Cuando la furgoneta se desvió de la carretera y emprendió un camino secundario, deteniéndose finalmente frente a una gran verja, Chris se volvió para mirar a través de la tela metálica que la separaba del conductor. Pudo ver la gran puerta de acero que se abría sobre ruedas accionadas por un dispositivo de mando a distancia. Aquí debe ser, pensó. ¡Dios mío! Y ahora, ¿qué? Pero al menos no parecía otra cárcel, por lo que elevó una silenciosa plegaria de gratitud a su ángel guardián, quienquiera que fuese, por aquel pequeñísimo favor. Una vez expedito el paso, la furgoneta entró avanzando poco a poco, y se pudo escuchar cómo la puerta rodaba otra vez para cerrarse, con un «clic» final. Luego siguieron por el camino de acceso hasta un edificio bajo, limpio y de aspecto moderno que, como pronto iba a saber, albergaba las oficinas de la Escuela-Reformatorio femenino.
Al llegar frente a la entrada, el oficial frenó bruscamente, cerró el contacto y se apeó. Una vez más, Chris notó aquella sensación de algo pesado y frío que le oprimía el pecho, y clavó los dedos en la tela metálica buscando algún apoyo, algo a que sujetarse, mientras miraba hacia fuera preguntándose qué iba a ser de ella ahora.
El oficial abrió la puerta trasera y dijo:
—Hemos llegado. Vamos.
Pero Chris no se movió. Se quedó allí, aferrada a la tela metálica, rehusando soltarse, como si la furgoneta fuese el único lugar capaz de proporcionarle algún refugio.
—Vamos, sal de ahí —dijo el oficial con impaciencia—. No tenemos todo el día.
En vez de mirarle, ella se sujetó con más fuerza y se puso a temblar. Él la miró al rostro y luego a las manos. Inclinándose y actuando con suavidad, la obligó a soltar la tela metálica.
—Anda, Chris. No puedes quedarte aquí todo el día —dijo.
Al notar aquel contacto, ella regresó a la realidad. Lentamente recogió su maleta, salió del vehículo y siguió a su guía hasta entrar en el vestíbulo del edificio administrativo.
—Ahora veremos a la señorita Porter —la informó el oficial—. Ella te explicará todo lo que debes saber. Voy a conducirte a su oficina.
Cynthia Porter era una mujer de unos treinta y cinco años, de porte acicalado y rostro serio. Tenía los cabellos oscuros, la sonrisa postiza y los ademanes resueltos. Sentada detrás de su escritorio, indicó a Chris una silla frente al mismo. Nerviosa, Chris tomó asiento al borde de la silla, muy erguida, mientras Cynthia Porter empezaba a hablar con la voz regular y bien timbrada de quien se ha aprendido un discurso de memoria y no hace sino repetirlo una y otra vez.
—Bienvenida a la Escuela, Chris —dijo, luciendo su sonrisa postiza—. Deseo explicarte un poco cuáles son las reglas que rigen aquí, cómo funciona este lugar y, hasta cierto punto, qué puedes esperar de nosotras. Bien, aquí yo vengo a ser como una especie de mediadora. En mi calidad de directora adjunta, soy tu enlace con el Tribunal y con tus padres. A mí me corresponde contarle a la gente cómo se porta Chris. Y siempre me gusta darle a la gente buenas noticias.
Volvió a sonreír. Chris quiso contestar algo, pero le temblaban los labios y no consiguió articular palabra.
—¿Fumas? —preguntó su interlocutora—. Puedes hacerlo, si quieres.
Por toda respuesta, Chris hizo un gesto negativo con la cabeza. Entonces Cynthia se inclinó hacia delante y asumió una expresión solemne:
—Ahora, Chris, quiero que sepas que esto no es una cárcel. Tenemos una verja, pero sirve principalmente para que no entren intrusos. Tenemos puertas cerradas con llave, pero a medida que vayas progresando habrá menos puertas cerradas para ti. Deseamos poder confiar en ti, Christine, ¿comprendes?
Ella no respondió, aunque escuchaba atentamente. Cynthia prosiguió:
—Todo lo que debas hacer se te explicará con claridad, y se te indicará el camino a seguir, dividido en varios grados. Ante todo debes merecer tu pleno lugar en la comunidad. A continuación pasarás al primer grado, luego al segundo, y así sucesivamente. Cuando alcances el grado cuarto ya estarás preparada para salir, serás licenciada.
