15

No había la menor muestra de emoción en el rostro de Chris mientras se sometía, impasible, al rutinario registro de Emma Lasko. Aunque estaba reviviendo una pesadilla, no volvió a sentir las oleadas de repulsión y vergüenza que había experimentado la primera vez. Se limitó a esperar pasivamente mientras la celadora hurgaba en ella con el aire impersonal de un inspector de fábrica comprobando el estado de una máquina.

—Lo convenido era que ibas a quedarte en casa —comentó Lasko sin interrumpir su registro, en voz indiferente—. Algunas de vosotras parece que no sepáis vivir, si no es en el pesebre… Abre las piernas.

Chris obedeció como un autómata, sin decir nada, con la mirada vacía de expresión.

Lasko dio por terminado su examen, se incorporó y miró a Chris.

—Se ve que os gusta este lugar —observó con una nota de sarcasmo en la voz—, ¿o es que venís a verme a mí?

Viendo que no evocaba ninguna respuesta, alargó a Chris la botella de plástico del jabón desinfectante.

—Ahora la ducha, ya sabes.

Con lo cual se giró y salió.

Cuando Chris acabó era ya casi hora de comer. Sabía que le tocaba volver a la celda de incomunicación, pero decidió pedir permiso para asistir una vez al comedor antes de pasar al encierro. En pocos segundos, recorrió la escasa distancia entre las duchas y su habitación. Acercándose a la ventana cubierta de tela metálica, contempló el poco atractivo paisaje. Dentro y fuera todo parecía gris y lúgubre.

Se preguntó cómo sería lo de estar muerta, y en ese instante se presentó a su imaginación el rostro de Janet. Janet, con su largo cabello negro brillante, sus pómulos pronunciados y sus ojos hundidos llenos de tristeza. Había que ser muy valiente para tratar de quitarse la vida, pensó Chris, pero cuando las cosas se ponían insoportables y no quedaban esperanzas de mejorar, tal vez fuese lo más sencillo al fin y al cabo. Chris se preguntó si a Janet le habría dolido mucho cuando se abrió las venas de las muñecas. Juntó las manos, con las palmas hacia arriba, y alzó las muñecas a la altura de los ojos. Así aprenderían, pensó. Su padre, su madre, e incluso Tom. Sus ojos empezaron a llenarse de lágrimas de autocompasión, rabia y odio.

Una ruidosa carcajada en el pasillo la hizo volver de sus pensamientos, y decidió pasar al comedor. Recorrió la galería, ahuecándose con las manos los cabellos mojados para que se le secaran más pronto; le molestaba llevarlos colgando húmedos y fríos hasta el cuello. Observó que Lasko y Cynthia estaban delante de la puerta del comedor, hablando en voz baja, vueltas de espaldas. Pasó con rapidez, confiando en que no la viesen. Al entrar vio a Janet, que llevaba un delantal de cocinera. Hubo una expresión de pesar en su rostro cuando vio a Chris que se acercaba.

—¡Ah! Había rezado por ti, Chris —dijo.

—Gracias —contestó, bajando la mirada y dibujando un círculo imaginario en el suelo con la punta del pie—. No salió bien.

Hizo una pausa y luego miró a Janet:

—¿Cómo va el niño?

Janet se encogió de hombros:

—Me mareo todas las mañanas.

Chris recorrió con la mirada el comedor desierto con sus largas hileras de mesas desocupadas, y luego se volvió de nuevo hacia Janet:

—Es lo natural —dijo con acento de ironía—. Lo primero que hace un hijo es poner enferma a su madre. —Su voz adquirió un tono de amargura—: La mía todavía se pone enferma cada vez que me…

Se le quebró la voz, y las palabras concluyeron con un suspiro de hastío mucho más elocuente que cualquier discurso.

Janet asumió una expresión de incertidumbre:

—Me han preguntado si querré quedármelo cuando nazca —explicó—. Pero todavía no lo he decidido.

Chris la miró, pensativa; luego, con un súbito impulso de emoción, exclamó:

—¡Quédatelo, Janet, y quiérelo mucho! Cántale canciones…, juega con él. ¡Hazlo aunque parezca una tontería! Compra un cochecito y sácalo a pasear. Y cuando aprenda a hablar, escúchale. Escúchale de verdad. Y ¡hazle reír y sonreír, Janet!

Chris se quedó aún más sorprendida que la propia Janet ante ese desahogo; ésta devolvió la intensa mirada de Chris con otra de alivio y creciente admiración. Chris sonrió a su vez, y por un instante sintieron una mutua confianza, una comprensión antes desconocida y enormemente consoladora. El encanto se rompió cuando se abrió la puerta del comedor. Lasko asomó la cabeza y exclamó con severidad:

—¡Chris!

