TRES

LA VIRGEN KATHLEEN

Pocos minutos después de las 5:00 h. Kathleen Beavier, de diecisiete años, empezó muy afanosa a abrir los anticuados armarios de cocina mientras tarareaba una vieja canción de James Taylor, Sweet Baby James. Se preparó un desayuno compuesto por rodajas de naranja con miel, tofu y coles de Bruselas fritas con aceite de azafrán, y una infusión de camomila.

Kathleen comía alimentos naturales desde su primera lectura sobre los efectos nocivos de componentes conservantes, tinturas rojas y grasas hidrogenadas.

Cuando la joven de diecisiete años tuvo la certeza de que iba a ser madre, se hizo especialmente meticulosa.

Después del desayuno, todavía antes de la amanecida, Kathleen se dispuso a dar su paseo matinal. Se encaminó hacia la playa rocosa frente a la casa paterna en Newport, Rhode Island.

Mientras se deslizaba de puntillas por las rocas cubiertas de limo y luego descendía unas empinadas escaleras de madera descolorida, siguió tarareando Sweet Baby James. Intentó mantener alta la barbilla. Sólo la dejó caer un poco.

Kathleen empezó a cavilar sobre los disparatados sucesos, las inauditas circunstancias de aquellos últimos meses. Y como de costumbre se sintió totalmente abrumada.

La joven observó a una bandada de andarríos sumergiéndose y emergiendo de la espumante resaca con patas como cerillas. Los pájaros blanquecinos la observaron a su vez.

Ya era bastante increíble el estar encinta a los diecisiete. Y además ser virgen… El especular acerca de ello en materias demasiado enrarecidas para ella, requería experiencia.

Sólo necesitas relajarte, se dijo. Disfruta de la mañana antes de que se levanten los demás. ¡Es tan hermoso esto…!

Sin embargo, había otras secuelas intranquilizadoras. Cosas como la seria implicación de la Archidiócesis de Boston. Y la llegada del padre Martin Milsap para vivir en su casa hasta el nacimiento. Y las miradas inquietas, embarazosas, que le dedicaba todo el mundo. Incluso sus padres.

Kathleen se abrió paso entre los yerbajos amarillentos de unas dunas planas. Vio que la vigilaba una peluda ardilla roja. La diminuta criatura torció su huesuda cabeza en un ángulo extremo y miró a Kathleen con un ojo reluciente, estático.

—¡Bon matin, Madame La Ardilla! —Kathleen pronunció sus primeras palabras del día naciente—. ¡Por amor de Dios, estoy hablando a los animales!

Recordó a san Francisco de Asís.

Cuando volvió la mirada hacia su hermosa vivienda, descubrió otra ardilla roja, ¡que la miraba fijamente! Y luego una tercera. Seguidamente una enorme congénere gris manteniéndose erguida cual un oso junto a las escaleras. ¡Y vigilando!

La muchacha de cabello rubio oyó un chirrido molesto sobre su cabeza. Levantó la vista. Vio alas blancas agitándose. Seis o siete gaviotas volando en círculo. Descendiendo de súbito. Sondeando. Para sobrevolar después como naves sin remo la grisácea bahía.

Las aves parecieron mirarla también con ojos atentos. Kathleen tuvo una repentina sospecha: ¡vigilancia!

¿Qué significa este disparate? ¡Eh! ¿Qué está ocurriendo aquí?

Kathleen creyó percibir un zumbido creciente de insectos entre los matorrales de las dunas. Poco después estuvo segura.

Apareció un nubarrón de moscas negras. Una erupción de los apestosos bichos.

—¡Fuera! ¡Largo de aquí ahora mismo!

Kathleen empezó a toser. Agitó ambas manos delante del rostro. La muchacha comenzó a sentir miedo.

Pero ¿qué es esto?

En un sendero recto, playa abajo, dos perdigueros dorados usualmente amistosos, se le plantaron delante y ladraron como enloquecidos. Otros perros vecinos cogieron onda y lanzaron aullidos, gemidos y gañidos.

El estómago de Kathleen se tensó. Sus palpitaciones se aceleraron. Terminó un desvanecimiento.

¿Qué sucede aquí? Detenedlo, por favor. ¡Ahora mismo!

Las ardillas. Las chillonas gaviotas. Los perros. Las negruzcas moscas… Todos parecían estar formando un círculo cada vez más estrecho alrededor de Kathleen.

Vigilando a la futura madre adolescente.

Aguardando.

