DOS

ANNE FEENEY

Holts Corners, New Hampshire,

18 de setiembre de 1987

Vestida con un jersey negro de lana y cuello alto, pantalones tejanos desteñidos en algunas partes hasta parecer de un blanco marfileño y con el pelo sujeto descuidadamente como una cola de caballo, la hermana Anne Feeney preparaba afanosa dos tortillas de diez huevos, innumerables lonchas de tocino crujiente, buñuelos con miel de confección casera, dos veces mayores que los de las tiendas y un café denso, delicioso.

A Anne le gustaba hacer el desayuno en Hope Cottage. Ella se sentía sumamente cómoda y relajada en aquella cocina provisional, rodeada de arboleda; sobre todo cuando se encontraba allí sola y las montañas empezaban a despertar.

Mientras distribuía generosas raciones de peras en dulce, la hermana Anne escuchó los apetitosos ruidos de huevos burbujeantes, grasa de tocino y reanimador café, y el persistente bordoneo de un vacío de catorce años llegando por el pasillo desde la sala de estar, una enloquecida delincuente juvenil de Boston musitando sobre su año pasado como enloquecida y balbuceante delincuente juvenil en Baton Rouge, Luisiana, un sonsonete (horrible parodia del canto lírico para el reclutamiento en el Marine Corps) entonado por tres muchachas del Hope Cottage:

¿Quién es esa hermana que nos hace polvo el culo?

¡La hermana Anne, mala de verdad!

¡Atención…, un, dos!

¡Atención…, tres, cuatro!

Anne Feeney se encontró dispuesta a esbozar la primera sonrisa del día. O algo parecido. Media sonrisa en cualquier caso.

¡A qué nido de locos he venido! Anne meneó la cabeza. ¡Pero qué agradable es la mayor parte del tiempo!

Exactamente siete meses antes, la hermana Anne Feeney había llegado a la Escuela de St. Anthony para Niñas sin Hogar (San Toni en las montañas). Se había trasladado allí directamente desde un importante empleo en las oficinas de la archidiócesis bostoniana. Antes de eso, la hermana Anne no había proferido jamás una maldición, había disfrutado con la lectura de libros corrientes y molientes, y de novelas más serias, había tenido un concepto más o menos claro del Universo.

Sin embargo, apenas transcurridas seis semanas, las diecinueve chicas de Hope Cottage habían alterado su terminología, su estilo de vida y, en cierta medida, su noción moral del mundo. Ahí estribó posiblemente el motivo de que la Madre Superiora la destinara a St. Anthony.

Por encima del estrépito se oyó muy débil el timbre de la entrada.

—¿Quiere responder a la puerta alguna de vosotras, pobres monas sordas? —gritó.

El sonsonete de la Marina se fue acercando a la sala de juegos.

—¡El desayuno está servido! —La voz estridente de Anne se elevó medio decibelio hasta dominar el ruido ensordecedor de Hope Cottage en una mañana de escuela—. ¿No quiere abrir alguien la puerta, por favor?

Una diminuta niña negra llamada Reggie Hudson asomó un inmenso ojo castaño por la maltratada jamba y oteó la cocina.

—Le estoy echando mal de ojo, hermana Anne.

Reggie sonrió.

—Buenos días, Reggie. Yo te echo mi ojo benevolente. ¿Quieres atender a la puerta, por favor? Gracias, Reggie. Vienes como llovida del cielo.

Reggie Hudson danzó con pasos graciosos por toda la cocina, probó con un dedo el almíbar de las peras, abrió la nevera y escudriño su interior, repleto con cartuchos de leche y envases de mermelada y condimentos alegremente coloreados.

No era que las chicas despreciaran a Anne; tan sólo habían adquirido el hábito de desentenderse…, desentenderse de todo el mundo.

Por fin fue la propia Anne quien corrió hacia la entrada.

Abrió bruscamente la puerta de roble alabeado y se vio ante monseñor John Maher, el principal y administrador de St. Anthony.

—¿Seguimos con el usual manicomio, hermana Anne?

Anne hizo entrar respetuosamente en Hope Cottage al sacerdote de colorado rostro.

—Da la casualidad de que todo está muy tranquilo esta mañana. Ninguna gresca entre gatas. Ninguna amenaza con navajas. Ningún correctivo… Pase, pase, monseñor, y desayune con las chicas.

