12

A primera hora de la tarde del sábado, Chris esperaba impacientemente sentada al borde del sofá, en la sala de recepción. Tenía la espalda rígida, las rodillas juntas, y las manos apretadas en el regazo. A su lado estaba la maleta que contenía todas sus pertenencias. Sólo había otra persona en la habitación, una recepcionista detrás de un mostrador, que charlaba con alguien por teléfono ajena a todo lo demás.

Cuatro días, pensó Chris. Dijeron que podía quedarse el sábado, el domingo, el lunes y el martes; luego, si todo salía bien, no sería necesario que volviese. Se preguntó qué habrían querido decir con aquello de «si todo salía bien». Todo iba a salir bien necesariamente, puesto que sólo dependía de ella. Lo único que podía hacerla regresar allí sería una nueva fuga. Así de sencillo. Si se escapaba otra vez de casa, ello significaba regresar directamente al Reformatorio. Pero, si se quedaba —y eso era precisamente lo que se proponía hacer—, no podrían obligarla a regresar allí en ningún caso.

Miró el reloj de pared. Eran casi las doce y media. Le habían dicho que estuviera dispuesta para las doce, pero a las once ya lo tenía todo listo. ¿Por qué tardaba tanto su padre?, se preguntó. Sabía que iba a venir; le habían dicho que recibió la notificación y que pasaría a recogerla. Volvió la cabeza hacia la puerta y frunció el ceño. ¿Y si mamá se había puesto nerviosa y…? Meneó la cabeza como para expulsar aquel pensamiento de su cerebro.

La recepcionista alzó la mirada.

—Espera un momento —dijo, dirigiéndose a su interlocutor telefónico, y luego, volviéndose hacia Chris—: ¿Te encuentras bien?

Chris se sobresaltó ligeramente y se volvió para mirar a la recepcionista, un poco sofocada.

—Sí, sí. Gracias —respondió.

En ese momento se abrió la puerta que daba al exterior. El corazón de Chris dio un vuelco y se puso a latir con fuerza. Era su padre.

Ben Parker era un hombre robusto de cuarenta y tantos años, de rostro colorado, pelo muy rubio cortado a cepillo y ojos de color azul muy pálido. Vestía de andar por casa, con un pantalón de pana negra y una camisa deportiva vulgar, sin corbata. Chris se puso en pie de un salto y ambos fueron el uno al encuentro del otro. Por un momento pareció como si fuesen a abrazarse, pero luego se detuvieron en seco, mirándose con cierto nerviosismo y vacilación. Había en Parker una actitud reservada y Chris notó en seguida que se sentía violento. Era de esos hombres para quienes toda demostración pública de cariño equivale a un signo de debilidad impropia de su hombría; aunque estaba visiblemente emocionado al encontrarse de nuevo con su hija, se violentaba para disimularlo. Chris se le acercó más y entonces, sin poderlo remediar, él tendió una mano tragando saliva para vencer su confusión.

Luego retiró la mano, se encogió de hombros, y mirando con incertidumbre a su alrededor, preguntó a su hija:

—¿Ya podemos…? —se interrumpió y luego continuó—: ¿Podemos irnos así, sin más ni más?

Chris asintió con la cabeza para tranquilizarle y dijo:

—Así es.

Luego se volvió para recoger su maleta, pero él se interpuso.

—Yo la llevaré —dijo, manifiestamente satisfecho al poder hacer algo por su hija. Se encaminó a la puerta y Chris le siguió, deteniéndose un segundo en el umbral para volverse hacia la recepcionista.

—Adiós —le dijo.

—Adiós —respondió la mujer.

Chris y su padre se acercaron en silencio al coche, un sedán cuatro puertas último modelo inmaculadamente limpio y brillante. Chris ocupó el asiento delantero mientras su padre guardaba la maleta en el portaequipajes. Apenas podía creerlo. ¡Estaba regresando a casa, por fin!

Ninguno de los dos habló mientras Parker giraba la llave de contacto, arrancando el motor, y enfilaba el camino que conducía a la carretera. Sin embargo, no había mutuo entendimiento en aquel silencio. Chris estaba sentada con mucha formalidad, con las manos juntas en el regazo y la mirada fija en el camino. Cuando llegaron a la carretera y ganaron velocidad, Parker carraspeó y, sin dejar de mirar hacia delante, dijo torpemente:

—Tienes muy buen aspecto.