—¡Detenedlo!

Cruzando ambas manos sobre su henchido estómago, Kathleen Beavier emprendió la carrera hacia su casa. La adolescente corrió llorando, gimoteando. Le pareció que todo la vigilaba, la amenazaba, esperaba.

Cuando cerraba de golpe a sus espaldas la pesada puerta principal, el sol matutino se asomó majestuosa y pacíficamente en el horizonte marino.

ANNE

En el lado oceánico de su dormitorio, la hermana Anne contempló de pie desde el mirador abombado un Atlántico de color azul marino y bastante agitado.

Allá fuera, en el estrecho, tres balandras de regata tipo Alden con drizas tensas desde los mástiles de aluminio, zarpaban propulsadas por el viento de setiembre.

Delante del mirador las ráfagas del Noroeste agitaron el follaje reseco de roble como si fueran un nuevo modelo de coctelera.

A las nueve y media de la noche precedente, Anne había llegado a la imponente mansión Beavier…, lo que los nativos llamaban «cottage» en Newport. Según se le dijo a Anne, Kathleen se había retirado ya a su habitación con calambres en el estómago. Luego se le enseñó su propio dormitorio, un aposento con hermosas vistas al mar.

Cuando estaba contemplando el panorama a la mañana siguiente, vestida aún con una bata de lana, Anne oyó un discreto golpe de nudillos en la puerta.

—¿Quién es, por favor? —inquinó alzando la voz.

Un suave murmullo le llegó del pasillo.

—Soy Mrs. Iba Walsh. Vengo a preparar su baño, hermana.

«Esto parece casi un hecho consumado», pensó Anne. ¿Prepararme el baño? ¿Es así como vive aquí la gente?

—Pase, por favor, Mrs. Walsh.

Una mujer frágil, con cabello rizado blanco como la nieve apareció en el umbral, hizo una inclinación de cabeza, sonrió con suma cordialidad, y luego se deslizó directamente al cuarto de baño adyacente. Mientras silbaba una cantinela irlandesa indefinible de Rhode Island, esparció sales «Floris» bajo la catarata originada por cuatro grifos de porcelana empotrados y abiertos hasta el tope.

Anne permaneció bastante molesta en la puerta abierta y observó a la alegre silbadora pensando que debería hacer algo para ayudarla.

A su debido tiempo, Mrs. Walsh salió del baño escoltada por nubes de vapor perfumado que se elevaron hasta el laberíntico artesonado.

—Su baño está listo.

—Se lo agradezco mucho —susurró Anne.

«Esto es un sueño —se dijo—. Nadie puede vivir así».

Mrs. Walsh abandonó el aposento y Anne entró en el enorme y hermoso cuarto de baño. Sus ojos captaron todos los detalles: anaqueles Victorianos de toallas y espejos, primorosos bibelots ocupando todo espacio libre en las estanterías, vitrinas repletas de sábanas impolutas y esponjosas toallas.

El agua, de un caliente punzante, exhaló un fuerte olor a jazmín. Cuando Anne se despojó de su bata y se metió allí su piel enrojeció al instante.

—¡Jesús y María…! ¿Quién más estará oyéndolo…? —Anne no pudo por menos que sonreír cuando se acomodó en la maravillosa bañera—. Gracias a todos, muchas, muchas gracias. Creo que necesitaba esto antes de terminar la jornada.

Sintiéndose fuera de lugar —casi tan desmañada e incómoda como en aquella ocasión cuando asistiera con sus hábitos medievales de monja dominica a un concierto «Save the Hudson River» de Bob Dylan—, Anne se asomó a una biblioteca dominada por la luz solar.

—Buenos días, hermana Anne.

La voz femenina le llegó desde el fondo, a la derecha, una pared luminosa de ventanales emplomados, desde el suelo al techo, con vistas a unos senderos laterales que descendían hasta el mar.

Cuando penetraba en la estancia, Anne vio a Carolyn y Charles Beavier, con quienes se había entrevistado brevemente la noche anterior. Mr. y Mrs. Beavier estaban sentados juntos en un gran sofá antiguo, tapizado con colores rosas.

Carolyn Beavier era una mujer atractiva, bien conservada a pesar de ser casi una cincuentona… según suponía Anne. Tenía elegantes facciones ovaladas, pómulos prominentes, penetrantes ojos azules. La melena color platino era larga y fluida.

