10

Chris despertó sobresaltada. Había dormido tan profundamente que se quedó desorientada durante un par de segundos, sin recordar dónde estaba. Luego, cuando poco a poco la dura realidad de su situación se abrió paso hasta su conciencia, experimentó desesperación, soledad y rabia, todo al mismo tiempo. No sólo le dolían las heridas de las manos, sino asimismo todos los músculos de su cuerpo, al haber dormido sobre el incómodo colchón. Contemplando las paredes llenas de garabatos de su celda, se puso en pie con un esfuerzo de voluntad y empezó a pasear dando vueltas, contando las grietas del piso mientras lo hacía. Entonces distrajo su atención el ruido de una puerta al abrirse. Alguien había entrado en el corredor. Se quedó inmóvil, escuchando; los pasos se acercaban. Ella retrocedió hasta apoyar la espalda en la pared más alejada de la puerta, y ladeó un poco la cabeza cuando los pasos cesaron justo delante de su calabozo.

—Chris —dijo una voz conocida al otro lado de la puerta—. Soy yo. Bárbara.

El primer impulso de Chris fue el de precipitarse hacia delante, pero se contuvo en seguida y guardó silencio.

—Chris —repitió Bárbara—. Tengo muy pocos minutos. Sé que estás ahí y puedes oírme.

En vez de responder, Chris reanudó sus paseos, preguntándose qué iba a decir Bárbara luego. ¿Se trataba de algún truco? ¿Volvería a hacer promesas que no era capaz de cumplir?

—Oye, Chris. Ya sabes que no está permitido entrar —continuó Bárbara con una nota de súplica en la voz—, pero al menos podemos hablar.

Chris dudó un momento, y luego se acercó lentamente a la puerta para quedarse inmóvil, mirando hacia la rejilla que tenía a sus pies.

Bárbara hizo otra tentativa.

—Por favor, Chris —rogó—. Quiero ayudarte. Háblame, Chris. —Hizo una pausa—. Quiero escucharte; quiero ayudar.

Chris permanecía rígida como una estatua, mirando la rejilla con intensidad. «¿Lo dice de verdad? —se preguntaba—. ¿Le importo de veras? ¿Realmente desea escuchar lo que yo pueda decirle?».

—Si quieres, volveré cuando tengas ganas de hablar —continuó Bárbara—. Créeme, Chris. Deseo sinceramente ayudarte.

Chris hizo un ademán en dirección a la puerta, pero resistiéndose a hablar todavía.

Bárbara emitió un fuerte suspiro.

—Hasta luego —dijo—. Volveré más tarde.

—Hasta luego —murmuró Chris.

En cierto sentido, deseaba hablar con Bárbara. Pero no estaba segura. ¿Se atrevería a hacerlo? Necesitaba hablar con alguien, pero la terrible duda que la roía no dejaba de insinuarse en todos sus pensamientos, como una fuerza irresistible e invisible. ¿Pensaba alguien en ella de verdad? Sintió una aguda y repentina punzada de arrepentimiento mientras los pasos de Bárbara se alejaban por el corredor. Tal vez debí decirle alguna cosa, pensó Chris. ¿Y si se había enfadado? Entonces, la voz interior le susurró: «No importa; si es verdaderamente sincera, volverá».

Otra vez sola, Chris reanudó sus paseos. Incomunicación. Conocía el significado de esa palabra, la había oído algunas veces, pero nunca se había puesto a reflexionar sobre ello, ya que jamás le fue necesario. Ahora, en cambio, le sobraba tiempo para darse cuenta, y se estremeció al comprobar la gravedad de su situación.

Estaba sola, completamente sola; lejos del calor de un rostro amigo y de una voz amiga; sin nadie con quien hablar, nadie para abrazarla si lloraba. Estaba aislada de toda la humanidad.

