2

Chris despertó de súbito, alzó la mirada y vio que el sol entraba por entre los barrotes de la ventana. Le dolía todo el cuerpo y tenía un pie dormido, por haber estado toda la noche en posición forzada. El ruido del agua en un lavabo la despabiló por completo, y se puso en pie preguntándose si por fin vendrían a llevársela. Notó que su estómago vacío protestaba, pero no sentía hambre.

—Christine Parker —exclamó una voz al otro lado de la puerta de la celda.

Un relámpago de alivio cruzó su mente. Chris corrió a la puerta. ¡Mis padres! ¡Han venido a recogerme! Gracias a Dios, pensó.

—¡Estoy aquí! —gritó—. Estoy aquí. ¿Puedo irme ahora?

Era otra matrona la que aguardaba fuera de la celda. Pero, en vez de contestar, rebuscó en un gran llavero que llevaba al cinto y, después de descorrer el cerrojo, abrió la puerta de par en par.

—Vamos, acompáñame —dijo la mujer, sin dar más explicaciones y sin que el tono de su voz dejase traslucir nada, ni amenazas ni promesas. Al seguir a la mujer con paso rápido, Chris apenas prestó atención al abrir y cerrar de las distintas puertas metálicas.

—¿Van a enviarme a casa? —preguntó débilmente Chris, con voz plañidera.

—Calla y sígueme —dijo la matrona sin volverse y andando con rapidez hacia la puerta del ascensor. Y en ese momento el corazón de Chris dio un vuelco, porque al lado de la puerta estaba otro policía, con otro par de esposas en las manos.

—Muy bien, nena —dijo con indiferencia—. A ver las manos.

Ella sintió una opresión en el pecho y preguntó débilmente:

—¿Por qué? ¿Qué quiere hacer? ¿A dónde vamos?

—Vamos, niña, que no tenemos todo el día. A ver las manos.

Con mucha experiencia le rodeó las muñecas con las esposas y las cerró; luego se volvió hacia la matrona:

—Conforme —le dijo—. Vamos a sacarla de aquí.

Y luego, dirigiéndose a Chris:

—Vamos, niña. Andando.

La empujó suavemente y entraron en el ascensor. El guardia apretó un botón y la puerta se cerró.

—¿A dónde me lleva? —preguntó Chris.

—Tranquila, que nadie va a hacerte daño —contestó él—. Tú limítate a acompañarme.

—Pero ¿a dónde vamos?

—Ya lo verás. No te pongas nerviosa.

La puerta del ascensor se abrió al llegar a la planta principal, y el policía la sacó al consabido pasillo por donde ella había pasado la noche anterior.

—¿Ha venido mi padre a buscarme? —preguntó.

—Mira, niña —replicó él con un principio de impaciencia en la voz—, no hagas preguntas y acompáñame. Como dije antes, no tenemos todo el día.

Cruzaron el corredor, varias puertas y otro corredor, hasta llegar a un pequeño vestíbulo con una salida que daba a la calle.

—¿Ha venido mi padre? —repetía Chris con ansiedad—. ¿Está aquí?

—No ha venido nadie —exclamó el guardia con brusquedad, evidenciando ya su impaciencia—. Vamos. Ya te he dicho dos veces que no tenemos todo el día.

El guardia abrió la puerta que daba al exterior. Al sentir el calor del sol y la caricia del aire fresco, Chris experimentó una ligera esperanza pese a todas sus dudas. Había varios coches de patrulla estacionados junto al edificio, y el guardia hizo que le siguiera hasta uno de ellos. Cuando estaban a medio camino entre el edificio y el automóvil, se abrió la puerta de la comisaría y salió un policía dando voces para que se detuvieran.

—¡Eh! ¡Espera un momento…!

El guardia que conducía a Chris se detuvo de súbito, casi haciéndola tropezar.

El policía de la puerta exclamó

—¿Por qué no la dejas para la tarde? Hemos de trasladar a otras dos.

—Ni hablar —dijo el primero—. Es mi tarde libre. Me la llevo ahora.

Se volvió a Chris y prosiguió:

—Vamos. Por aquí.

Se encaminó con rapidez hacia uno de los coches patrulla, casi arrastrando a la muchacha. Abrió la puerta posterior y la hizo entrar. Con torpeza, casi cayéndose al no poder servirse de sus manos esposadas, Chris ocupó su asiento. Luego él dio la vuelta y se puso al volante. Giró la llave de contacto y el motor se puso en marcha con un rugido.