Su marido, Charles, era un hombre impresionante de cabellera plateada. Aquella mañana vestía un sobrio traje de corte británico y color pizarra; llevaba una camisa blanca impecablemente almidonada y una corbata de seda con rayas grises y rojas. A Anne se le ocurrió que el hombre podría vestirse mirándose en los espejos de sus deslumbrantes zapatos negros.

El otro ocupante de la biblioteca era el padre Martin Milsap, un personaje gris, escuálido y con una sotana arrugada; el representante oficial de la oficina archidiocesana en Boston.

El padre Milsap estaba encorvado sobre un hermoso escritorio, y cuando abrió una fastuosa cartera negra intentó parecer muy atareado e importante. Fue el padre Milsap quien había convocado a Anne en la biblioteca para determinar oficialmente cuáles serían sus deberes en Sun Cottage.

—Charles y Carolyn —dijo el clérigo apenas se hubo sentado Anne en un sillón Regencia rayado cerca del sofá—. Ustedes comprobarán que la hermana Anne tiene unas credenciales intachables para servir como compañera de Kathleen durante estos días finales de su embarazo.

»La hermana es doctora en Psicología y se ha graduado en Mariología, es decir, el estudio de la Virgen Santísima. Hace un año apenas, la hermana Anne figuró entre los ayudantes directivos del cardenal Rooney en Boston. Desde entonces ha trabajado intensamente con muchachas adolescentes… La hermana Anne ha asistido incluso al nacimiento de un niño en el St. Anthony’s School.

Después de echar una mirada calculadora a la hermana Anne Feeney, Mrs. Carolyn Beavier juzgó que esa primera e importante impresión era buena. Excelente. El instinto le dijo que Anne y su hija Kathleen se entenderían bien.

Esa conclusión la entristeció hasta cierto punto. Carolyn Beavier deseó haber estado más cerca de Kathleen, haber dedicado más tiempo a su joven hija… Un poco menos del torbellino social Newport-Boston-Nueva York, unas pocas más horas para averiguar quién era realmente su hija… No se trataba de que ella y Kathleen se quisieran poco. Todo lo contrario. Sólo era que no había una amistad íntima como Carolyn hubiera deseado. Y especialmente ahora. Sobre todo en estos momentos, Mrs. Carolyn Beavier deseó más que nunca poder ser la amiga de su hija.

Mientras escuchaba al padre Milsap —a quien conociera superficialmente de sus años en Boston—, Anne se dijo de repente que aquel hombre le resultaba insoportable. Milsap pareció estar sugiriendo que si ella no resultara satisfactoria para los Beavier, se la podría remplazar fácilmente por otra monja del inmenso almacén de la Iglesia…

—¡Padre Martin, padre Martin…! —exclamó Carolyn Beavier para cortar la metódica presentación—. Estoy segura de que la hermana Anne no se hallaría aquí si no fuese una mujer singular. ¿No es cierto?

—Hermana… —La esbelta mujer de melena platino se acercó a Anne y le cogió la mano—. No dudo de que usted se entenderá muy bien con Kathleen. Ella es una buena chica. Muy considerada y afectuosa. Claro que yo soy enormemente parcial. Bien venida a nuestra casa, hermana.

—Sí, estamos muy contentos de tenerla aquí —agregó Charles Beavier, sentado todavía en el sofá—. Si hay algo que necesite o desee, no tiene más que pedirlo. Queremos que se encuentre a gusto aquí.

Anne esbozó una sonrisa.

—Muchas gracias a los dos —dijo para corresponder a tanta amabilidad e inmediata acogida—. ¿Querrían contarme un poco acerca de Kathleen antes de encontrarme con ella? Por ejemplo, ¿cuándo descubrieron ustedes su especial estado?

Charles Beavier cogió la mano de su mujer.

—Permítame contárselo desde el principio. Es decir, todo cuanto sabemos del principio.

El hombre procuró explicarse lo mejor que pudo.

Los primeros días habían sido increíblemente dificultosos para ambos, su esposa y él. Aquél había sido con mucho el peor momento. Ellos habían confiado siempre en Kathleen… jamás había existido una razón para negarle tal confianza. Y de pronto, su preñez había sido una sorpresa conturbadora… Entonces, Kathleen había afirmado tercamente que seguía siendo virgen. Durante algún tiempo Charles y Carolyn habían temido que el incidente causara un trastorno mental a Kathleen. ¿Un natalicio virginal…? ¿Cómo abordar ahora la cuestión, pocas semanas antes del acontecimiento? ¿Lo comprendía la hermana Anne? Charles Beavier hizo la pregunta con ojos atemorizados, humedecidos.

