9

Horas después, Chris mantenía la vista torvamente fija en el suelo mientras caminaba por el frío corredor de paredes de cemento en compañía de Cynthia Porter, la directora adjunta. Ésta, toda eficiencia y corrección como de costumbre, con sus pantalones marrones y su blusa a juego, llevaba el inevitable transmisor-receptor al cinto como si fuese una pistola en su funda. Chris tenía las manos envueltas en gruesos vendajes, y notaba las palmas embotadas y doloridas. El corazón le latía con fuerza, pues iba a enfrentarse a una situación desconocida, pero su rostro permanecía impasible y frío, disimulando las violentas emociones que la sacudían interiormente. Se detuvieron frente a una puerta de acero ancha y de imponente aspecto, pintada de un color gris oscuro bastante siniestro. A nivel del suelo y en la parte central de la puerta había una gruesa rejilla. Chris se preguntó distraídamente por qué no la habrían instalado más arriba, para poder ver, al menos, sin necesidad de tumbarse boca abajo en el suelo como un reptil.

Se sobresaltó un poco al oír unos pasos procedentes de la galería. Chris se volvió, adivinando que la desconocida que se acercaba era la matrona de la sección de incomunicación. Era una mujer rechoncha, de rostro severo y complexión robusta, que tendría más de cincuenta años. Vestida con una falda negra lisa y una blusa blanca, llevaba colgando del cinturón un grueso manojo de llaves. Tenía los labios delgados y pálidos, y el cabello negro con mechones de canas sujeto en un apretado moño. Contempló a Chris con escaso interés.

—Ten en cuenta que la incomunicación no significa un castigo, Christine —recitó Cynthia con su voz monótona de magnetófono—. Permanecerás aquí para reflexionar acerca de lo que has hecho y para que veas el modo de corregir tu actitud. Ya sabes que habías alcanzado el segundo grado; ahora tendrás que volver a empezar desde cero.

Hizo una pausa para dar tiempo a que aquellas palabras surtieran su efecto; luego, con tono paternalista, agregó:

—Piénsalo, Christine. Cuando podamos apreciar un mejoramiento en tu actitud, regresarás a tu dormitorio. ¿Queda claro?

Chris no replicó. ¿Qué importaba lo que ella pudiera decir?, pensó. Evidentemente, Cynthia tampoco esperaba una respuesta; en todo caso no le dejó tiempo para responder. Sin más palabras, la directora adjunta giró sobre sus talones y anduvo con rapidez hasta la salida del corredor, con frío aire de profesionalidad. Chris la siguió con la mirada hasta que abrió la puerta, salió y desapareció.

La matrona alargó la mano para tocar la cabeza de Chris, y empezó a hurgar entre el cabello. Chris se encogió y volvió el rostro.

—¿No llevas pasadores para el cabello? —preguntó la mujer sin dejar de registrar.

Chris guardó silencio, y la matrona, dándose por satisfecha al no hallar nada, descorrió el cerrojo, abrió la puerta y le hizo un gesto a Chris para indicarle que entrase. Al otro lado de la puerta se veía una pequeña celda cuadrada con paredes de cemento y un ventanuco enrejado a la altura de los ojos. No había muebles, sino un colchón gris, delgado y sucio, en medio del suelo. Se veía también una jarra de plástico capaz para un litro de agua, con la correspondiente taza de plástico, así como un antiguo y rajado orinal de loza que parecía haber sido rescatado de algún viejo campamento minero de los tiempos heroicos. Chris nunca había visto nada semejante y frunció un poco el ceño, aunque sin decir palabra.

La matrona meneó la cabeza y dijo secamente:

—A algunas no les gusta el orinal y se ensucian en el suelo. Entonces les obligo a limpiarlo. A otras no les gusta el colchón, con que se lo quito y duermen en el suelo.

Se volvió para salir, pero al llegar a la puerta aún se detuvo para agregar:

—Siempre digo lo mismo: no nos importa si no te gusta. No te figures que eres algo especial.

Dichas estas palabras, cogió la puerta y la cerró, produciendo un sonoro estampido que sobresaltó a Chris. Seguidamente pasó el cerrojo.

Con el corazón angustiado y sintiendo la desesperación ya indisolublemente unida a su personalidad, Chris permaneció inmóvil oyendo alejarse los pasos de la matrona, así como el portazo con que cerró al otro extremo del corredor. Con una vaga curiosidad indiferente paseó los ojos por la celda.

Las paredes estaban llenas de garabatos. El primero que llamó la atención de Chris fue la palabra AMOR escrita con grandes mayúsculas desiguales. Amor, se repitió conteniendo un sollozo. ¿Qué sabrían de eso aquellas personas? Luego leyó otra inscripción: «Beber, fumar, joder y luego reventar», proclamaba. Siguió leyendo: «María y Raymond». ¿Quiénes serían?, se preguntó. «Este sitio es una mierda», anunciaba otro. Chris sonrió sin ganas. Muy cierto, pensó. Otro letrero decía: «Los empleados de esta escuela son unos cretinos». La mayoría, convino ella. Bien idiotas tenían que ser para trabajar en un lugar semejante.

Se acercó lentamente a la ventana y apoyó su derecha vendada sobre la tela metálica que habían clavado por dentro. ¿A qué viene esto?, se preguntó distraídamente. ¿Acaso no bastaban los barrotes por fuera? Mirando hacia fuera, vio la faja de terreno árido y polvoriento detrás de la cual se alzaba la valla coronada de alambre de púas. Era horrible, y la hizo estremecerse. Se apartó y empezó a pasear arriba y abajo como un animal enjaulado. Al pensar en ello se detuvo y se dejó caer sobre el colchón, agotada, con la espalda contra la pared y las rodillas levantadas hasta el pecho. Sintió ganas de llorar, pero las lágrimas no acudieron. Se preguntó si le quedaría alguna.

De súbito, una oleada de rabia y de frustración brotó de su interior derribando su apatía. Golpeando furiosamente el colchón con los puños, sin reparar en que estaba haciéndose daño, alzó el rostro al techo y exclamó:

—¿Por qué yo? ¿Por qué yo? —repitió con voz ronca.

Luego se acurrucó adoptando la postura fetal, y cerró los ojos. Con un poco de suerte conseguiría dormir…, y con mucha suerte, pensó, a lo mejor no volvía a despertar jamás.