánico automovilista al término de sus ocho horas. Vida inédita la de estos hombres; algunos despertarían incluso a sus mujeres para enseñarles alguna crónica en primera plana escrita a últimas horas de la noche.
El Times matutino fue surgiendo de las potentes máquinas, diez periódicos completos por segundo. Luego, los periódicos ascendieron por una cinta sin fin hasta la sala de distribución al nivel de la calle. Allí se los amontonó por medios automáticos para formar impecables paquetes encordelados y se los condujo mediante transportadores a las plataformas de carga.
Diez minutos después, el primer camión New York Times con sus rayas blancas y azules se lanzó cuesta abajo por la 43 Street para repartir la última edición.
TODAS LAS NOTICIAS DIGNAS DE SER IMPRESAS, rezaba el letrero en un costado del rugiente vehículo.
Un poco después de las doce y media, Elizabeth Porter abandonó el Times llevando bajo el brazo una copia reciente del periódico.
Diez minutos más tarde se dejó caer derrengada en un asiento del familiar «Cafe des Artistes», a dos manzanas de donde ella tenía su apartamento en el edificio Prasada. Abrió el periódico y le echó una ojeada bajo la tenue luz ámbar.
Elizabeth Porter releyó su comentario; luego, su crónica de primera plana:
LA IGLESIA CATÓLICA ESTUDIA RIGUROSAMENTE UN EMBARAZO VIRGINAL EN NEWPORT
—Un niño divino —masculló en el barroco y ruidoso «Cafe des Artistes»—. ¡Ah, buen Dios!
El caos se estaba desencadenando en América.
Gran santidad…, gran acto pecaminoso.
La esencia de selección y tentación