Súbitamente, otra voz les llegó de atrás, de la librería.

—Me gustaría responder, si puedo, a las preguntas de la hermana Anne. No sé si podré, pero lo intentaré.

Anne giró sobre su cintura para mirar hacia la puerta abierta de la biblioteca conducente al salón.

Una adolescente estaba erguida junto a una librería acristalada repleta de volúmenes sin sobrecubiertas.

La muchacha tenía una larga melena rubia, un rostro bonito y muy original. Sus formas eran esbeltas exceptuando el henchido vientre, el estómago normal de una mujer embarazada de ocho meses. Llevaba una camisa de leñador demasiado holgada a cuadros rojos y negros, sandalias y pantalones vaqueros. Tenía el aspecto típico de una colegiala de Nueva Inglaterra.

—¡Hola, hermana Anne Feeney!

Kathleen Beavier esbozó una sonrisa encantadora.

Lo que más le impresionó a Anne de la joven fue su aspecto flamante, su mirada casta. Kathleen tenía un aura de inocencia casi radiante. Era un poco estremecedor.

—Yo soy Kathleen, como deducirá usted probablemente por esto.

Y diciendo así se palmoteo su enorme estómago.

—Hola, Kathleen.

Anne sonrió y al propio tiempo se dio cuenta de que estaba arañando prácticamente el brazo de su sillón.

Anne no pudo apartar la vista de aquel rostro juvenil enmarcado por un pelo rubio.

¿Es que nadie veía lo que ella estaba viendo ahí?

Por primera vez, la hermana Anne Feeney presintió que iba a ocurrir algo sobremanera extraordinario. De repente, Anne comprendió una buena parte de toda aquella excitación y confusión.

Comprendió cabalmente por qué la habían sacado de St. Anthony para enviarla sin tardanza a Newport.

Las encantadoras facciones de Kathleen Beavier estaban hechas a imagen y semejanza de la Santísima Virgen María.

KATHLEEN Y ANNE

Mucho tiempo atrás, la pintoresca mansión Beavier había sido una granja funcional regida por un exmolinero inglés, su mujer, tres hijas y dos fornidos hijos.

Había aún antiguos establos, rediles hechos con estacas y desperdigados por doquier alrededor de la asombrosa hacienda. Había también una cuadra mucho más moderna para los costosos caballos pura raza de Charles Beavier, animales de concurso. Algunas veces se dejaban ver familias de ciervos marchando a paso largo allá abajo por las blancas arenas de la playa.

—Esto es verdaderamente idílico —dijo Anne cuando descendía con Kathleen hacia la playa—. La casa de mi padre está cerca del Sound, en Nueva York. Me encanta verla al borde del agua.

Anne se volvió repetidas veces para contemplar la mansión. Sun Cottage había sido llamada así por la hija de un procurador, quien utilizaba la casa sólo seis semanas al año durante la tórrida canícula en la década 1920-1930. El cottage era una estructura singularmente hermosa, con cuatro alas imponentes agregadas a un impresionante cuerpo central Victoriano. La casa tenía veintiocho habitaciones y doce baños completos. Una elegancia seria, discreta… Ésta fue la mejor descripción que se le ocurrió a Anne.

—No es precisamente un humilde establo en Belén —oyó decir a Kathleen.

Anne se volvió y vio que la muchacha rubia estaba sonriendo.

—Pienso que alguien debería romper el hielo. —Kathleen se encogió de hombros—. Quizá conviniera charlar un poco ahora. Podríamos conversar sobre lo que usted sabe de mí y lo que no sabe. Un poco, en cualquier caso.

—Está bien —repuso Anne. Luego, hizo una inspiración profunda. «Todo esto ha sobrevenido de golpe», se dijo inopinadamente—. Primero lo obvio…, se me ha dicho que eres virgen y, sin embargo, estás encinta.

—Muy raro, pero cierto.

—Sé que la Iglesia se interesa por tu estado. Sé también que procura tratar ese asunto con la máxima discreción, lo cual es comprensible… Ahora bien, lo que no sé es por qué se vio implicada la Archidiócesis en primer lugar.

Kathleen asintió.

—Claro…, aunque es preciso hacer primero una pequeña rectificación. Usted dijo que la Iglesia está preocupada. Yo diría que la Iglesia está preocupada, pero, sobre todo, aterrorizada. El cardenal Rooney no puede sostener mi mirada; baja los ojos. Lo mismo ocurre con el padre Milsap. Eso es extraño. Al menos me lo parece. Además, ellos no quieren explicarme nada.

