18

Más tarde, aquella misma mañana, Chris y Janet fueron encerradas en celdas de incomunicación distintas, la una frente a la otra. Chris no sintió el menor remordimiento por lo que había hecho. Aquel marimacho de Moco se lo estaba buscando desde hacía mucho tiempo, sólo que nadie había tenido narices para hacerlo.

Chris lo sentía únicamente por Janet. ¡Cristo, qué personal tan incapaz tenían en aquella escuela! ¿Cómo se les ocurría encerrar a esa chica embarazada de siete meses en una celda fría, destartalada y miserable…, sobre todo tratándose de alguien que ya había intentado suicidarse una vez? Chris se echó a temblar recordando cosas que había oído…, dolencias que sufrían los niños por las cosas ocurridas a sus madres durante el embarazo. Muy bien si actuaban según su estúpido reglamento, pensó, pero podían hacer una excepción en el caso de Janet. A nadie habrían perjudicado limitándose a confinarla en su habitación; la única que podía ofenderse era Moco. Chris dio un puntapié a un objeto imaginario sobre el frío suelo de la celda. Acercándose a la puerta, se puso en cuclillas y apretó la cara sobre la reja.

—¿Janet? —llamó en voz baja.

—¿Sí? —contestó Janet al otro lado del corredor.

—Quiero cambiar de celda contigo.

—¿Por qué?

—Porque ya he leído todas las paredes de la mía —dijo Chris, haciendo un esfuerzo por poner una nota de humor en la voz.

Hubo un silencio, y luego Janet dijo en tono plañidero:

—Lo siento, Chris.

—No fue culpa tuya —le aseguró Chris.

—Ahora perderemos calificación. —Hubo una pausa—. Y yo quería estar en casa cuando naciera el niño —murmuró.

—No te preocupes —explicó Chris—. Te dejarán salir.

—¿Qué pasará contigo?

El humor de Chris se volvió sombrío.

—No lo sé, pero no me importa, Janet. No te preocupes.

El resto del día se les hizo muy largo a ambas. Chris rogó a la matrona que les dejara pasar juntas la hora de ejercicio, pero su petición fue rechazada.

—Incomunicación significa incomunicación —dijo la matrona—. Esto no es un recreo, para que te enteres.

Cuando Chris trató de explicarle que el único motivo de querer acompañar a Janet era el de cuidar de ella, recibió una seca negativa.

—No es la primera chica embarazada. Tú ocúpate de tus asuntos. Ella es fuerte como un caballo. Ocúpate de tus asuntos.

Para entonces Chris ya estaba tan acostumbrada a la celda de incomunicación que le resultó fácil conciliar el sueño. En cambio, para Janet la cosa fue muy diferente. Había sentido náuseas todo el día; le dolía la cabeza y experimentaba dolores lancinantes en la espalda. Por más que lo intentó le fue imposible hallar una postura cómoda sobre el raído colchón. Cogió frío, y no halló manera de entrar en calor; empezó a temblar y a castañetear los dientes. No sabía qué hora era. Todo estaba silencioso y oscuro. Intentó llamar a Chris dos o tres veces, pero al no recibir respuesta supuso que estaría durmiendo.

Mientras yacía de espaldas mirando al techo en tinieblas, su malestar empezó a hacerse más intenso. El dolor de su espalda se hizo más agudo; trató de cambiar de postura, y entonces sintió una punzada de dolor, como si se hubiera roto algo dentro de ella. Rompió a sudar y a temblar como una hoja sacudida por el viento.

—¡Oh, no! —murmuró—. ¡Oh, no!

El dolor de su vientre aumentaba por momentos.

—¡Chris! ¡Chris! —gimió. Trató de incorporarse, pero no pudo. El dolor ardía dentro de ella como un fuego, y cuando alzó la mano para secarse el sudor de la frente, notó que tenía el rostro ardiendo. Luchando con todas sus fuerzas para alzarse sobre los codos, chilló:

—¡Chris! ¡Chris!

La voz de Janet penetró en el cerebro de Chris, amodorrado por el sueño, despertándola a medias.

—¡Chris! —oyó que gritaba Janet.

Sentándose sobre el colchón, medio dormida aún y no muy segura de si lo había soñado o no, Chris miró la reja de la puerta.

—¿Qué? —murmuró—. ¿Qué pasa?

—¡Algo va mal! —sollozó Janet con angustia.

Chris saltó del colchón y se arrastró hasta la reja.

—¿Qué es lo que va mal? —preguntó.

—¡Algo va mal con el niño!

Chris miró a su alrededor con movimientos rápidos y sobresaltados, como un animal cogido en la trampa.

—¡Janet! —gritó, cerrando los puños en torno a los barrotes—. ¡No sé qué hacer!

—¡Estoy sangrando, Chris! ¡Estoy sangrando!

Chris empezó a martillear la puerta de la celda con los puños. El eco resonó, apagado, en el corredor desierto.

—¡Eh! ¡Socorro! ¡Necesitamos ayuda! —gritó, y luego, dirigiéndose a Janet—: ¡Haré que vengan, Janet! Espera… ¡Haré que vengan! ¡Haré que vengan!

—¡Por favor! ¡Por favor! —suplicó Janet.

Chris golpeó la puerta con más fuerza, con todas sus fuerzas.

—¡Socorro! ¡Socorro! —gritó.

Al otro lado de la puerta de la sección, la matrona dormitaba sobre su escritorio, con una vieja revista entre las manos. Alzando ligeramente la cabeza en dirección del ruido, miró con ligera contrariedad hacia el corredor de las celdas, y luego volvió a dormitar.