Hizo una pausa para subrayar el significado de sus palabras, exteriorizó otra sonrisa postiza y luego la borró de sus facciones para proseguir:
—Voy a explicarte lo que entendemos aquí por licenciarse, Chris. Significa ser una persona capaz de desenvolverse en la vida, no meterse en dificultades y adaptarse a la sociedad. Ahora, espero que expongas tus preguntas.
—¿Qué he de hacer para merecer mi lugar en la comunidad? —inquirió Chris sin rodeos.
Cynthia asumió su mejor expresión de cordialidad.
—Bien, ante todo se trata de llevarse bien con las compañeras y con el cuadro de profesoras —dijo—. No provocar peleas, no crear dificultades, y no mezclarse en acciones homosexuales, así como poner esa clase de acciones en conocimiento de la celadora de tu dormitorio. Eso es para tu propia protección.
A esto se puso en pie, rodeó el escritorio y mostró a Chris una carpeta con su nombre escrito sobre la cubierta en gruesas letras negras:
—Entonces serás una muchacha de primer grado. Si eres aplicada en tus estudios, así como en las labores de hogar, pasarás al segundo grado. Si todo va bien, podrás cumplir los cuatro grados en pocos meses.
Chris alzó la mirada:
—¿Y entonces?
—Entonces, o bien regresarás a tu casa, o ingresarás en un hogar de adopción o una casa de familia.
—Podría ir a casa de mi hermano —sugirió Chris—. Podría ir ahora mismo, si le avisa usted. No creo que necesite permanecer aquí.
Cynthia abrió la carpeta y revolvió un manojo de papeles. Luego suspiró:
—Temo que no sea posible. Toda tu familia ha sido consultada, y se decidió que éste sería el lugar más adecuado para ti, por ahora.
—Pero ¿y mi hermano…? ¿Han hablado con él?
Cynthia consultó sus papeles una vez más:
—Sí —respondió.
Chris abrió mucho los ojos:
—No lo creo…, no puedo creerlo —dijo.
—Pues, así es —replicó Cynthia sin la menor vacilación—. ¡En efecto! Aquí lo dice. Lo tengo todo por escrito.
Chris se sintió como si acabase de recibir un garrotazo en el estómago. «No saben de qué están hablando —pensó—. ¡Qué importaban todos aquellos papeles! ¿Cómo podían saber lo que Tom y ella habían sido el uno para el otro?». No podía creerlo; era imposible, no podía ser, y eso era todo.
Notando lo delicado de la situación, Cynthia pasó a la etapa siguiente de su programa rutinario.
—Ahora deseo presentarte a nuestro director general, el señor Thorpe, antes de enseñarte tu dormitorio. ¿Te parece bien?
La hizo salir a un corredor relativamente alegre y bien iluminado. Mientras lo recorrían, Chris vio a una mujer rubia y delgada de unos treinta años, deportivamente vestida, que se acercaba en sentido contrario. Cynthia sonrió.
—Hola, Bárbara —la saludó al pasar. La mujer devolvió el saludo y se fijó en Chris, dirigiéndole una inclinación de cabeza y una sonrisa que, inopinadamente, despertó en el corazón de la muchacha un calor que no había vuelto a sentir desde la época en que su hermano dejó la casa de sus padres para contraer matrimonio. Fue algo muy breve y completamente espontáneo, pero de algún modo Chris supo que era auténtico, y confió en volver a ver a aquella simpática mujer.
Cuando llegó con Cynthia ante la puerta del despacho del director Thorpe, éste se hallaba enfrascado en una conversación telefónica.
—Un momento —habló por el auricular; luego, alzando la mirada hacia Cynthia, sonrió con indiferencia y dijo—: Hola.
Cynthia hizo entrar a Chris.
—Señor Thorpe —anunció—, le presento a Parker, Christine Parker.
Como si alguien hubiese accionado un interruptor, Thorpe exhibió inmediatamente una sonrisa de anuncio de pasta dentífrica en honor de Chris, quien correspondió con una inclinación de cabeza muy formal.
—Hola, Chris —dijo—. Supongo que Cynthia te habrá puesto al corriente ya. Si tienes alguna pregunta, no temas formularla. ¿Todo va bien? ¿De acuerdo? —Chris asintió—. Entonces, ya sabes que tanto Cynthia como yo estamos siempre a tu disposición, ¿vale? Hasta la vista.