Chris sonrió con tristeza.

—He engordado —dijo—. La comida es muy… —se interrumpió—, muy sustanciosa, ¿sabes?

Cambiaron una rápida mirada, y luego Parker retornó su atención a la carretera.

—¿Cómo está mamá?

—Bastante bien —repuso Ben Parker, asumiendo una expresión sombría—, aunque ya sabes lo que pasa.

Chris no deseaba hablar de ello, por lo que no contestó. Su padre siguió luchando en busca de palabras con que explicarse:

—Es que se ha puesto un poco nerviosa con lo de tu regreso, ¿entiendes lo que quiero decir? Le pone nerviosa tenerte en casa.

Frunció un poco el ceño, arrepintiéndose de lo que había dicho, y luego mudó el tema en busca de una conversación más ligera. Forzó una sonrisa:

—No has dicho nada del coche. ¿Qué te parece lo suave que rueda?

El automóvil era su razón de vivir. Como muchos hombres, consagraba a una máquina el cariño y los cuidados que, en realidad, debería dedicar a su familia.

Chris se volvió hacia él y le sonrió.

—Le has cambiado el tubo de escape —dijo. Era una afirmación, no una pregunta. Ben se hinchó de orgullo.

—He ajustado el motor —alardeó—. ¡Escucha! Fino como una seda.

Pese a su actitud engañosamente despreocupada, Ben no pudo contener la pregunta que había estado rondándole la cabeza. Si no se atrevió a hacerla en seguida fue por miedo a recibir una respuesta que no deseaba escuchar. Su sonrisa forzada fue desvaneciéndose. Aunque no se atrevía a confesárselo, iba apoderándose de él un creciente sentimiento de vergüenza.

—No es mal sitio, ¿verdad? Me refiero a la escuela —preguntó, sabiendo en el fondo que sí lo era.

Chris notó una oleada de angustia y le miró. Apartando un segundo la mirada del camino, él le lanzó una rápida ojeada interrogante. Lo más fácil del mundo habría sido decirle lo que él deseaba oír: «Un sitio estupendo, ¡palabra!». Sin embargo, no tuvo fuerzas para decirlo en voz alta y se limitó a mirarle fijamente, sin responder.

Ben volvió a fijarse en la carretera.

—Acércate —dijo, pasando el brazo por encima del respaldo vecino. Era el primer gesto de afecto que demostraba, y Chris obedeció con prontitud, acurrucándose a su lado. Le acudieron lágrimas a los ojos, pero logró reprimirlas. ¡Me quiere!, pensó. ¡Me quiere de verdad! Y está arrepentido de haberme enviado a la escuela. Chris notó como un calor que la invadía, y se apretó más contra su padre.

Los Parker vivían en una modesta casa de estuco blanco y entramado de madera, exactamente igual, salvo pequeñas variaciones, a cualquier otra casa del vecindario. Era como un cajón mal clavado en el que habían abierto puertas y ventanas; como un hongo rectangular y artificial rodeado de otros muchos en un inmenso bosque de vulgaridad. Lo que en algún tiempo pretendió ser el césped aparecía como un espeso colchón de matojos; junto a los muros de la casa había un raquítico jardín de petunias, lirios y aguileñas.

Los neumáticos crujieron sobre la grava mientras Ben rodeaba la casa para detener el automóvil frente a la puerta del garaje. Ésta, al abrirse reveló un cobertizo lleno de herramientas mecánicas, útiles de jardinería y viejas cajas de cartón. Aunque aquella casa había sido escenario de tantas penalidades para Chris, no obstante se le alegró el corazón al verla. Pese a todos sus inconvenientes, era un hogar y el lugar que a ella le correspondía.

—Bien, ya hemos llegado —balbuceó su padre.

Chris se apeó del coche sin responder. Mientras su padre sacaba la maleta, ella se dirigió al porche. Apenas había subido la escalera, se abrió de golpe la puerta y apareció su madre.