Con un hondo y doloroso suspiro, regresó a la ventana, poniendo las manos vendadas sobre la tela metálica. Contempló con tristeza el crepúsculo. Allá lejos, sobre el horizonte, la diminuta silueta de un avión a reacción cruzaba el cielo, dejando una larga estela blanca que los últimos rayos del sol hacían brillar. Chris experimentó una punzada de nostalgia. ¿A dónde iría? Cerró los ojos y trató de representarse el interior de la gran aeronave plateada. Ojalá pudiera estar allí en vez de ser como un pájaro enjaulado. Abrió de nuevo los ojos. El avión había desaparecido y sólo quedaba el trazo de vapor para dar fe de su existencia, comenzando a disolverse ya lentamente.

Chris miró el colchón. Aun hallándolo escasamente confortable, se dejó caer sobre él tumbándose cuan larga era. Quiso hacer almohada con las manos, pero le resultó incómodo al llevarlas vendadas. El peso de la cabeza parecía reavivar el dolor de las heridas. Luego dejó caer los brazos a lo largo de los costados, con las palmas de las manos hacia arriba. Así resultaba un poco más soportable. Clavó la mirada en el techo y empezó a preguntarse cuánto tiempo tendría que permanecer en incomunicación.

Sin darse cuenta, Chris se adormeció de nuevo. Se vio en un avión, sentada junto a la ventanilla, contemplando una algodonosa extensión de nubes. Estaba sola. De repente, el avión empezaba a entrar en picado y caía, caía, caía a través del espacio. Entonces el avión desapareció y ella siguió cayendo, dando vueltas sobre sí misma y cortándosele la respiración. El viento le silbaba en los oídos. Luego hubo un fuerte golpe metálico y sólo se dio cuenta de que estaba sentada sobre su colchón, muy erguida y con la frente bañada de un sudor frío. A través de los barrotes de la ventana se colaba el pálido resplandor de la luna; cuando sus ojos se acostumbraron a la semioscuridad, vio que habían puesto una bandeja pequeña en el suelo, al lado de la rejilla.

He debido soñar, se dijo. El ruido metálico debió hacerlo la matrona al abrir la rejilla para introducir la cena. Chris se levantó para ver lo que había en la bandeja. Halló un tazón pequeño de sopa aguada, una chuleta de cerdo quemada, un montoncito de habichuelas, otro de puré de patatas, y un cartón de leche.

Era la comida menos apetitosa que había visto nunca, pero al menos significaba una ocasión de distraerse, algo en que fijar la atención.

Levantando torpemente la bandeja con sus manos heridas, regresó al colchón y se sentó al borde del mismo, con las piernas cruzadas. Aunque la cena no parecía muy prometedora, decidió hacer un esfuerzo y comérsela. Con una mueca de disgusto al ver los cubiertos de plástico, dudó dándose cuenta de que los vendajes la estorbarían bastante. Comenzó por la sopa, cogiendo el tazón con ambas manos para llevárselo a los labios. Estaba medio fría y demasiado salada, por lo que volvió a dejarla sobre la bandeja. Cogiendo con dificultad el tenedor, revolvió el puré de patatas. Un solo bocado le bastó. Luego probó las habichuelas; estaban demasiado hervidas y resultaban insípidas. Chris frunció el ceño, molesta. La chuleta de cerdo estaba dura como una suela de zapato; aun siendo parcialmente comestible, la dejó a los pocos bocados. Consideró que lo único que no habrían logrado estropear debía ser la leche, conque abrió el cartón con alguna dificultad y la probó, notando con alivio que estaba buena. Se la bebió despacio, saboreándola gota a gota.

Devolviendo el cartón vacío y los cubiertos de plástico a la bandeja, Chris se puso en pie. Se le había dormido la pierna izquierda, por lo que pisó varias veces con fuerza sobre el suelo de cemento hasta que, después de muchas cosquillas, volvió a la normalidad. Acercó la bandeja a la rejilla de la puerta, le sacó la lengua impulsivamente y reanudó sus paseos.

Después de varias idas y venidas por la celda le acudió a la memoria una musiquilla conocida: Alone Again, Naturally. Distraída, empezó a canturrear en voz baja, pensando lo oportuna que resultaba. Pero en seguida se cansó y volvió a tenderse sobre el colchón, tratando de hallar una postura cómoda. El dolor de las manos había cedido un poco, pero las agujetas continuaban en un brazo y una pierna, cosa que la obligó a dar muchas vueltas hasta que por fin encontró una postura medianamente cómoda echada sobre el lado izquierdo.

