8

Durante los días siguientes, Chris permaneció encerrada en sí misma, a tal punto que hasta Josie y Ria se preguntaban qué le habría ocurrido. Nadie dijo ni una palabra de su violación; incluso en presencia de sus asaltantes, Chris no oyó mencionar para nada el incidente, lo cual no dejó de proporcionarle cierto alivio. Sólo el pensamiento de haber experimentado semejante humillación ya le parecía casi peor que el recuerdo de la espantosa experiencia en sí. Había perdido el apetito, y durante las comidas se limitaba a revolver los alimentos con expresión ausente. En cierta ocasión, cuando Lasko observó y comentó su falta de apetito, Chris intentó comer algo a la fuerza y se atragantó hasta casi vomitar. Lo único que soportaba era beber algo de leche, pero a no ser por esto se habría pasado los días sin ningún alimento. No ignoraba que estaba perdiendo peso; tenía la tez amarillenta y las mejillas chupadas, mas no le importó.

Lo peor eran las noches. Antes, el sueño había sido su único refugio frente a las pesadillas de la realidad; en cambio, ahora las pesadillas se abrían paso hasta el santuario de su descanso. Las noches, mientras permanecía con los ojos abiertos contemplando la oscuridad, luchaba desesperadamente contra el sueño temiendo verse acosada por imágenes repugnantes y recuerdos terribles. Pero, como no podía evitar el sueño completamente, se adormecía para sufrir luego continuos sobresaltos. No a causa de pesadilla alguna, sino por efecto de su miedo inconsciente a los terrores del sueño. Y, si bien esos terrores no adquirían ninguna forma definida, siéndole imposible identificar cuál de ellos era el que la roía en lo más íntimo, en realidad el verdadero terror sin nombre era un miedo incontenible, letal y torturante: el miedo a perder la razón.

Los días transcurrieron sin que las cosas mejorasen para Chris. Por más que se esforzase en apartar de su mente las escenas de aquella noche, el recuerdo de las mismas volvía con insistencia… Las manos arrastrándola por el cuarto, el acre aroma del sudor y los gruñidos brutales de sus atacantes…, los rostros deformados con sus miradas enfebrecidas, y, por encima de todo, el dolor insoportable…, el desvalimiento. Era como si volvieran a sujetarla contra su voluntad, para forzarla una y otra vez a contemplar nuevamente el ultraje hasta que se grabase de manera indeleble en su cerebro, hasta que llegase a ser una parte de su persona, lo mismo que sus brazos y piernas, sus manos y su rostro…

Tenía los nervios a flor de piel. Las sombras y los rincones oscuros la amenazaban con terrores desconocidos, más temibles por cuanto no podía concretarlos. El menor ruido inesperado la hacía sobresaltarse súbitamente y le cortaba la respiración de un modo penoso. Le bastaba pasar por delante de la puerta del cuarto de baño, aunque estuviese cerrada, para que su corazón se pusiera a palpitar con violencia. El que antes había sido un refugio reparador ahora era un lugar de espanto, y cuando permanecía desnuda y vulnerable bajo el potente chorro de agua caliente, cada chapoteo y cada rumor de las cañerías la obligaban a encogerse. Entonces trataba de cerrar los ojos, pero sólo para que su imaginación febril le representase la evocación de las caras; en el ruido del agua al correr imaginaba escuchar los viciosos jadeos y las voces de sus verdugos. Incluso después de volver a abrirlos para inspeccionar el baño desierto seguía experimentando tanto pánico, que una vez no pudo resistirlo y huyó a su habitación sin pensar en secarse, temblando de frío y dejando un rastro de húmedas pisadas.

A lo largo de las jornadas, incluso el contacto de una mano amiga en su hombro, por parte de Josie o de Ria, hacía que se echase atrás involuntariamente.

Aunque procuró sumergirse de nuevo en la rutina diaria, participar en las actividades de las demás y hacer cuanto se le pidiera, Chris empezó a encerrarse cada vez más en sí misma. Durante las horas de clase, su imaginación se perdía en intrincadas elaboraciones fantásticas. Solía imaginar que sus padres, llenos de remordimiento por haberla rechazado y encerrado en aquel lugar horrible, regresaban para llevársela a casa prometiéndole mil veces comportarse en adelante mejor con ella. Todo era hermoso; su madre había dejado de beber y su padre ya no le gritaba ni la golpeaba.