—Hermana, me agradaría tomar unos sorbos de café —repuso el clérigo de complexión apopléjica—. Pero preferiría hacerlo en una estancia tranquila para charlar un rato con usted.

Anne fue a buscar dos tazas de café bien cargado y ascendió con monseñor Maher la desvencijada escalera hacia la biblioteca y aula de las muchachas.

Anne cerró una radio portátil cuyo altavoz lanzaba música rock a los cuatro vientos, y ambos se acomodaron en el súbito silencio.

Monseñor miró por la pequeña buhardilla, contempló las hojas ondulantes de olmo y las hermosas pinceladas de cielo azul turquí.

—Bien, monseñor, celebro verle por aquí —dijo Anne. Monseñor Maher se tomó su tiempo para aclararse la garganta.

—Me gustaría que esto fuese una visita social, Anne.

Durante unos instantes miró fijamente a la hermana Anne y se dijo que aquélla era la joven más impresionante que había enviado la Archidiócesis a St. Anthony desde hacía muchos años.

—Esta mañana he estado hablando con un buen amigo suyo —habló por fin monseñor—. El cardenal Rooney me llamó a las cinco. Poco antes de oficiar la misa en su capilla privada. Su Eminencia dijo que rezaría unas cuantas oraciones por nosotros dos, usted y yo.

—Espero que dedique también algunas a mis chicas.

Monseñor pareció extrañamente alarmado durante un momento, incapaz de contestar. Su visita resultaba cada vez más extraña.

Por último, Anne sospechó que algo no marchaba bien.

—No sé cómo abordar de la forma más agradable posible este asunto. —Monseñor Maher dio un profundo suspiro. Luego, dejó su taza de café y cruzó las manos—. En mi camino hacia aquí desde Coughlin House he estado meditando todo el rato sobre ello. A decir verdad no he encontrado las palabras adecuadas para decírselo. Perdóneme, Anne, por favor.

Anne notó un escalofrío por la espina dorsal; sintió un terror interno. Un vacío en el estómago.

—Mucho me temo que deba usted abandonar St. Anthony.

Monseñor le dio la noticia de súbito. Anne no pudo dar crédito a sus oídos.

—¡Ah, monseñor, no! ¡No, monseñor Maher! Yo no puedo dejar a estas chicas.

—¡No sabe cuánto lo siento! No sé cómo expresarme para dárselo a entender. ¡Ha sido usted tan buena para estas muchachas! Para todos nosotros.

Anne deseó salir corriendo de la habitación. Los ojos se le humedecieron y ella no quiso llorar delante de monseñor. ¡Ah! ¿Por qué, por qué, por qué? Entre todos los trabajos que podía desempeñar como dominica no había ninguno tan valioso como éste; así lo había descubierto muchos meses antes. Ella no había hecho nunca una labor más eficaz que la de St. Anthony. Anne lo sabía a ciencia cierta.

Por último se llevó ambas manos al rostro, sintiendo una profunda vergüenza. Necesitó más que nada en el mundo abandonar aquel aposento y la presencia de monseñor.

—Permítame explicárselo —oyó decir afablemente a monseñor. Luego éste prosiguió con más firmeza—: Es de todo punto necesario que deje usted St. Anthony, créame, hermana Anne. Si no fuera importante no se lo pediríamos. Por favor, escuche lo que me contó Su Eminencia esta mañana temprano. La razón de su llamada urgente. Necesitará usted de toda su fe para creer lo que debo decirle…

A las once y media de aquella mañana, Anne Feeney había dado ya todos sus adioses. Las dos maletas negras estaban hechas y prestas para la partida. Todas sus pertenencias terrenales le colgaban de los brazos como los avíos de un marchante yanqui.

Monseñor le había facilitado para el importante viaje una de las «rubias» del colegio. El reluciente vehículo familiar ofrecía un aspecto incongruente aparcado allí frente a la maltrecha casa de hojalata llamada Hope Cottage.

Quince chicas, en su mayoría negras e hispanoamericanas, merodeaban por el césped de suave declive. Algunas visiblemente malhumoradas; unas pocas llorando.

Anne había intentado explicarles la situación.

Les había dicho todo cuanto le era permisible decir.