La señora Parker era una morena delgada cuyos ojos estaban rodeados de profundas ojeras y prematuras arrugas de aflicción. Llevaba un vestido de tela floreada vulgar, zapatos de tacón bajo muy gastados, y no usaba medias.

Chris se arrojó en brazos de su madre y ambas se abrazaron estrechamente, procurando contener el llanto.

—¡Qué pena! —exclamó la señora Parker con voz temblorosa—. ¡Ay, niña! ¡Qué pena tan grande!

Se apartaron para mirarse a los ojos interrogadoramente.

—No quiero volver allí —dijo Chris en tono de súplica mientras su padre se acercaba a sus espaldas. La señora Parker asumió un gesto de incertidumbre:

—En fin, no sé —empezó—. Dijeron que sólo serían cuatro días.

—Pero si sale bien me dejarán quedarme —la interrumpió Chris.

Su madre pareció aún más insegura que antes. Abrió la boca como si fuera a decir algo, pero luego volvió a cerrarla.

—Mamá —suplicó Chris colgándose de los brazos de su madre—, no quiero volver allí. ¡No puedo! ¡No sabes lo horrible que es!

Su padre intervino para tranquilizarla, poniéndole una mano en el hombro.

—¡Eh! ¡Quién iba a decirlo! —exclamó en un intento, manifiestamente forzado, de aparentar jovialidad—. No hace un minuto que hemos llegado y ya estáis llorando. Vamos, entrad en casa.

Los tres pasaron a la cocina.

—Sentaos un momento, que vuelvo en seguida —dijo Ben, dejando a su mujer y a su hija en la cocina.

Chris miró a su madre con desconfianza. No le había gustado el tono de su voz cuando mencionó lo de los cuatro días. Chris tendría que convencerla de que había venido para quedarse.

—Ten por seguro que no deseo volver allí, mamá —dijo en tono decidido, aunque procurando no parecer demasiado beligerante.

—Bueno, nosotros no deseábamos enviarte allí —dijo Ben desde la habitación contigua—. No creas que fue fácil para nosotros, ¿sabes? —añadió en tono defensivo.

—Lo sé —replicó Chris, sin convicción.

—No te hicieron ningún daño, ¿verdad? —preguntó Ben entrando de nuevo en la cocina y deteniéndose a espaldas de Chris.

Ella sintió un nudo en la garganta, pero estaba decidida a no revelar sus emociones. Cerró los ojos y meneó ligeramente la cabeza.

—No, papá —murmuró.

—¿Lo oyes? —dijo Ben, dando la vuelta alrededor de la mesa para sentarse al lado de su mujer—. ¿Lo oyes? Dice que no le hicieron ningún daño.

Hablaba confiadamente, como para demostrar que había obrado con acierto. Pero tanto él como su mujer y Chris sabían que únicamente lo afirmaba porque deseaba creer en ello. Miró a su mujer buscando un signo de ánimo o de asentimiento. Meneando el dedo con énfasis, prosiguió:

—Es lo que yo le pregunté al juez. «¿Les pegan?», dije, y él dijo que no. Y yo le advertí: «Más vale que me haya dicho la verdad». Tenía que asegurarme de que mi niña iba a ser bien tratada; de lo contrario no habría dejado que se la llevasen.

Chris tuvo ganas de gritar. Habría preferido cambiar de conversación. Apretó los puños, cerró los ojos y, después de respirar hondo, dijo en voz firme pero tranquila:

—Nadie me ha pegado, papá.

La señora Parker, disgustada por la culpabilidad de su esposo, le miró fríamente y murmuró:

—Nadie le pega nunca, sino tú.

Ben frunció el ceño.

—Bueno, bueno —lanzó rápidamente, con un asomo de amenaza en la voz—. No la tomes conmigo ahora.

La madre de Chris contuvo el aliento.

—No…, no… Quise decir que…

—¡Ya te he entendido! —ladró Ben. Se volvió hacia Chris con gesto acusador—: ¡Lo mismo que tú cuando andaba por aquí tu hermano! Siempre os dabais la razón y era yo el que estaba equivocado —se puso a gritar con creciente irritación.

