20

La consecuencia inmediata de la tragedia de Janet fue una notable calma entre quienes habían tenido más contacto con ella, tanto las chicas como el personal de la escuela. Hubo menos charlas durante las comidas, y los recreos transcurrían con evidente contención en los juegos. Hasta Bárbara Clark daba sus clases con un aire más autoritario. Los responsables juzgaron que era un período de introspección reflexiva. Aunque era imposible adivinar si ello conduciría a un mayor discernimiento personal por parte de las chicas, o haría que reforzasen su escudo defensivo de cinismo.

Pasaron las semanas, y los vestigios exteriores del drama fueron borrándose a medida que las actividades diarias reanudaban su rutina familiar. Moco había recuperado su habitual personalidad huraña y fanfarrona, siempre a punto de armarla por cualquier motivo; su satélite Crash le seguía los pasos, desempeñando su papel, que era una involuntaria caricatura de los cortesanos aduladores de épocas pasadas. Denny volvió a sus cambios de humor, en los que tan pronto era una mariposa retozona, como una ensimismada profetisa de desgracias.

Sólo Chris parecía haber experimentado una transformación completa. La mirada observadora de Bárbara Clark, que había llegado a considerar a Chris como un caso de responsabilidad personal, notaba pequeños detalles reveladores de que Chris había perdido para siempre aquella timidez simpática, aquella vulnerabilidad tan característica en ella cuando llegó por primera vez a la escuela. Su modo de andar, su comportamiento frente a situaciones que encerrasen una posibilidad de peligro, su actitud general en clase, todo manifestaba un carácter mucho más duro y vigilante. Había un aire deliberado en todo lo que decía, y un constante autocontrol en todas sus acciones; era como una caldera hirviente con la tapadera bien atornillada. A esa transformación cada vez más permanente, Bárbara asistía sin poder hacer nada, aunque también sin perder del todo la esperanza.

Pasaron varias semanas sin que nadie aludiese a Janet ni siquiera casualmente, como tampoco a la dramática noche que fue la causa de que aquélla retornase con su familia. Si las chicas guardaban de ello algún recuerdo, era imposible de saber. A juzgar por las apariencias exteriores, era como si Janet jamás hubiera existido.

Anochecía ya. Varias muchachas estaban tumbadas en el sofá del comedor, viendo la televisión. Al otro lado, Paula ocupaba un asiento junto a una lámpara, como siempre esforzándose en acabar una informe prenda de punto. Lasko se había sentado en un brazo del sillón, ayudando a Paula a desenredar las madejas y cogiéndole las agujas de vez en cuando para guiarla.

Lasko meneó la cabeza:

—Ya no veo nada —dijo—. Si no lo dejamos ahora, vamos a sacar tres mangas.

Paula emitió una risita. Ninguna de las dos se fijó en Chris, que entraba arrastrando los pies, en delantal y zapatillas, con los cabellos colgándole sueltos sobre los hombros. Dirigiéndose a Lasko, le dijo tranquilamente:

—Necesito el champú.

Lasko se sobresaltó ligeramente y se volvió. Una fugaz expresión de fastidio pasó por sus facciones. Consultó su reloj y luego alzó la mirada:

—¿Por qué no me lo pedías antes? Ahora ya he cerrado el armario.

Chris cerró los ojos y luego volvió a abrirlos, con el gesto de quien se arma de paciencia.

—Estaba ocupada en la cocina —dijo en el tono de un adulto dando una explicación a una criatura obstinada, o sea, como si en realidad toda explicación estuviera de más—. ¿Quieres darme el champú? Lo necesito.

El diálogo atrajo la atención de Josie, que estaba viendo la televisión desde el sofá:

—Caray, qué perezosa eres, Lasko —observó sin mala intención.

No muy segura de si Josie había hablado en serio o en broma, Lasko se volvió a mirarla y dijo:

—Me duelen las piernas de ir y volver por esa galería cien veces cada día.

«Qué mujer tan pelma», pensó Josie, volviéndose para seguir mirando la televisión.

Moco, que acompañada de Jax se había puesto a mirar discos, dejó lo que estaba haciendo y se enfrentó con Lasko. Jax la siguió. Moco, poniéndose desafiadoramente en jarras, sacó la mandíbula y dijo en tono mordaz:

—Dale ya el condenado champú.

—Sí, Lasko —la imitó Jax como un loro.

Lasko se puso en pie de un salto y miró alternativamente a sus dos antagonistas, sacudiendo la cabeza con expresivos movimientos.

—¡Trae el champú! —las remedó—. Dame fuego, firma esta nota, haz esto y lo otro. ¿No podríais dejarme en paz un rato?