»Por otra parte mi madre ha sido amiga íntima del cardenal Rooney mucho antes de que esto sucediera. Cuando se descubrió mi preñez y al propio tiempo mi virginidad, ella consultó con el cardenal. Sospecho que le habló acerca de un aborto, aunque nunca me lo dijo.

»Poco después vino el padre Milsap a vivir con nosotros. Un especialista de Boston, que trabaja para la Archidiócesis, me hizo un reconocimiento médico. Luego se me examinó en la Universidad de Harvard. Poco después llegaron a casa toda clase de sacerdotes. Quisieron discutir sobre la posibilidad de que sucediera algo muy sagrado y especial. Pero ninguno me explicó el porqué de sus presentimientos.

Mientras escuchaba a Kathleen, Anne sintió que estaba empezando a simpatizar, casi a identificarse, con la joven y todo cuanto le estaba contando.

Por experiencia propia, Anne sabía que la Iglesia intentaba averiguar todo acerca de uno, revelándole muy pocos de sus propios secretos. También sabía que, tradicionalmente, la Iglesia prefería tratar con sus miembros femeninos.

Las mujeres deben ser vistas en misas y cofradías; ahora bien, no se debe escuchar a las mujeres cuando llega el momento de tomar decisiones…, incluso aquellas decisiones que afecten dramáticamente a sus vidas.

—Kathleen —preguntó Anne a la muchacha—. ¿Quieres contarme cómo empezó todo esto? He oído ciertos fragmentos de información sobre cierto día del pasado enero. Hace aproximadamente nueve meses. Tú habías salido con un chico al concluir un baile organizado por los universitarios. ¿Qué ocurrió entonces?

Inopinadamente, los ojos azules de Kathleen evitaron la mirada de Anne. La incipiente confianza entre ambas pareció irse al traste; fue como si una puerta se cerrara de golpe y las aislara.

—No puedo contarle nada sobre eso —Kathleen habló con tono mesurado pero firme—. Lo siento. No puedo contarle a nadie lo ocurrido aquella noche.

De pronto los ojos se le llenaron de lágrimas. Se pasó una mano por la frente; pareció sentir confusión y al propio tiempo un dolor físico auténtico.

Al fin habló.

—¡Estoy tan asustada! ¡Me encuentro tan sola y asustada! Nadie es capaz de entenderme. Ayúdeme, hermana, por favor.

Anne abrazó a la trémula jovencita. Esto es como volver a St. Anthony’s, pensó por un instante. Temores jóvenes; horrible soledad.

Notó el temblor de la niña, oyó sus gemidos ahogados. Sintió el estómago pulsante de Kathleen apretado contra el suyo.

Durante unos momentos, la hermana Anne Feeney y Kathleen Beavier estuvieron abrazadas en la solitaria playa de un gris ceniza.

ANNE Y JUSTIN

Al anochecer, en su dormitorio, Anne apoyó la mejilla y todo el costado derecho contra el frío cristal de una ventana giratoria.

Contempló las nubes de un color azulado deslizándose raudas, como persiguiéndose unas a otras ante la luz rugosa de la luna.

La mente de Anne se revolucionó con extrañas ideas nuevas e impresiones contradictorias de Sun Cottage.

Por añadidura, no pudo olvidar ni un instante el rostro inocente de Kathleen Beavier. Esa frescura de una colegiala de Nueva Inglaterra. La hermosa candidez de la muchacha…, la virgen Kathleen.

Finalmente, Anne empezó a musitar sus oraciones de la noche. Luego abandonó la ventana panorámica, retiró la colcha de su cama y se deslizó sigilosa entre las aromáticas sábanas.

Se sintió terriblemente sola y asustada…, tal como lo había descrito Kathleen allá abajo en la playa por la mañana.

Anne pensó que su mente estaba sobrecargándose a toda marcha con preguntas sin respuesta.

Y no sólo acerca de Kathleen Beavier —lo vio bien claro—, sino también sobre sí misma.

Cuando tenía diecisiete años, precisamente la edad de Kathleen, Anne se había graduado, ocupando el segundo puesto de su clase, en la Academia del Sagrado Corazón, de Westchester, donde la competencia era excepcional. Se la había admitido en el Sarah Lawrence College, y más tarde en el Colegio de New Rochelle.