Janet se puso nerviosa:

—Ya hablaremos luego, en la habitación —murmuró.

—Hoy no podremos —respondió Chris sin rodeos—. Estoy incomunicada por escaparme.

Una mueca de pena cruzó el rostro de Janet mientras Chris se volvía para salir del comedor, cuya puerta mantenía abierta la celadora.

Cuando se cerró con un estampido la puerta de la celda, Chris experimentó la enloquecedora sensación de no haber salido nunca de allí. Mientras contemplaba aquel horrible recinto, recordó una película que había visto en el colegio, Incident at Owl Creek Bridge. Era un episodio de la guerra civil sobre un soldado que estaba a punto de ser ahorcado y lograba escapar justo antes de que abatiesen la trampilla. Entonces echaba a correr, lleno de júbilo por haber escapado a una muerte tan inminente, y le sucedían toda clase de aventuras. Al fin, cuando ya se creía definitivamente libre, resultaba que todo había ocurrido en su imaginación, y ahí estaba otra vez cuando, con un crujido espantoso, se abatía la trampa y quedaba colgando de la soga.

Chris se estremeció. Así se sentía ella ahora, precisamente. ¡Ay, Dios! Ojalá todo hubiera sido únicamente una horrible pesadilla, un engaño de la imaginación. ¿Y si no hubiera ocurrido en realidad? Entonces aún podría regresar a casa, donde tal vez hubiera cambiado todo. O, por lo menos, a casa de Tom.

Se sobrepuso y, avanzando unos pasos, dio un iracundo puntapié al colchón. ¡Esperanzas vanas! Todo había ocurrido, y nada había cambiado. Ella no importaba a nadie; sin duda, tampoco les importaría si hubiera muerto. Más bien se alegrarían de verse libres de ella. Desde luego, llorarían y harían mucha comedia, contándole a la gente cuánto lo sentían y lo arrepentidos que estaban. Pero en el fondo se alegrarían, sabiendo que Chris ya no podía regresar para recordarles todas esas cosas que no deseaban recordar.

Muy bien, pensó. Si eso es lo que quieren, lo tendrán. Que se vayan a la mierda, se repitió una y otra vez para sus adentros. En otros tiempos, nunca se habría atrevido a decir una cosa semejante, ni siquiera a pensarla. Pero ahora no le importaba. Uno de estos días me largaré de aquí, y no volverán a verme. Buscaré una familia adoptiva; muchas chicas lo han intentado y les salió bien. Y buscaré trabajo, y ahorraré, y si no estoy a gusto me largaré a una ciudad grande tan pronto como haya ahorrado lo necesario, a Nueva York o a Los Angeles, por ejemplo, donde nadie podrá encontrarme… Me echaré años… y además cambiaré de nombre… y me teñiré el pelo. Y nunca más tendré que estar enjaulada. ¡Nunca! ¡Nunca!

Esa idea hizo que se sintiera mejor y, mientras daba vueltas por la celda, recordó una canciocilla medio olvidada. Empezó a tararear en voz baja, chasqueando los dedos, sin darse cuenta, al ritmo de la canción. De súbito, Chris se inmovilizó al oír pasos en el corredor, e inclinó la cabeza para escuchar.

—¿Chris?

Era la voz de Bárbara Clark.

A pesar suyo, Chris se emocionó, pero aguardó sin moverse y sin responder. Fuera, Bárbara sintió un peso en el estómago. El inconsciente tarareo de Chris era como la locura de Ofelia.

—¿Qué ocurrió, Chris? —preguntó con amabilidad.

Chris se puso de cara a la pared, sin mirar a un lado ni a otro, luchando con las lágrimas. Luego, en voz baja y monótona, respondió:

—No nos llevábamos bien —y luego hizo una pausa, pues aún restaba decir lo más doloroso—. Y mi hermano no quiso saber nada de mí.

Bárbara estaba trastornada. ¡Señor, qué habían hecho con aquella criatura!

—Lo siento —murmuró, notando la insuficiencia de las palabras, pero sin ocurrírsele nada más acertado que decir. Luego, en tono de fingida animación, agregó—: La próxima vez lo intentaremos con un hogar adoptivo.

Al principio Chris no reaccionó; luego se apartó de la pared y empezó a mecerse, castañeteando de nuevo con los dedos.

—Te será fácil recuperar una buena calificación —dijo Bárbara, procurando parecer persuasiva. Pero sus palabras le hacían daño a Chris; para no perder el control de sus nervios, se puso a canturrear cada vez más fuerte. Quería que Bárbara se marchase; no deseaba escuchar a nadie, a nadie.

