16

Cuando se le levantó la incomunicación, y en los días sucesivos, Chris fue adquiriendo un control cada vez mayor de sí misma. Se limitaba a cumplir con lo que le pedían; ni más, ni menos. Dándose perfecta cuenta de que estaba siendo observada por el personal, procuraba sobre todo dar la impresión de que participaba de buena gana en todas las actividades exigidas por la situación, bien se tratase de las labores, los juegos deportivos o los trabajos escolares. Aunque no parecía tan reservada como al principio, jamás salía de ella una iniciativa, sobre todo durante los ratos libres que pasaba con sus compañeras. Sin embargo, procuró evitar que sus amigas de los primeros días, como Josie y Ria, se dieran cuenta de que había cambiado algo entre ellas. Janet era la única con quien tenía alguna intimidad y, aunque sus conversaciones solían ser breves y espaciadas por largos silencios, el lazo de tácita amistad que había entre ellas se reforzaba cada vez más.

Lasko notó el importante cambio que se operaba en Chris, pero lo atribuyó a una mejor adaptación por parte de la muchacha, y hasta depuso su primitiva actitud de sospecha y desconfianza. A la celadora no le gustaba crear favoritismos entre sus pupilas y, por más que interiormente fuese capaz de sentir compasión, evitaba con mucho escrúpulo toda demostración pública de simpatía. Ella consideraba —en lo que pensaba igual que las internas a su cargo— que tales manifestaciones habrían constituido un signo de debilidad, susceptible de minar su autoridad y, por tanto, su capacidad para mantener el orden.

De todo el personal, Bárbara Clark era la única en sentir angustia ante los cambios que observaba en Chris. Había una frialdad en la mirada, una ligera arrogancia en sus gestos, y en su comportamiento una coraza defensiva, discreta pero eficaz. Al verla, Bárbara siempre se acordaba de la bandera de los antiguos colonizadores: la serpiente de cascabel con la leyenda «cuidado con pisarme». Cuando estuvo por primera vez en la escuela, Chris no había fumado sino en muy escasas ocasiones; ahora, cuando encendía un cigarrillo y le daba una larga chupada, ponía en ello el gesto lánguido de quien está habituado al vicio desde toda la vida.

Bárbara había intentado más de una vez hablar con Chris, empleando para ello todas las estratagemas que se le ocurrieron. Pero Chris había edificado una muralla a su alrededor. No se retrasaba nunca al final de la clase; no le daba pie a Bárbara para iniciar una conversación. Sin embargo, Chris ya no intentaba disimular su mayor capacidad para las tareas escolares. Como su intento de fuga le había ganado el respeto de las demás, sutilmente convertía lo que al principio habría sido una desventaja en un factor de positiva superioridad.

El tiempo pasó sin incidentes de importancia, hasta que por fin llegó uno de los días de visita que establecía el reglamento del Reformatorio. Para algunas representaba un tiempo de júbilo y expectación; para otras, un período deprimente de tensiones, aprensión y melancolía. Emma Lasko odiaba los días de visita. Le recordaban una época de su juventud que había sido particularmente solitaria; ella estudiaba sociología en una universidad muy alejada de su ciudad natal, y se había visto abandonada a sus propios recursos para empollar por su cuenta y aburrirse durante las comidas a solas, los interminables días sin ningún plan y las horas vacías, mientras sus compañeras gozaban del calor de las reuniones familiares, las fiestas de los fines de semana y las despreocupadas alegrías de las vacaciones.

Aquel día los dormitorios estaban más tranquilos que de costumbre. La mayoría de las chicas que tenían visita habían salido, recorriendo la zona deportiva, unas merendando y otras sentadas en el césped enfrascadas en sus conversaciones; las demás aprovechaban la relajación general de la disciplina para tratar de romper un poco la rutina diaria.

En la semioscuridad del comedor, Chris y Janet se habían tumbado en el sofá para mirar la televisión. Ninguna de las dos prestaba mucha atención al movimiento de las imágenes en la pantalla, cada una profundamente absorta en sus propios pensamientos. Lasko se presentó en la puerta a sus espaldas. Permaneció allí unos momentos, nerviosa, arreglándose la blusa; luego dijo:

—Están aquí tus padres.

Despertando de sus ensoñaciones, Chris y Janet se volvieron; la segunda, lenta y fatigosamente, y la primera con rápido sobresalto. Lasko ya se había retirado y no se la veía en ninguna parte.

—¿De quién? —gritó Chris con el rostro tenso de aprensión—. ¿De cuál de las dos?

—De Janet —salió la voz de Lasko de algún lugar.

