UNO

EDUARDO ROSETTI

Roma, 30 de julio de 1987

Eduardo Rosetti tenía esa apariencia llamativa que suele acarrear dificultades y azoramiento a un sacerdote. Su constitución física era la de un obrero y dejaba entrever muchos años de dura labor al aire libre. Su sonrisa era cálida, conciliadora, franca.

Mientras caminaba, el padre Rosetti se sorprendió a sí mismo contemplando con mirada extática las entrañables cúpulas doradas y relucientes, las cruces de mil kilos y los capiteles de la Basílica de San Pedro.

¡Cuánto adoraba él el Vaticano y Roma! Porque aquello entrañaba una historia increíble, un ceremonial grandioso y una tradición sumamente inspiradora.

En cierto modo, Rosetti era como la imponente arquitectura pétrea de su alrededor; recio, suficientemente seguro para resistir los embates de las edades… y en particular de esta inquietante edad. A decir verdad, el joven sacerdote era una de las figuras más relevantes del Vaticano. Tal vez aquel día el padre Rosetti fuera la única importante.

Su paso vivo hacia la Basílica se aceleró perceptiblemente. Sus rígidos zapatos negros crujieron y golpearon contra los desiguales adoquines de la acera. Hubo un apresuramiento inconfundible de sus latidos, un brillo singular en sus ojos oscuros. El padre Rosetti empezó a orar con voz tronante mientras caminaba por la avenida del Vaticano. Se dijo que jamás había sentido tanto terror en su vida.

Cuando atravesaba la majestuosa piazza de Bernini —la multitudinaria e inmensa plaza de San Pedro— el joven sacerdote creyó estar oyendo todavía las recientes palabras de Su Santidad el Papa Pío XIII, dominando el estrépito de las calles romanas.

Padre Rosetti…, Eduardo —le había dicho Pío—. Tú eres el investigador jefe para la Congregación de los Ritos. Tú eres el investigador de milagros y presuntos milagros en el mundo entero… Padre, quiero que investigues un milagro para mi propia tranquilidad. Una investigación privada. Una investigación papal.

El padre Rosetti apresuró el paso ante los cuatro suntuosos candelabros construidos al pie del obelisco egipcio que constituyera otrora el centro del circo neroniano.

Padre, hace setenta años nuestra Bendita Señora dejó un mensaje controvertible en Fátima, Portugal. Ese gran secreto de Fátima no ha sido revelado al mundo hasta el presente día.

»Padre Rosetti, las circunstancias exigen ahora que yo revele el singular mensaje transmitido por Nuestra Señora en Fátima

»¡Debo confiarte el secreto, bendito investigador!

El padre Rosetti se sorprendió al verse ya ante la Puerta de Santa Ana. Se dispuso a abandonar el Estado denominado Ciudad del Vaticano.

Cuando se volvía para descender por la desmoronadiza Via di Porta Angélico, el sacerdote sintió un mareo repentino. Algo similar al vértigo, acompañado por unos pinchazos dolorosos alrededor del corazón. «¡Ah, Dios mío!», bisbiseó de forma audible.

Mientras intentaba aferrarse a una farola, el padre Rosetti sintió unos latigazos abrasadores. Pensó en una enfermedad súbita. Luego llegó una puñalada desgarradora profundizando dentro de su ancho torso.

Misericordia, Señor. Os lo ruego

Su sombrero romano negro cayó y rodó por el bordillo adoquinado. Acto seguido, el padre Rosetti se desplomó y quedó hecho un ovillo sobre la acera. Un autobús turístico de Foyer Unitas, una hermana de la Caridad haciendo compras con su «Vespa» y varios clérigos del Vaticano se desentendieron de sus quehaceres y andanzas recreativas.

—¡Un sacerdote enfermo! —gritó alguien en italiano.

Rosetti jadeó de forma estertórea. Un dolor atroz le penetró por el brazo izquierdo llegando hasta la pierna cual una larga aguja. Notó con desespero una disnea creciente, una dramática reducción del aliento. Sus labios tomaron el color de las ciruelas.

El jesuita de treinta y seis años tuvo aún fuerzas suficientes para comprender que debía de estar sufriendo un ataque cardíaco o apopléjico. Pero… ¿cómo? Él había disfrutado de una salud excelente pocos días antes. ¡Pocas horas antes…! ¡Había dado un paseo estimulante aquella misma mañana por la orilla del Tíber!

Al levantar la vista, impotente, vio unos rostros borrosos. Gente desconocida. Colores desvaídos, fluctuantes. Se retorció sobre los fríos adoquines. Otra punzada de piolet le horadó el pecho dejándole sin respiración. Ayudadme, por favor. Sus palabras no fueron audibles.

Una vez más creyó oír al Papa Pío XIII: Debo confiarte el secreto

Al cabo de unos momentos una revelación, increíble, en el Palacio Apostólico con su dorada cúpula, en la propia residencia pontificia.

La misión sagrada de Rosetti.

Padre Rosetti, nuestra Señora de Fátima ha prometido al mundo un niño divino en nuestra Era.

Está a la vista el Día del Juicio Final.

¡Tú, el investigador mío, debes encontrar a la verdadera Virgen! ¡La Iglesia necesita dar con la madre del niño divino!

Ante los ojos del padre Rosetti todo se tornó repentinamente de un deslumbrante rojo encendido. Y luego, al remitir, de un blanco cegador. Por último, una rueda luminosa se adentró girando vertiginosamente en una abertura de infinita negrura…