No había nada que hacer, sino tratar de dormirse otra vez. Se preguntó qué estaría haciendo Janet. Josie y Ria seguramente miraban la televisión. De súbito, irrumpió en su mente el recuerdo de la sonrisa falsamente dulzona de Denny, y sintió una momentánea angustia en la boca del estómago. Al menos, allí dentro no podrían hacerle daño. Se tendió y recordó las muchas películas de dibujos que había visto en que los personajes, cuando no lograban conciliar el sueño, se ponían a contar ovejas. Aunque siempre le había parecido una tontería, esta vez lo intentó. Pero no le sirvió de nada. Empezó a escuchar los latidos de su propio corazón; le parecieron tan fuertes que apenas daba crédito a sus oídos. A lo lejos se oyó el ladrido de un perro. Chris creyó que no volvería a dormirse nunca. Mas, a medida que iba pensando en una cosa y en otra, poco a poco y sin darse cuenta fue venciéndola una especie de sopor, hasta que se quedó dormida sin enterarse.

La mañana siguiente, poco después del desayuno, Chris oyó descorrer el cerrojo de la puerta. Ella estaba mirando por la ventana, y el ruido la hizo volverse con aprensión. Era la matrona de la sección de incomunicación, con su falda negra, su grueso manojo de llaves y su perpetuo ceño.

—Arriba —dijo la mujer en tono aburrido—. Es hora de hacer ejercicio.

—¿A dónde vamos? —preguntó Chris.

—No preguntes —la atajó la matrona—. Limítate a seguirme.

La mujer condujo a Chris por el corredor, la puerta, la galería y una escalera metálica hasta un patio rectangular con piso de asfalto y rodeado de paredes de ladrillo por todas partes. Allí no había nada, ni un matojo, ni un banco para sentarse. Nada.

—¿Qué quiere que haga? —preguntó Chris frunciendo un poco el ceño.

La matrona se encogió de hombros:

—A mí qué me importa —replicó—. ¿No te enseñaron algo de gimnasia en el colegio? Pasaré a recogerte dentro de una hora.

Con estas palabras se volvió sin más explicaciones y entró en el edificio, dejando que Chris se las compusiera. Ella decidió trotar dando vueltas junto a las paredes; era cuanto podía hacerse, dadas las circunstancias.

Mediada la tercera vuelta se abrió la puerta del edificio y apareció Bárbara Clark. Chris la vio por el rabillo del ojo, pero no dejó su juego.

Al no saber si Chris aceptaría la conversación aquella mañana, Bárbara adoptó una postura humorística, diciendo en tono deliberadamente alegre:

—Supongo que no estarás demasiado ocupada para hablar.

Alegrándose íntimamente de ver a Bárbara, pero no queriendo traicionar sus sentimientos, Chris le lanzó una rápida mirada por encima del hombro sin dejar de correr, y dijo:

—En fin; estaba a punto de irme.

Para no aparentar que estuviera persiguiéndola, Bárbara se limitó a dar un par de pasos adelante y prosiguió:

—Dime cómo puedo ayudarte, Chris.

Como un juguete de cuerda que se detiene poco a poco, Chris redujo su carrera hasta un ritmo de paseo lento y respondió:

—Sácame de aquí.

En aquel momento Bárbara empezó a caminar hacia Chris.

—Lo intentaré —dijo cuando estuvo cerca—. Pero antes debes ayudarme a comprenderte.

Ahora estaba al lado de Chris. Descansando la mano sobre el transmisor-receptor, preguntó en tono neutro:

—¿Por qué trataste de escapar, Chris?

Ella apoyó un brazo en la pared y volvió la cabeza sin responder.

—Chris —insistió Bárbara—, háblame, por favor. No puedo ayudarte si tú no lo haces también.

Chris se volvió, apoyó la espalda contra la pared cruzando los brazos y, enfrentándose a Bárbara, replicó:

—¿Por qué quieres ayudarme?