Todo salvo la increíble verdad sobre el lugar adonde se dirigía y lo que se esperaba de ella.

Por fin, Laura Harding y Gwinnie Johnson hicieron su aparición, salieron contoneándose del Cottage fumando cigarrillos.

Laura y Gwinnie eran los elementos más perturbadores de Hope Cottage, sobre eso no había duda alguna. Pero eran también las favoritas absolutas de Anne en el colegio. Ambas representaban todo cuanto había hecho de bueno Anne en St. Anthony.

Ni una ni otra se le acercaron.

Permanecieron inmóviles bajo la sombra entre gris y amarillenta del porche, mirándola como a una desconocida. Fue la misma mirada que le dedicaron el día de su llegada allí.

Finalmente, una de ellas le gritó:

—¡Ahora nos deja! ¿Eh? ¡Tal como esas grandes mierdas de hermanas que la precedieron! ¡Usted no nos ha querido nunca, hermana Anne!

Anne tuvo que apoyarse contra la «rubia». Todas la miraron fijamente como enemigas pagadas y ella apenas pudo respirar.

—Os quiero mucho a todas.

Por último, Anne empezó a llorar.

De pronto, las chicas corrieron y se abalanzaron sobre ella cual una bandada patética de pajarillos hambrientos: la sujetaron por todas partes, le suplicaron que se quedara, aseguraron quererla mucho, la besaron.

La espigada monja pudo subir por fin al enorme vehículo. Se oyó el chasquido sonoro de la portezuela.

Las caras se pegaron a cada ventanilla. Anne accionó el cambio automático de marchas. Soltó el freno y agitó la mano aunque realmente no viera nada.

Luego, la hermana Anne Feeney condujo lentamente la «rubia» cerro abajo y se alejó de St. Anthony.

Iba camino de presenciar un milagro.

LA VIRGEN COLLEEN

Una luz de oro bruñido iluminaba el rostro pálido y ajado del padre Eduardo Rosetti.

Aquella iluminación se debía a una de las cincuenta lámparas verdes de lectura en la Trinity College Library de Dublín. El padre Rosetti había estado muy enfermo, misteriosamente, enfermo de muerte durante varios días en Roma. Pero el ataque, los dolores lacerantes y la fiebre le habían abandonado tan aprisa y milagrosamente como llegaron. Se sentía aún débil, desmadejado, enfermizo, pero capaz de trabajar y viajar.

Aquella noche última antes de su marcha a Maam Cross, el padre Rosetti se sorprendió a sí mismo haciendo anotaciones cual un obseso, especificando las averiguaciones hechas hasta el momento, organizando y clasificando meticulosamente las pruebas de sus declaraciones y entrevistas.

Antes de esto, Rosetti había sido requerido tres veces para investigar lo que ningún otro padre de la Iglesia había logrado desentrañar. Y había tenido éxito las tres veces; por lo menos había sobrevivido cuando nadie esperaba un desenlace afortunado.

La primera tuvo lugar al nordeste de Sevilla, en España. Aquella laboriosa investigación de tres meses fue sobre una monja pía cuya santificación había sido solicitada por el obispo local. El padre Rosetti analizó el culto desautorizado a sor María Ávila. Examinó los «milagros» realizados por la hermana y, finalmente, juzgó con suma severidad: la hermana María era sin duda una mujer sagrada, un modelo perfecto para cualquier cristiano. Pero no una santa. Pues Rosetti no pudo encontrar ninguna evidencia de una intervención sobrenatural.

Una segunda investigación le llevó a la Misión de Mahurdi, en Camerún. Esta vez fue un enfrentamiento con la Bestia: Damballa. Eduardo Rosetti estuvo a punto de perder la vida durante sus tres semanas de convivencia con la tribu Tiv. Concluido el análisis, consiguió rescatar el alma del cardenal africano frente a los insidiosos ataques de Satán.

