Es una pesadilla, se dijo Chris Parker una y otra vez. ¡Dios mío, que no sea más que una pesadilla! De un momento a otro voy a despertarme, y papá y mamá estarán otra vez peleándose a gritos en la habitación de al lado. Me taparé la cabeza con las mantas y fingiré que no me entero. Como siempre. Pero estaré en casa y en mi cama, y sabré que no es verdad esto que está pasando…, no es verdad…, no es a mí…
Formulaba estos ruegos sin palabras, intentando desesperadamente ver las cosas como ella quería, como hacía siempre que le daba una pesadilla. Pero esta vez no le salió bien. El duro contacto de las esposas que la unían al guardia, cuyo rostro parecía el de un espantajo de feria, era demasiado real. Las esposas le hacían daño, y en sus pesadillas nunca se hacía daño. Siempre soñaba con sombras oscuras que se movían, o le parecía caer a través del vacío, o se veía corriendo a lo largo de unos raíles, perseguida por el tren, y los pies iban haciéndosele de plomo hasta no poder continuar. Otras veces le ardían los ojos y no podía mantenerlos abiertos por más que lo intentase. Pero nunca soñó nada que le hiciera verdadero daño.
Cerró los ojos esperando a que el dolor desapareciera, mas cuando volvió a abrirlos, las cosas seguían igual. Un airecillo cálido le acariciaba las mejillas, pero ella se echó a temblar. Su corazón latía con fuerza y sintió crecer la náusea en la boca del estómago. Era lo que notaba siempre que tenía que escapar. Pero ahora no había ningún sitio a donde ir, ni modo alguno de soltarse. Se sintió como un ser diminuto e indefenso atrapado por una fuerza tremenda y fatal. Un ratón con su pata cogida en una trampa, una rana en manos de un muchacho que desconociera su propia fuerza, un forastero extraviado y agotado en los tiempos del viejo Oeste, cayendo accidentalmente en manos de una multitud enfurecida que lo arrastraba hacia la horca.
De súbito, el cerebro de Chris regresó a la realidad, y sus últimos jirones de esperanza en cuanto a estar soñando se desvanecieron, se evaporaron como el humo que hacía brotar la plancha de su madre. Cuando se cerró a sus espaldas, de un portazo, la entrada de la comisaría, dejó de notar el perfumado ambiente de la noche y se vio sumergida en una pesadilla real mucho más terrorífica de lo que nunca imaginó. Unos fluorescentes alumbraban con sus fríos rayos las paredes, pintadas de verde como en un hospital, a cuyo reflejo todos parecían malhumorados o enfermos.
Las botas del policía resonaron sobre las frías losas al recorrer el siniestro corredor. Un olor desagradable invadió el olfato de Chris; era una mezcla de desinfectante, humo rancio de cigarros, transpiración de sobacos y de pies sucios. Se estremeció otra vez cuando el guardia la hizo pasar por otra puerta, a una habitación donde siete personas más aguardaban en pie, con aire despistado y nervioso, delante de un pupitre. Detrás del mismo, sin gorra y con aspecto de necesitar un afeitado, un sargento apuntaba algo. Alzó la mirada con expresión de indiferencia cuando Chris fue introducida y situada a la derecha de los demás.
—¿Los ficho a todos? —preguntó el sargento.
—A ésta no —replicó el polizonte que había traído a Chris, indicándola con el mismo gesto de la cabeza que un carnicero emplearía para señalar un costillar de ternera a un cliente.
—Ni a esas dos —intervino un funcionario que estaba al lado del sargento—. Llévatelas.
Apuntó con el pulgar a una mujer de mediana edad y mirada vidriosa, y a otra que debía andar por la treintena. Chris la miró y se preguntó qué habría hecho. Llevaba el pelo revuelto; su rostro era una máscara de rabia reprimida, y tenía los dedos índice y medio con manchas pardas de nicotina. Tal vez era una… aunque nadie pudiese adivinar sus pensamientos, le costaba formar la palabra en su mente, hasta que por fin se abrió paso hasta su conciencia como un súbito eructo en un lugar público, produciéndole idéntica sensación de vergüenza… una puta.