El hogar estaba lleno de alegría y venían sus amigos a visitarla. Se quedaban con ella durante horas, riendo, charlando, poniendo discos y haciendo cosas absurdas y divertidas. Era tal y como no había sido nunca, pero que debió ser y quizá llegaría a ser alguna vez.

En otro de sus ensueños, su hermano Tom se la llevaba a su casa para vivir juntos. Era como cuando ambos eran niños, y volvían a jugar como entonces. Aunque él estaba casado, nada había cambiado en realidad. La esposa de Tom trataba a Chris como a una hermana, y los tres llevaban una vida idílica cuyas horas estaban llenas de sol, alegría y amor.

Chris no ignoraba que sólo eran fantasías, pero al mismo tiempo le servían como cables de salvamento a los que sujetarse. Bastaba que una pequeñísima parte de aquellas fantasías se reflejase en la realidad: eso equivalía a un tesoro, a un rayo de sol para ver en la oscuridad, a un poco de esperanza que retener y alimentar. Pero algunos días no podía ni soñar despierta, y éstos eran los peores.

Todos los días se les asignaba alguna tarea. Chris solía trabajar en el salón de belleza de la escuela, donde lavaba el cabello y peinaba a las chicas, intentando ayudarlas a fingir que se arreglaban para otros ojos que no fuesen los de sus compañeras de siempre. El «salón» en sí era una triste imitación de los verdaderos, con sus desvencijadas sillas de aspecto anticuado, su instalación de segunda mano y sus espejos rajados.

Una tarde, Chris estaba peinando a una compañera pálida y delgada que afortunadamente no le daba mucha conversación. Así, Chris podía ejecutar todas las manipulaciones del oficio, que realizaba automáticamente, y al mismo tiempo entregarse a sus ensoñaciones particulares.

Entonces apareció Jax. Sólo con ver a aquella negra corpulenta y vigorosa que la había maltratado tan cruelmente, le bastó a Chris para que le flaqueasen las piernas y le temblase todo el cuerpo, pese a sus esfuerzos por dominarse. Procuró evitar la mirada de Jax. Ésta, notando el malestar de Chris, empezó a trabajar alegremente, moviéndose con gestos lentos y hábiles y sin mirar a Chris, pero procurando amargarle la tarde a fondo. Cada vez que podía tropezaba con Chris y procuraba empujarla. Ella temía tanto su proximidad que durante un buen rato se quedó inmóvil, sin saber qué hacer, mientras luchaba obstinadamente por contener las lágrimas que acudían a sus grandes ojos de color avellana, que ahora parecían sumergidos siempre en una niebla de perpetua tristeza.

Lo más penoso para Chris era el hecho de no tener a nadie con quien hablar…, nadie capaz de comprenderla realmente. No podía franquearse con nadie del personal, ni siquiera con Bárbara Clark, por temor a las consecuencias. Josie y Ria quizá sabrían comprenderla, pero ¿y si no era así? ¿Qué pasaría si se echaran a reír y tomasen lo ocurrido como una broma un poco pesada? Chris consideró varias veces la posibilidad de hablarles, pero acabó por abandonar la idea, principalmente por no saber cómo reaccionarían ellas. ¿Y suponiendo que no lo tomasen como una broma? ¿Y si se volvían contra ella con desprecio? Hasta era posible que se burlasen de su debilidad. De hecho, era consciente de pasar por una situación difícil, una prueba en que tenía que desenvolverse sola. Le bastaba saber que estaban allí, dispuestas a continuar su amistad cuando ella hubiera serenado sus ideas; con eso se sentía un poco reconfortada. De franquearse con alguien, habría elegido a Janet, su compañera de habitación. Pero Janet estaba embarazada y a menudo solía encontrarse indispuesta; teniendo en cuenta que había intentado suicidarse y todo, a Chris le pareció que no sería buena idea contarle sus problemas. Y además, pensándolo bien, Janet y ella no hablaban mucho en realidad. Se comprendían y se respetaban mutuamente el deseo de no ser molestadas; habían llegado al punto en que con un significativo intercambio de miradas podían decirse más cosas que en una hora de conversación. Pero de otro lado, Janet ya tenía demasiadas preocupaciones y no era cuestión de abrumarla con las suyas, puesto que no podría aportarle ninguna solución.