Deseaba creer a Bárbara, pero al mismo tiempo necesitaba que la convenciesen.

Ambas se quedaron un momento mirándose fijamente, sin decir palabra. En la mirada de Chris, Bárbara vio algo extraño que la llenó de inquietud. Era una expresión de desafío, de beligerancia, de astucia precavida que no le conocía. Así miraban las demás chicas, las que habían abandonado toda esperanza. Bárbara experimentó la desagradable impresión de que, si daba un solo paso en falso, si decía una sola palabra inoportuna, perdería a Chris definitivamente. Fue como estar a punto de coger la mano de alguien que estuviera hundiéndose en un pantano de arenas movedizas, sin saber si las fuerzas propias bastarían para salvar a la víctima. Buscó las palabras adecuadas.

—¿Por qué? —empezó—. Pues porque puedo verte salir, Chris. Te veo labrándote un porvenir en libertad. Todos los días veo chicas que trabajan en tiendas, asisten a la escuela, crían a sus hijos, y me digo: ésta se parece a Denny, ésa podría ser Bea, aquélla podría ser Josie… —se le quebró la voz y meneó la cabeza con pesimismo—. Pero seguramente no ocurrirá nunca. ¡Nunca!

Chris seguía impasible; aún no la había convencido. Bárbara continuó:

—Y ¿sabes por qué no les ocurrirá nunca a ellas? —se interrumpió escrutando el rostro de Chris, mirándola a los ojos para sorprender el destello de una reacción que, sin embargo, no se produjo. Sin achicarse, prosiguió—: Porque Bea fue abandonada, y era una drogadicta antes de los nueve años. Y Josie, porque fue prostituida por su propia madre. Y Denny, porque empezó a ser maltratada y violentada cuando tenía sólo un año.

La expresión de Chris cambió ligeramente, empezando a dulcificarse. «La estoy haciendo mía —pensó Bárbara—. Tal vez lo consiga después de todo».

Miró a Chris con gesto implorante. Confía en mí, parecía decir.

Insistió:

—Pero podría ser diferente para ti, Chris. Puedo verte en tu avión con rumbo al Brasil.

Al ver el súbito cambio de expresión de Chris, Bárbara comprendió que había tocado una cuerda sensible. La mirada de Chris ya no parecía impasible; había excitación en ella, y agitaba las manos sin darse cuenta. ¡Ella también estaba viéndose en aquel avión!

Bárbara sacó partido de su ventaja:

—Y ¿sabes por qué puedo verte allí, Chris, aprovechando todas tus oportunidades? Porque aún estás sana, y porque eres inteligente —Bárbara bajó la voz, subrayando con deliberación cada una de sus palabras—. Todavía tienes una oportunidad, Chris.

Los ojos de Chris empezaron a llenarse de lágrimas. Bárbara lanzó un hondo suspiro de alivio. Fue un suspiro como el que pudiera exhalar un atleta después de un tremendo esfuerzo y de haberse visto al borde del colapso. Bárbara se apoyó en la pared al lado de Chris, y alzó la mirada al cielo.

—Algún día me gustará recibir una postal del Brasil —dijo en tono soñador, mirando a Chris y con una media sonrisa en los labios—. Por eso quiero ayudarte, ¿entiendes?

Chris miró larga y fijamente a Bárbara. ¡Si pudiera creer en ella! Por último, asintió con la cabeza y dijo:

—Sí.

Esta única palabra era todo cuanto Bárbara necesitaba, la señal de que había avanzado un paso, de que había salvado el primer obstáculo. Con una amplia sonrisa, apoyó la mano sobre un hombro de Chris:

—Ahora tengo que irme. Mañana hablaremos más.