Recientemente, se le encomendó otra misión en Egipto. Aquí triunfó el padre Rosetti, según se dijo. Este triunfo confirmó su reputación en toda la Curia. Fue entonces cuando se le nombró investigador jefe de la poderosa congregación de Ritos. En los pasillos del Vaticano se rumoreó que el padre Eduardo Rosetti había salido victorioso del Satánico entre las sempiternas ruinas egipcias. Que había llegado hasta el mismo umbral del Pórtico Infernal… Solamente Eduardo Rosetti fue quien conoció la horripilante verdad sobre aquel rumor. Nadie, ni hombre ni mujer, ni sacerdote ni Santo Padre había podido derrotar a la Bestia. Ni una sola vez. No desde el principio de los tiempos

Mientras trabajaba con una aplicación mecánica —un «técnico del espíritu», le solían llamar desde las investigaciones más desapasionadas de lo sobrenatural—, el padre Rosetti consultó con ojos enrojecidos un paquete especial de apuntes. Apuntes que él había tomado cuando el Papa Pío XIII le permitiera examinar las cartas originales de Fátima escritas en pergamino y poder conocer así los detalles sobre la misteriosa visita de Nuestra Señora mantenida en riguroso secreto.

Mañana temprano, se dijo calmosamente el padre Rosetti, veré a la primera de esas dos chicas.

La muchacha irlandesa.

La virgen Colleen.

Recorrió los 225 kilómetros desde la O’Connell Street de Dublín hasta Maam Cross en Galway —sin percibir siquiera los collados pardos y los verdes caminos— en poco menos de cuatro horas.

Cuando llegó a la aldea casi medieval de Maam Cross, el investigador fue encaminado directamente a la antigua mansión de un opulento terrateniente inglés.

Una edificación de piedra muy hermosa con aspecto de gran seguridad.

El Holy Trinity School para niñas.

Dejando su «Ford» inglés en un pardusco camino de herradura, el sacerdote caminó despacioso por la tortuosa senda de grava entre poderosos olmos y hayas. Un paraje muy bonito. Estimulante.

Mientras observaba los progresos de una clase a través de un ventanal con celosía y escuchaba el familiar canturreo de las declinaciones latinas, el padre Rosetti empezó a enumerar, sin darse cuenta, los hechos fundamentales de su investigación…

Una virgen en la República de Irlanda, escenario de la misteriosa visita de Juan Pablo en 1979, dijo para sí.

Una niña con ocho meses largos de embarazo… Pero ¿quién será la criatura?

Una colegiala de catorce años llamada Colleen Deirdre Galaher.

Llegado a la entrada principal del colegio, Rosetti levantó abstraído una pesada aldaba de anillo y la dejó caer. Su corazón comenzó a latir con celeridad creciente.

Repentinamente apareció una adolescente, alta, de pecho muy liso. La estudiante del Holy Trinity vestía una blusa blanca vaporosa con falda plisada gris, zapatos negros de corte clásico, medias oscuras y una pechera postiza. Después de hacer una anticuada genuflexión, la muchacha le condujo sin decir palabra al despacho de la Reverenda Madre.

—No recibimos a menudo visitantes de la Archidiócesis… y menos todavía de Roma.

Sor Katherine Dominica acompañó estas palabras con una sonrisa bendiciente, lo cual le ganó al instante la simpatía del padre Rosetti. Indudablemente se mostró inquieta y curiosa acerca de su alumna Colleen Galaher, también acerca del distinguido visitante de Roma. Pero ella no haría ninguna pregunta, para explorar o sondear la cuestión. Como monja provinciana e irlandesa, la hermana Katherine sabía muy bien cuál era su lugar en la escala jerárquica de la Iglesia.

—Colleen Galaher ha estudiado sus lecciones en casa durante este curso —dijo la Madre Superiora al padre Rosetti—. Las demás estudiantes, y particularmente sus padres, no han sido muy afables a propósito de esta asombrosa preñez… Nosotras tampoco fuimos caritativas al principio, padre. Me refiero a las hermanas de Holy Trinity. Incluyéndome yo.

El padre Rosetti asintió. Luego, el clérigo de severa apariencia sonrió.

—Yo soy originario de un pueblo muy pequeño, hermana. Creo adivinar lo sucedido aquí hasta ahora. Una vez vi cómo unos sicilianos mutilaban a una criatura de quince años que estaba encinta.

—Ahora le llevaré a presencia de Colleen —dijo por fin sor Katherine—. Está esperando en nuestra biblioteca. Acompáñeme, padre, por favor.

Encontraron a la chica de catorce años sentada en un solio obispal sumamente incómodo; un modesto fuego de turba calentaba la biblioteca conventual.