De todos los miembros del personal, Bárbara Clark fue la única que tuvo algún miramiento para con Chris. El cambio de su comportamiento era demasiado evidente como para pasar inadvertido, y correspondía al personal observar y analizar tales casos. Bárbara estaba segura de que Chris tenía alguna preocupación muy honda, pero había aprendido en duras y amargas experiencias que una iniciativa precipitada podía dar lugar a consecuencias desastrosas. Decidió actuar con cautela, convencida de que, si había en la escuela alguna chica susceptible de ser salvada, no era otra sino Christine Parker.

Al cabo de varios días, las sospechas de Bárbara se convirtieron en una seria preocupación. Se fijó en cómo reaccionaba Chris cuando estaban presentes Moco y Crash, o Denny y Jax. Estaba claro que les tenía miedo y le incomodaba mucho la presencia de aquéllas. Trató de interpretar su observación. El lesbianismo de Moco era una continua fuente de problemas para el personal, y la devoción canina que le tributaba Crash venía a complicar la cuestión. Otra situación difícil era la que planteaba Denny, siempre al borde de la psicosis, aunque ésta no había demostrado ninguna hostilidad contra Chris. Tal vez, por ser Denny y Jax tan amigas, el mal carácter de la segunda destacaba más en comparación con la pasividad de la primera. Pero faltaba una pieza en el rompecabezas; con las chicas novatas solían producirse situaciones parecidas, pero allí había algo oscuro. En muchos casos, la adaptación a la vida del Reformatorio se realizaba con un mínimo de problemas. Bárbara esperaba que lo de Chris no fuese más que un período de adaptación, aunque excepcionalmente difícil. Mientras no se hubiera ganado la confianza de Chris hasta el punto de recibir sus confidencias, no cabía hacer otra cosa sino dar tiempo al tiempo.

Pasaron más días y la actitud de Chris no mejoró. Extrañada por la falta de progresos, Bárbara se preguntó si no sería mejor sonsacar a Chris en presencia de las demás, de una manera sutil, en vez de esperar una oportunidad de hablar con ella en privado.

Aquella mañana, el ambiente de la clase era muy tirante porque las muchachas temían una larga sesión de duro y aburrido trabajo escolar. En aquel oficio, Bárbara había aprendido muy pronto que tras un inesperado cambio de táctica, pasando por ejemplo del trabajo serio a una charla cordial, el alivio de las chicas era tan grande que las hacía bajar la guardia sin que se dieran cuenta. Cuando esto ocurría, se lograba con frecuencia un desahogo emocional que no habría sido posible obtener por otro procedimiento.

Bárbara no dejó entrever cuáles eran sus planes para aquella mañana. Montó guardia junto a la puerta con su transmisor-receptor, haciendo el recuento de sus alumnas; luego, como de costumbre, dio el parte y cerró con gesto eficiente. Como solía, se apoyó en su pupitre y aguardó con paciencia a que las chicas se acomodaran en sus sillas, disponiéndose de mala gana a soportar lo peor. Y, también como de costumbre, Moco y Crash ocuparon juntas la banqueta del piano, la segunda siempre atenta a lo que hiciese la primera. Siguiendo con los ojos las acciones de la rubia de mandíbula cuadrada, Crash se colocó frente a Bárbara, inclinada hacia delante, con los codos sobre las rodillas y la cabeza apoyada en las palmas de las manos.