Chris supo intuitivamente que no la llevaban a casa. ¿A dónde, entonces? ¿Por qué no le quitaba las esposas? Las preguntas se agolparon en su cerebro hasta que se sintió mareada. Recordó que en la clase de educación cívica le habían enseñado que todo el mundo tiene unos derechos, incluso los menores de edad. Lo único que ella había hecho fue escapar de su casa. ¿Acaso era un crimen? No había sido la primera vez, pero ella siempre regresaba. Y ahora la detenían y la esposaban, y la encerraban en aquella prisión horrible con toda esa gente tan espantosa. Y luego… ¿a dónde se la llevaban? ¿Qué pretendían hacer con ella? Reprimió un sollozo. De súbito, notó que el coche se había desviado y enfilaba un sendero de grava que conducía a un edificio bajo y alargado. Lo rodeaba un jardín vallado que alguna vez fue verde, pero que ahora estaba agostado y seco. Un lugar que probablemente estaría lleno de lagartos y escorpiones. El policía detuvo el coche, se bajó y abrió la puerta posterior para que Chris pudiese apearse.

—Entra por ahí —dijo, señalando la puerta principal del edificio. En algún tiempo debió estar pintada de gris, pero ahora la pintura se veía ampollada, rajada y envejecida. Deteniéndose frente a los escalones, el policía apretó un botón y pudo oírse un timbre lejano. Al cabo de uno o dos segundos, hizo eco a la llamada el zumbido del portero automático descorriendo el cierre de la puerta. El policía la empujó y Chris le siguió al interior. Mientras él cerraba la puerta, la muchacha miró a su alrededor. Luego, después de una breve vacilación, le siguió hasta un mostrador que estaba al fondo del vestíbulo. Allí aguardaba un hombre de unos treinta años, de aspecto simpático, que vestía una camisa deportiva, y alargó la mano para hacerse cargo de los papeles que le entregaba el agente.

—Un transporte de la cárcel del condado para la protección de menores, señor Everson —dijo el policía. El hombre llamado Everson tomó la documentación de manos de aquél y paseó por ella una superficial ojeada.

—¡Hum! —exclamó—. Edad, catorce años. ¿Se puede saber por qué la han tenido en el calabozo toda la noche?

El policía se encogió de hombros.

—¡Bah!… Era muy tarde ya cuando la recogimos.

—Aquí estamos de guardia día y noche, Jim. Ya lo sabes.

El policía bajó la mirada nervioso, y se contempló los pies mientras murmuraba, como si hablase para sí mismo:

—Mira…, yo qué sé.

Everson no disimulaba su contrariedad.

—Vamos, Jim, quítale las esposas. Esto no es una cárcel, ¿qué te has creído?

—Vale, vale —dijo el policía manoseando sus llaves. A toda prisa liberó las muñecas de Chris y se metió las esposas en el cinturón.

Mientras se frotaba las manos, aliviada y agradecida por verse libre de aquella restricción, Chris se fijó en una mujer morena y bastante atractiva que había ido a reunirse con Everson detrás del mostrador.

Everson aún estaba repasando la documentación. Alzó la mirada y dijo:

—Christine, te presento a mi ayudante, María Sánchez.

—¿Quién es? —preguntó la mujer, sin demasiada curiosidad.

—Es una fugitiva —explicó el guardia, y Everson añadió:

—Se llama Christine Parker.

—¿Hay que darle de alta? —preguntó María, comprendiendo que el guardia ya no tenía jurisdicción sobre la muchacha. Chris miró a Everson y luego a María, nerviosa.

—¿Puedo telefonear a mis padres? —inquirió con voz dócil.

—Sus padres han solicitado un mandamiento judicial esta vez —intervino el policía en tono profesional.

—¿Cómo? —preguntó María.

Everson emitió un suspiro; parecía algo incómodo:

—Quieren ponerla bajo tutela —dijo.

—Aquí ya no me necesitáis para nada —dijo el policía—. Me largo. Que lo paséis bien.

Se encaminó hacia la puerta sin volverse para mirar a Christine. Everson pulsó el mando del portero automático para dejarle salir, y Chris se quedó mirando, como aturdida. Luego se volvió hacia María y Everson.

María dijo:

—Acompáñame, Christine.

Había una puerta giratoria detrás del mostrador. Chris la cruzó sobre los pasos de María y luego se detuvo confusa. Sentía un peso en el pecho y le pareció como si las palabras le salieran con gran dificultad, pero era necesario.