—Vamos —dijo el polizonte con una seña, tirando de Chris. No tuvo más remedio que seguirlo, con las otras dos mujeres cerrando la procesión, por otro corredor igualmente sórdido y frío, de cuyas paredes se desprendían tiras de sucia pintura verde como consecuencia de alguna antigua gotera. Alguna que otra bombilla eléctrica colgaba desnuda del techo.
Nadie habló mientras el guardia hacía pasar a Chris y a las dos mujeres adultas por una puerta situada al final del corredor, y que daba a otro pasillo tan desapacible como el anterior. Chris recordó todas esas películas de la televisión en que aparecen los presos conducidos a la celda de los condenados a muerte, y se estremeció una vez más, involuntariamente. Sus pensamientos fueron brutalmente interrumpidos por un tirón en su muñeca, y cuando levantó la mirada vio que el policía se había detenido frente a una puerta.
—Aquí es —dijo—. Tendremos que esperar el ascensor.
Apretó un botón y nadie dijo nada, mientras el gemido distante de un motor eléctrico anunciaba la lenta llegada del ascensor, que se le representó imaginariamente a Chris como una jaula colgada de un cable.
La puerta se abrió y el policía hizo entrar a las tres mujeres. Luego, sacándose un llavero del cinturón, abrió la anilla de las esposas de Chris que había cerrado en torno a su propia muñeca, y con un gesto brusco la fijó en una argolla de hierro que estaba en la pared del fondo del ascensor.
¿Por qué hacen todo esto conmigo?, se preguntó Chris reteniendo las lágrimas y lanzando disimuladamente ojeadas a los rostros de las dos mujeres, cuya expresión forzada no lograba ocultar del todo el odio que ardía en su interior. El ininterrumpido viaje del ascensor pareció durar siglos. Nadie habló mientras el guardia se hurgaba distraídamente la nariz, y la más joven de las dos presas, que estaba cerca de Chris, eructó esparciendo relentes agridulces de alcohol, ajo y muelas estropeadas. Chris apartó el rostro sin querer, y la furcia enseñó los dientes en una sonrisa sardónica.
—¿Qué pasa contigo, pequeña? —silbó—. ¿Tienes remilgos, o algo así?
—Cierra el pico, muñeca —cortó el policía.
—¡No me llames muñeca, cerdo! —replicó la otra. El ascensor se detuvo con un sobresalto y Chris formuló una silenciosa plegaría de agradecimiento, temiendo que la discusión hubiera degenerado en algún acto terrible de violencia vengativa por parte del policía, como solía ocurrir en las películas que había visto.
Lo primero que vio Chris al abrirse la puerta del ascensor fue una matrona de rostro pétreo, en uniforme y con un revólver de cañón corto al cinto.
—Ahí queda eso, Molly —dijo el guardia, quitándole las esposas a Chris, que a ella ya le parecían formar parte de su cuerpo. Se frotó la muñeca, dolorida por los tirones, y miró a su alrededor sin saber a dónde dirigirse.
—Vamos, vamos, que no tenemos todo el día —dijo la matrona—. Media vuelta a la izquierda, y ¡andando!
Las dos mujeres mayores se pusieron en marcha con aire de familiaridad, como si ya hubieran recorrido muchas veces aquel mismo camino. En cambio, Chris se detuvo un segundo antes de seguirlas por otro corredor no muy diferente del primero que había encontrado al entrar en el local de la comisaría. Cuando llegaron al extremo opuesto, las cuatro mujeres se detuvieron ante una gran puerta con remaches de acero, y aguardaron hasta que la misma se abrió con estrépito.