Chris eligió un sitio alejado, cerca de la puerta. Su rostro carecía de expresión y tenía los ojos hinchados por los muchos llantos a solas y noches insomnes. Después de escuchar el habitual concierto de carraspeos, toses y arrastrar de sillas, Bárbara paseó la mirada sobre sus alumnas y luego se apartó del pupitre. Se acercó a la ventana, miró afuera unos instantes, y luego regresó junto al pupitre reasumiendo su anterior postura.

Inclinándose levemente hacia delante y observando bien a sus oyentes, empezó:

—¡Eh, chicas! Hace un día espléndido. ¿Por qué no lo dedicamos a charlar? Ya recuperaremos el trabajo durante la clase de mañana. ¿Qué os parece? Vamos, acercaos todas.

La reacción fue exactamente la que ella esperaba. Hubo un inmediato suspiro colectivo de alivio, acompañado de murmullos y comentarios expectantes.

—¡Ay, mamá! ¡Eres estupenda! —exclamó Denny, palmoteando.

Bea mostró todos los dientes en una ancha sonrisa y adelantó su silla. Crash pareció salir de su letargia habitual y, después de lanzar una rápida ojeada a Moco por si tenía algo que objetar, exclamó llena de euforia:

—¡Ay, sí! ¡Magnífico!

Janet, cuyo vientre ya empezaba a dar muestras de los progresos de su embarazo, se arrellanó en el asiento y empezó a hacer punto. Su presencia sirvió de tema para una discusión sobre el embarazo, la maternidad y las responsabilidades consiguientes. Durante un rato, la cosa pareció ir por caminos positivos, hasta que Moco se removió en su asiento, hizo una mueca y resopló:

—¡Bah! ¡A quién le importan los críos! Hay que darles de comer, cambiarles los pañales y toda esa basura. ¿Cómo puede una divertirse teniendo que cargar todo el día con uno de esos mocosos que no paran de llorar y todo lo enredan?

Janet interrumpió súbitamente su labor, aunque sin alzar la mirada. Bárbara se sintió abrumada por una sensación de inutilidad. Moco era una verdadera potencia negativa y destructora; resultaba muy nociva para las demás.

—Nadie te obliga a tener hijos —observó con énfasis—. Lo que digo es que si los tienes, o vas a tenerlos, debes darles una oportunidad. Debes asegurarte de que no cometen los mismos errores en que caísteis vosotras, o cayeron vuestros padres. Necesitan sentir que se les ama y se les necesita…

—¡Una mierda! —intervino Josie, con desprecio—. Eso no es lo que hacía mi vieja. Siempre decía que yo no servía para nada, más que para…

—Nadie te obligaba a creerlo —la interrumpió Bárbara apretando los puños—. No debes creer a quien te diga que no sirves para nada.

—¿Aunque sea tu propia madre? —terció Ria con sarcasmo.

—No debes creer eso jamás —insistió Bárbara como si quisiera sacudirlas, meterles a la fuerza un poco de sentido común en las cabezas—. Fijaos bien y veréis que la mayoría de vosotras estáis aquí por cosas que ni siquiera son delitos: hacer novillos, escaparse de casa…

—Que nos dejen salir, entonces —la desafió Ria, poniéndose en pie de un salto.

—¡Qué más quisiera yo! —exclamó Bárbara con una expresión de rabia y angustia en su rostro—. Pero ¿a dónde? ¿Para qué? Decidme una meta. Fijaos vosotras mismas una meta.

Se volvió para mirar a Chris, que durante toda la discusión había permanecido rígida y distante, como si viviera en otro mundo.

—Chris dice que quiere ser azafata —declaró Bárbara con los ojos brillantes, buscando provocar una respuesta—. Eso es una meta, por ejemplo.

—¡Eh, mamá! A mí me gustaría ser domadora de leones —dijo Josie poniéndose en pie y haciendo restallar un imaginario látigo con un amplio gesto de su brazo derecho.

Su desplante fue recibido con una discreta carcajada.

Moco se reclinó de espaldas contra el piano y dijo, mirando a través de la ventana:

—A mí me gustaría montar a caballo y galopar lejos…, muy lejos…

—Hasta llegar a Tahití, con sus bellas nativas —propuso Bea irónicamente.