Chris se quedó mirándola en silencio mientras se alejaba y entraba en el edificio. Casi involuntariamente, sus ojos se volvieron al cielo como si quisiera ver aún más lejos…, el Brasil…, la libertad…

El resto del día se le hizo a Chris muy largo, pero de algún modo la celda de incomunicación le pareció menos inhóspita que antes. Había entrado un rayo de esperanza que disipaba las sombras. Aunque la comida era tal mala como siempre, pudo comer; el dolor de las manos disminuyó y las agujetas le parecieron más tolerables. Aún estaba amargada y frustrada; seguía sin aceptar el hecho de que sus padres hubieran consentido en que fuese encerrada en semejante lugar. Más aún, habían sido ellos, de hecho, quienes la enviaron allí. Se daba cuenta de que, por mal que anduviesen los asuntos en su casa, no podía compararse en modo alguno con aquella cárcel tan escasamente disfrazada de escuela. En los colegios de verdad, la dejaban a una regresar a casa por la noche; la vida no estaba reglamentada a toque de silbato; no la encerraban a una en una celda obligándola a dormir en un colchón puesto sobre un frío piso de cemento.

Chris se puso a pensar en las cosas que Bárbara le había dicho…, en lo que dijo de las demás chicas. Trató de imaginar qué clase de vida había sido la de Josie, Denny y Bea antes de ingresar allí. Si ella, cuando vivía en casa de sus padres, hubiera tenido la ocurrencia de mencionar las drogas, sólo mencionarlas, su padre le habría calentado la cara… Y su madre…, sí, tal vez se emborrachaba a escondidas, pero nunca se le habría ocurrido infligirle los ultrajes que Josie había tenido que aguantarle a la suya.

Aquella noche Chris se durmió con más facilidad, mientras reflexionaba acerca de las palabras de Bárbara. A lo mejor había hablado con sinceridad. A lo mejor creía verdaderamente que Chris tenía oportunidades de salir, volar al Brasil, ver mundo, sacar partido de su vida. A lo mejor…

A la mañana siguiente, Chris incluso se alegró cuando apareció la matrona para sacarla al patio de gimnasia. Aun negándose a admitirlo, tuvo una gran decepción cuando Bárbara no salió a verla, y trató de olvidarlo dando vueltas y más vueltas a toda velocidad, hasta quedar agotada de fatiga.

De vuelta a la celda, las emociones de Chris alcanzaron el punto de ebullición. Estaba llena de decepción, pero gracias al cansancio físico pudo refugiarse en el sueño la mayor parte del día.

Cuando la despertaron para cenar estaba tan triste que apenas pudo probar bocado. ¿Qué le había pasado a Bárbara? ¿Por qué no había venido? Todas aquellas cosas que dijo, ¿las pensaba de verdad, o habían sido únicamente otro truco para convencerla de que se portase bien y de que fuese una «buena niña»? Chris se apoyó en la pared con el ceño fruncido y contempló la ventana de la celda. Anochecía, pero aún no había salido la luna y la creciente oscuridad se hacía sentir como un peso. De súbito, oyó abrir y cerrar la puerta al otro extremo del corredor, y luego unos pasos que se acercaban. Se movió hacia delante llena de esperanza y se acurrucó junto a la rejilla en la parte inferior de la puerta. El ruido de pasos se hizo más intenso. Le latía el corazón con fuerza. ¡Quién sabe!, pensó. Sujetó los barrotes de la reja y trató de mirar, conteniendo la respiración con la esperanza de no verse defraudada.

Recordó que cuando era niña y esperaba una sorpresa, solía cerrar los ojos para no abrirlos hasta que llegase el momento. Lo hizo entonces, impulsivamente, y cuando volvió a abrirlos pudo ver que Bárbara se había sentado en el suelo del pasillo, frente a la puerta, inclinando la cabeza para mirar a través de la reja.

—Chris —la llamó Bárbara en voz baja, casi en un susurro.

—Sí —contestó con vacilación.

—Aún no se puede entrar —explicó Bárbara—, pero pensé que tal vez podríamos hablar un rato.

Chris se sentó con las piernas cruzadas acercándose a la reja cuanto le fue posible. De momento no dijo nada, pues no sabía bien cómo empezar. Luego comentó:

—Yo en tu lugar no trabajaría aquí.