Chris y su madre cambiaron nerviosas miradas. La primera se puso a doblar el borde del mantel de plástico.

—Mira, Ben —suplicó la señora Parker—. No empecemos otra vez, ahora que la niña está en casa.

Ben contempló las expresiones aprensivas de su mujer y su hija, y trató de dominarse. Era difícil bregar con una mujer, pero con dos… No quería jaleos; no el primer día, al menos. Tendría que contemporizar un poco, o no le dejarían tranquilo. Haciendo un esfuerzo por disimular su contrariedad, se volvió hacia Chris y le dijo en un tono más tranquilo:

—Puede que me haya equivocado algunas veces —se encogió de hombros, con testarudez—. Pero mi intención era buena, ¿comprendes? Trato de hacer lo mejor para todos.

Deseando aprovechar la ventaja momentánea, la madre de Chris intervino:

—En fin, la niña está en casa y eso es lo que importa. Dejémoslo ya. —Luego se dirigió a Chris—: ¿Quieres irte a descansar?

Chris asintió, aliviada ante la oportunidad de alejarse un rato y evitar más disgustos. Empujó la silla hacia atrás y se puso en pie; luego se detuvo.

—¿Sabéis algo de Tom? —preguntó.

—Sí —contestó su madre—. Se ha ido a vivir cerca de Tuscon.

Chris la oyó con interés; en su mente había empezado a germinar una idea.

—¿Tenéis sus señas? —preguntó con la mayor indiferencia que pudo aparentar.

—Pues sí —replicó su madre con ligero tonillo de amor propio maternal ofendido—. La primera tarjeta postal al cabo de seis meses.

Se puso en pie y se acercó al armario de la cocina. Después de revolver en un montón de facturas, sacó una postal.

—¿Puedo verla? —dijo Chris acercándose a su madre.

La señora Parker le tendió la postal, y Chris se puso a leerla con rapidez. Con el rostro ensombrecido por un gesto de desaprobación, Ben comentó:

—Parece que se muda todos los meses.

—¿Ha enviado fotografías? —preguntó Chris.

—No —contestó la señora Parker con aprensión, temiendo que aquello degenerase en otra pelea.

—Ni siquiera he podido conocer a mi nieto —gruñó Ben con la mueca de un niño que ha sido excluido por sus compañeros de un partido de pelota.

Chris no les hizo mucho caso y se alejó con una sonrisa, mientras releía la postal.

Su madre la llamó cuando ya alcanzaba la puerta.

—Tus amigas Carol y Ellen preguntaron por ti.

Pero Chris ni siquiera respondió.

Entrando en su habitación, paseó una ojeada por los objetos familiares y sonrió de nuevo. Su oso de peluche estaba sobre la almohada, exactamente tal y como lo había dejado. Su Diario de cinco años presidía la mesita de noche, cerrado con llave. Las fotografías de ella misma y de sus amigas, sujetas al marco de nogal de su espejo de tocador: nadie las había tocado.

Se acercó a la ventana. ¡Qué vista tan maravillosa!, pensó. Sin rejas ni telas metálicas. Descorrió las cortinas, abrió la ventana y se quedó un rato mirando el césped y los árboles. Soplaba una ligera brisa, que acarició sus mejillas e hizo ondear las cortinas. Luego, al oír un crujido en el descansillo frente a su habitación, se volvió.

Era su madre.

—Chris —empezó con una nota de confusión en la voz—. Ellas no saben dónde has estado…, tus amigas, quiero decir. Les dijimos que estabas pasando una temporada en casa de tu hermano.

Chris asintió en señal de comprensión y dijo:

—¿Sabes una cosa, mamá? Es donde me gustaría estar en realidad. ¿Por qué no dejáis que me vaya allí?

La señora Parker se precipitó hacia ella impulsivamente, con los brazos tendidos.

—¡Niña! —empezó.

Chris alzó una mano para detenerla.

—Vale, vale —dijo en tono de fatiga, al tiempo que retrocedía. Se sentó en la cama, dándose cuenta de la intranquilidad de su madre. Queriendo evitar disgustos, cruzó los brazos, miró a su madre con aire de fingida severidad y dijo—: Pues entonces las comidas tendrán que ser exactamente a las doce menos cuarto, y que nadie fume sin mi permiso. Además, he preparado algunos trabajitos para que tengas con qué distraerte.