El verano que precedió a su período escolar, Anne había aceptado un empleo en el «Schuyler Hotel», a orillas del lago George. Tanto ella como su madre se habían opuesto al padre, quien deseaba con la mejor intención que su hija pasara una buena temporada veraniega antes de volver al colegio.

Durante sus diez semanas de trabajo en el «Schuyler», Anne soportó a regañadientes una serie interminable de citas. El resultado final fue decepcionante; todas sus parejas se asemejaron notablemente, como ella comprobó muy pronto. Los chicos y los adultos la encontraron bonita (aunque sus ropas adquiridas exclusivamente en «Peck & Peck» y «Arnold Constable» le dieran un aspecto demasiado conservador), pero también encontraron en Anne lo que ellos conceptuaban como engreída y pacata.

Ella descubrió por su parte que casi todos los hombres eran increíblemente insensibles y despóticos. Y, lo que era peor, degradaban a la mujer con su obsesión de la conquista sexual.

Concluida la temporada estival en el «Schuyler Hotel», Anne se convenció de que ella no era como casi todas las demás chicas o al menos de que su comportamiento no se asemejaba al de otras mujeres jóvenes.

Hacia primeros de setiembre no compareció a su primera clase de retórica inglesa en el Colegio de New Rochelle. Anne fue una de las veinte jóvenes que se arrodillaron para orar en la capilla del Noviciado de Mount St. Mary’s, en Newburgh (Nueva York), a noventa kilómetros de Nueva York aguas arriba del Hudson.

Anne había ingresado oficialmente en la Orden Dominica de Hermanas Enseñantes a fines de agosto. Desde luego, una buena parte de esa decisión no había tenido nada que ver con sus sentimientos de incompatibilidad social. Aunque sentía también una honda y sincera vocación.

Durante sus doce años en las Dominicas, Anne pareció haber hecho la elección óptima.

Y entonces sucedió algo totalmente inesperado.

La hermana Anne conoció al padre Justin O’Carroll, de «Co. Cork», Irlanda, y se enamoró.

La primera vez que vio al padre O’Carroll, éste era un asistente social de la Caridad Católica en South Boston. Ambos pertenecían a la administración del cardenal Rooney, la oficina principal archidiocesana en la Commonwealth Avenue de Boston.

Anne no había conocido nunca a un sacerdote como el padre O’Carroll. Era de una apostura y juventud perturbadoras…, todas las hermanas que trabajaban en la Cancillería opinaban lo mismo. Tenía un cuerpo esbelto, muscular, rizos negros que caían de cualquier modo sobre la tirilla romana y ojos de un verde intenso jamás visto… Pero Anne se había resistido siempre a la tentación física. Aun siendo ya una Hermana, varios hombres atractivos la habían abordado. Padres de sus alumnos, algunos bachilleres, hombres de la calle a quienes no podía decir que era una monja.

No…, al principio hubo otra cosa acerca del padre Justin. Algo menos obvio. Algo mucho más perturbador que la simple atracción física.

Se percibía en el padre Justin una inconfundible fortaleza interior tan insólita que intrigaba a Anne. Un rasgo bastante generalizado entre los hombres y las mujeres de las pequeñas ciudades de Nueva Inglaterra: confianza en las propias fuerzas e individualismo. Una indiferencia aparente frente a las asperezas del mundo. Por añadidura, el padre Justin era versado en una gran variedad de disciplinas, desde la sociología irlandesa hasta la música y el arte clásico pasando por la política americana; era un hombre culto e inteligente pero sin vanidad, según lo estimaba Anne.

Y el padre Justin se manifestaba con suma seriedad acerca de la vida; seriedad y sensitividad… Quizá fuera eso al principio: una apostura viril combinada con un temperamento sereno, sensitivo. Cualesquiera fueran las causas, los efectos resultaron aterradores, terribles. Al mismo tiempo maravillosos y estimulantes. Anne no había experimentado nunca nada semejante. Según la modalidad católica irlandesa, el decepcionante estado de cosas se prolongó durante un año largo sin pasar a debate.

Luego, Anne se ausentó de Boston por dos semanas para asistir a una conferencia internacional sobre Unidad de la Iglesia celebrada en Washington.

Cierta noche, durante su segunda semana de estancia en la Georgetown University, recibió una llamada telefónica, hacia las doce, en el dormitorio de las hermanas.

Era el padre Justin O’Carroll.