No había humor en la voz de Josie esta vez:

—Pero Lasko —declaró—, si no haces nunca nada…

Paula dejó su labor en el regazo y se puso a mirar, nerviosa, primero a Chris, que contemplaba a la celadora con un brillo irónico en la mirada, y luego a la propia Lasko, quien lanzó una ojeada iracunda a Josie y replicó:

—Cuido bien de vosotras. No tenéis de qué quejaros.

—No cuidaste bien de Janet.

Denny había pronunciado estas palabras con una voz tan tranquila, que la acusación contenida en ellas quedó colgando en el aire como un grito estridente.

Un murmullo de sorpresa recorrió toda la habitación. Durante unos momentos, no se oyó ruido alguno sino la algarabía del televisor. Lasko se encaró con Denny, con los ojos lanzando rayos de furor y pena.

—¡No fue culpa mía! —protestó.

Denny insistió en su punto de vista:

—Tú la castigaste a incomunicación —dijo fríamente.

—Sí, Lasko —corroboró Josie.

—Escuchad… —empezó Lasko con los nervios a punto de estallar, pero no pudo concluir la frase.

Chris, con una decisión reforzada al observar que las demás estaban claramente de su parte, la interrumpió con tozudez:

—Tengo que lavarme el cabello.

Ahora Lasko no quiso ceder, por lo que replicó:

—Mañana te lo lavarás.

Chris, aparentando exteriormente una calma glacial y sin levantar la voz, cedió a un súbito impulso retador:

—Me gustaría lavármelo ahora, por favor —dijo, no sin silabear las palabras «por favor» de un modo que las hacía sonar, no como una fórmula de cortesía, sino como un insulto.

Bea, que hasta ese momento se había mantenido aparte de la discusión, se puso a gritar súbitamente con todas sus fuerzas:

—¡Qué sitio tan imbécil es éste! —y luego, como si hubiera llegado al colmo de su paciencia, exclamó—: ¡No somos críos pequeños!

—¿Quieres hacer el favor de darme el champú? —repitió Chris, ignorando la intervención de Bea.

Sintiéndose en peligro inminente de perder el control de la situación, y con la desagradable impresión de tener todas las miradas fijas en ella, Lasko se dio cuenta de que no le quedaba más remedio sino mantenerse en sus trece.

—Mañana, he dicho —silabeó con energía.

Nadie habló. Paula se puso a dar vueltas a su labor; Jax y Moco, con los brazos cruzados sobre el pecho y la hostilidad ardiendo en la mirada, se inclinaron hacia delante. Denny apretó los puños, mientras Josie y Bea se incorporaban y se acercaban a Chris y Lasko, que se miraban con mutuo desafío.

—Lasko —empezó Chris en tono suave.

—¿Qué quieres? —replicó la celadora, con la voz ronca de aprensión.

—Quiero lavarme el cabello —replicó Chris, siempre sin alzar el tono y luchando para no traicionar su creciente alarma. De súbito deseó no haber insistido tanto en aquella cuestión. Tenía poco que ganar y mucho que perder, pero ahora ya no podía volverse atrás.

Lasko adivinó el sutil cambio en la actitud de Chris; al ver que la muchacha bajaba la mirada, comprendió que ya no estaba segura de sí misma.

—¿Qué te parecerían unos cuantos días de arresto en tu habitación? —dijo calmosamente, en un intento de inclinar la balanza a su favor.

—No. Sólo digo que me des el champú, por favor.

Lasko entrecerró los ojos.

—Estás a punto de perder tu grado —la advirtió.

Chris empezó a temblar imperceptiblemente; su voz se convirtió casi en un susurro:

—¿Quieres darme el champú, por favor, Lasko? —murmuró.

Exasperada hasta la desesperación, Lasko alargó el brazo derecho apuntándola con un índice largo y huesudo.

—¡Con eso basta! —aulló—. ¡A tu habitación, ahora mismo!

Chris no respondió ni se movió. Lasko, decidida a terminar de una vez con el desplante, la tomó del brazo y empezó a sacarla del comedor. Entonces, con una súbita, inesperada explosión de rabia, con el rostro hecho una máscara lívida de furor, Chris se soltó de un tirón y saltó con la agilidad de una fiera acorralada.

—¡No! —gritó.

Cerrando con fuerza el puño derecho, atacó por sorpresa con la soltura de un experto boxeador y golpeó a Lasko en la cara. Las chicas que asistían a la escena rompieron en jadeos de horror y aprobación cuando Lasko, momentáneamente aturdida por el golpe, trastabilló hacia atrás perdiendo el equilibrio y cayendo atravesada en un sillón.

Perdido ya el control, Chris golpeó a la indefensa Lasko sin dejar de chillar «¡No! ¡No!», a toda voz, descargando una lluvia de salvajes puñetazos sobre la víctima de sus iras.