Aquella broma rompió la tensión y ambas sonrieron.

—¡Descarada! —fingió reñirla su madre, sonriendo mientras se volvía para salir. Chris la detuvo gritándole:

—¡Y además, prohíbo el empleo de malas palabras!

Sonriendo mientras su madre se alejaba, Chris se dejó caer sobre la cama y dio varios saltos de alegría diciéndose que por fin estaba en su cama, tan blanda y confortable, y no en una estrecha litera donde habían dormido cientos de desconocidas antes que ella.

De súbito se sentó, saltó de la cama y corrió hacia la ventana de nuevo. ¡Qué libre y hermoso le parecía todo! Los espacios abiertos, la ausencia de imposiciones, el no verse encerrada la hicieron estremecerse de satisfacción. Alargó la mano al exterior y luego la retiró. Sólo el pensar que podía entrar y salir a su antojo bastaba para llenarla de júbilo. Ahora estaba más convencida que nunca; no tendría que regresar a esa escuela jamás, ¡jamás!

Más tarde, Chris se acomodó en un escalón del porche, mientras bebía una botella de naranjada, y se puso a mirar a su padre mientras éste trabajaba en el motor de su automóvil.

—¿Tienes algo especial previsto para hoy? —preguntó él sin volverse.

—Estoy esperando a mamá —contestó Chris—. Nos vamos de compras.

—¿Para qué? —preguntó Ben, distraído, sin dejar de hurgar con sus herramientas.

—Vestidos —explicó Chris, y luego se volvió para gritar a través de la puerta abierta—: ¡Vamos, mamá!

Con el aliento entrecortado, meneó la cabeza y comentó irreflexivamente:

—¡Lleva más de una hora arreglándose!

Su padre se incorporó, se limpió lentamente una mancha de grasa que tenía en la frente y frunció el ceño.

—No estará ahí dentro empinando el codo, ¿eh? —interrogó.

—No —respondió Chris con rapidez, tratando de disimular su propia inquietud; luego volvió a llamar—: ¡Mamá!

Después de mirar un rato a Chris, dubitativo, Ben decidió que a lo mejor le había dicho la verdad.

—Oye —empezó—, cuando volváis podríamos ir a dar una vuelta con el coche. Ya sabes, para comprar unas pizzas o algo así.

Hablaba en tono incierto y cauteloso, con una expresión desconfiada.

—¡Eh! ¡Buena idea! —dijo Chris con una sonrisa, aliviada al comprobar que no parecía enfadado.

Ben cogió una llave inglesa y se inclinó de nuevo sobre el motor. Al verle trabajar en aquella postura, Chris imaginó a un hombre metiendo la cabeza en las fauces de algún monstruo fantástico.

—Apuesto a que no te daban pizza en esa escuela, ¿eh? —preguntó.

—A pan y agua nos tenían, oye.

—¡Hum! —murmuró Ben—. ¿Estaba bueno el pan?

—Mohoso.

—Pero el agua no sería mala, ¿verdad?

—No mucho —replicó Chris sin poner ninguna entonación en su voz—, para ser agua salada.

Era un antiguo juego que solían practicar en otros tiempos y que casi habían olvidado después de tantos disgustos, como un antiguo disco humorístico enterrado en un montón de escombros.

Ben sacó la cabeza del compartimiento del motor y se volvió para mirar a su hija, con los ojos risueños. En ese preciso instante se abrió la puerta del porche detrás de Chris, y ambos dirigieron la atención hacia la señora Parker, quien se tambaleaba ligeramente al salir.

—No encuentro mi monedero —dijo con voz torpe—. ¿Dónde estará mi monedero?

La inseguridad de sus pasos y el hablar estropajoso la traicionaban. Había estado bebiendo.

El corazón de Chris dio un vuelco:

—¡Mamá! —exclamó sin saber qué hacer. Su padre arrojó la llave inglesa al suelo, pasó de largo y corrió hacia la entrada, iracundo. Tenía el rostro encendido de rabia. Chris se puso en pie de un salto y trató de retenerle, sin conseguirlo.