—Ya sabes que tienes buena capacidad para los estudios —insistió Bárbara.

Chris cerró los oídos a sus palabras aumentando el volumen de su tarareo. Al otro lado de la puerta de acero, Bárbara temblaba de frustración. Se veía excluida y rechazada, lo mismo que Chris había sido rechazada por todos. Pero ella tenía que intentarlo, y ganarse de nuevo su confianza. Era preciso vencer la profunda y traumática resignación de Chris.

—Chris —la llamó de nuevo, tratando de romper el hielo, de atraer su atención. Pero Chris reaccionó poniéndose a cantar aún más fuerte. Inició unos pasos de baile, marcando el ritmo con palmadas.

Bárbara se acercó impulsivamente a la puerta de la celda, pero se contuvo a medio camino. Sabía que era imposible conseguir nada en ese momento. Su impotencia en aquella situación le pareció insoportable; necesitaba salir para recapacitar sus pensamientos. Volviéndose con tristeza, salió en silencio, notando una creciente angustia claustrofóbica.

«¿Qué me retiene en este lugar?», se preguntó con amargura. Recordó que Chris le había dirigido aquella misma pregunta pocos días atrás. Metió la mano en el bolsillo, tocando las llaves. En algunas ocasiones, como aquélla, le daban ganas de echarlo todo a rodar, de poner entre aquel lugar y ella tanta distancia como fuese posible. ¡Dios mío!, pensó, algunas veces parece todo tan inútil, tan desesperado.

Al irse Bárbara, Chris percibió más agudamente su soledad y, en un desesperado intento por evitar el desencadenamiento completo de sus emociones, se puso a cantar cada vez más alto, dando palmadas y agitándose frenéticamente por la celda. Pese a todos los esfuerzos por controlarse, sintió que la inundaba una terrible oleada de pánico. Era demasiada su agitación; la desolación, la tristeza y la amargura al verse rechazada por todo el mundo pudieron más que toda su resolución. La voz se le quebró en sofocados gritos de angustia, y golpeó la pared en un arranque de frustración desesperada, poniendo en ello todas sus fuerzas. Un dolor súbito invadió todo su brazo, y retiró la mano mirándosela con aprensión, temiendo —y al mismo tiempo, casi esperando— habérsela roto.

Contuvo las lágrimas y volvió a dar vueltas por la celda mientras se le calmaba el dolor de la mano. Se detuvo junto a la ventana y se pasó la mano dolorida por el cabello. Entonces tocó un objeto duro y metálico. Era un pasador que la matrona de la sección de incomunicación no había sabido hallar durante el registro. Se lo sacó del pelo y lo estudió brevemente; luego desdobló el metal y empezó a frotar uno de sus extremos sobre la pared de cemento, hasta que la punta redonda se convirtió en un filo dentado, de feo aspecto.

Apoyando el brazo izquierdo en la pared, sujetó cuidadosamente entre el índice y el pulgar de su mano derecha el pasador así afilado, sin hacer caso del dolor producido por el golpe de antes. De un modo lento y deliberado, se clavó la punta en la carne del brazo izquierdo. Mientras le rechinaban los dientes por efecto del daño que se hacía, grabó en su piel una «C» mayúscula, irregular y sangrienta. Siempre sin reparar en el dolor ni en la sangre, dibujó una «P» no menos irregular a la derecha de la «C». Luego, mientras contemplaba en un rapto de fascinación morbosa los resultados de aquel desesperado acto de automutilación, empezó a temblar, y el pasador se escapó de sus dedos cayendo al suelo.

Al día siguiente Chris, notando que su mano derecha seguía contusionada y dolorida, removió los dedos varias veces hasta convencerse de que no se había roto ningún hueso. Cuando llegó la hora del ejercicio, se pasó la mayor parte de la misma sentada en un rincón del patio, con las rodillas encogidas, la cabeza echada hacia atrás y mirando sin expresión hacia el cielo.

Al regresar a la celda experimentó un salvaje deseo de hacer añicos el orinal, rasgar a tiras el colchón y pisotear la jarra de plástico. Pero se llamó al orden con un resto de buen sentido. Era preciso dominarse, si quería salir alguna vez de aquella mazmorra de cemento. El dar libre curso a las emociones no serviría para devolverle su libertad. Serían capaces de encerrarla en una celda desnuda, y metida en una camisa de fuerza. Se estremeció al pensarlo. ¡No faltaba más!

El tiempo dejó de existir para Chris. No supo cuánto tiempo permanecía con la espalda apoyada contra el muro de la celda, mirando a través de la ventana enrejada los áridos terrenos al otro lado.