Ni siquiera el temor a las iras de Moco pudo evitar una explosión general de hilaridad. Las cosas no estaban saliendo exactamente como Bárbara había planeado, pero al menos había logrado hacerlas reaccionar. El estímulo al menos había puesto en marcha su imaginación.

Chris, que se hallaba justo al borde del campo visual de Bárbara, hacia la derecha según se miraba a la clase, se incorporó entonces como hipnotizada, con una expresión ausente en sus ojos velados. Nadie pareció darse cuenta.

—Muy bien —estaba diciendo Bárbara—. ¿Qué más? ¿A quién le gustaría ser maestra?

Estaba tan ocupada procurando animar el diálogo que no reparó en el ruido de la silla de Chris cuando ésta se puso en pie. Como una sonámbula, Chris se encaminó despacio hacia la puerta.

La clase inició un abucheo en respuesta a la sugerencia de Bárbara.

—¡A quién puede interesarle una cosa tan aburrida! —jadeó Bea. Al mirar a su alrededor en busca de muestras de aprobación, observó que Chris se acercaba a la puerta, por lo que se levantó apuntándola con el dedo y alzando la voz para dominar el clamor general—: ¡Oye, tú! —gritó—. ¿A dónde va ésa?

Bárbara se volvió con una súbita mueca de alarma y aprensión en el rostro.

—¿Qué estás haciendo, Chris? —preguntó.

En vez de responder, Chris vaciló un segundo en el umbral, temblando. Luego, como si hubiese tirado de ella una cuerda invisible, abrió la puerta y salió.

—¡Chris! —gritó Bárbara—. ¡Por el amor de Dios! ¿A dónde vas?

Lo mismo pudo dirigirse a un robot. Pues, sin dar muestras de haber oído ni una sola palabra. Chris apretó el paso y siguió andando, con decisión ahora, cada vez más lejos del edificio. Automáticamente, Bárbara se llevó la derecha al transmisor-receptor y salió corriendo detrás de Chris. Sorprendidas por este imprevisto desarrollo de los acontecimientos, las demás chicas se pusieron en pie, derribando sillas con las prisas, y salieron en seguimiento de Bárbara formando un grupo excitado, adivinando el oculto dramatismo que siempre acompaña a un incidente súbito.

—Pero ¿qué hace? —exclamó Josie sin que nadie le hiciera caso.

Chris aceleró su paso cuando vio que Bárbara salía tras ella. Su corazón latía con fuerza y sentía el pulso en las sienes, mientras fijaba la mirada en la lejana valla de la escuela.

—¡Chris! —la llamó Bárbara, echándose a correr hasta alcanzarla. La tomó del brazo, pero Chris se soltó de un tirón y se revolvió como una fiera.

—¡No quiero quedarme aquí! —gritó. Y sus ojos estaban llenos de lágrimas. Abrió la boca como si fuese a añadir algo más, pero no pudo pronunciar palabra. Tragando saliva, se volvió y reanudó su marcha hacia la valla, más de prisa y más decidida que antes. Bárbara trató de retenerla nuevamente.

—¡Éste no es el modo de salir de aquí, Chris! —gritó—. ¡Chris! Sólo conseguirás empeorar las cosas. Háblame, por favor. Quizás yo pueda…

La voz se le quebró de sorpresa al ver que Chris echaba a correr. Rehaciéndose, gritó:

—¡Por favor! ¡Te estás haciendo daño a ti misma!

Y se lanzó a perseguirla. Pero Chris corría más, con los cabellos al viento y llorando tanto que las lágrimas le nublaban la vista haciéndola tropezar mientras se aproximaba a la valla.

Las demás chicas, reunidas alrededor de la puerta o corriendo detrás de Bárbara, rompieron de súbito en gritos y aclamaciones de ánimo. Era como si se hubieran convertido en «hinchas» de un equipo en un partido de rugby, animando a su jugador favorito mientras éste corría hacia la línea de meta para marcar unos puntos.

—¡Corre, Chris! ¡Corre! —chilló Josie, con la voz embargada de emoción.

—¡Corre! —gritaba Ria—. ¡Corre!