Apenas vio a la Madre Superiora y al clérigo, Colleen Galaher se enderezó como un soldado perfectamente instruido.

¡Ah, los católicos irlandeses!, se dijo el padre Rosetti sin poder evitarlo, el último refugio en esta tierra para la Iglesia militante, el Ejército de Cristo.

La inconcebible joven erguida ante él iba ataviada con una deshilachada pero limpia gabardina beige y una bata roja debajo. También llevaba unos calcetines blancos, cortos y caídos, viejos zapatos escolares con grietas en las punteras. Evidentemente era pobre, aunque orgullosa. Y bonita. Con ojos de color esmeralda, los más brillantes de Galway.

¡Qué joven es, Dios santo! El padre Rosetti quedó pasmado, atónito.

Es sólo una colegiala de noveno grado. Ese estómago abultado parece una enormidad brutal en esta chiquilla… la virgen Colleen.

El padre Rosetti rogó a Colleen que tomara asiento y luego se colocó frente a ella en el historiado escritorio.

Después de haber conseguido que la joven se sintiera cómoda y se familiarizara humildemente con él, el prelado del Vaticano inició la entrevista laboriosa y protocolaria de la Congregación de los Ritos. La primera prueba.

Ella es sólo una niña, catorce años y medio, que atribuye inocentemente su misterioso estado a la «Voluntad de Dios Padre Todopoderoso». El padre Rosetti agregó a sus anotaciones: ¡Es una clásica colegiala de convento!

Más tarde, Eduardo Rosetti se encontró escribiendo presuroso y excitado lo siguiente: Todas mis plegarias están dedicadas a esta criatura llamada Colleen Galaher. Aquí hay indicios concretos de la promesa de Fátima… Pero ¿qué hay de la otra muchacha virgen? Evidentemente es demasiado pronto para saber cuál de las dos engendrará al Salvador.

Por otra parte, ¡esta muchacha irlandesa tiene justamente la edad de María de Nazaret cuando nació Jesús…! ¡Ayúdame, Dios mío, ayúdame, Santa Madre, por favor! ¡La chica habla tranquilamente de visitaciones y grandes milagros!

ANNE

Los sibilantes, crujientes limpiaparabrisas estaban trazando una media luna que abarcaba exactamente la calzada de la carretera interestatal.

La lluvia vespertina tamborileaba con hipnótica cadencia sobre la capota del vehículo de la St. Anthony School.

Anne Feeney se esforzó por concentrar su atención en la borrosa raya blanca que dividía la carretera 128 Sur en dos partes curvilíneas y deslizantes.

Cincuenta y ocho, marcó la línea roja del velocímetro.

Cincuenta y siete.

Cincuenta y cinco.

Un silbido agudo se dejó oír desde algún lugar detrás del panel de madera. La aguja del velocímetro rebasó las sesenta. El mocasín de Anne apretó el pedal del freno.

En uno de sus peores momentos naturalistas, Anne empezó a rememorar el origen de su actual escepticismo religioso.

Y por si esto fuera poco, en las oficinas archidiocesanas de Boston.

Mientras marchaba hacia su nueva e importante misión, Anne recordó aquellos lejanos días en Boston preguntándose cuál sería su relación con el presente.

Cuando Anne había sido destinada a la Cancillería Archidiocesana en la Commonwealth Avenue, le había sorprendido la gran cantidad de jóvenes sacerdotes y monjas muy progresistas e inteligentes que trabajaban allí.

Transcurridos tres días de prueba especialmente onerosos en la oficina eclesiástica, Anne iba algunas veces con ellos a un bar llamado «Jackie Doulin’s» en la Beacon Street. Reunidos en los reservados sombríos y mohosos del fondo, los padres y los hermanos de la oficina archidiocesana entablaban una conversación que derivaba en polémica prolongada y seria. Hablaban sobre temas cuestionables tales como la posibilidad de que la Iglesia distribuyera algún día sus inmensas riqueza o los complejos problemas del racismo en Southey, la perspectiva teológica cristiana de la sexualidad, la posible o imposible ordenación de las mujeres.

Todos comían el picante queso «Doulin» con mostaza y bebían soda o cerveza. Aquello era una oportunidad formidable para contrastar ideas y compartir los problemas y frustraciones de sus vidas.