Como una hora después de la comida, oyó ruido en el corredor. Se volvió para escuchar, y su pulso se aceleró al notar que descorrían el cerrojo para abrir la puerta. Era Bárbara Clark, quien se volvió hacia otra persona no visible para Chris, diciendo:

—Espera aquí.

Bárbara entró en la celda y se acercó a Chris, que la miraba con hostilidad, no manifestando satisfacción alguna por el hecho de recibir la visita de otro ser humano. Bárbara también estaba muy seria. Durante unos momentos, ambas guardaron silencio; luego Chris le volvió la espalda a Bárbara y se puso a mirar por la ventana.

—Creí que no se podían recibir visitas estando incomunicada —observó con indiferencia.

—Sólo en casos muy excepcionales —replicó Bárbara, procurando hablar con neutralidad.

Chris hizo una mueca de desdén, aunque Bárbara no podía verla.

—¿Como yo? —dijo, sarcástica.

La maestra avanzó un paso hacia Chris.

—Sí —dijo con firmeza, dejando transparentar la intensidad de sus sentimientos—. Como tú.

—Christine Parker, una fugitiva —dijo Chris amargamente—. Métanla en el pesebre y pongan una tapadera para que no pueda salir. —Se volvió para enfrentarse a Bárbara—: Es lo que hacen los padres cuando no quieren que los niños les molesten, ¿no? Meterlos en una guardería.

Bárbara endureció su expresión.

—Te escapaste mientras estabas a prueba —le recordó—. Te fugaste de tu casa. Es la verdad, y no puedes negarlo.

Chris le volvió la espalda de nuevo.

—Tus verdades son escuchadas y creídas —replicó—. Las mías, no.

Bárbara se quedó un momento sin saber qué responder. Aquella no era la misma Chris en quien tanto había confiado. Pocos días antes aún había sido una personalidad, con un porvenir definido; ahora se había convertido, con su cinismo, en una copia de las demás. Bárbara se sintió más derrotada que nunca. De repente, se fijó en el brazo izquierdo de Chris y ahogó una exclamación, cogiéndolo impulsivamente y contemplando horrorizada las sangrientas iniciales. Chris trató de soltarse de un tirón, pero Bárbara seguía cogiéndola, con una mirada de angustia y decepción.

—¡Estás perdiendo algo importante! —exclamó—. ¡Vas a perder a Chris, pero yo quiero que la salves! ¡Es importante, muy importante!

Chris se soltó al fin y miró fijamente al rostro de Bárbara, con ojos vacíos de cordialidad y una mueca amarga en los labios.

—¿Para quién? —exigió—. Anda, contéstame a eso. ¿Para quién?

La chispa de esperanza que Bárbara había alimentado con tanto afán decayó y se apagó. Nada podía contestar. Cerró los ojos, movió tristemente la cabeza y se volvió para irse. Chris la contempló, impasible, mientras se encaminaba hacia la puerta, notando sin demasiada curiosidad que no la cerraba al salir.

—Entra —oyó que decía Bárbara una vez fuera.

Chris se quedó helada de sorpresa al ver aparecer a Janet en el umbral. No daba crédito a sus ojos. Janet sonrió cordialmente.

—Hola.

—Hola —contestó Chris, sinceramente contenta de ver a su compañera de habitación, pero incapaz de manifestar de palabra sus sentimientos. Janet cruzó sus largos y finos dedos sobre su vientre hinchado. Su rostro expresó una profunda emoción, que en seguida fue captada y compartida por Chris. Janet guardó silencio un momento, mirándose el vientre; luego alzó la mirada para fijarla en Chris. Le costaba hablar; finalmente articuló poco a poco, con el aliento entrecortado:

—He decidido quedarme con la criatura…, pero no quiero estar sola. Quiero que me hagas compañía, Chris…

Ésta sintió una oleada de calor que casi le hizo olvidar su anterior frialdad de ánimo.

—¿Por qué? —acertó a preguntar.

Janet pareció turbada. Una sonrisa tímida y patética se insinuaba en sus labios cuando replicó:

—Nadie habla bien de mi hijo. Quiero que le digan cosas bonitas…, cosas como las que tú dijiste.

Se encogió de hombros, dirigiéndole a Chris una mueca cordial, aunque algo nerviosa. Chris le devolvió la sonrisa, con una mirada de amor. Bárbara tenía razón. Había una persona que la necesitaba. Alguien para quien realmente ella era importante.

—Por favor, Chris —susurró Janet—. Procura que te saquen de la incomunicación, ¿quieres? Hazlo por el niño, Chris, y por mí.

Chris asintió vigorosamente con la cabeza, con un desesperado esfuerzo por contener el llanto: sus primeras lágrimas de felicidad en mucho tiempo.