—Entrad —ordenó la matrona, y cruzaron el umbral para detenerse de nuevo cuando la puerta de acero se cerró a sus espaldas, con un estampido tremendamente definitivo. Chris apenas daba crédito a sus ojos. Estaba ante lo que pareció ser un presidio de máxima seguridad, pero que no era, de hecho, sino la mísera cárcel del condado. A pocos pasos había una puerta corredera de acero idéntica a la que acababan de franquear. También ésta se abrió con ensordecedor rechinamiento metálico, pero por alguna razón el estampido que hizo al cerrarse fue tan inesperado para Chris que la hizo encogerse como golpeada por una fuerza invisible.
—Bien. Pasad adentro —dijo la matrona, y cuando Chris siguió a las otras dos mujeres se dio cuenta de que las habían encerrado en una celda grande con ventanas enrejadas, muros de piedra cubiertos de garabatos y una serie de literas poco acogedoras. Sentada en el suelo en el rincón del fondo de la celda, una mujerona borracha apoyaba la espalda contra la pared, murmurando incoherencias. Más cerca, una mujer de unos treinta años, de mirada dura y aspecto de carnicera, paseaba sin cesar arriba y abajo, tocando los muros con las manos; de vez en cuando se detenía para rascar el cemento mientras lanzaba miradas furiosas, para luego reanudar sus paseos. Las demás permanecían sentadas con aire apático, muchas en diversos grados de embriaguez, y otras tumbadas en las literas mirando al techo o fijando sus ojos vidriosos en el vacío. Nerviosa, Chris se refugió en un rincón y entonces se fijó en una mujer alta y delgada que se apoyaba de espaldas contra la pared del fondo de la celda. Había manchas de sangre seca en sus ropas, y en la mejilla izquierda tenía un feo hematoma azulado que transformaba todo el rostro en una caricatura grotesca.
Chris se estremeció, sin comprender todavía cómo había ido a parar allí. Era una mujer-niña bajita y un poco regordeta, de cabello castaño y lacio que le llegaba hasta los hombros, y ojos grandes color avellana, de expresión asustada. Llevaba unos tejanos azules algo desteñidos y excesivamente estrechos, con la camisa arrugada colgándole por fuera. En cualquier otro lugar, en el patio de una escuela, en un quiosco de bocadillos o en la calle, se habría confundido con el ambiente hasta el punto de pasar inadvertida. Allí, por el contrario, en medio de aquel abigarrado grupo de vagabundas, borrachas y delincuentes habituales, destacaba como un capullo de rosa arrojado a un basurero.
Aunque muy pocas de sus compañeras de celda habían hecho caso de ella al entrar, Chris experimentó la horrible sensación de ser investigada, escrutada como una oveja en el matadero. Se acurrucó aún más en su rincón, y de súbito algún sexto sentido la hizo reparar en una mujer que estaba contemplándola con gesto de avidez. Las miradas de ambas se encontraron y la mujer se relamió los labios con gesto obsceno. Chris sintió como un cosquilleo en todo su cuerpo. Tembló, cruzó los brazos sobre el pecho y se cogió los hombros con las manos. La mujer hizo ademán de acercarse y Chris se halló con las espaldas pegadas a la pared, mientras su corazón latía con fuerza y su respiración se hacía entrecortada, silbando en precipitados jadeos. Pero entonces la mujer pasó de largo, limitándose a lanzarle una rápida mirada despreciativa, y ya no hizo más caso de ella.
Chris se dejó caer al suelo poco a poco. Rodeó sus rodillas con los brazos y apoyó la cabeza en aquéllas. Mientras miraba al vacío rogaba desesperadamente que nadie volviera a acercársele y que alguien, no sabía quién ni cómo, viniera para sacarla de allí. Al fin y al cabo, pensó, ¿qué he hecho yo? No he cometido ningún delito. Escaparme de casa, eso fue todo. ¡Vaya cosa!, Y, de todos modos, ¿qué daño iba a hacer yo? No he molestado a nadie, ni infringido ninguna ley.
Se sentía terriblemente fatigada y al mismo tiempo perseguida por desconocidos temores de lo que podría ocurrir si se quedaba dormida. Hizo un esfuerzo por vencer el sueño que se apoderaba de ella, pero finalmente se dio por vencida y cayó en un sopor intranquilo.