Había mucho movimiento en los pasillos del Tribunal de Menores. Se veía a padres iracundos, padres que lloraban, padres nerviosos, abogados aburridos, criaturas asustadas, tutores fatigados y, por encima de todo ello, un olor a cerrado, rancio y mohoso.
Un niño muy pálido y con los ojos muy abiertos le decía a su padre:
—No te preocupes, papá, no te preocupes.
El abogado que les acompañaba intervino:
—Se trata de dos demandas distintas. Dos demandas por hurtos en comercios —les recordó.
El padre, con los rasgos contraídos por la ira, se volvió hacia su hijo.
—Ahora escucha, y óyeme bien —dijo, agitando su índice frente al rostro del muchacho—. No quiero volver a pisar este lugar, ¿entiendes?
El chico le miró de frente y dijo en voz muy baja:
—Ni yo tampoco, papá. Ni yo tampoco.
—Bien, pues más vale que ésta sea la última vez —advirtió el padre.
Chris apartó su atención de ellos para fijarse en su compañera de banquillo. Ambas habían compartido la misma celda, la noche anterior. La muchacha ignoró a Chris para dirigirse a un chico que se sentaba a su izquierda, y le sonrió diciendo:
—¡Aaaay! Ese juez se va a morir cuando me vea otra vez aquí. ¡Seguro que se muere!
La puerta del Tribunal se abrió y salió una familia, con abundantes sollozos, y a continuación una mujer en uniforme de tutora, que llevaba una tablilla con papeles. La mujer se detuvo junto a la puerta, consultó su tablilla y luego llamó en voz alta:
—¡Christine Parker! ¡Christine Parker!
Chris se puso en pie, nerviosa, y miró a la funcionaría.
—Yo soy Christine Parker —dijo con voz tímida—. ¿Mis padres no han…?
—No, no han venido —la interrumpió la tutora—. Sígueme.
Temblorosa, aprensiva y casi enloquecida de miedo, Chris siguió la espalda uniformada al interior de una sala vacía. Allí estaba el juez, un hombre de cabello gris y toga negra que miraba sombríamente a Chris desde su estrado, al que ella se acercó, nerviosa. Nunca había estado en un tribunal, aunque había visto muchos en las películas de cine y en la televisión. Siempre creyó que la sala estaría llena de espectadores, pero en aquélla no había nadie salvo el juez, la tutora, un ujier y un escribano. De pie junto al banquillo, se sintió intimidada por la altura del estrado, y le costó levantar la mirada hasta el juez; le molestaba tener que echar la cabeza atrás para mirarle a la cara.
—Christine —dijo el juez, mirando una carpeta que tenía en las manos—, la otra vez que te escapaste de casa se te abrió expediente. Aquí dice que estabas en libertad vigilada bajo la custodia de tus padres. Y ahora has vuelto a escaparte.
Bajó la mirada hacia ella, como si aquello constituyera una ofensa personal.
Chris vaciló un momento, y luego inquirió hablando con voz educada:
—Preferiría vivir en casa de mi hermano. ¿No puedo vivir con mi hermano?
El juez consultó el expediente y meneó la cabeza.
—Tus padres han firmado una declaración —continuó— diciendo que no desean responsabilizarse de tu custodia, y renunciando a su patria potestad. Por tanto, ahora estás bajo la protección de este Tribunal. —Chris apenas daba crédito a sus oídos. El juez seguía hablando como un disco viejo—: Actualmente no disponemos de hogares de adopción apropiados. Por consiguiente, y sintiéndolo mucho, no veo más solución que confiarte a la tutela de la Escuela-Reformatorio del Estado, hasta nueva disposición de este Tribunal.
Chris no podía creerlo… ¡no podía creerlo! Sus padres no iban a hacerle tal cosa. ¡Era imposible! Sin duda había algún error. Aquello no era verdad. El juez estaba mintiendo; estaba diciéndole todas esas cosas para asustarla. Quiso atraer su atención, pero él estaba completamente sumergido en sus papeles. Era como si ella hubiese dejado de existir. La tutora se le acercó y, con un movimiento de cabeza, le indicó la salida. Chris comprendió que no le quedaba más que obedecer.