Lasko levantó las manos para protegerse, mientras las chicas formaban alrededor de ella un círculo amenazador. De algún modo, la celadora logró sujetar los brazos de Chris y, con un poderoso esfuerzo, la apartó a un lado, pero la fuerza de los tirones de Chris hizo que ambas cayesen al suelo. Chocaron con una mesa, rompiéndole una pata, con lo que el mueble también se vino abajo. Chris quedó a horcajadas sobre Lasko, sin dejar de gritar ni de lanzar golpes a ciegas. Todas sus compañeras gritaron simultáneamente cuando los puños de Chris conectaron de nuevo con la mandíbula de Lasko. Con un movimiento relampagueante, como una víbora, Chris arrancó el manojo de llaves que tenía Lasko en el cinturón y, sacudida por sollozos de rabia, echó a correr hacia la puerta.

Poniéndose en pie con dificultad, Lasko trató de perseguir a Chris, pero le cortó el paso Moco, con gesto ceñudo.

—Quítate de mi camino —silbó Lasko. Antes de que Moco pudiera reaccionar, Denny asió una lámpara de mesa y descargó la peana de la misma contra la sien de la celadora.

El aire se llenó de gritos cuando Lasko cayó sin sentido sobre el sofá y resbaló luego hacia el suelo, con un corte en la sien que manaba sangre. Paula corrió para arrodillarse a su lado, con un sollozo. Sin soltar aún la lámpara, Denny se tambaleó ligeramente, con la mirada vidriosa y una expresión de locura en la cara. Sin previo aviso se volvió, enarboló la lámpara como un bate de béisbol y la estrelló contra la pantalla del televisor. El ruido del cristal haciéndose añicos se mezcló con los chasquidos y el chisporroteo de los cortocircuitos eléctricos. De la caja destrozada salieron nubes de humo sofocante, y en ese momento estalló en el comedor una orgía de gritos histéricos y destrucción. Entre chillidos e insultos, con loco afán de venganza, las internas arrancaron cortinas, rompieron cristales, rasgaron, rajaron y destruyeron sistemáticamente cuanto estaba a su alcance. Moco vaciló un segundo ante el tocadiscos, y ya iba a cogerlo, cuando Ria alargó una mano para frenarla.

—No, eso no —dijo. Moco asintió lentamente con la cabeza, comprendiendo lo que había querido decir, y volvió a dejar el tocadiscos en su puesto.

Poco después, mientras el tumulto aún continuaba a su alrededor, Lasko empezó a volver en sí poco a poco. Al abrir los ojos no supo si dar crédito a aquella visión de pesadilla: ¡sus niñas, alborotando a su alrededor como una reencarnación de las hordas mogólicas! Trató penosamente de incorporarse, mientras Paula llorosa, procuraba ayudarla.

En pie frente al armario del cuarto de baño, Chris, sin prestar oídos al tumulto procedente del comedor, derribaba frascos y botes en un frenético esfuerzo por encontrar el champú. Josie y Moco entraron corriendo de repente.

—¡Larguémonos de aquí! —jadeó Josie, alargando la mano hacia las llaves, que colgaban de la puerta del armario.

—¡Date prisa! —la urgió Moco. Josie sacó las llaves de la cerradura y ambas echaron a correr hacia la puerta. Entonces rasgó el aire un timbre de alarma. Josie se paró en seco.

—¿Qué te pasa? —preguntó Moco, impaciente—. Date prisa; vamos a salir de aquí.

—No puedo —susurró Josie roncamente—. ¡No puedo!

Con un juramento ahogado, Moco le arrancó el llavero sin hacer caso de su llanto y salió, con Chris pisándole los talones.

Moco voló sin aliento hasta la puerta principal y empezó a tantear con las llaves. No sabía cuál era la que servía, y le temblaban tanto las manos que apenas acertaba a sostener el llavero.

—¡Vamos! ¡Date prisa! —la azuzó Chris. En ese momento se les unieron otras cinco o seis chicas que habían salido del comedor, con ansias de romper el encierro y escapar en la noche.

—¡No puedo abrir! —sollozó Moco—. ¡No puedo! —y con esto, todas las muchachas se pusieron a aporrear la puerta con furia.

—¡Maldita sea! ¡Maldita sea! —gritaba Moco, desvalida, viendo que la puerta no se movía ni un milímetro. Y, mientras no cesaba de sonar el timbre de alarma, el estrépito de la destrucción del comedor empezó a disminuir. Pronto, el redoble sobre la puerta se convirtió en un golpeteo fatigado y, agotadas, las chicas se dejaron caer al suelo renunciando a sus esperanzas de libertad.