Cierta tarde de primavera, Anne recibió una citación en la oficina archidiocesana para presentarse en el despacho del cardenal Rooney. El objeto de tal audiencia —un desagradable secretario laico se lo advirtió a Anne con suficiente anticipación— fueron aquellas infames tertulias en «Jackie Doulin’s Bar & Grill».

El despacho del cardenal Rooney resultó ser inopinadamente un cobijo luminoso y alegre. Allí había carteles con marco de conciertos filarmónicos y acontecimientos deportivos en Boston Garden cubriendo toda una pared, numerosos muebles de caoba roja y cuero, una hermosa alfombra oriental que prestaba la necesaria dignidad y calidez a aquel aposento tan poco ceremonioso.

Por añadidura, la enorme estancia tenía cuatro ventanales con espléndidas vistas del Commonwealth Car Barn, el Boston College y el Cleveland Círcle.

Cuando Anne entró allí su mirada se escapó sin poder remediarlo hacia dos relucientes jarras pilsner y dos botellas cerradas de cerveza «Carling Black Label» sobre el escritorio del cardenal John Rooney.

—¡Ah, hermana Anne! —El cardenal, de gran estatura y cabello blanco, se levantó y abandonó su área de trabajo—. ¡He oído contar tantas cosas de usted! Celebro mucho que haya podido venir esta tarde.

El corazón de Anne empezó a descender irremediablemente. Se trasladó a un nuevo alojamiento, algún lugar por debajo de las rodillas. Ella no tuvo ni la menor idea de lo que podría suceder, pero sabía a ciencia cierta que el cardenal Rooney conocía los detalles más flagrantes de sus últimas visitas al «Doulin’s Bar & Grill».

—Por favor, siéntese, hermana Anne. Se lo ruego.

El cardenal Rooney señaló una silla de cuero rojo junto a su grandiosa y cicatrizada mesa de despacho.

—Mirando a sus ojos adivino que usted se ha confundido acerca de mis intenciones esta tarde —prosiguió el cardenal—. Permítame decirlo a modo de preámbulo, hermana. Mi primero y único sermón esta tarde. Prometido… Yo apruebo con todo mi corazón doliente las pequeñas reuniones que han tenido lugar durante meses en la taberna de Jack Doulin. Exactamente ante mis proverbiales narices, como suelen decir. Yo preferiría que nuestros clérigos no llevaran sus alzacuellos en «Doulin». Pero ésta es mi única queja seria.

»Ahora tranquilícese, hermana, se lo ruego. Tome un trago de cerveza conmigo. Déjeme demostrarle que no soy todo gas y jarreteras, como acostumbran a murmurar en las parroquias.

Durante las dos horas siguientes la joven sor dominica y el cardenal de Boston conversaron sin interrupción. Él le preguntó su opinión sobre muchos y variados temas y escuchó atentamente cuando ella habló.

Aquel coloquio cambió totalmente las impresiones que tenía Anne sobre el cardenal John Rooney. Este prelado, que le había parecido siempre intolerante, y culpable de profesar el arcaico «cronyism» irlandés, se interesaba en realidad por las necesidades de su pueblo. Además, el cardenal Rooney estaba actuando activamente para eliminar algunos de los imperdonables hábitos adquiridos dentro de la Iglesia.

—Hace dos o tres décadas —contó el cardenal a Anne aprovechando una pausa—, cuando yo era un sacerdote joven en St. Margaret’s (esto está allá por Attleboro, Anne), me abrumaban unas dudas graves, horribles, acerca de la Iglesia. Cuando descendí al nivel más bajo, abandoné St. Margaret’s y partí para una correría de cinco semanas. Me comporté bastante mal durante esas semanas… pero finalmente regresé a St. Margaret’s.

»Y lo hice con una fe dos veces más firme y vital que la que estimé suficiente al principio para abrazar el sacerdocio.

Los ojos entre verdes y grisáceos del cardenal parecieron retornar por unos instantes a Attleboro, Massachusetts. De pronto, el cardenal John Rooney soltó una carcajada. Luego tomó un buen trago de cerveza.