El regreso a la residencia correccional no duró más de quince o veinte minutos. Chris había perdido la noción del tiempo. Un sinfín de pensamientos atormentaban su mente. ¿Cómo sería la Escuela? ¿Dónde estaba? ¿Sería como el correccional, o se trataría de otra cárcel? ¿Y lo de papá y mamá? ¿Cómo pudieron firmar aquellos papeles? ¿Cómo pudieron? No podía ser verdad. ¿Y lo de Tom? Ella le había dicho al juez que quería vivir en casa de su hermano. Ni siquiera contestó a eso. A lo mejor, ni siquiera lo oyó. Quizá sería posible regresar a la sala y decírselo y explicarle que su hermano Tom se haría cargo de ella. Si le quedaba algún lugar a donde ir, ese lugar era la casa de Tom. ¡Siempre habían estado tan unidos! Sólo allí podría ella ser verdaderamente feliz. ¡Dios mío, si pudiera estar allí! Estaba segura de que Tom, de un modo u otro, sabría arreglarlo todo. Quizás ella podría explicárselo a alguien y entonces le avisarían y él vendría para hacerse cargo de ella. Pero ahora Tom estaba casado. Tal vez no le fuese posible venir. No necesitaba venir; ella iría a donde él estuviese, con tal de que se lo dijeran. Alguien tendría que avisarle…
Chris estaba tan absorbida por sus pensamientos que apenas se dio cuenta de que habían vuelto a la residencia correccional. Una vez más se vio a sí misma en el vestíbulo, a donde la habían conducido al principio desde la cárcel del condado. Estaba quieta y, al levantar la mirada, reconoció al señor Everson sentado detrás de su mostrador y hablando en voz baja con un agente de uniforme. También estaba allí María Sánchez. Ésta se acercó a Chris con una sonrisa la tomó del brazo y ambas se dirigieron al mostrador. Everson alzó la mirada:
—¿Estás preparada? —preguntó con expresión impasible. María se adelantó a responder:
—Sí, está todo preparado. —Luego, volviéndose hacia Chris, dijo—: Este agente es quien debe acompañarte a la Escuela. Estarás bien allí. Ahora, hasta la vista.
Everson abrió la puerta y Chris la cruzó para reunirse con el agente.
—Hasta la vista —respondió Chris automáticamente. Everson le hizo una señal, indicando algo que estaba a su espalda.
—Eso de ahí es tuyo —dijo.
Ella se volvió y entonces vio una vieja y estropeada maleta que habían dejado sobre un banquillo. Se acercó, mirándola con incredulidad. Era suya, en efecto; estaba cubierta de las etiquetas turísticas que ella solía coleccionar, etiquetas de todos los países del mundo —de la India, de Francia, de España— que le habría gustado visitar, y con los que a menudo soñaba. No podía dar crédito a sus ojos. Se quedó contemplándola un rato más, y luego se volvió para encararse con Everson:
—¿Quién la ha traído? —preguntó en tono plañidero. Él no respondió, fingiendo estar ocupado con los papeles de su mostrador.
—¿Dónde está Hank? —preguntó María. El oficial le lanzó una mirada y dijo:
—Ojalá estuviera aquí. Pero soy yo el que tiene que llevársela y no él.
Nada de esto tenía significado para Chris, por lo que siguió dirigiéndose a Everson:
—¿Quién ha traído esto? —repitió—. Por favor, dígame quién ha sido.
—Tu padre —dijo Everson, sin atreverse a mirarla a los ojos.
Chris no quiso creer lo que acababa de oír. Se quedó mirándole fijamente; luego parpadeó un par de veces y empezaron a formarse lágrimas en sus ojos. Entonces miró a María:
—¿Por qué no me dijeron que había venido? ¿Por qué? —lloró.
Everson agregó, siempre sin mirarla de frente:
—Pasó por aquí antes de dirigirse a su trabajo —explicó—. Me dijo que no podía esperar. No quería faltar al trabajo.
Chris se volvió de nuevo para mirar su maleta con incredulidad:
—¿Y no dijo nada más?
—No —respondió Everson.
Ella se acercó despacio a la maleta, la cogió por el asa, la levantó y se encaminó a la puerta. Allí aguardó en compañía del agente hasta que Everson accionó el portero automático. El agente abrió la puerta y ambos salieron.
Fuera había una furgoneta grande. Parecía, exactamente, el camión de la perrera municipal. Chris se estremeció al verla. Tenía en la parte posterior una puerta doble, con las ventanillas recubiertas de tela metálica. El agente abrió sin pronunciar palabra e hizo entrar a Chris. Ella levantó su maleta, la dejó sobre la banqueta interior del vehículo y tomó asiento a su lado mientras el oficial cerraba la puerta con llave. Chris estaba aturdida. No soy para ellos más que un cachorro sin dueño, pensó; eso es lo que soy. Miró sin ver cómo el agente se ponía al volante y el furgón arrancaba, recorriendo el sendero de grava que daba a la carretera.
Mientras enfilaban el acceso a la carretera principal ganando velocidad, Chris miró por la ventanilla trasera, viendo discurrir el camino que dejaban atrás y el árido paisaje que los rodeaba. Y mientras permanecía así, con los ojos llenos de lágrimas, se sintió más abandonada, más sola de lo que nunca se había sentido en toda su vida.