Luego, dirigiéndose de nuevo al teléfono, continuó:
—¿Hola? Disculpe —y reanudó la conversación interrumpida.
Siguiendo a Cynthia, Chris salió de nuevo al pasillo. Estaban a medio camino de regreso a la oficina de aquélla cuando les salió al paso otra mujer.
—¡Ah, Emma! —dijo Cynthia—. Acérquese, por favor.
La mujer se reunió con ellas, miró a Chris y dijo:
—¡Ah, es ella! Ya me dijeron que había una nueva.
Chris no supo si le gustaba esa persona o no. Era una mujer de mediana estatura y de rostro agrio, que llevaba su cabello negro en un moño muy apretado. Tenía los ojos brillantes y las facciones muy acusadas; se veía que en otro tiempo había sido hermosa, pero ahora su rostro reflejaba toda una vida de preocupaciones y tensiones. Chris se fijó en ella detenidamente. Sin duda, no presentaba un aire amenazador; parecía más bien indiferente. Su mirada no se cruzó con la de Chris, quien adivinó instintivamente que, buena o mala, aquella mujer no era una persona con quien se pudiera establecer una relación de confianza.
Cynthia entregó a la mujer un papel de los que llevaba en la carpeta, y luego se volvió hacia Chris diciendo:
—Chris, te presento a la señorita Lasko, que es la celadora de tu dormitorio. Te dejo con ella. Nos veremos pronto. Hasta luego.
El corazón de Chris, no es que diera un vuelco, pero tampoco se puso a saltar de alegría. Siguió brevemente con la mirada a Cynthia mientras ésta se alejaba, y luego se volvió hacia Lasko, que estaba fijando el papel recibido en una tablilla que llevaba. Luego se puso a caminar en sentido contrario.
—Vamos —dijo sin volverse—. Es por aquí.
Chris la siguió, pero luego se detuvo de súbito, diciendo:
—¿Y mi maleta…?
—Ya la hemos dado de alta —dijo Lasko sin volverse siquiera para mirarla—. Ahora vamos a darte de alta a ti, antes de pasar al dormitorio.
Chris sintió contrariedad y aprensión, mas obedeció. ¿Qué significaban aquellas palabras?, se preguntó. Mientras seguía los rápidos pasos de Lasko por el corredor, salieron a su encuentro dos chicas.
—Hola —dijo una de ellas, con una sonrisa. Chris quiso responder, pero le falló la voz. La otra chica dijo a sus espaldas:
—Oye, Lasko, ¿vas a ponerla en tu dormitorio?
Sin volverse, Lasko respondió:
—Sí. —Y continuó la marcha.
—Queremos que esté con nosotras —dijo la chica con cierto énfasis. Lasko no les hizo caso y condujo a Chris hacia unas duchas, cerrando la puerta cuando hubieron entrado.
—Muy bien —empezó en tono profesional—. Quítate la ropa, que vas a ducharte.
Chris vaciló, experimentando una súbita timidez. Comprendiendo que no tenía otra solución, empezó a desabrocharse lentamente la camisa, se la quitó y entregó la prenda a Lasko. La celadora la inspeccionó con el aire profesional característico de un agente de Aduanas.
—Vamos, vamos. Adelante —urgió Lasko. Chris procuró darse más prisa. Primero se quitó los zapatos; luego abrió la cremallera de los tejanos y se los quitó. Lasko se puso a registrar con la misma indiferencia empleada con la camisa.
—Bien —dijo—. No te quedes ahí parada. He dicho que te desnudes del todo.
Chris se sonrojó; no obstante metió los pulgares en los costados de las bragas, se las quitó y las entregó a la celadora, quien las examinó igualmente y luego las arrojó al montón de la ropa de Chris, sobre la taza de un lavabo. Desde fuera se oyó la voz estridente de una de las chicas:
—¿Qué, señorita Lasko? ¿Está buena?
A lo que siguieron grandes risotadas de otras chicas que sin duda acompañaban a la que había hablado.
—A ver si cerráis el pico —exclamó Lasko en voz fatigada, tomando su tablilla y marcando un signo en un formulario. Aunque no hacía frío, Chris temblaba incontroladamente de nerviosismo y vergüenza.