—Como es obvio, el párroco de St. Margaret’s me despachó con cajas destempladas retorciéndome la oreja. Para aquel feroz pajarraco eso del hijo pródigo era una solemne tontería. ¡Excelente personal! Un sacerdote terrorífico de la vieja escuela. Le hice obispo cuando cumplió sus setenta y seis años. Los caminos de la vida son admirables, ¿no es verdad, Anne?

»Sea como fuere, mi argumento es que debemos formular preguntas espinosas, incluso amenazadoras. ¡Debemos hacerlo! ¡Sobre todo las mujeres de nuestra Iglesia!

»¡Haced esas preguntas irrecusables! ¿Por qué no hay mujeres dirigentes en la Iglesia? ¿Por qué da la Iglesia un trato tan injusto a las mujeres? Yo sé que lo hace. Y usted sin duda también. Preguntémonos honradamente si fue así como lo proyectó Cristo. ¿Se puede hacer algo al respecto? ¿Quién lo hará, hermana Anne?

Anne sintió una emoción tan repentina, le inspiró tanta esperanza la Archidiócesis, que temió detenerse en aquel momento para reflexionar.

—Cardenal Rooney… —preguntó al fin—. ¿Qué ocurrirá si formulo las preguntas adecuadas y entonces pierdo enteramente mi fe?

—Usted no perderá su fe haciendo preguntas. —El cardenal John Rooney sonrió a la hermana Anne—. ¿No sabe eso todavía, hermana? ¡Ahí estriba el secreto! Sus preguntas constituyen la base entera de su fe.

Un día después de aquella charla larga y complicada, la hermana Anne recibió una carta de la Cancillería Archidiocesana. Fue una petición del cardenal Rooney rogándole que aceptara un nuevo destino: ella sería la nueva ayudante especial del propio cardenal. Anne sería la primera persona no sacerdotal que ocupara tal empleo…, la primera mujer. Justamente por eso el cardenal Rooney había querido dialogar con ella el día anterior. Sin duda la hermana Anne Feeney estaba destinada a realizar obras importantes en la Archidiócesis de Boston.

Al norte de Lexington y Concord, Anne abandonó la autopista para llenar el depósito y comprar algunos comestibles. A la luz del día y con mejor tiempo, esta comarca de Massachusetts era muy pintoresca; ella lo recordaba por antiguas excursiones dominicales. Los habitantes de las ciudades circundantes se interesaban por el mantenimiento y restauración de viviendas, cuadras y tabernas históricas.

Ya bajo cobijo, ante el deslumbrante mostrador de un «Howard Johnson’s». Anne ocupó un taburete de vinilo anaranjado y se balanceó discretamente treinta grados de un lado a otro.

Saboreó una taza rebosante de café humeante y negro. Después más tranquila, se permitió rememorar su conversación de aquella mañana con monseñor John Maher. Examinando su propia imagen en el espejo del restaurante creyó casi oír la voz de monseñor.

El cardenal Rooney ha pedido expresamente su contribución, Anne —le había dicho monseñor Maher—. Quiere que usted sea una especie de compañera para esa jovencita.

Existe la posibilidad de un natalicio virginal. El cardenal Rooney lo había expuesto sin rodeos. En Newport, Rhode Island.

Anne se reprimió para no gritar tan asombrosa revelación en la barra repleta de gente.

Intentó pensar con razonamientos lógicos sobre ese natalicio virginal. Su cuerpo se estremeció obligándola a soltar la taza de café que empezaba a tintinear.

Se estaba investigando en secreto…, investigando seriamente un milagro inconcebible. Anne reflexionó. El Vaticano estaba ya implicado. El cardenal de Boston lo estaba también personalmente.

¡El nacimiento de un niño divino en pleno siglo XX!

Un acontecimiento que podría sobrevenir —o quizá no— desde hacía aproximadamente dos mil años.

¡No! El pensamiento de Anne rechazó esa idea imposible. En nuestra Era no ocurren semejantes cosas.

Tenía que haber algún truco. Un fraude singular y complejo. Decididamente se lo debería examinar con un grano de sal. Cum grano salis.

El cardenal Rooney la había mandado llamar porque sabía de sus profundos conocimientos sobre mariología, se dijo Anne.

¿No será también porque he tratado a fondo con adolescentes perturbadas?, se preguntó acto seguido.

Súbitamente, la hermana Anne Feeney no pudo aplazar por más tiempo su encuentro con la joven Kathleen Beavier.