Las dos chicas se miraron brevemente. Janet se levantó del sofá con indiferencia y salió. Chris volvió a tumbarse y siguió mirando la pantalla del televisor, aunque sin ver ni oír nada. Cuando aún no hacía dos minutos que estaba a solas, entró Denny y se dejó caer en el extremo opuesto al que ocupaba Chris, quien le lanzó una rápida mirada y volvió luego su atención al televisor. Denny cambió de postura, intranquila, y se sacó del bolsillo un paquete de tabaco, con gestos nerviosos. Su mano temblaba un poco cuando le alargó el paquete a Chris, diciendo:

—¿Un cigarrillo?

Sin mirar, Chris alargó la mano a su vez y cogió uno. Denny contempló el suyo y luego, volviéndose en su asiento, gritó:

—¡Lasko!

La celadora se dejó ver, con un gesto de aguda contrariedad en su rostro.

—Ven a darme fuego —dijo Denny, lacónica.

Lasko se sacó del bolsillo un viejo encendedor y dio fuego primero a Denny, y después a Chris. Se quedó un momento mirando el televisor:

—¿Qué están dando? —preguntó, no porque le importase, sino tratando de apaciguar la tensión que flotaba en el aire.

—Nada —dijo Chris con gesto despectivo. En ese instante, Josie entró corriendo en la habitación. Lasko se volvió a mirarla. El rostro normalmente alegre de Josie era una máscara de dolor, y los ojos le brillaban de lágrimas. Corrió para dar la vuelta al sofá y se dejó caer entre Chris y Denny, tratando de contener sus sollozos y sin hacer caso de nadie.

—¿Qué pasa? —dijo Lasko frunciendo el ceño.

Chris suspiró con impaciencia y, sin apartar la mirada del televisor, dijo:

—Más vale que nos dejes a solas, Lasko.

La celadora meneó la cabeza y cruzó el comedor para ocupar una mesa alejada, junto a la ventana.

—Señor, cómo odio los días de visita —dijo a media voz.

Sin dejar de mirar la televisión, Chris inhaló profundamente el humo del cigarrillo y se lo pasó a Josie, quien lo tomó haciendo copa con las manos, como si fuese un pitillo de marihuana. Lo chupó y luego exhaló el humo poco a poco. Devolvió el cigarrillo a Chris, y dijo sin mirar a nadie en particular:

—¡Dios mío, cómo me gustaría que mi madre dejara de visitarme! Vosotras tenéis suerte, que nadie viene a veros.

Lasko miró a las tres chicas con expresión de honda tristeza.

—¿Hacemos una partida de cartas? —ofreció—. ¿Qué te parece, Denny?

—No —saltó Denny, nerviosa—. Estoy esperando a alguien.

Lasko frunció de nuevo el ceño y consultó el reloj de pulsera.

—Se hace tarde —comentó.

—Puede que vengan todavía —replicó Denny, con un asomo de angustia en la voz.

Chris cruzó las piernas y sonrió con amargura.

—¿Por qué no te echas un solitario, Lasko? —dijo desdeñosamente.

—Sólo pretendía ayudar —replicó Lasko en tono que revelaba una sincera preocupación.

—Tú nunca ayudas —cortó Chris.

Lasko se puso en pie de un salto y apretó los puños, ofendida.

—¡Te prohíbo que me hables así! —exclamó—. ¡Qué sabrás tú! Hace años que aguanto estos días de visita. —Sus propias emociones largo tiempo contenidas estaban venciéndola ahora, y se volvió hacia Denny—: ¿Cuántas veces te he acunado entre mis brazos, Denny, los días de visita? ¡Anda, díselo! ¿Cuántas veces?

La muchacha se puso en pie, volviéndose con violencia, los ojos muy abiertos echando chispas de emoción:

—¡Te digo que espero a alguien hoy! —gritó—. ¡No te necesito para nada!

Lasko cerró los ojos un momento para no ver la miseria que reflejaban los de Denny. ¿Quién podría curar las heridas, borrar las cicatrices indeleblemente grabadas en el alma de aquella criatura temblorosa? ¡Si fuese posible hacerle comprender la realidad…!

—No ha de venir nadie —dijo Lasko con tristeza—, y tú lo sabes.

Chris descargó el puño sobre el brazo del sofá.

—¡Pues ahora vas a decir que vendrán, Lasko! —gritó—. ¡Dilo! ¡Di que vendrán ahora mismo!

—Pero si no es verdad —insistió la celadora, incapaz de expresar la compasión que sentía, y acercándose a Denny para rodearla con los brazos. Pero Denny se soltó de un tirón y se giró quedando replegada sobre sí misma.

—¡Lo que pasa es que no quieres que vengan! —aulló—. ¡Cerda asquerosa!

Perdiendo el control de sí misma un instante, Lasko la abofeteó. En seguida se arrepintió de su acción. Aturdida, salió a toda prisa del comedor, en silencio, deseando desesperadamente que su propia vulnerabilidad no estuviese tan a flor de piel y que la traicionase tan fácilmente.