Primeramente, Anne pensó que el cardenal Rooney habría sufrido otro ataque cardíaco allá en Boston. Y cuando oyó el balbuceo estuvo segura de que el cardenal había muerto.

Finalmente, Anne tuvo que inquirir:

—¿Quiere decirme, por favor, si hay algo que marcha mal?

—Sólo se me ocurre una cosa que marcha mal. —Ella percibió el distante acento irlandés del sacerdote—. Y es que usted está en Washington, yo aquí en Boston y la echo a faltar enormemente. Estoy actuando como un demente, Anne; pero la echo a faltar y he sentido la apremiante necesidad de telefonear.

Anne sintió un súbito aturdimiento, un calor insoportable en la cabina telefónica de Georgetown. Su corazón latió de forma incontrolada.

Porque ella notaba también la ausencia de Justin. Le echaba a faltar terriblemente. Los pensamientos constantes sobre Justin habían desbaratado su concentración mental durante toda la semana. Todo el mes. Todo el año.

Cuando Anne regresó a Boston consultó con la Madre Superiora. En el despacho de la Madre, decorado con suma sobriedad, Anne explicó de forma sincera y directa que tenía serias dificultades con uno de los sacerdotes jóvenes. Luego solicitó y recibió un destino inmediato fuera de Boston.

Dos días después, días frenéticos y dolorosos, Anne se encontró viviendo entre diecinueve adolescentes negras e hispánicas en St. Anthony’s de Holts Corners, New Hampshire. Lo había hecho más por Justin que por sí misma. Pues ella creía en su propio corazón. Sabía que muchas hermanas dominicas habían abandonado la Orden por aquellas fechas. En los Estados Unidos, más de seis mil monjas dejaban los hábitos cada año. Pero la situación con los Holy Ghost Fathers de Irlanda era muy distinta y mucho más dramática. Si Justin hiciese lo mismo, sería el primer abandono en la Orden. Irlanda perdería un sacerdote excelente, un líder potencial. Y lo que era peor, la familia de Justin sufriría las consecuencias en su pueblo. El padre perdería probablemente su empleo; la madre y las hermanas escucharían duros reproches por la acción de Justin.

Durante los primeros meses de separación, el padre Justin pareció comprender la decisión de Anne. No le escribió ni telefoneó. A lo largo de tres meses no hubo la menor comunicación entre ellos.

Muy poco a poco, Anne notó el retorno de su fe y la consolidación de su compromiso con la Orden dominica. Entonces, una tarde, Justin apareció esperándola delante de Hope Cottage.

—No puedo renunciar a ti —le dijo—. Lo he intentado por todos los medios posibles pero no puedo renunciar a ti, Annie.

Aquella tarde ambos dieron un largo e inquietante paseo. Intentaron dialogar sensatamente y acabaron discutiendo. Por ultimo, Anne dijo a Justin que no quería verle nunca más.

«Mentí», se dijo ahora Anne.

Sentada en el penumbroso dormitorio de Newport, deseó desesperadamente poder hablar en aquel momento con Justin. Le hubiera gustado conocer su opinión sobre la increíble historia de Kathleen Beavier. Además, le hubiera gustado explicarle con entera franqueza por qué le había despachado así en New Hampshire. Tal vez pudiera incluso reconocer para sus adentros el porqué de su miedo cuando estaba con él.

Cuando Anne Feeney se acostó aquella noche, su pensamiento derivó hacia una idea muy curiosa y también emocionante, por lo menos en ese momento.

La idea fue que ella estaba rondando ya la treintena y era todavía virgen.

EL PADRE ROSETTI

Dos dardos de luz blanca danzaban juguetones por la tenebrosa Foxled Road a unos veinte kilómetros al norte del aeropuerto Shannon.

La magia negra flotaba en el aire.

Finalmente, el «Ford» inglés alquilado por el padre Eduardo Rosetti dejó ver su forma cúbica en el reflejo de los parpadeantes faros delanteros. El coche negro regresaba veloz de Maam Cross y de la entrevista con Colleen Galaher. Ahora, el sacerdote del Vaticano se dirigía hacia Shannon, luego iría a América… para ver a la segunda niña virgen.

Detrás del parabrisas enlodado, el padre Rosetti se despabiló al percibir otros dos globos luminosos en la carretera. Dos luces oscilantes se acercaban por detrás.

Cuando aquellos ojos relucientes se le acercaron más, Rosetti comprobó que no le seguía un solo vehículo. Eran dos vehículos… dos motocicletas estrepitosas, desenfrenadas.