Chris estaba ya frenética. Dando patadas y puñetazos a la puerta, gritaba a plena pulmón:

—¡Socorro! ¡Que venga alguien!

Janet se arrastraba por el suelo, retorciéndose de dolor, medio fuera del colchón, con las manos sobre el estómago y luchando por recobrar el aliento. Las oleadas de náuseas atormentaban su cuerpo alternando con sacudidas de dolor insoportable. Se sentía arder, y al mismo tiempo tenía la vaga impresión de una pérdida húmeda y pegajosa.

Chris continuó el redoble de puntapiés y puñetazos, sin dejar de gritar:

—¡Vengan! ¡Vengan en seguida!

Cogió la jarra del agua y la estampó contra la puerta, seguida del vaso. No hubo respuesta. Descargó una lluvia de patadas contra la puerta, y nada. Entonces, cogiendo el orinal lo arrojó contra la puerta de acero, donde se hizo pedazos con fuerte estrépito.

—¡Por favor! —aulló, redoblando con los puños—. ¡Socorro, por favor!

Completamente despierta ahora, la matrona se dio cuenta de que aquellos estampidos no provenían de ninguna cañería estropeada, sino del jaleo que armaban aquellas condenadas criaturas, vaya usted a saber por qué. Molesta por la interrupción, echó atrás la silla, cogió las llaves y se encaminó hacia las celdas. El redoble se hizo más intenso al abrir la puerta del corredor. Murmuró una maldición, ensordecida por los frenéticos gritos de Chris y por los golpes en la puerta a medida que avanzaba hacia las celdas.

Descorrió con rabia el cerrojo de la celda de Chris y abrió de par en par.

—¿Qué pasa aquí, veamos? —preguntó la matrona.

Chris quiso cruzar de largo la puerta mientras gritaba con voz ronca:

—¡Janet! ¡Janet!

Por fin, la idea de que ocurría algo grave penetró en el cerebro de la matrona y, apartando a Chris a un lado, descorrió el cerrojo de la puerta de Janet y la abrió con enérgico movimiento.

—¡Dios mío! —jadeó, deteniéndose de súbito como si acabara de tropezar con un muro de cristal. Luego pasó al lado de Chris como si ésta hubiera dejado de existir y corrió pasillo abajo.

Chris entró en la celda de Janet, se arrodilló en el suelo y la cogió en brazos. Sollozaba de modo incontenible, y se agarró a Chris llena de terror.

Janet fue conducida al hospital a toda prisa, y a Chris se le permitió regresar a su habitación, donde permaneció echada sobre su litera hasta el amanecer, llorando a ratos silenciosamente, o mirando al vacío.

Turbada y conmovida por la noticia de lo que le había ocurrido a Janet, y atormentada por sentimientos de culpabilidad, Emma Lasko tampoco pudo dormir aquella noche. Después de agitarse y dar vueltas durante varias horas, se puso una bata y, tras comprobar que todas las chicas estaban en sus habitaciones, se encaminó hacia el comedor desierto. Sentándose en el sofá frente al televisor, conectó éste con la esperanza de distraerse un rato y olvidar los pensamientos inquietantes que torturaban su cerebro. Finalmente cayó en un sopor intranquilo.

El resplandor rojizo del amanecer penetraba por las ventanas cuando Lasko despertó sobresaltada por el timbre del teléfono, que sonaba en su despacho. Aturdida, se ciñó la bata y salió corriendo del comedor, precipitándose galería abajo hacia la pequeña oficina. Mientras corría, las chicas empezaron a asomarse por las puertas, ansiosas. Entró en el despacho y descolgó a la novena llamada.

—Sección tercera —dijo con voz ronca—. Sí… ¡Qué desgracia! Sí…, descuide…, descuide…

Colgó lentamente y se volvió hacia la puerta, con una expresión de honda tristeza en el rostro. Fuera había seis o siete chicas formando un silencioso grupo, esperando noticias con impaciencia.

—Janet habrá de permanecer en el hospital unos días más —les dijo con voz quebrada—. El niño murió.

Nadie habló; los rostros expresaban congoja e indignación al mismo tiempo. Chris, ligeramente aparte de las demás, quiso alzar un grito de reproche, pero no pudo. Sus emociones la habían dejado sin fuerzas. Su mirada se cruzó con la de Lasko, en silencio, y por un breve instante compartieron el sentimiento de la pérdida sufrida. Luego Chris se giró bruscamente y echó a andar por el pasillo. Deteniéndose frente a una puerta abierta, miró al interior de la habitación e hizo ademán de pasar de largo. Pero luego, cambiando de parecer, entró. Crash estaba en pie junto al tocador, en pijama, y su rostro reflejó la sorpresa que le producía la inesperada intrusión de Chris. Moco se había sentado al borde de su litera, medio dormida aún. Chris la contempló con amargura.

—El niño no sobrevivió —anunció en voz baja y monótona.

Sus palabras tardaron algunos segundos en hacer su efecto. Moco parpadeó, en un desesperado esfuerzo por mantener la calma. Abrió la boca, pero no pudo articular palabra. Sus labios empezaron a temblar, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Chris nunca había visto a Moco manifestar otra emoción sino la ira, y el ver a aquella chica hombruna y dura llorando fue demasiado para ella. No pudo resistirlo. Salió al corredor y se dirigió a su propia habitación, a paso lento, con el corazón entorpecido por el exceso de pena.