Al día siguiente, todo había vuelto a la rutina normal: levantarse, comer, trabajar y jugar a toque de reloj.

Aquella tarde hubo en la clase de Bárbara Clark un ambiente de fiesta y de confianza. Janet era el centro de la atención de todas. Ocupaba una silla baja junto a la pared, y parecía un fruto maduro a punto de abrirse para derramar nueva vida. Estaba visiblemente conmovida y encantada con el montón de regalos que las chicas habían reunido para ella y para su hijo aún no nacido. Desplegó un juego de cuna bordado a mano, levantándolo para que todas pudieran verlo. Muchas se habían reunido en un grupo a su alrededor, para compartir su entusiasmo a medida que iba abriendo los regalos.

Paula, normalmente tímida y reservada, aparecía radiante de orgullo ante la acogida dispensaba al juego de cuna que ella había bordado para Janet, y dijo con excitación:

—Está en rosa y azul, para que pueda servir en cualquier caso.

—¡Qué bonito! —exclamó Bárbara, sentada detrás de su pupitre.

—¡Bonito! —criticó Chris—. ¡Hermoso!, eso es. Mira; hay más cosas.

Chris se había sentado sobre la mesa del modo que solía hacerlo Bárbara, y miraba a la clase con aire enérgico, de seguridad en sí misma. Bárbara le dio apoyo diciendo:

—Nos vendría bien un poco de música… Tú mandas, Chris.

Chris se fijó en Moco, que estaba sentada con aire hosco junto al piano, y leía una novela.

—Moco —ordenó, dando una palmada de atención—. ¡Toca el piano!

—Estoy leyendo —cortó Moco sin levantar la mirada del libro. La primera intención de Chris había sido desafiar a Moco y tomar su negativa como pretexto para una discusión; pero luego prefirió no estropear la felicidad de Janet. Afortunadamente, las chicas se distrajeron al oír el ruido del papel mientras Janet desenvolvía otro regalo. Apartando el envoltorio, levantó una caja de pañales y las chicas rieron gozosamente. Josie, radiante, comentó sin dirigirse a nadie en particular:

—Este niño será el más feliz del mundo, porque va a tener un montón de hermanas mayores.

Lanzando una mirada irónica hacia el piano, Chris añadió:

—Y Moco será el hermano mayor.

La observación fue acogida con una carcajada general.

—Muy graciosa —gruñó la aludida.

—Cuando hayamos salido todas —se dirigió Chris al grupo—, visitaremos a Janet por turnos.

—¡Eso! —asintió Josie con entusiasmo.

Chris se apoyó sobre el tablero y se inclinó hacia delante para dar más énfasis a sus palabras:

—Realmente, durante los próximos veinte años estaremos muy ocupadas cuidando de Janet y del niño.

Bárbara disfrutaba viendo que Chris salía de su reserva hasta el punto de dirigir la conversación. Chris siguió hablando en tono de innegable sinceridad:

—Nos mantendremos siempre informadas de dónde están y qué necesitan, para ayudarles.

—Yo robaré todo lo que te haga falta, Janet —se ofreció Ria sonriendo. Su comentario fue celebrado por las demás, excepto Moco, quien leía su libro con obstinación. A Bárbara le habría gustado hacerla participar, pero no ignoraba que eso era muy difícil. Hacía mucho tiempo que había descubierto la incapacidad de relacionarse que era el origen del aislamiento de Moco.

Bea corrió su silla hacia delante y se dirigió a Janet.

—Vigilaremos al fulano con quien te cases —dijo, mirando a su alrededor con expresión traviesa—. Si es que te casas, quiero decir.

Hubo más risas, y entonces Chris observó con un acento cortante en la voz:

—Sí, y más le valdrá portarse bien con la criatura.

Las chicas se quedaron calladas una a una, fijando su atención en Janet con creciente intensidad. Sus grandes y luminosos ojos brillaban llenos de lágrimas, y había en sus labios una sonrisa triste. Estaba demasiado conmovida para hablar.

Para que el ambiente no degenerase en un sentimentalismo sensiblero, Bárbara intervino:

—Vamos, Moco. Toca un poco de música.

—Tócala tú —despreció la otra, cogiendo su libro con fuerza.

Chris le lanzó una ojeada:

—Pues tienes que hacer algo, Moco. Al fin y al cabo, eres el hombre de la casa.

Hubo un cascabeleo de risas, aunque Moco se había puesto en pie de un salto. Chris sonrió y alzó una mano para evitar el libro que le había arrojado a la cabeza con furia. Luego, de repente, Moco se quedó inmóvil y miró largo rato a Janet. A continuación se volvió lentamente hacia el piano y sus largos dedos se movieron con agilidad sobre las teclas. Los acordes de la Marcha Nupcial se mezclaron con las risas y las palabras amistosas, y hubo música en la clase.