Entonces, súbita y absurdamente, una de las radiantes luces chocó contra la parte trasera del «Cortina».

¡Pum! ¡Pum!

—¡Maldito loco!

Rosetti se revolvió indignado en su asiento.

Acto seguido, el coche del sacerdote recibió otro golpe de la segunda moto. La luz trasera se hizo añicos. Rosetti se dio un fuerte golpe contra el volante.

¡El «Ford» inglés aguantó otro encontronazo! Las dos motocicletas siguieron arremetiendo contra su coche.

A propósito.

Demencialmente. Rosetti vio que eran dos sacerdotes quienes montaban las motos negras. Ambos se cubrían con tejas romanas.

¡Pum!

¡Pum, pum!

El padre Rosetti, quien había ido al cine en otros momentos de su vida, había visto una película de aventuras en donde se presentaba esa especie de vertiginosa montaña rusa. ¡Las interminables curvas cerradas de aquella carretera! ¡Las montañas y los árboles sombríos desfilando veloces ante sus ojos para esfumarse seguidamente a ambos lados de su cabeza!

Era como si cayese por un pozo insondable.

Como si se precipitara por un túnel vertical.

El velocímetro de marcas rojas señaló 80, 90, 95… Y eso en una carretera serpenteante donde los 60 kilómetros eran ya excesivos.

¡Pum!

¡Pum, pum!

¿Por qué? ¿Quiénes serían esos sacerdotes alucinados?

Al fin, dos palabras increíbles tomaron forma en la mente enfebrecida del padre Eduardo Rosetti. Una idea imposible. Un horroroso concepto medieval que no podía materializarse en pleno siglo XX.

Asesinos endemoniados, pensó el padre Rosetti. Entonces voy a morir. ¿Quién se ocupará de encontrar y proteger a la virgen?

Acto seguido, ambas motocicletas atacaron a su coche por el costado derecho exclusivamente. Intentaron despeñarlo por el peñascoso precipicio de la carretera de montaña. Muerte instantánea.

El padre Rosetti se esforzó por apretar el freno.

¡Pum! Después un sonido nuevo, como si algo desgarrara el fondo del coche.

Las dos motocicletas golpearon casi simultáneamente su costado derecho. El pequeño «Ford» se apartó del carril izquierdo en la angosta carretera. Rosetti no vio más que la negrura del firmamento y el brillo blanquecino de las estrellas frente a él.

Milagrosamente el vehículo alquilado se aferró a la cuneta. Esta vez no hubo despeñamiento. El velocímetro osciló en los 100 kilómetros. Los neumáticos chirriaron sin cesar.

¡Ah, Dios mío, siento de todo corazón haberte ofendido! —rezó el padre Rosetti—. ¡Protege a esa niña! ¡Os lo suplico, buen Padre!

Repentinamente, el sacerdote italiano apagó los faros, aferró el volante haciéndole girar hacia la derecha todo lo posible y al propio tiempo apretó cuanto pudo el pedal del freno. Por fin, su velocidad empezó a disminuir.

Cuando las dos motocicletas le pasaron raudas, el padre Rosetti aceleró otra vez.

Entonces, cuando giraba el volante hacia el extremo izquierdo, barrió a las motocicletas trazando un ángulo extremadamente agudo. Estupefacto, las vio saltar fuera de la carretera como juguetes. Justo lo que ellos pretendieron hacerle a él. Irreal. Enloquecedor. Las motos dieron una súbita voltereta. Ambos vehículos y sus conductores se precipitaron por el despeñadero de la sinuosa carretera.

Por fin, el padre Rosetti logró detener su coche. Con el corazón en la garganta, balbuceando incoherencias, el sacerdote descendió del automóvil.

Aún pudo presenciar los últimos e increíbles segundos del descenso de las motocicletas…, los tumbos finales y el estallido definitivo.

Sin duda, los dos sacerdotes estarán muertos, pensó el padre Rosetti sintiéndose enfermo. Empezó a musitar una plegaria. Empezó a rogar por las dos almas perdidas.

Y entonces, el padre Rosetti vio algo absolutamente increíble.

El clérigo italiano comenzó a gritar en la sombría y solitaria ladera.

Dos enormes murciélagos se elevaron despaciosos de las fulgurantes llamas de allá abajo. Emprendieron el vuelo directamente hacia el risco donde se encontraba el padre Eduardo Rosetti.