El grueso y normalmente inexpresivo rostro de Crash estaba enrojecido de nerviosismo y admiración.

—¡Mira tú…! —jadeó.

Abandonando toda esperanza de recurrir a razonamientos, Bárbara corrió tan de prisa como pudo, gritando y moviendo frenéticamente los brazos. Pero Chris le llevaba demasiada ventaja.

Chris recorrió a grandes zancadas el pedregal polvoriento, tierra de nadie junto a la valla de la escuela, notando que le faltaba el aliento. El aire seco y el polvo ardiente le quemaban la garganta, haciéndola toser y ahogarse mientras corría de frente hacia la valla. Las lágrimas seguían nublándole los ojos, pero en su mente había un solo pensamiento: la valla…, he de alcanzarla…, tengo que salir de aquí…

Como caído del cielo por acción de alguna gigantesca máquina invisible, apareció un automóvil procedente del edificio administrativo.

—¡Chris! —gritó Bárbara llorando a su vez—. ¡No lo hagas! ¡No lo hagas!

Las chicas que habían corrido en seguimiento de Bárbara estaban embriagadas por la excitación de la caza. La primera de todas era Moco, que sonreía salvajemente. Josie corría como una gran liebre; luego, deteniéndose y haciendo bocina con las manos, gritó:

—¡Por abajo! ¡No intentes saltar la valla!

—¡Hay un agujero en la valla al lado del campo de fútbol! —gritó Ria, señalando frenéticamente con el dedo—. ¡Allí, allí! ¡Corre!

Pero ya el coche había llegado a la altura de Bárbara y reducía ligeramente la marcha. Bárbara reconoció a la conductora, que era Elaine Ferraro, monitor deportivo de la escuela. Bárbara señaló la valla; Elaine asintió y el coche ganó velocidad, levantando una nube de polvo.

Totalmente ajena a lo que ocurría a sus espaldas, y pensando únicamente en alcanzar la valla, Chris corría llorando y jadeando, mientras las lágrimas abrían surcos en el polvo que le cubría la cara. Su objetivo ya estaba cerca, a pocos metros, casi a su alcance. Le dolían todos los músculos del cuerpo, pero no dejó de correr, sin observar a un hombre en traje azul de faena que se aproximaba corriendo por la izquierda, a lo largo de la valla. Tan ajena estaba a todo lo que no fuese su propósito, que tampoco oyó acercarse el automóvil por la derecha, y que en aquellos momentos frenaba levantando otra nube de polvo pardo. Elaine se apeó a toda prisa y corrió hacia Chris, quien había llegado ya a la valla; con una fuerza que le nacía de su propia desesperación, la niña se aferró a la gruesa tela metálica y empezó a escalarla, sacudida por los sollozos al mismo tiempo. El hombre del mono azul llegó a tiempo de sujetarla por el pie izquierdo, pero ella se soltó de un tirón, con un grito de angustia casi animal, y siguió trepando. El hombre profirió una maldición y se puso a trepar a su vez. Elaine Ferraro había llegado también hasta la valla y se puso a saltar con los brazos levantados, tratando de cogerle un pie a Chris, pero no acertó.

—¡Christine! —gritó severamente.

—¡Vamos! ¡Baja en seguida! —gritaba el hombre rodeándole la cintura con un brazo, pero ella se retorció y escapó sin dejar de trepar. Oyó los gritos de las chicas animándola, instándola a salvar el obstáculo. Ya estaba casi arriba. Impulsivamente, alargó ambas manos y agarró el alambre de espinos, que le desgarró cruelmente las palmas de las manos. Sintió un fuerte dolor y notó que le corría la sangre por los antebrazos, mas no soltó presa, sollozando de un modo convulsivo, mientras las puntas del alambre se clavaban aún más en sus tiernas carnes.

Despreciando el dolor, levantó una pierna para saltar al otro lado. En ese instante, el hombre le sujetó el otro tobillo con una llave de lucha. Chris intentó sacudírselo pero, debilitada por la carrera y por el dolor, no pudo con él. Una mano del hombre cayó sobre su hombro.

—Basta —le dijo suavemente—. Hay que volver.