—Perfecto —dijo Lasko—. ¿Cuándo tuviste tu último período?
Chris reflexionó durante un minuto.
—… Hará unas dos semanas —dijo finalmente.
—¿Hace dos semanas que terminó? —preguntó Lasko.
—Sí —murmuró Chris. Lasko anotó ese dato en su tablilla, y continuó:
—¿Te han hecho algún análisis por enfermedad venérea?
—No, nunca —dijo débilmente Chris.
—Bien, pues te lo harán mañana.
Luego, dejando a un lado la tablilla, se acercó a Chris. Ésta se encogió y se puso perceptiblemente rígida mientras la celadora empezaba a inspeccionar sus cabellos, separándolos con los dedos y tocándole el cuero cabelludo centímetro a centímetro, hasta que finalmente pareció darse por satisfecha. A estas alturas Chris ya temblaba de modo visible, con los brazos cruzados sobre los pechos, cogiéndose los hombros con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos. Lasko dio un paso atrás y frunció el ceño.
—¿Por qué pones los brazos tan pegados a los costados? —preguntó con desconfianza—. ¿Qué escondes ahí?
Alargó rápidamente la mano para coger el brazo de Chris.
—¡No! ¡No! —se resistió ella.
—¡Levanta los brazos! —ordenó Lasko.
Temblando cada vez más, Chris obedeció. La celadora inspeccionó ambas axilas hasta convencerse de que no ocultaba nada.
—Bien —dijo—. Ahora date la vuelta.
Chris se mordió el labio. Era lo único que podía hacer para no romper en lágrimas. Nunca en toda su vida se había sentido tan avergonzada; tan ultrajada, y sin embargo no podía hacer otra cosa sino permanecer allí, aguantando aquella inspección indigna, despersonalizadora y humillante.
—Muy bien, muy bien —iba diciendo Lasko, siempre en el mismo tono de indiferente aburrimiento. Chris se sintió sacudida por un relámpago de odio, y un escalofrío recorrió su columna vertebral mientras tensaba los músculos del rostro y cerraba los ojos. Tembló y de sus labios se escapó un gemido cuando Lasko registró hábilmente las partes íntimas de su cuerpo que ninguna otra persona había violado jamás. De súbito, los dedos indiscretos la dejaron en paz y Chris lanzó un torturado suspiro de alivio. Lasko se encogió de hombros, fríamente.
—Muchas chicas esconden drogas ahí, si se les presenta la ocasión, ¿sabes? Es muy corriente. Dúchate ahora.
Sin poder dominar su temblor, Chris entró en la ducha. Lasko le alargó seguidamente una botella de plástico.
—Toma, usa esto para el cabello —dijo—. Ahora mismo te traigo una toalla.
La celadora se alejó y Chris, agarrando la botella convulsivamente, empezó a sollozar en silencio. Unas lágrimas abrasadoras rodaron por sus mejillas y gotearon sobre sus pechos.
—Vamos, muévete —la urgió Lasko desde lejos—. No tenemos toda la noche.
Insegura, Chris empezó a manipular los grifos de la ducha dando paso al agua poco a poco, graduándola con cuidado para asegurarse de que ningún extremo de temperatura violase su cuerpo más de lo que lo había sido ya. Al apretar la botella de plástico notó un olor penetrante y desagradable. Era el desinfectante contenido en el jabón líquido. Esto la hizo sentirse aún más miserable. ¡Dios mío, ayúdame!, pensó. ¡Que alguien me ayude!
¿Qué dirían sus padres si pudiesen verla ahora? ¿Qué le parecería a papá? Sólo el pensarlo la hizo temblar aún más… ¿Y su madre? ¿Qué haría su madre? Seguramente se echaría a llorar y se tomaría otro trago. Y Tom. Si Tom se enterase no lo permitiría. Él procuraría sacarla de allí. Era necesario conseguir que se enterase. Tendría que telefonearle o hacerle llegar una carta de algún modo. ¡Si pudiese comunicarse con su hermano! Era su única esperanza, la única persona en el mundo que realmente se preocupaba por ella. Bastaría poder hablarle, y él la sacaría. Entonces la pesadilla habría cesado. Salir de allí y encaminarse a su casa sólo era cuestión de un poco de tiempo. ¡Estaba segura! Aquella esperanza era su único consuelo.