—¡Espera, papá! —gritó—. ¡Yo cuidaré de ella! ¡No vayas!

Era como si se hubiese dirigido a un toro furioso, para el caso que le hizo. Agarrando del brazo a su mujer, Ben Parker la empujó al interior de la casa. Se oyó un fuerte bofetón acompañado de un grito de dolor. Chris se encogió, angustiada, sintiendo miedo, tristeza y frustración. Era como ver por enésima vez una película mala; una siempre se figuraba que esta vez sería mejor, pero ello no sucedía nunca. ¿Por qué no trataban de llevarse mejor? ¿Por qué tenían que comportarse así y estropearlo todo?

Ben salió corriendo de la casa con el furor pintado en su rostro, ahora lívido. Cuando estaba así, Chris le tenía miedo. Sin embargo, realizó un intento desesperado por arreglar las cosas, porque se olvidase lo ocurrido… Sabía que estaba en su mano lograrlo, si ellos la escuchaban.

—¡Yo cuidaré de ella, papá! —chilló de nuevo. Mas Ben pasó de largo evitándola con un gesto, por lo que su mano tendida no encontró sino el vacío.

—Espera, papá. Daremos nuestro paseo más tarde —continuó, procurando serenar la voz.

Sin aflojar el paso, él se dirigió al coche, cerró el capó con un estampido y abrió la puerta. Volviéndose hacia Chris, bramó:

—¡Sólo faltaba que vosotras dos me estropeaseis mi único día libre! ¡Trabajo y disgustos, eso es todo lo que habéis sabido darme! Primero tu hermano, y luego tú.

Con esto, se puso al volante y cerró de un portazo. Pero aún no había terminado. Asomándose por la ventanilla y sin dejar de fijar la mirada en Chris, la acusó con fiereza:

—¡Tú no deberías estar aquí! Dijeron que permanecerías en ese sitio cuatro meses por lo menos. Creí que te serviría de lección, ¡y ahora resulta que has vuelto, sólo para darme disgustos!

Los ojos de Chris se llenaron de lágrimas, y corrió hacia el coche:

—¡No, papá! ¡Por favor!… —empezó.

—¡Por eso no quieres volver allí! —aulló—. Porque te hacen ir bien derecha, ¿no?, y obedecer sin rechistar. Pues voy a decirte una cosa: ¡tendrás que volver, te guste o no!

—¡No puedo! ¡No puedo volver allí, papá!

—¡Ya lo veremos! —cortó Ben.

Ella se aferró al cristal de la ventanilla, con el rostro bañado de llanto.

—¡No puedo!… Por favor, papá. ¡No lo hagas!

—Pues, ¿qué tiene de malo, eh? —replicó—. ¿Te crees demasiado señorita, o algo así?

—¿Quieres saber por qué no puedo volver? —sollozó ella, a punto de estallar—. Pues voy a decírtelo. ¡Te voy a contar todo lo que pasa en esa escuela! Las chicas de allí…

Él la interrumpió.

—Adelante —gruñó—. Cuéntame la primera mentira que se te ocurra; cualquier cosa, con tal de no tener que volver allá y aprender un poco de disciplina. Es eso lo que no puedes soportar, ¿eh?

Comprendió que no había manera de hacerle entrar en razón. No deseaba escucharla; se había convencido a sí mismo y no quería oír otra cosa. Chris retrocedió con amarga decepción mientras él ponía en marcha el coche, pisando el acelerador hasta hacer patinar las ruedas. Luego desapareció, dejándola sola, cubierta de polvo y de lágrimas.

Entonces resurgió en Chris el antiguo y conocido impulso de salir corriendo para irse a cualquier parte. Recordó lo que Moco había dicho aquel día en la clase de Bárbara: montar a caballo y correr, ¡correr! ¡Santo Cielo! ¡Si pudiera irse bien lejos, lejos de la escuela, lejos de todo!

Echó a andar hacia la calle, pero luego, súbitamente, se acordó de su madre. Seguramente estaría en un rincón, llorando sola. Se volvió y empezó a regresar hacia su casa, caminando lentamente.