El sol caía a plomo de un cielo sin nubes sobre el amarillo y rechoncho autobús escolar que avanzaba a trompicones por un camino estrecho y lleno de baches, flanqueado de terreno pardo, reseco y pedregoso. El autobús estaba lleno de muchachas de rostro huraño; eran las de la sección tercera amigas de Janet. Miraban por las ventanillas sin decir nada y tenían un aire común de aplastante tristeza, que se extendía a sus cuatro acompañantes adultas: Bárbara Clark, Emma Lasko, su ayudante Betty Ramos, y Cynthia Porter.
Después de dar tumbos durante unos tres cuartos de hora, el autobús enfiló bruscamente un polvoriento sendero lateral que serpenteaba por entre pedregales y matas de monte bajo. Atacando una ligera pendiente, llegó ante un pequeño cementerio rodeado por una gran verja de hierro forjado negro.
Alrededor de una pequeña sepultura recién cavada había un grupo de personas, incluyendo varios indios de rostro solemne y un sacerdote con larga sotana negra. En medio del grupo se veía a Janet, con su rostro melancólico, rodeada de su familia. Cuando el autobús se detuvo frente a la verja de hierro del cementerio, los componentes del duelo alzaron unas miradas inexpresivas mientras se abría la puerta del vehículo. Las chicas se apearon y fueron aproximándose a la sepultura. Una brisa caliente y seca levantaba pequeños remolinos de polvo. Las compañeras de Janet desfilaron frente al pequeño ataúd depositado en el suelo; algunas llevaban flores, que fueron dejando suavemente sobre el mismo. Ria se arrodilló brevemente, se persignó y depositó, doblado, el juego de cuna rosa y azul. Chris, con los ojos nublados, se inclinó cuando llegó su turno y ofrendó una sola rosa blanca de tallo largo.
Janet miraba sin ver, entorpecida, con el dolor grabado en el rostro, mientras las chicas formaban en círculo alrededor de la tumba llenando el hueco dejado por los demás componentes del duelo. Lasko se unió a ellas, con la mano apoyada en el transmisor-receptor que llevaba al cinto. Bárbara y Cynthia avanzaron hasta llegar junto a la sepultura, a ambos lados del sacerdote. Hubo un incómodo arrastrar de pies, algunas toses, y nada más. Bárbara lanzó una mirada al cura y éste le hizo una inclinación con la cabeza. Parecía nerviosa y al borde del llanto. Miró un instante la sepultura y luego alzó la mirada hacia el autobús que aguardaba fuera, donde se había quedado Betty Ramos. Ésta se apoyaba contra la carrocería, y un rayo de sol arrancaba reflejos al cromado de su transmisor-receptor.
Bárbara contempló brevemente a Janet y a la familia de ésta. Janet intentó sin éxito dirigirle una débil sonrisa. Entonces la maestra miró a las demás jóvenes. Se aclaró la garganta y empezó a hablar, procurando dirigirse a sus alumnas como si les hablase una a una, individualmente.
—Sé que este niño significaba algo muy especial para vosotras. —Se interrumpió y luego prosiguió—: Cuando salgáis de la escuela, espero que hayáis conservado ese sentimiento… No dejéis que se pierda. —La voz se le volvía torpe de emoción—. Habrá más niños, tal vez de Janet…, o tal vez de todas vosotras. Habrá más razones… —Se le quebró la voz y tragó saliva, obligándose a sí misma a continuar—: Más razones para que deseéis lograrlo y salir de allí.
Las lágrimas le brillaban en los ojos. No tenía más que decir.
Entonces le tocó el turno a Cynthia. Adelantándose con la soltura de un orador consumado, hizo una inclinación a Janet y su familia y luego se dirigió a las chicas.
—He expresado ya la profunda condolencia y el sentimiento de la escuela —dijo con solemnidad—. Para la comprensión de lo ocurrido hemos de comprender al pueblo de Janet, un pueblo digno y firme. —Se interrumpió para subrayar el efecto, mirando de nuevo a los parientes de Janet. Ninguno de ellos dio la menor muestra de emoción. Cynthia continuó dramáticamente—: Por eso, cuando le llegó su hora, soportó su dolor en silencio, conforme a la tradición…
De súbito, Chris dio un paso adelante con el rostro alterado por la angustia, y exclamó:
—¡Mentira! ¡No paró de gritar!
No había podido aguantar el diluvio de tópicos emitido por aquella funcionaria postiza, que ni siquiera estuvo presente cuando se desencadenó la tragedia.
Totalmente cogida por sorpresa, Cynthia se descompuso y murmuró, confusa:
—Entiendo que… no lo hizo hasta que ya fue demasiado tarde…
—¡Mentira! ¡Ella gritó! —aulló Chris aún más fuerte que antes.
Janet se echó a llorar, y su madre le rodeó los hombros con el brazo para consolarla. Bárbara se volvió y se dirigió hacia Chris.
—¡Ella gritó! —seguía repitiendo Chris histéricamente—. ¡Gritó…, ella gritó!
Entonces Bárbara la cogió de los hombros y se la llevó al autobús. Tan agitada estaba Chris, que ni siquiera logró hallar refugio en las lágrimas.