—Por favor —aventuró—, ¿puedo telefonear a mis padres?

María no respondió, y los ojos de Chris se volvieron automáticamente hacia Everson, quien dijo:

—Yo podría llamar a tus padres si fuese para entregarte a su custodia, pero ahora estás bajo la tutela del tribunal, y hasta que ellos…

—Pero ellos no lo saben —le interrumpió Chris.

—Sí lo saben —dijo Everson sin rodeos—. Están al corriente de todo. Ellos han decidido traspasar la potestad al tribunal. Conque vamos ya.

—Tendrás que darme tu cinturón —dijo María, alargando la mano.

Chris dudó, no entendiendo al principio lo que le pedían, pero María continuaba con la mano firmemente tendida. ¿Para qué necesitarán mi cinturón?, se preguntó, pero dándose cuenta de que no tenía sentido resistirse, empezó a desabrochar la hebilla y a pasar el cinturón por las presillas de los tejanos. Luego se lo entregó a María, quien lo recogió con la rutinaria tranquilidad de un tendero aceptando diez centavos en pago de un paquete de goma de mascar.

—Muy bien, Chris, —dijo María—. Sígueme ahora.

Se volvió para abrir una puerta que daba a un largo corredor, y a Chris le pareció revivir los horrores y la pesadilla de la noche anterior en los locales de la comisaría. Era una galería larga, estéril y blanca. Había celdas a ambos lados y cada puerta tenía una mirilla a la altura de los ojos. Detrás de algunas se veían rostros mirando afuera mientras pasaban María y Chris. Aquello inquietaba a Chris y le daba miedo. ¿Quiénes eran? ¿Por qué las tenían allí? Se oían voces ahogadas en el interior de las celdas, pero era imposible distinguir más que eso: murmullos, susurros y palabras entrecortadas. Mientras caminaba detrás de María por el corredor, fue mirando, como hipnotizada, de mirilla en mirilla, según iba pasando delante de las puertas. Tras una de ellas, una muchacha apretó los labios contra la tela metálica y le lanzó un beso. Chris se apartó de un salto. Otra susurró:

—¿Cómo te llamas, pequeña?

Chris alzó la mirada y distinguió un par de ojos grandes y fosforescentes que la contemplaban fijamente.

—¿Cómo te llamas? —repitió la desconocida. Chris dudó un instante; no quería mirarla, e ignoraba si le convenía responder. Temiendo instintivamente las consecuencias, pasó de largo y alcanzó a María, que se había detenido frente a la última celda, al extremo del corredor.

—Hemos llegado.

María descorrió el cerrojo de la puerta y, con un gesto de la cabeza, indicó a Chris que entrase; luego cerró otra vez con llave. Aturdida por las fuertes palpitaciones de su pulso, Chris se apoyó tímidamente en la pared, recorriendo con la mirada los rostros de las demás ocupantes de la celda. Eran diez chicas cuyas edades variarían quizás entre los dieciséis y los dieciocho años. Había algunas negras y un par de origen chicano. Chris no se atrevió a mirar de frente a ninguna, mientras todas fijaban su atención en ella.

Una de las muchachas se acercó a la puerta y dijo:

—¡María! ¿No quedamos en que me tocaba salir hoy?

—Mañana —replicó María en tono de fastidio, como si aquello fuese una rutina diaria.

Otra se acercó y, con un gesto del pulgar en dirección a Chris, preguntó:

—¿Quién es ésa?

María no hizo caso y la segunda muchacha se volvió hacia Chris:

—Hay una litera libre —dijo, señalándola al otro lado de la celda.

La que había preguntado acerca de su salida se aferró con rabia a la tela metálica y gritó para que María la oyese:

—¡Ayer también decías que mañana, y mañana es hoy!

Casi enferma de miedo y confusión, Chris decidió desentenderse de lo que estaba ocurriendo y se encaminó directamente a su litera para sentarse en ella sin mirar a nadie. Se quedó contemplándose los zapatos, con las manos cruzadas sobre el regazo, mientras María replicaba a la reclamante:

—Voy a comprobarlo.

—Menudo rollo —murmuró la otra con sarcasmo, mientras el rostro de María desaparecía de la mirilla. Chris se sintió sola y abandonada. Levantó un poco la cabeza y trató de espiar a sus compañeras sin llamar la atención. Una larguirucha que estaba tumbada en una litera atravesada en medio de la celda se quedó mirando a Chris con no disimulada hostilidad. Chris apartó la mirada en seguida y vio que se le acercaba una joven negra, muy atractiva, de unos quince años. Con una sonrisa, la joven tomó asiento en la litera vecina y dijo:

—Hola. Soy Josie.