Bárbara se metió la mano derecha en un bolsillo y sacó un manojo de llaves. Las contempló con gesto expresivo, las hizo resonar y explicó:

—Tengo las llaves, Chris. Puedo irme cuando quiera. Por eso mismo me quedo.

Chris frunció el ceño:

—Bueno, pues yo no me quedaría.

—Y ¿a dónde irías?

—A casa —dijo Chris en voz baja, cargada de emoción.

—Tienes suerte —dijo Bárbara—. Muchas personas ni siquiera tienen casa a donde ir.

—Yo sí —dijo Chris, pero sonó como si tratase de convencerse a sí misma.

Bárbara se incorporó y se acercó más a la puerta, con gesto de contrariedad por no poder mirar a Chris a la cara.

—¿Estás segura de que no volverías a escaparte? —dijo como buscando una confirmación a su pregunta.

Aunque Bárbara no podía verla, Chris asintió con la cabeza.

—Ahora estoy segura —dijo con tranquila firmeza, y después de una breve pausa añadió—: Después de haber pasado por aquí…

Se le llenaron los ojos de lágrimas, y éstas resbalaron por sus mejillas. Procurando que no se le quebrase la voz, agregó:

—Siempre tendré presente que, si me escapo, tendría que volver aquí, ¿no?

—En efecto —respondió Bárbara sin vacilar, sintiendo renacer la esperanza.

—Por eso estoy segura —continuó Chris—. Ya me guardaré yo.

Bárbara estaba casi convencida de que había logrado su objetivo, pero deseaba asegurarse bien. Necesitaba asegurarse. Con deliberada indiferencia, preguntó:

—¿Y tus padres?

—¿Qué pasa con mis padres? —replicó Chris, limpiándose la mejilla.

—Ellos te enviaron aquí, ya sabes.

Chris ahogó un sollozo:

—Lo sé. Pero ahora sería diferente.

—¿Por qué? —insistió Bárbara.

Chris buscó las palabras adecuadas, con la voz ahogada por la emoción. Apretó los puños en su regazo, sin hacer caso del dolor. Era mucho peor estar aislada y tener que reprimirse; el alivio tan esperado hizo que olvidase todas las demás sensaciones.

—Me aplicaré más —susurró— y lograré que lo comprendan.

—¿Cómo? ¿Qué les dirías? ¿Qué dirías si tu mamá estuviese aquí ahora mismo?

Chris alzó la mirada sin poder evitar las lágrimas que ahora corrían libremente.

—Le diría: «Mamá, no puedo volver a ese sitio. Quiero estar contigo» —se le quebró la voz—. «Te prometo ser buena y no molestar a papá y ayudarte en las faenas».

—Y ¿qué diría ella? —preguntó Bárbara, a punto de llorar ella también.

—Ella diría: «Obedece a papá y no hagas que se enfade, y no vengas con problemas a la hora de las comidas». —Chris rompió a sollozar desconsoladamente y tragó saliva varias veces antes de poder continuar—: Ella me abrazaría y diría: «Todo irá bien ahora, Chrissie», y yo le contaría…, le contaría lo que me ha pasado.

Bárbara apoyó los codos en el suelo y apretó el rostro, tenso de emoción, contra la reja.

—¿Qué ha ocurrido, Chris? —imploró—. ¿Qué ha sido eso tan terrible que te ha pasado? Cuéntamelo, Chris.

Atormentada por los sollozos, Chris murmuró muy bajo, ahogándose:

—Lo que hicieron conmigo.

Bárbara aplastó los nudillos sobre los barrotes.

—¿Quién, Chris? ¿Qué fue lo que hicieron?

—Le contaría lo de Johnny —lloró Chris.

—¡Por favor, Chris! ¡Dime lo que ocurrió! —suplicó Bárbara con los ojos brillantes de llanto.

—¡Mamá! —gritó Chris llena de angustia, echándose al suelo y cogiendo los barrotes—. ¡Mamá! —sollozó—. ¡Me sujetaron! ¡Me hicieron mucho daño!

Entonces, con una explosión final de alivio, todos los diques se rompieron y, en medio de sus lágrimas, Chris desahogó todo el horror de aquella noche en el cuarto de las duchas.