—Vaya rollo —dijo otra. Alguien profirió una carcajada, pero Josie no hizo caso. Chris estaba tan nerviosa que temblaba y no pudo evitar que se notase en su voz:

—Me llamo Chris.

Observó que Josie llevaba una correa de cuero en una muñeca. Durante unos momentos, Josie pareció haber olvidado la presencia de Chris; empezó a tocarse la correa, mientras miraba fijamente una serie de cicatrices que tenía en el brazo. Luego alzó la mirada y le dijo a Chris:

—¿Ya te ha visto el tribunal?

—No.

—¿Es la primera vez? —inquirió Josie.

Chris asintió con la cabeza, sin decir nada.

—¡Bah! Seguro que te toca el juez Millburn —dijo Josie con aire de entendida.

Ahora se les había reunido una chica de aspecto hombruno cuya sonrisa zalamera molestaba a Chris. Ésta rodeó los hombros de Chris con un brazo y dijo en tono sugerente:

—Tú lo que necesitas es un apretón.

—Piérdete —intervino Josie.

—Vete al infierno —escupió la recién llegada, apartándose.

Josie no le hizo caso. Preguntó:

—¿Qué has hecho tú, Chris?

—Escaparme de casa.

—¡Ah! Seguramente el juez Millburn te enviará al pesebre.

Se puso en pie, disponiéndose a alejarse. Chris estaba estupefacta. ¿Qué había querido decir Josie?

—Espera, Josie —dijo—. ¿Qué es el pesebre?

Josie sonrió:

—¡Bah! Es la Escuela-Reformatorio del Estado. Yo estuve allí —dijo, y fue casi como si lanzase una bravata.

—¿De veras? —se asombró Chris ante la indiferencia de Josie.

—Ya lo creo —dijo ésta—. Y mañana me toca volver. Me la he cargado con todo el equipo. Y ni siquiera fue culpa mía. El imbécil con el que salía se dio la castaña con el coche, y todas las latas vacías de cerveza salieron disparadas por la ventanilla, a cientos.

Meneó la cabeza, con una sonrisa. Algunas oyentes, entendiendo la comicidad de la situación, se echaron a reír.

La chica que pretendía salir al día siguiente se acercó para decir irónicamente:

—¡Seguro! Tú nunca tienes la culpa de nada.

—No era yo quien conducía. Un poco flipada sí que iba, a lo mejor.

—Cuéntaselo a tu abogado —dijo la otra.

Josie le lanzó una mirada de profundo fastidio:

—¿No sabes que nosotras no tenemos abogado, tonta?

—Te nombran uno, si te has dedicado a la carrera —replicó su interlocutora.

—La vieja de Josie sí que hace la carrera —intervino otra—. Y se gana muy bien la vida, ¿no es cierto?

El rostro de Josie se convirtió en una máscara de rabia:

—Muérete ya —escupió.

—¿Qué importancia tiene? —terció la primera—. ¿Aún no te enseñó el oficio tu vieja?

Josie alzó la mirada:

—Tenía miedo de que le hiciera la competencia —dijo, recobrando su buen humor. Algunas chicas rieron.

—¿Y qué? —la desafió la otra—. ¿Se la hacías?

Josie se quedó mirándola fijamente:

—¡Has acertado, muñeca!

Las demás celebraron la broma con más carcajadas. Chris contemplaba a Josie con incredulidad, no muy segura de entender lo que acababa de oír.

—Josie —dijo en voz baja, para que no pudieran oírla—. ¿Cómo se está en el pesebre?

—¡Eh! A ver si calláis vosotras dos —dijo una que estaba acostada en su litera. Chris la miró, sorprendida. La otra agregó—: Quiero dormir un poco, conque a ver si os calláis de una vez.

Chris se levantó y fue a sentarse en la litera de Josie. Quería saber más cosas acerca del pesebre. Necesitaba averiguar, pero Josie estaba otra vez distraída con su correa, por lo que Chris miró a su alrededor para ver si hallaba alguien dispuesto a contestar a su pregunta. Alguien bostezó. Parecían haber olvidado que ella estaba allí, tan absorbidas estaban cada una en sus propios pensamientos.